Por José Marques de Melo
La imprenta figura en la historia de la humanidad como la innovación que alteró profundamente la marcha de la civilización. Instauró la ciudadanía, creando las condiciones indispensables para la aparición de las sociedades democráticas. Pero éstas solamente se perfeccionan y consolidan en la medida en que son capaces de garantizar el régimen de libertad de prensa. En este sentido, el derecho de informar o de recibir información constituye el fermento de la ciudadanía, el oxígeno que nutre la vida democrática.
La imprenta figura en la historia de la humanidad como la innovación que alteró profundamente la marcha de la civilización. Instauró la ciudadanía, creando las condiciones indispensables para la aparición de las sociedades democráticas. Pero estas solamente se perfeccionan y consolidan en la medida en que son capaces de garantizar el régimen de libertad de prensa.
En este sentido, el derecho de informar o de recibir información constituye el fermento de la ciudadanía, el oxígeno que nutre la vida democrática.
Quien mejor ha sintetizado el impacto histórico de la prensa ha sido el comunicólogo canadiense Marshall McLuhan en su libro La Galaxia Gutenberg (Toronto, 1962).
Apunta tres efectos producidos por la cultura tipográfica:
a) Individualismo: libera a los componentes de la tribu y los convierte en ciudadanos capaces de constituir comunidades autónomas.
b) Nacionalismo: sedimenta las lenguas escritas a través de la literatura y fomenta el sentimiento nacional capaz de generar Estados independientes.
c) Espíritu crítico: estimula, a través de la lectura silenciosa, la reflexión privada capaz de producir sentidos estereotipados que convergen hacia en formación de la opinión pública.
En su presentación de la edición brasileña del libro clásico de McLuhan, el educador Anisio Teixeira resume con perspicacia la revolución de Gutenberg:
es la invención de la tipografía lo que marca la gran transformación. La tecnología de la imprenta otorga al hombre, con el libro, ( ) la posesión del saber y, armándolo con una perspectiva visual y un punto de vista uniforme y preciso, lo libera de la tribu, que desaparece, viniendo a transformarse, hoy en día, en las grandes multitudes solitarias de los inmensos conglomerados individuales».
«Se inicia la fase de la Galaxia Gutenberg con el descubrimiento de la imprenta, con lo cual se desdoblan la cultura grecolatina en las variedades de culturas vernáculas y nacionales, se funden los grupos feudales en las naciones modernas con la aparición del Público, el Estado, el Individuo y las civilizaciones nacionales. El nuevo medio de comunicación que es la palabra impresa se convierte en el gran instrumento de la civilización».
Por eso mismo la imprenta atemorizó a los dueños del poder, tanto civil como eclesiástico, instaurando el régimen de censura previa que duró casi tres siglos. Se inicia con el acto del Papa Alejandro VI al prohibir la creación de imprentas y la edición de libros sin licencia especial de los obispos, y alcanza su apogeo con la vigencia del Index Librorum Prohibitorum, aprobado por el Congreso de los Cardenales en 1588.
Con todo, la batalla por la libertad de imprenta sólo alcanzaría repercusión a mediados del siglo XVII, cuando Milton lanza su Areopagitica. Ese movimiento de contestación encontraría eco en el Parlamento británico, que decretó la abolición del Licensing Act, o sea, eliminó la censura previa, instituyendo en su lugar la vigilancia judicial para castigar los abusos cometidos.
Es en el seno de las democracias construidas por la Revolución norteamericana (1776) y por la Revolución francesa (1789) donde la libertad de imprenta gana legitimidad política, proporcionando modelos que se reproducirían en distintas partes del mundo.
La doctrina de la libertad de imprenta se rige por el principio democrático de que los ciudadanos tienen asegurado el derecho de expresarse libremente. No obstante, predomina el consenso de que la libertad individual está regulada por el interés colectivo. Se le retira al Estado el privilegio de ejercer censura a priori sobre los impresos, pero le corresponde el deber de reprimir a posteriori los abusos cometidos por ciudadanos que se desvíen de las normas colectivamente instituidas.
En términos constitucionales, se puede decir que el poder ejecutivo pierde la capacidad discrecional de censurar impresos. La libertad de expresión conquistada por los ciudadanos no es, sin embargo, ilimitada; sus fronteras pasan a ser reguladas por el interés público. Éste adquiere transparencia a través de la legislación de prensa, instituida por el poder legislativo. Pero su aplicación es una prerrogativa del poder judicial. Este puede ser activado por cualquier individuo u organización, incluido el gobierno, demandando castigo por los excesos individuales cometidos.
