La comprensión de la sociedad y de nuestro propio papel en este mundo digital en el que nos encontramos inmersos requiere una reflexión en torno a cinco conceptos que quizás ahora estén adquiriendo connotaciones diferentes respecto a su significado y usos tradicionales: conocimiento, libertad, privacidad, gusto y conexión.
Si alguien comienza a hablar del mundo contemporáneo asegurando que estamos en medio de una crisis de autoridad, todos pensarán inmediatamente que se trata de un tipo reaccionario o un nostálgico al que le preocupa que los estudiantes no se pongan de pie cuando entra el profesor en el aula. Pues sí: hay una crisis de autoridad -o de autorización-, que tiene muy poco que ver con nuestras liturgias cotidianas y que cualquiera advertirá si se para a pensar cuáles son los interrogantes que más nos inquietan: ¿Qué significa ser autor en el universo Google? ¿Tienen derecho a espiarnos en Internet, es decir, en un espacio en el que vamos dejando voluntariamente huellas a cada paso? ¿Qué es común y accesible a cualquiera y qué es privado, o sea, donde nadie está autorizado a entrar sin nuestro consentimiento? ¿A quién corresponde la autoridad del buen gusto, el criterio y el prestigio del experto? ¿Estar conectados nos hace libres o sumisos? ¿Quién nos representa en la inmediatez de las redes sociales y tiene el derecho a decidir en la democracia digital?
Son preguntas que afectan a conceptos centrales acerca del modo de entendernos y de entender la sociedad. El mundo digital nos obliga a repensar al menos esos cinco conceptos: conocimiento, libertad, privacidad, gusto y conexión. Seguramente estamos en medio de una transformación que va mucho más rápido que nuestro pensamiento. Propongo que nos paremos a pensar en estos conceptos, porque tal vez así ganemos un poco de ese tiempo cuya aceleración amenaza con convertirnos en seres de otro mundo. Pensar, esa tarea que a muchos les parece equivalente a distraerse, es la mejor manera de no convertirse en un ser anacrónico que no sabe dónde vive ni entiende lo que pasa.
Conocimiento
Las polémicas acerca de la propiedad intelectual se refieren a un hecho de una gran complejidad e implican problemas económicos y jurídicos a los que no es fácil dar una respuesta rotunda. Pero tal vez no esté de más comenzar por el principio y saber de qué estamos hablando cuando hablamos de conocimiento, porque hay muchas propuestas cuya rotundidad es debida a que apenas se ha reflexionado sobre su naturaleza.
Lo que hace Internet es potenciar enormemente la capacidad generativa, pública y abierta, que es una propiedad general de nuestro conocimiento. Una red basada en ‘contenidos generados por los usuarios’ desdibuja la distancia entre creadores y consumidores. Las virtualidades de un sistema semejante se deben al hecho de que no filtra las contribuciones de una audiencia amplia y variada. Si actuara de otra manera, dejaría de satisfacer las expectativas de los usuarios y perdería su potencialidad. El problema consiste en cómo hacer compatible la protección de los creadores con el hecho de que una cultura libre tiene que estar lo menos controlada posible por los que crearon, es decir, por el pasado. No hay un sistema generativo sin una cierta falta de control.
¿Tenemos claro en qué consiste el conocimiento? Tenemos que aclarar en qué consiste el conocimiento si es que queremos protegerlo. Y las dos propiedades más elementales del conocimiento podrían formularse de la siguiente manera: casi nada es absolutamente original y casi nada carece absolutamente de originalidad. Conocer es un acto creativo que da origen a algo nuevo y, al mismo tiempo, una recombinación de elementos que ya existían. No hay lo uno sin lo otro y quien no entienda ambas propiedades no podrá ofrecer ninguna solución razonable a los problemas que plantea la propiedad intelectual, la democratización del saber o la protección de la creatividad. ¿Cómo se puede explicar esta paradoja?
Que casi nada es absolutamente original quiere decir que el conocimiento es por lo general una recombinación. Las creaciones humanas no salen de la nada, ni las obras de arte ni las explicaciones científicas. Todas presuponen, en mayor o menor medida, elementos que ya existen. Con esto no quiero minusvalorar la creatividad humana, sino mostrar sus límites. Recombinar es una actividad que exige no poco ingenio. Generalmente una recombinación es una creación porque expresa la capacidad individual de relacionar elementos que nadie había relacionado hasta ahora o no de este modo. El ejemplo más claro de esta limitación de nuestra capacidad de innovar es que cuando inventamos nuevos monstruos, esos aliens se parecen demasiado a criaturas conocidas (como puede comprobarse en el universo cinematográfico, poblado de extraños que, en el fondo, nos resultan muy familiares). Los monstruos son demasiado humanos. Es normal que así suceda porque algo absolutamente extraño no sería reconocible como tal. Si algo fuera completamente inaudito no podríamos oírlo. La creatividad generalmente no existe más que como modesta variación, pese al tono inaugural con que se presenta.
