Uno de los avances más notorios en el conocimiento de la juventud ha sido descubrir que la pregunta por lo que significa ser joven no es sólo una pregunta generacional, ni menos aún una pregunta pedagógica o disciplinaria. Quiero examinar en qué sentido la interrogación por lo que significa ser joven es una pregunta social y es una pregunta por el tiempo.
Pregunta social: o sea no sólo por las características de una edad, un periodo de la vida, que importaría básicamente a los que lo atraviesan. Es una pregunta que la sociedad se hace a sí misma: cómo comienza a ser su futuro. Cuántos torneros y cuántos ingenieros va a haber, cuántos médicos y cuántas enfermeras, cuántos con educación universitaria y cuántos desempleados y cuántos migrantes desesperanzados con el país; cuántas oportunidades dará a los jóvenes para que participen en su cambio como ciudadanos, cuántos mensajes que los inciten a irse. Sabemos que en México estas no son preguntas retóricas: el 39 por ciento de los jóvenes no tiene trabajo, el 54,4 por ciento de los que están en edad de estudiar no lo hacen, revela la Encuesta Nacional de la Juventud.
La averiguación sobre lo que significa ser joven es también una pregunta por el tiempo. Ya los años ochenta fueron llamados la década perdida de América Latina. Los organismos internacionales que evalúan los últimos cinco años de nuestras economías afirman que la recesión de este último quinquenio otra vez obliga a hablar de media década perdida. Es la misma evaluación que hacen los empresarios que llevan sus inversiones al extranjero, los gobernantes que siguen prefiriendo privatizar porque los Estados que ellos mismos dirigen no les parecen administradores confiables ni eficientes, pese a que los escándalos mayúsculos de tantas empresas privatizadas de los últimos años en Estados Unidos, en México, en Argentina, en España advierten que se puede confiar poco en las empresas transnacionales o las privadas del propio país. La pregunta por el tiempo que viene o que nos queda la responden también negativamente los profesionales, campesinos, obreros y estudiantes que se van, sobre todo los desempleados que se cansaron de esperar.
Al preguntar qué significa hoy ser joven, encontramos que la sociedad que se responde que su futuro es dudoso o que no sabe cómo construirlo está contestando a los jóvenes no sólo que hay poco lugar para ellos. También se está respondiendo a sí misma que tiene baja capacidad, por decir así, de rejuvenecerse, de escuchar a los que podrían cambiarla.
En este contexto, adquieren nuevo sentido varias preguntas que recorren el pensamiento actual: por qué se evaporan las utopías y a casi nadie le importa tenerlas; por qué los jóvenes viven en el instante; por qué no se interesan por la historia, no les interesa tener historia, y miran con escepticismo o indiferencia a quienes les hablan del futuro. No voy a insistir en la aclaración de que hay jóvenes politizados o al menos socialmente responsables, que asumen el pasado y tienen expectativas, que no resbalan por el desencanto. Vamos a tomar en serio, sin atenuantes, el desencuentro entre las formas organizativas hegemónicas y los comportamientos prevalecientes entre los jóvenes, la contradicción entre las visiones convencionales de la temporalidad social y las emergentes en las culturas juveniles.
Voy a exponer, más que una visión de conjunto, que no tengo, algunas reflexiones en fragmentos. No obstante, trataré de enunciar ciertas tesis generales sobre el tipo de globalización que se les propone a las nuevas generaciones en América Latina. Algunas de las condiciones en que se especifica nuestro modo de mundializarnos derivan de la creciente dependencia de Estados Unidos y de la perspectiva de intensificarla a través del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas impulsado por Estados Unidos para que se firme en 2005, así como de la creciente presencia europea, sobre todo española, en la región. Debemos explorar qué pueden hacer todavía los ciudadanos, los organismos nacionales e internacionales para reconocer la diversidad cultural y sumar recursos, convertirse en una economía de escala y reenfocar las tareas socioculturales.
A las nuevas generaciones se les propone globalizarse como trabajadores y como consumidores. Como trabajadores, se les ofrece integrarse en un mercado liberal más exigente en calificación técnica, flexible y por tanto inestable, cada vez con menos protección de derechos laborales y de salud, sin negociaciones colectivas ni sindicatos, donde deben buscar más educación para finalmente hallar menos oportunidades. En el consumo, las promesas del cosmopolitismo son a menudo incumplibles si al mismo tiempo se encarecen los espectáculos de calidad y se empobrecen mediante la creciente deserción escolar los recursos materiales y simbólicos de la mayoría.