Brasil permaneció bajo el régimen de censura previa hasta 1820, cuando la Revolución de Oporto establece en la metrópoli lusitana la libertad de impresión. Los patriotas nacionales se valieron de ella para publicar periódicos en nuestras ciudades más importantes, creando un ambiente favorable a la independencia brasileña, decretada en 1822.
El modelo de libertad de prensa aquí adoptado tuvo, durante los siglos XIX y XX, fuerte influencia francesa, que se tradujo en la existencia de legislación ordinaria destinada a castigar a posteriori los excesos cometidos por los eventuales transgresores.
Solamente la Constitución de 1988 adoptaría el modelo estadounidense. La cláusula inspirada en la primera Enmienda (Art. 220, parrafo 1º) prohíbe la aprobación de leyes ordinarias destinadas a establecer censura previa por parte del Estado.
Esa salvaguarda constitucional todavía no impide la vigencia de la Ley de Prensa, que somete a disciplina los crímenes de información y opinión. O sea, los abusos cometidos por los periodistas, empresarios de prensa o ciudadanos que cometen abusos mediáticos. La tipificación de tales crímenes y su castigo constituye una prerrogativa que atañe exclusivamente al poder judicial.
Al hacer un balance de la libertad de prensa en el Brasil independiente, del periodo monárquico al republicano, tenemos necesariamente que reconocer que su vigencia ha constituido un capítulo singular de la lucha de la ciudadanía por la consolidación del régimen democrático en territorio nacional. Podríamos afirmar, sin sombra de duda, que tuvimos una convivencia atribulada con la libertad de prensa, alternando momentos caracterizados por su pleno ejercicio con periodos en los que la censura del gobierno se impuso a la sociedad.
Presenciamos, durante el siglo XX, instantes traumáticos, principalmente aquellos que marcaron el régimen del «Estado Novo», en la segunda mitad de los años 30 y principios de los años 40; y el ciclo militar posterior al 64, que perduró hasta la constitución de 1988.
Privados del derecho de expresarse libremente, los ciudadanos reaccionan históricamente a los ciclos autoritarios, reinventando la democracia y restableciendo la libertad de prensa.
Pero es innegable el reconocimiento de que el periodo posterior a la Constitución de 1988 figura como aquel en que disfrutamos de plena libertad de expresión y comunicación pública en Brasil. Nunca la prensa se ha servido de esa competencia de informar libremente a la sociedad como en la última década.
Con todo, permanece latente un dilema político: ¿la libertad de información garantizada por el Estado a las empresas periodísticas constituye una evidencia de la plena libertad de prensa en el país?
Si podemos afirmar que Brasil inicia el nuevo siglo viviendo una de las más vigorosas etapas de libertad de prensa, desgraciadamente hemos de reconocer que constituye un privilegio de las elites nacionales. Los grandes contingentes de nuestra población permanecen al margen de esa libertad constitucional. Dejan de gozar tanto de la prerrogativa de la libre expresión como del derecho de tener acceso a la información que los habilita a la plena ciudadanía y, consecuentemente, a la participación integral en la vida democrática.
Somos testigos de una situación caracterizada por la exclusión comunicacional. No se trata de un fenómeno peculiar de Brasil, sino que es perceptible también en un gran número de países. Precisamente aquellos que todavía no lograron constituir democracias estables, donde todos los ciudadanos disfruten de los beneficios de la modernidad.
Se trata de la persistencia de aquella cultura del silencio a la que se refirió Paulo Freire cuando diagnosticaba el mutismo de la población brasileña durante el periodo colonial. Situación que se proyectaría sobre el Brasil independiente, prolongándose hasta mediados del siglo pasado, agravado por la llaga del analfabetismo.
Sin dominar el código alfabético, sin saber leer, contar y escribir, la mayoría de nuestra población permaneció casi muda por la carencia educativa y por la inhibición cultural a que fue condenada por nuestras elites dirigentes.