El otro aspecto paradójico de nuestro conocimiento es que casi nada carece completamente de originalidad. Si antes decía que crear de la nada no es humanamente posible, ahora afirmo que copiar es, en el fondo, igualmente imposible (la reproducción de música, por ejemplo, no sería un caso de copia, sino de reproducción de originales, que es algo bien distinto). Toda persona reinterpreta el conocimiento o aplica las normas recibidas de un modo original e impredecible. Hasta el individuo menos dotado es un pequeño creador, aunque solo sea porque su copia representa una versión peor de lo copiado y aquí su impronta personal se pone de manifiesto a través de sus limitaciones a la hora de copiar.
Con esto no estoy defendiendo, por supuesto, a quien copia para hacer un negocio o aprobar un examen, sino que llamo la atención sobre el hecho de que no hay creación sin recombinación, ni autenticidad sin una cierta imitación. El conocimiento es ambas cosas, recombinación y creatividad. En la medida en que el conocimiento es creación de una individualidad, resulta incomunicable (y aquí limita con la lírica o con lo místico, como diría Wittgenstein); en la medida en que es recombinación, nos permite comunicar remitiendo a lo que todos de alguna manera ya sabían. El conocimiento no puede ser más que libre, público y compartido. Una vez que el conocimiento es formulado, se encuentra a disposición de cualquiera en orden a una futura recombinación y creación, es decir, para dar lugar a nuevos conocimientos.
Pensemos en cuál es la razón que nos lleva a compartir nuestro conocimiento con otros, a hacerlo público y comunicarlo. Quien sabe o ha creado algo generalmente suele estar interesado en darlo a conocer y la Red ha posibilitado esa difusión de una manera fácil, instantánea y con un crecimiento exponencial. Esto no justifica ciertas formas de apropiación, como el plagio; pone de manifiesto que el conocimiento resulta posible porque hay tradiciones o comunidades de aprendizaje, y está para ser compartido. La frontera entre la apropiación indebida y la variación creadora será siempre una cuestión disputada y que habrá que volver a trazar, también en función de las nuevas posibilidades tecnológicas.
Sobre las reglas que limitan la difusión del conocimiento. Todo lo cual nos permite concluir que tenemos que aprender a sobrellevar una cierta anarquía epistemológica. Es cierto que asistimos a una profusión legislativa en torno al copyright, las patentes y la propiedad intelectual, al tiempo que aumentan las restricciones de acceso, la vigilancia electrónica y las sanciones legales para distribuir información sin autorización. No me cabe ninguna duda de que tenemos que seguir avanzando en esta dirección, pero me gustaría advertir las limitaciones de las reglas en todo cuanto tiene que ver con el conocimiento, su promoción y protección.
En primer lugar, la promoción regulada del conocimiento es algo que solo resulta eficaz en un nivel muy elemental. No hay reglas cuyo cumplimiento asegure la generación de conocimiento, del mismo modo que la innovación no resulta automáticamente de su planificación (más bien al contrario). Ni siquiera los sistemas educativos mejores intencionados producen siempre el resultado pretendido. La educación requiere espacios poco reglamentados; nuestros mejores descubrimientos han tenido lugar en entornos desordenados.
También es limitada la capacidad de proteger el conocimiento sin dañar al mismo tiempo su carácter de bien público. Sin una cierta anarquía informativa, normativa y política, resultaría imposible la sociedad abierta y democrática en la que vivimos. En el caso concreto de Internet, anarquía significa que la Red está en principio abierta a cualquier uso (y abuso), como ocurre con todo sistema de inteligencia distribuida.
Si alguna propiedad hace de Internet un instrumento fabuloso de conocimiento es el hecho de que corresponde y potencia el carácter caótico de nuestro modo de conocer. En el fondo no estamos ante un problema tecnológico, sino ante un dilema general de la condición humana: el equilbrio entre creatividad y control. Cualquier tecnología plantea nuevos desafíos y nos obliga a formular una nueva articulación de dos principios que nunca van a terminar de llevarse demasiado bien.
Libertad
Es lógico que estemos indignados (tal vez no lo suficiente) por el escándalo del espionaje, pero lo que no deberíamos estar es sorprendidos, como si acabáramos de descubrir que éramos observados. Tenemos derecho al enfado, por supuesto, pero no al asombro, porque ya deberíamos estar avisados de que esta era la lógica de Internet. Nuestra reacción se merece aquel reproche de Nietzsche hacia quienes se pasan la vida sorprendiéndose al descubrir cosas que previamente habían escondido.