Los riesgos de exclusión en el mercado de trabajo y de marginación en las franjas masivas del consumo aumentan en los países periféricos. Más que a ser trabajadores satisfechos y seguros, se convoca a los jóvenes a ser subcontratados, empleados temporales, buscadores de oportunidades eventuales. En un continente donde, como documenta la conferencia de Martín Hopenhayn, durante la década de los noventa 7 de cada 10 empleos se generaron en el sector informal, ser trabajador se vuelve sinónimo de ser vulnerable. No es casual entonces, como señala el mismo autor, que tres modos de responder sean «la opción ´furiosa´ por el riesgo, la automarginación o el ´reviente´».
Según como les vaya en esta frágil situación laboral, un sector de jóvenes podrá acceder a las destrezas informáticas, a los saberes y entretenimientos avanzados por Internet, en tanto la mayoría quedará en la televisión gratuita, los discos y vídeos piratas. Según los datos de la Encuesta Nacional de Juventud en México, el 77 por ciento de los hogares con jóvenes cuentan con televisión (señal abierta), en tanto sólo un 6 por ciento dispone de Internet.
La disparidad entre informatizados y entretenidos aumenta en países donde la deuda externa y la corrupción interna producen desmothernización (para usar el neologismo de Roger Bartra). Es significativo cómo describe el Sistema Económico Latinoamericano (SELA) la manera en que se nos presenta la deuda. Su informe de julio de 2001 dice que cada habitante latinoamericano «debe 1.550 dólares al nacer» (Boye, 2001). En tales declaraciones parece que la condición de deudores fuera un trágico destino prenatal. O sea, que antes de proponer a los jóvenes globalizarse como trabajadores y consumidores, se los globaliza como deudores. Pero también sabemos que esa cifra promedio de la deuda significa para algunos habitantes lo que ganarán en una semana o en unas horas, y para la mayoría de indígenas y campesinos su salario de cinco o diez años.
Una consecuencia de estas desigualdades es que a unos les resulte dramática esa deuda inicial y otros la encuentren saldada desde que entran en la guardería. No es lo mismo enfrentarla en países con recursos estratégicos abundantes, o con planes de desarrollo sostenidos durante décadas (Brasil, Chile, México, quizá los tres mejor situados en la globalización), que donde la inestabilidad, gobiernos erráticos y corruptos, enajenaron casi todo, como en Argentina. Como las deudas nos persiguen de diversas maneras, son distintas las posibilidades de evadirlas o modificarlas.
Pero a la vez, en esta condición de subordinación extrema debido al endeudamiento, las políticas neoliberales impulsadas desde Washington y algunos organismos transnacionales, proponen integrarnos en el ALCA para el año 2005. Jamás una política de reestructuración económica, ni la populista ni la desarrollista, habían logrado imponerse de forma simultánea y con tal homogeneidad como el neoliberalismo en el conjunto de los países latinoamericanos.
¿Qué efectos ha tenido esta globalización a la neoliberal en los veinte años que lleva aplicándose? Hay que evaluar tanto sus impactos en la economía y la política como para el desarrollo sociocultural. Las cifras revelan que, a diferencia del liberalismo clásico, que postulaba la modernización para todos, la propuesta neoliberal nos lleva a una modernización selectiva: pasa de la integración de las sociedades al sometimiento de la población a las elites empresariales latinoamericanas, y de éstas a los bancos, inversionistas y acreedores transnacionales. Amplios sectores pierden sus empleos y seguridades sociales básicas, se cae la capacidad de acción pública y el sentido de los proyectos nacionales. Para el neoliberalismo la exclusión es un componente de la modernización encargada al mercado.