Al ingresar en el siglo XXI, Brasil sufre un mal endémico. Su prensa permanece restringida a una franja minoritaria de la sociedad. Es reducido el número de brasileños que son lectores habituales de libros, revistas o periódicos si lo comparamos con los estadounidenses, canadienses, ingleses, franceses, argentinos o chilenos.
Adquiere una característica singular la crisis nacional de la lectura de periódicos. El aumento de las tiradas diarias se muestra absolutamente desacompasada con el ritmo de incremento demográfico.
En la década de los 50 teníamos un volumen diario de 5,7 millones de ejemplares de periódicos para una población de 52 millones de habitantes. Llegamos al año 2000 con una tirada diaria de 7,8 millones de periódicos para una población estimada en más de 170 millones de personas.
La población brasileña creció más del 300 por ciento, mientras la tirada diaria de periódicos se amplió solamente en un 40 por ciento en la última mitad del siglo XX.
Lo más grave de esa comparación estadística está en el hecho de que, en el mismo periodo, se amplió la escolarización en todo el país, reduciéndose la tasa de analfabetismo. Al mismo tiempo, se elevó la renta nacional y aumentó la capacidad adquisitiva de las capas medias de nuestra población.
Esta es la otra cara de la libertad de prensa en Brasil. Constituye un privilegio de las elites que puede expresarse libremente a través de modernos soportes mediáticos. Representa también un privilegio de las clases medias que fueron educadas para leer y pudieron adquirir capacidad de abstracción para participar en el banquete intelectual de la humanidad.
Aunque tengan acceso a las informaciones rápidas, condensadas y simplificadas que fluyen a través de los medios electrónicos, los contingentes mayoritarios de nuestra sociedad no asimilaron los contenidos culturales que les permitiesen asumir íntegramente los sentidos difundidos por los productos de la industria cultural.
Se encuentran privados de la libertad de prensa en la medida en que no tienen capacidad cognoscitiva. Marginados de la cultura escrita, no participan equitativamente de las oportunidades de ascenso social que la sociedad democrática les ofrece. Excluidos de la educación avanzada, quedan postergados en el acceso a los puestos de trabajo cualificados que emergen en el seno de la economía de mercado.
Todo el esfuerzo que viene haciendo el gobierno brasileño para ampliar las fronteras de la sociedad de la información en territorio nacional tropieza precisamente con el fenómeno de la exclusión comunicacional.
Una reciente investigación del IBOPE estima que el universo de Internet en Brasil no supera el nivel de los 10 millones de usuarios. Esta cifra es ligeramente menor que la de los lectores de periódicos diarios. Se trata de contingentes superpuestos. Los internautas se corresponden aproximadamente con los ciudadanos que tienen el hábito de informarse a través de la prensa.
Es posible que la población usuaria de la web se duplique o triplique en el transcurso de esta primera década del siglo XXI. Pero es probable también que ese crecimiento no esté relacionado con el mundo de la información, que fortalece a la ciudadanía. A juzgar por los hábitos preferidos de los internautas de ese primer ciclo histórico de la web, que se guían por el inmediatismo utilitarista, trabajaremos con la hipótesis de que la libertad de prensa no tiende a extenderse por el país. Precisamente por la incapacidad o inapetencia de los nuevos ciudadanos en relación con la información cotidiana o contextual.
La vida democrática se asienta en la libertad de prensa entendida como la expresión plural de las corrientes de pensamiento que actúan en la sociedad. Pero sólo se fortalece cuando el conjunto de la sociedad disfruta de los beneficios de la información pública.
La exclusión comunicacional constituye un serio riesgo para la estabilidad democrática y, consiguientemente, para la gobernabilidad.
Este es el dilema principal con que nos enfrentamos en el umbral del nuevo siglo. Vale la pena reflexionar sobre él para no repetir los errores históricos que metieron a la libertad de prensa en una trampa política, alternando momentos de vigencia plena en los ciclos democráticos con instantes dramáticos marcados por la restauración de la censura en los ciclos autoritarios.
Cuando una sociedad preserva el derecho de expresión de sus elites, pero garantiza, al mismo tiempo, el derecho de información al conjunto de sus ciudadanos, está fortaleciendo su experiencia democrática y previniéndose contra los retrocesos constitucionales. Sólo un pueblo bien informado es capaz de elegir a gobernantes capaces de convertir la libertad de prensa en pieza clave del constante perfeccionamiento democrático.
Artículo extraído del nº 51 de la revista en papel Telos