Este desconcierto se produce porque estábamos todavía en medio de la resaca de una precipitada celebración, que congregaba a muy variados festejantes en torno a diversas posibilidades prometedoras de Internet. Unos se alegraban de que cualquiera pudiera expresar su opinión sin permiso de los directores de periódico o publicar un libro sin tener que someterse al filtro de los editores; otros aseguraban que la ciudadanía estaba a punto de despedirse de los partidos, las instituciones y sus representantes; incluso había quien celebraba la muerte de todos los secretos y el advenimiento de la transparencia total; nos creíamos que a partir de ahora íbamos a convertirnos en unos mirones, en unos observadores críticos que no eran vistos, que el saber iba a estar universalmente disponible y que en adelante todo se podía compartir.
Internet, un espacio de autoexhibición. Hemos pensado que informarse acerca del tiempo y las noticias, conectarse a una red social, comprar on line o enviar mensajes instantáneos era un auténtico chollo. Parecíamos desconocer que de este modo estábamos aportando información a cualquiera. Estar conectado equivale a proporcionar información acerca de uno mismo, de su localización y de sus acciones. Tras el escándalo desvelado por Snowden en torno al espionaje del NSA americano, se nos ha hecho patente la cara menos amable de un estado de cosas en cuya configuración habíamos colaborado. Sí, los ciudadanos tenemos mucho que ver con el escándalo del espionaje. En este espionaje no solo han colaborado diversos gobiernos, sino también los usuarios de la Red. ¿En qué sentido podemos afirmar sin exageración que somos espías de nosotros mismos?
Internet es un espacio de autoexhibición, también para el usuario más discreto. Existir en la Red es desvelarse en cierto modo, mostrarse a través de los datos, nuestros itinerarios, relaciones y decisiones. Moverse en la Red, aprovechar sus virtualidades, implica establecer una serie de relaciones de dependencia respecto de ella. El ciberactivismo se revela inesperadamente también como una forma de ciberpasivismo.
La lógica de la Red implica adquirir posibilidades de comunicación, exhibición y movimiento a cambio de una dependencia respecto de esa misma Red: podemos observar porque al mismo tiempo nos dejamos observar; por eso Internet se ha convertido en una inmensa máquina de vigilancia. Me refiero a los fenómenos de censura crowdsourcing, de vigilancia regresiva en la que pueden participar los agentes de la Red, pero sobre todo a la vigilancia más banal inscrita en su propia lógica. Cuanto más sabemos gracias a la Red, más sabe ella acerca de nosotros. ¿O es que alguien se creía que esto era gratis total?
El contrato digital implícito consiste en que extraemos y aportamos información. Alimentamos la Red con nuestras acciones cotidianas y las huellas de lo que visitamos, a través de las cuales estamos haciendo aportaciones, voluntarias e involuntarias, al tráfico global de datos. No hay en Internet ninguna operación que no sea archivable, es decir, identificable. Hasta la comunicación más cifrada deja huellas y se puede reconstruir. Internet es el ámbito de los rastros y las pistas, en el que nada se pierde o desdibuja con el tiempo, ni se oculta tras un espacio reservado. Se registran las consultas de Google, se archivan todas las interacciones de Facebook.
Con el uso de la Red se está produciendo un gigantesco intercambio de datos entre los usuarios y los servidores. Hasta el espía deja huellas y personas como Snowden las rastrean con el propósito de impugnar o dificultar esa vigilancia. Por eso se podría incluso sostener que el caso Snowden y el de Bradley Manning, en tanto que revelación de secretos, son una muestra de la capacidad autorreguladora de la democracia, un sistema político que solo es posible allí donde termina por conocerse el trabajo de los servicios secretos… y el mensajero sobrevive. ¿Cabría imaginarse una revelación semejante en Rusia o China?
Entrando en una segunda era de Internet. Frente a quienes han exagerado sus posibilidades democratizadoras, ahora sabemos que Internet es más un bazar que un ágora. El negocio del profiling lo atestigua. La Red es un gran mercado de información acerca de los hábitos de los consumidores, un continuo sondeo de marketing. Las opiniones, los gustos, los deseos y la propia localización geográfica de los usuarios son recopilados pacientemente por una serie de empresas que hacen de esos datos su propiedad privada. Al nutrir las bases de datos, el usuario aumenta el valor de las empresas que le ofrecen sus servicios de forma aparentemente gratuita, les permite conocerle mejor y suministrarle aquello que (cree que) necesita. Si colaboramos tan plácidamente en este rastreo sobre nosotros mismos es porque todo tiene un aspecto ideológico anarco-liberal, dando a entender que el cliente es el que manda y que es cortejado por todo el mundo para adivinar y satisfacer sus necesidades. Lo que ha hecho Snowden es mostrar cómo esa observación no solo servía para satisfacer los deseos de los consumidores, sino también para gestionarlos estratégicamente de acuerdo con objetivos políticos. Por eso no es una casualidad que las grandes empresas de Internet y los gobiernos estén colaborando, unos por el negocio que esos datos representan y los otros en nombre de la seguridad o de sus intereses geoestratégicos.