¿Por qué atrasa nuestra modernización? Hay algo más que la repetición de los intercambios desiguales entre naciones e imperios. Pasamos de situarnos en el mundo como un conjunto de naciones con gobiernos inestables, frecuentes golpes militares, pero con entidad sociopolítica, a ser un mercado: un repertorio de materias primas con precios en decadencia, historias comercializables si se convierten en músicas folclóricas y telenovelas y un enorme paquete de clientes para las manufacturas y las tecnologías del norte, pero con baja capacidad de comprar, que paga deudas vendiendo su petróleo, sus bancos y aerolíneas. Al deshacernos del patrimonio y de los recursos para administrarlo, expandirlo y comunicarlo, nuestra autonomía nacional y regional se atrofia, así como el porvenir de las nuevas generaciones.
Preguntas culturales sin respuestas políticas
Esta es la situación macrosocial de la cual partimos para repensar el futuro de los jóvenes. ¿Quiénes se hacen cargo de las preguntas que surgen de este paisaje desencantado? ¿Cómo intentan responderlas y por qué es tan difícil creer en las respuestas?
En muchos países se oyen quejas porque los gobiernos no escuchan a los intelectuales, a los científicos ni a los jóvenes, recortan el presupuesto de la educación, de las investigaciones y de los programas sociales. Suele atribuirse esta desatención al desmantelamiento de las instituciones públicas por la mercantilización de la vida social y la tendencia neoliberal a reducir los intercambios entre las personas a su rédito económico.
Sin negar la validez parcial de esta explicación, quiero ensayar otra lectura de lo que está cambiando. Se me ocurre que si las preguntas culturales no tienen respuestas políticas es porque ahora son otros quienes formulan las preguntas y también fueron reemplazados los que daban las respuestas. Más allá de que hoy evaluemos que muchos interrogantes y contestaciones estaban equivocados, en los tiempos fundacionales o de desarrollo de las repúblicas modernas las preguntas radicales las hacían intelectuales humanistas, que podían llegar a ser políticos, como Domingo Faustino Sarmiento en la Argentina, José Vasconcelos en México, André Malraux en Francia, o eran disidentes escuchados por los gobernantes y los medios masivos, por ejemplo Jean Paul Sartre u Octavio Paz.
Leo en un análisis de las formas públicas de comunicación efectuado en abril de 2001 que hoy «la tele hace la pregunta e Internet responde» (Peregil, El País, 29-4-2001). Ojalá fuera tan sencillo, pero la simplificación de la fórmula sintetiza un proceso que va aproximadamente en esa dirección. Es elemental reconocer que el sentido cultural de una sociedad se organiza cada vez menos en las novelas que en las telenovelas, más que en las universidades en la publicidad. Y los políticos, que en otro tiempo decían tener respuestas acerca de para qué vale la pena estar juntos (como nación y como comunidades de consumidores), han dejado que esas cuestiones sean respondidas por los creativos publicitarios y los inversores.
La pérdida de proyectos nacionales se manifiesta también en las migraciones. A diferencia de los exilios de los años sesenta en que millones de latinoamericanos huían de la represión militar con la esperanza de volver, en la última década argentinos, peruanos, venezolanos y ecuatorianos se despiden de sus países por la pérdida de empleos, el descenso en la calidad de vida o las dificultades de sobrevivir, y la convicción de que esta decadencia económica y social seguirá agravándose por la incapacidad de sus naciones de recuperarse. El caso más trágico es el de Colombia, donde el debilitamiento del desarrollo endógeno se agrava con la descomposición del país más balcanizado por la guerra y la semidesaparición del Estado. Si un diez a un veinte por ciento de la población de estas naciones se ha dispersado en España, Estados Unidos, Canadá y Australia, y las encuestas anuncian que en algunos países la mitad quisiera irse, hay que preguntarse qué está quedando de esas naciones. Si las naciones fueron, antes de tomar forma como sistema político, organización económica y delimitación cultural, comunidades deseadas e imaginadas, ¿qué resta de ellas cuando se percibe que las decisiones políticas y económicas ya no se toman en las instituciones del propio país y un amplio sector siente que ni vale la pena imaginarlo? ¿Hay que sorprenderse de que la conclusión extraída por los ciudadanos, sobre todo por los jóvenes, ante la desnacionalización de recursos estratégicos (petróleo y otras fuentes de energía, bancos y líneas aéreas, teléfonos y editoriales), la sumisión de los presidentes y los parlamentos a poderes externos, la pérdida de credibilidad en el sistema judicial y los medios de información, sea el escepticismo radical hacia el porvenir de la propia cultura?