Probablemente estemos entrando en una segunda era de Internet, en la que ciertas ingenuidades se desvanecerán y que deberá hacer frente a determinados riesgos. Se agudizarán los conflictos entre libertad y control, gobiernos y ciudadanos, provedores y usuarios, entre transparencia y protección de datos, a los que deberemos dar una solución equilibrada; habremos de regular fenómenos como el derecho al olvido, la privacidad y la voluntariedad en la puesta a disposición de datos; se inventarán sin duda nuevos procedimientos de protección y enciframiento, pero también nuevas regulaciones jurídicas y nuevas formas de diplomacia y cooperación.
No desaparecerá el espionaje, pero tendrá que ser más respetuoso con la legalidad y, sobre todo, más inteligente. Y es que al final espiar no sirve tanto porque no hace innecesarias las tradicionales relaciones de confianza que permitían una puesta en común de información que ahora aparece dañada. Entre otras cosas, debido a que la cantidad enorme de datos -esos 100.000 gigabytes que, al parecer, están girando en el mundo- debe ser procesada e interpretada; acumular datos ilimitadamente puede ser un obstáculo para hacerse con la información deseada. Espiar a demasiados es un presagio de que no se tiene ni idea de lo que está pasando.
Hace mucho tiempo que los servicios de inteligencia reconocen que cada vez se trata menos de recopilar datos que de mejorar los filtros. El sociólogo Niklas Luhmann decía que la confianza es el principal reductor de la complejidad, pero da la impresión de que en la National Security Agency no se lo han leído. Por eso sigue circulando entre ellos el chiste según el cual ‘aquí solo creemos en Dios; a todos los demás los espiamos’, o sea, que espían a demasiados. Lo que Obama podía saber llamando directamente al teléfono de Merkel es más que lo que puede obtener pinchando su teléfono y socavando así la confianza entre ellos. La construcción de la confianza es nuestro gran desafío, también y principalmente en lo que se refiere a la seguridad. El mundo es demasiado complejo como para ser observado desde un solo punto; espiar es también confiar en quien se lo merece y repartirse el trabajo de vigilancia.
Privacidad
Dada la gran cantidad de datos que continuamente se recogen y analizan, apenas podemos hacernos una idea de cuánta esfera privada perdemos y hasta qué punto nos hemos convertido en algo público. El mundo de los Big Data parece amenazar nuestra autodeterminación informativa y nuestra privacidad o, al menos, nos obliga a pensar y defender lo privado de una manera diferente a como solíamos hacerlo.
Hasta ahora, no todo lo que se hacía público permanecía siempre como tal; lo visto, las acciones y las opiniones eran algo pasajero, que podía caer en el olvido, si no había una intención expresa de inmortalizarlo de alguna manera. En Internet las cosas son de otra manera y no hay nada perecedero. Esta persistencia de los datos es lo que permite que nuestras huellas se registren, sean observadas por muchos y puedan analizarse en correlaciones complejas. Estamos bajo una constante supervisión: cuando usamos nuestra tarjeta de crédito o hablamos por el móvil, Google conoce nuestros hábitos de navegación y Twitter sabe lo que pensamos. Esta es la razón por la que se dispara la sospecha de control y manipulación.
Con el análisis de esta gran cantidad de datos se pueden hacer muchas cosas positivas, como salvar vidas, mejorar la salud o la seguridad de las personas, organizar el tráfico o comprar los billetes de avión más baratos. Los algoritmos predicen la verosimilitud de tener un infarto, dejar de pagar un crédito o cometer un atentado terrorista. El análisis de los datos permite prever ciertas cosas y por eso Amazon realiza ya una especie de ‘venta anticipatoria’ para satisfacer nuestros deseos antes de que los formulemos, al igual que otras empresas ofrecen nuestros datos a posibles empleadores antes de que hayamos pensado siquiera en cambiar de trabajo.
Es comprensible que nuestra primera reacción ante esta realidad sea recelosa. La respuesta lógica consiste en tratar de proteger la esfera privada contra el asalto exterior, estableciendo una demarcación entre el ámbito personal y la esfera pública. Detrás de dicha estrategia hay una concepción muy simple, tradicional, de lo público y lo privado, como si hubiera una clara distinción entre las formas de vida donde uno hace lo que quiere y el espacio público en el que estamos a disposición de cualquiera. Pensamos en círculos concéntricos en cuyo interior está el ámbito de la afectividad y la idiosincrasia, de la familia y los amigos, la inmediatez donde somos lo que realmente somos; mientras que la sociedad sería el círculo exterior donde rigen reglas universales y estamos sometidos a las convenciones y el anonimato, cuando no a la simulación y la inautenticidad. Tenemos una idea de lo privado como aquello que no está al alcance de los demás, de lo incomunicable e inaccesible, algo completamente distinto de lo social. Esto es una privacidad que podríamos denominar 1.0, cuya reivindicación y defensa en el mundo digital carece de sentido. E incluso podríamos estar añorando un tipo de privacidad que en realidad no ha existido nunca (salvo, tal vez, en el espacio abigarrado y anónimo de las ciudades), como puede atestiguar cualquiera que tenga una experiencia de vida en el mundo rural, donde hay unas instituciones de control que para sí quisieran los sistemas totalitarios.
Privacidad, una cuestión de responsabilidad del usuario. Hay razones, por tanto, para suavizar nuestras reticencias y no ponérselo tan fácil a la crítica, pues estamos ante un fenómeno más complejo, cuyo dilema central podría quedar formulado así: ¿Cómo protegemos la privacidad en una sociedad compuesta por individuos a los que les compensa ‘entregar’ sus datos? No me refiero a aquellos datos cuyo uso sería ilegal, sino a los que son de disposición pública: cada vez dejamos más datos en el ciberespacio acerca de nuestra salud, a través las apps mediante las que nos monitorizamos; se puede reconstruir nuestro movimiento a partir del teléfono móvil; gracias a los navegadores que usamos también se nos puede localizar; nuestro consumo deja un rastro mediante el cual puede adivinarse buena parte de nuestra identidad… Seguramente no queremos ni podemos renunciar a la cantidad de sensores y sistemas de medida con los cuales se elabora el universo de datos en el que vivimos y del que nos servimos para innumerables tareas. Para las generaciones de los nativos digitales, la práctica de dejar huellas en la Red no es vista como una anomalía, sino como una ampliación de la propia persona.
Lo interesante del asunto es que esos datos no son huellas que hayamos dejado involuntariamente. Foucault decía que el poder lo tienen quienes observan y callan, no aquellos que dan información acerca de sí mismos. Pero precisamente esta es una de las conductas más habituales en la Red, en la que informamos acerca de nuestra localización, nuestras opiniones y costumbres.
Puede que ciertos objetivos como la autodeterminación informativa o la protección de la esfera privada, tal como los hemos entendido hasta ahora, se hayan convertido en figuras anacrónicas, en la medida en que no permiten formular denuncias contra el Estado o contra terceros, desde el momento en que hemos configurado ciertas formas de vida sincronizadas en la nube e Internet que, más que un lugar de descargas, es un espacio en el que colgamos información.
De hecho, buena parte de los procedimientos para proteger legalmente la privacidad son poco eficaces. Suelen mencionarse a este respecto el consentimiento individual, la opción de salirse y la anonimación. Lo primero tiene poco sentido cuando se trata de datos de cuya puesta a disposición de otros no fuimos conscientes y por tanto no hemos podido dar nuestro consentimiento. Además, lo decisivo, lo que tiene valor, es el llamado uso secundario de esos datos, que tiene lugar después de que se hayan recogido, y nadie pudo dar entonces su consentimiento para algo que no estaba previsto hacer. Por ello, la protección de la privacidad descansará menos en el consentimiento individual que en la responsabilidad del usuario. La opción de salirse es de una eficacia limitada, porque incluso borrar los datos suele dejar alguna huella. Y la anonimación de los datos no siempre funciona bien; tendría sentido en un entorno de datos escasos, pero el mundo de los Big Data, donde se capturan y se recombinan cada vez más datos, facilita la reidentificación.
La regulación del algoritmo. Las posibilidades tecnológicas nos sitúan ante capacidades y amenazas inéditas. El mundo de los grandes datos nos introduce en espacios salvajes, apenas sin colonizar, como el de la prevención, que amplía la capacidad de combate contra las enfermedades y fortalece nuestra seguridad, pero hay quien puede caer en la tentación de penalizar en virtud de la mera propensión o hacer un uso poco razonable de la sospecha, por ejemplo, hacia ciertos grupos de población (lo que ya ocurre en los seguros médicos y de enfermedad o en el trabajo de la policía). El espacio de la privacidad es precisamente uno de los más afectados por estas nuevas posibilidades de conocimiento anticipatorio. El género humano tiene una experiencia de milenios en cuanto a cómo observarse los unos a los otros y cómo regular esa observación de manera que no se lesionen derechos fundamentales, pero ¿cómo regular un algoritmo?
En toda revolución informativa se modifican las condiciones de lo que podemos considerar público y privado, que tienen que volver a ser pensados, junto con lo propio y lo común, la intimidad y los derechos. En la sociedad de las redes necesitamos nuevas formas para institucionalizar las relaciones entre lo público y lo privado. Tenemos que hacerlo, porque donde antes había causalidad ahora hay correlación; en vez de espionaje hablamos de monitorización; hemos sustituido los delitos y las enfermedades por las propensiones; lo probable ha sido reemplazado por lo probabilístico. Si la imprenta obligó a la humanidad a pensar en la protección de la intimidad, de la libre expresión o de los derechos de autor, el mundo de los Big Data nos vuelve a poner esas tareas en condiciones no menos difíciles.