Pero la migración de centenares de miles de jóvenes mexicanos a Estados Unidos no es sólo desperdicio de inversión educativa realizada por México y transferencia de recursos a la economía estadounidense. Si en el futuro, como mencionó José Manuel Valenzuela, consideramos que la juventud mexicana debe ser estudiada también en Estados Unidos hallaremos los medios para que sean aliados, informadores estratégicos, a fin de que México reconfigure su papel como nación ante Estados Unidos y en Estados Unidos.
La acumulación de desencantos actuales no sólo genera escepticismo. También nos deja en un mundo en fragmentos, despedazado y sin continuidad histórica. Muchos piensan que esto es más evidente en las culturas juveniles. Veremos que los jóvenes no tienen la exclusividad.
1. Fragmentaciones. Los jóvenes actuales son la primera generación que creció con la televisión a color y el vídeo, el control remoto y el zapping, y una minoría con computadora personal e Internet. En los años setenta y ochenta la pregunta era qué significaba ser la primera generación en la que la televisión era un componente habitual de la vida familiar. Ahora se trata de entender cómo nos cambia la espectacularización permanente a distancia, o dicho de otro modo: esta extraña combinación de mediatización e interconectividad. La mediatización aleja, enfría y, al mismo tiempo, la interconectividad proporciona sensaciones de cercanía y simultaneidad.
Los otros dos rasgos con que se reestructura la cultura y la vida cotidiana son la abundancia inabarcable de información y entretenimiento, y, al mismo tiempo, el acceso a fragmentos en un orden poco sistemático o francamente azaroso. Estas no son características sólo de los jóvenes con baja escolaridad, sin suficientes encuadres conceptuales y vasta información como para seleccionar y ubicar el alud de estímulos diarios. Es verosímil la hipótesis de que la fragmentación y discontinuidad se acentúan en los jóvenes de clases medias y altas, precisamente por la opulencia informativa y de recursos de interconexión.
En estudios sobre la cultura de los estudiantes secundarios y universitarios aparece la dificultad que tienen para situar épocas del propio país, los presidentes, las guerras y revoluciones, en periodos históricos precisos. A la visión desconectada entre acontecimientos se agrega la fragmentación con que se relacionan con los saberes, incluso los alumnos universitarios. La mayoría de los estudiantes mexicanos carece de biblioteca en la casa, no compran los libros de texto y los estudian en fotocopias de capítulos aislados. Una etnografía reciente sobre alumnos de la Universidad Autónoma Metropolitana dice que «los jóvenes no tienen la práctica y quizá tampoco sus profesores se la inculcan de identificar o catalogar sus copias. Muy pocos las tienen engargoladas … en muchos casos no fotocopian las portadas de los libros, ni anotan la fuente bibliográfica. ¿Cuál es el título del libro del que fotocopiaron sólo una parte? ¿Quién y cuándo lo escribió?» (De Garay, 2002: 83).
2. Discontinuidades. En los estudios sobre consumo y recepción encontramos que la mayoría de los jóvenes prefiere las películas de acción y se aburren con aquellas que trabajan en largos planos la subjetividad o los procesos íntimos. Es posible interpretar que, ante las dificultades de saber qué hacer con el pasado ni con el futuro, las culturas jóvenes consagran el presente, se consagran al instante. Chateos simultáneos en Internet, videoclips y música a todo volumen en las discotecas, en el coche, en la soledad del walkman. Instalaciones que duran el tiempo que estará abierta la exposición, performances sólo visibles el día en que se inaugura. Sonido Dolby en los cines, anunciado al comienzo de la proyección, como si la estridencia digitalizada enorgulleciera tanto como la película que nos van a mostrar en las multisalas, pequeñas no sólo para optimizar la mercantilización de espacios de entretenimiento sino para amontonarnos cerca de la pantalla e intensificar la violencia de los filmes, la sucesión de instantes en que se atropella la narración. La hiperrealidad de lo instantáneo, la fugacidad de los discos que hay que escuchar esta semana, la velocidad de la información y la comunicación barata que propicia el olvido. Según Zygmut Bauman, hoy «la belleza es una cualidad del acontecimiento, no del objeto … cultura es la habilidad para cambiar de tema y posición muy rápidamente». George Steiner: «la nuestra es una cultura de casino y de azar, donde todo es apuesta y riesgo; donde todo está calculado para generar un máximo impacto y una obsolescencia instantánea» (Costa, 2002).