Gusto
Las páginas culturales de los periódicos son uno de los lugares en los que se ejerce tradicionalmente la crítica. En estas páginas se enjuician los libros, la música, el teatro… Sabemos que con Internet han cambiado los periódicos y la irrupción del espacio digital tampoco ha dejado incólume la función de la crítica. Desde hace un tiempo la crítica parece haber dejado de estar en manos de los profesionales. Además de los formatos tradicionales de la crítica, hay una pluralidad de foros, blogs y otras plataformas en las que se produce un denso murmullo de valoración. Donde antes estaban Bloom, Pivot o Reich-Ranicki para la literatura, Parker puntuando en la crítica de vinos, la Guía Michelín para los restaurantes o los diccionarios oficiales, ahora tenemos a los opinadores de TripAdvisor, las recomendaciones de Spotfire y Amazon o los correctores ortográficos que acompañan nuestra escritura. Con la lógica del ‘me gusta’, la gente emite sus juicios sin una cualificacion expresa en el espacio abierto de las redes.
Internet es un lugar donde nada está a salvo de la réplica. Las noticias y las opiniones más autorizadas están expuestas al comentario de cualquiera. Nuestros gustos ya no se configuran en el espacio vertical de la autoridad, sino en medio de un griterío donde el juicio de los expertos es una voz más que viene acompañada o rebatida por la opinión de otros expertos, de los conocedores, los aficionados e incluso los simples usuarios. Estando así las cosas, la función de la crítica como quien dictamina acerca el buen gusto, la custodia del canon y la autoridad acerca de lo culturalmente valioso parece innecesaria o simplemente suena como algo ridículo. De este modo se desestabilizan las jerarquías de los medios y sus sumos sacerdotes críticos. El saber experto ya no es algo estático, que se encuentra siempre en un lugar determinado, sino algo que discurre por diversos canales.
Dos enfoques contrapuestos sobre la crítica. Todo esto ha dado lugar a un intenso debate, polarizado en dos posiciones enfrentadas: la de quienes anuncian la nueva era de la crítica on line, la democratización de la crítica y el gusto y la de quienes lamentan una pérdida de la soberanía individual.
Para los primeros, la democratización es una consecuencia del hecho de que gracias a Internet la gente, el público, parece recuperar algo que se le había expropiado y que se comunicaba en los suplementos culturales de los periódicos como una especie de BOE de la cultura. Ya no estamos en los tiempos de la era dorada de la crítica, con autoridades soberanas, construida sobre el abismo entre la crítica y la gente. Cualquiera puede ejercer de juez en asuntos de gusto. Los críticos son replicados en la Red, del mismo modo que las posibilidades de comentar las noticias abren un nuevo espacio de contestación, en muchas ocasiones banal, pero siempre con un efecto desautorizador. La figura del comentador introduce un elemento de horizontalidad en un medio que se había construido sobre la relación vertical. El espacio público se ha fragmentado en comunidades de gusto y ya no hay autoridad que pueda imponer un canon de obligado cumplimiento.
Las concepciones negativas de esta nueva época han desplegado un argumentario que va desde la queja ante la banalización hasta las visiones apocalípticas y conspiratorias. En la práctica cotidiana, nuestros juicios de gusto se construyen a través de recomendaciones elaboradas a partir de procedimientos algorítmicos y agregatorios («clientes que han comprado esto, también…»). El consumidor es el rey al que únicamente se le sugiere, sobre la base de adivinar sus preferencias. ¿Hay una muestra mayor de soberanía? Y sin embargo, ¿puede construirse el buen gusto teniendo en cuenta únicamente lo que ya nos gusta?
Las concepciones críticas de Internet van desde quienes se lamentan por una lógica que en vez de ampliar nuestro horizonte no hace más que ar nuestros prejuicios, hasta las visiones apocalípticas que creen haber descubierto, tras este amable cortejo al cliente, una siniestra conspiración. Ni unos ni otros han entendido, a mi juicio, que se trata de un proceso dialéctico y ambivalente, que permite desarrollos futuros donde articular mejor libertad e información. Y parecen olvidar la función de los filtros, sin los cuales no podríamos vivir en un entorno de tanta densidad informativa. No podemos defender nuestra autonomía informativa si no comprendemos la naturaleza de esos filtros y aprendemos a gestionarlos. Otra cosa es que esos filtros puedan mejorar, ser más neutrales o dar a conocer los criterios de su selección.
¿Podemos concluir de todo esto que el asesoramiento algorítmico a los usuarios ha hecho innecesaria la crítica en el sentido tradicional? Seguramente, no. De entrada, porque la proliferación de estos procedimientos no significa que la crítica vaya a desaparecer, sino que se ha pluralizado, que hay más crítica, no menos, con lo que este incremento significa. Internet ha multiplicado la producción de la crítica; hay crítica sobre cualquier cosa y en una cantidad insólita, de todos los gustos y calidades, de acuerdo con los diferentes nichos del gusto.
En esta maraña de valoraciones, los medios han perdido su antigua función monopolística, o sea, el poder de regular el acceso al discurso público, establecer los temas y ser los protagonistas del debate. El público ha tomado en sus manos la organización de su propia atención. Pero en este contexto la crítica puede volver a ser lo que una vez fue: el juicio de unos expertos que no se limitan a registrar los gustos dominantes, sino que irrumpen con propuestas inesperadas; que no se dirigen a un cliente concreto, sino que aspiran a decir algo con valor universal. De este modo, los críticos podrían verse liberados de la obligación de informar al usuario de lo que en el fondo ya sabe.
Conexión
En la era de las redes y las conexiones, de los links y la instantaneidad comunicativa, la peor tragedia cotidiana es tener que escuchar que el teléfono marcado está desconectado o fuera de cobertura, que alguien tarde demasiado (es decir, dos días) en contestar un correo electrónico. Y la pérdida de conexión equivale a la muerte comunicativa, donde uno queda al margen de las oportunidades vitales. Si el fallo o la lentitud en la conexión los experimentamos como un verdadero drama es porque la comunicación inmediata forma parte de las posibilidades que damos por supuestas en una sociedad de la instantaneidad interactiva.
El éxito de la metáfora de la Red para describir la sociedad contemporánea se debe a la omnipresente realidad de la conexión. La conectividad es vista como un multiplicador de las actividades y de las oportunidades. El estado de conexión permanente se ha convertido en nuestra normalidad cotidiana. La obligación de estar conectado vale para todos los ámbitos de la sociedad: para el cultivo de la amistad, para la comunicación en la familia, para las organizaciones, la ciencia o los movimientos antiglobalización, para los niños a los que en una edad muy temprana pertrechamos con un móvil.
La conectividad es tanto un imperativo técnico como moral. Se trata de estar siempre integrado, disponible, accesible. No llevamos bien la desconexión porque estamos psicológicamente configurados con la sensación de que nos estamos perdiendo algo, sin argumentos para frenar la multiplicación de los contactos y apremiados por la exigencia de rendimiento continuo. No estar al alcance de los demás o resistirse a ciertas redes es toda una rareza. La conexión ha sido la clave de las oportunidades personales y la fuente de la riqueza para las naciones. La desigualdad digital se ha planteado como un problema de desigualdad en el acceso y no tanto por la capacidad efectiva de hacer algo con tales tecnologías.
El problema del exceso de conectividad. Ahora bien, en menos veinte años hemos pasado del placer de la conexión a un deseo latente de desconexión. Del mismo modo que el ocio y la pereza fueron reivindicados en la era del trabajo o el decrecimiento en medio del éxtasis del crecimiento y la aceleración, han ido apareciendo en los últimos años diversos elogios de la desconexión.
Las reivindicaciones de un derecho a desconectar se han venido sucediendo a medida que eran más visibles los inconvenientes y las patologías de la hiperconectividad. Aumentan los diagnósticos que hablan de una verdadera dependencia provocada por el exceso de interpelaciones y la sobredosis comunicativa.
¿A qué se debe este malestar que surge allí donde hasta hace poco celebrábamos una verdadera orgía del contacto y la accesibilidad? De entrada, al hecho de que el imperativo de la conectividad es una forma de poder, una imposición que exige de nosotros disponibilidad continua. El hecho de no responder inmediatamente al teléfono, por poner un ejemplo cotidiano, es algo que ahora debemos justificar. El imperativo de la inmediatez comunicativa se ha convertido en una estrategia de abreviación de los plazos y generación de la simultaneidad, lo que incrementa la aceleración general y la cantidad de cosas que podemos (y debemos) hacer. Pensemos en el teletrabajo, que en pocos años ha pasado de ser una liberación a experimentarse como una maldición. Donde rige la teledisponibilidad permanente, la urgencia se contagia hasta el espacio privado, que ya no resulta protegido por la distancia física.
El exceso de conectividad se vive subjetivamente como una carga, porque el impulso de comunicar y expresar nos está situando fuera de todo autocontrol subjetivo. Seguramente hemos traspasado ya el umbral a partir del cual el networking se convierte en overlinking, la complejidad resulta irreductible y la sensación más habitual es la de estar desbordado. Todo ello ha llegado a provocar una náusea telecomunicativa, una fatiga tecnológica que se traduce en un deseo de desconexión, aunque sea parcial.
Cada vez hay mas problemas que tienen que ver con el exceso de conectividad: las decisiones se complican cuando intervienen demasiadas personas e instancias; donde esperábamos una crowd intelligence tenemos mas bien una conducta adaptativa que dificulta la creatividad personal; hay conexiones siniestras que están en el origen de cierta corrupción (entre los poderes políticos, económicos y mediáticos) y que solo se resuelven desacoplándolos; experimentamos el agotamiento que supone no tener espacios libres de conexión o la obligación de estar siempre localizables… La idea de ‘enredarse’ tiene cada vez más connotaciones negativas, que aluden a la pérdida de tiempo, a quedar entrampado, a una omisión de lo verdaderamente importante.