Descreimiento hacia lo que sucedió y lo que puede venir. ¿Sólo se puede confiar en lo que está sucediendo? Todo pasa tan rápido que el modelo de triunfo social es ser un ex big brother. Si quieres vivir el hiperpresente, no te quedará tiempo para la memoria ni para la utopía: la extrañeza ante la temporalidad extraviada se conjura en la simulación high tech de rememoraciones jurásicas y futuras guerras intergalácticas, tan parecidas. Una investigación de la Unión Europea sobre el impacto físico y mental de la música escuchada a más de 75 decibelios, como ocurre en discotecas y muchos recitales, dice que daña la audición, crea los sordos del futuro (Justo, 1997).
No voy a ser yo quien niegue el placer de la velocidad en los videoclips, o en la intensidad aleatoria del zapping. Tampoco podemos desconocer cuánto del rock, del hip hop y por supuesto las melodías de fusión, como el Afro Reggae (Yúdice, 2002) y aun alguna música pop siguen brindando narrativas que reconstruye cierta temporalidad, y abren si no más utopías perspectivas para imaginar. Se me ocurre que si vamos a salir de la penuria actual no es repitiendo que hubo pasado para que no olvidemos la importancia de la memoria, ni construyendo profecías apocalípticas. En cierto modo, todo está en el instante, y se trata de captar su densidad.
Para ahondar la pregunta sobre nuestro modo de gestionar el tiempo debemos revisar críticamente la manera en que articulamos cultura y economía, pasado, presente y futuro en las actuales condiciones del capitalismo. Una de las primeras evidencias que se me presenta es que el «presentismo» no es sólo una característica de las culturas juveniles. Vemos que otros campos, por ejemplo los modos actuales de hacer política, tampoco están haciéndose cargo de la compleja temporalidad histórica en que nos hallamos.
La expansión de los mercados ocurre también en el tiempo, porque se logra mediante esa aparente negación de la temporalidad que es la obsolescencia planificada de los productos a fin de poder vender otros nuevos. En verdad, las políticas industriales que vuelven inservibles los artefactos eléctricos cada cinco años, o desactualizan las computadoras cada tres, y las políticas publicitarias que ponen fuera de moda la ropa cada seis meses y las canciones cada seis semanas son modos de gestionar el tiempo. Lo hacen simulando que ni el pasado ni el futuro importan, pero logran convertir la aceleración y la discontinuidad de los gustos en estilo de vida permanente de los consumidores. Consiguen así, mediante la renovación de los productos y la expansión de las ventas, garantizar la reproducción durable de los capitales.
No vamos a reincidir en la idea demasiado rústica de una determinación de lo económico sobre lo simbólico. Ni su consecuente hipótesis conspiratoria: «el presentismo absolutizado en la posmodernidad sería un recurso manipulador de los dueños del capital para optimizar sus ganancias». Pero parece útil preguntar qué tipo de correspondencias existe entre la exaltación del instante en la vida cotidiana, en el consumo, y la dinámica escurridiza de los mercados de bienes y mensajes. ¿No tiene algo que ver la cultura de lo instantáneo sin historia con la inestabilidad de los movimientos de inversiones y ganancias, renovables en las cotizaciones de cada día e imprevisibles para mañana, que ocultan las políticas de gestión de los capitales y de sus concretos dispositivos o estructuras (fábricas, bancos, control de medios de transporte y de circuitos para transmitir mensajes)? En la macroeconomía sí importan el pasado y el futuro.
La valoración socioeconómica de la larga duración se manifiesta también en las exigencias a los consumidores. A quien pide un crédito o una tarjeta bancaria se le investiga la historia de sus comportamientos para saber si es confiable. Luego de concederle crédito, se sigue influyendo en su conducta futura porque todo pago a plazos es un disciplinamiento moral: quien compra un auto en 40 mensualidades o una casa para pagar en 20 años toma compromisos sobre su duración en el trabajo, la continuidad del matrimonio, la responsabilidad hacia sus hijos… O sea, cómo va a administrar su tiempo por largos periodos. La flexibilización laboral y la inestabilidad afectiva se llevan mal con la reproducción de la vida social.
La decadencia de América Latina no apareció por azar, ni con la aparente arbitrariedad de una moda. También en relación con los compromisos a largo plazo que nos piden los acuerdos de libre comercio, y la consiguiente reestructuración de nuestras economías, conviene pensar cómo se sitúa el presente en medio de las utopías fallidas y de las memorias descuidadas. Para gozar el presente, ¿no sería bueno preguntar si hay un modo de narrar la temporalidad distinto de los que apuestan en el casino de las inversiones o disciplinan la sucesión de nuestros actos para que paguemos las cuotas?
Por último, quisiera decir algo acerca de cómo valorar, en esta perspectiva, algunas acciones aparentemente despolitizadas, o de baja eficacia política inmediata, frecuentes en las culturas juveniles. Estoy pensando, por ejemplo, en los graffitis y en ciertas performances de protesta.
Acciones como las de grupos globalifóbicos, ecológicos o por los derechos humanos son, en su aspecto performativo, sólo interrupciones del orden neoliberal. Cortan carreteras, perturban una reunión de la Organización Mundial de Comercio o hacen lo que en la Argentina se llaman escraches (denuncias públicas frente a la casa de un extorturador o un político corrupto impune). Seguramente es aplicable a muchas sociedades lo que la Encuesta Nacional de Juventud encontró en México: en palabras de Rossana Reguillo, los jóvenes están dispuestos a participar en causas más que en organizaciones. Si bien hay varias maneras de ser jóvenes y de interesarse por lo social, adhiriéndose a movimientos indígenas, ecológicos, musicales, etc., un rasgo común es sintonizar con acontecimientos o movilizaciones que expresan causas y desconfiar de las instituciones que pretenden representarlas o quieren dar formas a los flujos públicos.
Los estudios culturales y antropológicos han destacado en los últimos años que muchos actos interruptores con aspecto político no aspiran a obtener el poder o controlar el Estado. ¿Para qué desplegaron los estudiantes chinos un «coraje desmesurado» al desafiar a los tanques en la plaza de Tiananmen, pregunta Craig Calhoun, si era previsible que estos enfrentamientos fracasarían? El pensamiento instrumental sobre el interés, atento sólo a la racionalidad del éxito económico y macropolítico, no alcanza a entender comportamientos que buscan, más bien, legitimar o expresar identidades. Son, dice Calhoun, «luchas por la significación» (Calhoun, 1999).
De modo análogo, la fórmula «aparición con vida» empleada por las madres e hijos de desaparecidos en la Argentina no implica que esperen encontrarlos vivos. Tampoco la consigna «que se vayan todos», que parece una frase de jóvenes despolitizados y significativamente es adoptada por gente de todas las edades en Argentina, debe interpretarse literalmente. «Su potencia enunciativa radica justamente en lo que su inviabilidad pone de manifiesto. Confrontan con la política pensada como arte de lo posible y ponen en evidencia tanto el agotamiento de esas formas de la política como la radicalidad de aquello que habrá que inventar colectivamente. Ponen a cada quien que las canta y a cada quien que las escucha frente a un vacío de sentido y de acción que no sólo denuncia, también interpela a inventar nuevos sentidos, a inaugurar formas de acción» (Fernández, et. al.).
Al valorar la dimensión afectiva en estas prácticas culturales y sociales, que a menudo muestra baja eficacia, pero donde importa la solidaridad y la cohesión grupal, se hace visible el peculiar sentido político de acciones que no persiguen la satisfacción literal de demandas ni réditos mercantiles, sino que reivindican el sentido de ciertos modos de vida. Es cierto que estos actos aun cuando a veces logran ser eficaces porque se apropian de los silencios y contradicciones del orden hegemónico no eliminan la cuestión de cómo ascender hasta la reconfiguración general de la política. Pero no podemos esperar que los jóvenes, y como vemos tampoco que muchos adultos, se interesen por gestionar responsablemente el tiempo social si las únicas políticas que se ofrecen siguen achicando el futuro y vuelven redundante el pasado. Volvemos al comienzo: el malestar de los jóvenes es el lugar donde todos nos estamos preguntando qué tiempo nos queda.
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Artículo extraído del nº 56 de la revista en papel Telos