Frente a este malestar, aumentan las estrategias de desconexión. En primer lugar, las de tipo personal, en la gestión de la propia conectividad. El objetivo sería preservar el propio ritmo en un mundo que empuja hacia la aceleración y defenderse de un ambiente telecomunicacional intrusivo. Algunos reivindican el derecho a hacer una pausa, a no atender todo lo que se nos solicita. Aquí cabe mencionar toda una serie de prácticas de desconexión voluntaria que permiten la desintoxicación informativa, como gestionar la atención y reducir el número de las informaciones a las que se hace caso, o modos de rehusar la comunicación continua, como desconectar el teléfono o el correo electrónico mientras se trabaja. Como decía Deleuze, se trataría de «crear vacíos de comunicación, interruptores, para escapar al control». La espera, el aislamiento y el silencio, que habían sido entendidos como una pobreza a la que había que combatir, pasan a ser opciones positivas que permiten construir la autonomía personal.
En Francia ha habido recientemente un debate en el que se ponía en cuestión que estar conectado veinticuatro horas fuera bueno para los trabajadores; hay empresas californianas que envían a sus empleados a estancias para curar su exceso de conectividad; se da el caso también de empresas que han prohibido todo correo profesional a partir de cierta hora y durante los fines de semana. Me da la impresión de que estar desconectado es algo que va poco a poco perdiendo algunas de sus connotaciones negativas, que ya no designa una deficiencia comunicativa, sino una práctica voluntaria que puede ser beneficiosa. Tal vez ilustre este cambio de valores el hecho cotidiano de que las vacaciones se hayan convertido para muchos en algo que ponemos bajo la metáfora del ‘desconectar’.
Estrategias de desconexión. Las estrategias para desconectar pueden agruparse en las de tipo temporal o espacial, según sea la dimensión en que se realizan.
Las desconexiones temporales tienen que ver con la recuperación de un tiempo propio, en el que el individuo pueda encontrar sus propios ritmos, el sentido de la duración y de la espera, de la reflexión y la atención. Se basan en el descubrimiento, tras décadas de sumisión a la prisa, de que los tiempos propios (de la reflexión, la distancia y la maduración) son fundamentales para construirse a sí mismo como sujeto. A veces basta con adquirir hábitos elementales como no contestar inmediatamente o ralentizar el trabajo. Desconectar, en este sentido, no tiene por qué significar salirse del tiempo, sino encontrar el propio ritmo y no dejarse imponer unas aceleraciones que son discriminatorias, que no se corresponden con el tiempo que nos caracteriza íntimamente o con el propio de nuestro modo de trabajar (como las exigencias de rentabilidad a los saberes humanísticos, por ejemplo, o un criterio de innovación tomado de las Ciencias Naturales).
Las estrategias de desconexión espacial consisten en un placer inédito para nuestros antepasados: «La felicidad de estar ilocalizable» (Miriam Meckel). Se trata de salir de un ámbito en el que rige el ideal -que termina convirtiéndose en obligación- de transparencia o de reivindicar el derecho a no estar geolocalizable, interrumpiendo dicha función en nuestros móviles y ordenadores.
De hecho, nuestros dispositivos desarrollan cada vez más estas posibilidades de desconexión. Del mismo modo que los coches tienen la posibilidad de desconectar el sistema de conducción asistida o los fusibles saltan en nuestras casas cuando la intensidad eléctrica es excesiva, ya existen aplicaciones que bloquean la tentación de las redes sociales (como AntiSocial, Afirewall o SelfControl) cuando uno quiere no ser interrumpido y pretende aislarse para trabajar durante un tiempo. Igualmente, hay filtros cada vez más sofisticados para proteger a los niños en el espacio abierto de Internet. Cabe mencionar en este sentido, como un movimiento contrario al frenesí expresivo de las redes sociales, movimientos como Anonymous, que reflejan el deseo de despersonalizar ciertas intervenciones en la Red. O pensemos, sin ánimo de hacer la lista exhaustiva, en el hecho de que la seguridad de las comunicaciones tiene que ver con soluciones que dificultan la accesibilidad a cualquiera, es decir, con estrategias para limitar la conectividad.
En busca del equilibrio. ¿Cómo equilibrar las ventajas de estar conectado con la libertad de no estarlo siempre ni absolutamente? Propongo pensarlo mediante una analogía con la ciudad y plantearnos como objetivo urbanizar el espacio digital.
Los grandes teóricos de la vida urbana (como Simmel, Bahrdt o Goffman), a contracorriente del tópico que exaltaba la cercanía y autenticidad de los pequeños enclaves comunitarios, subrayaron el anonimato que hacían posible las grandes ciudades, la libertad frente al control, la indiferencia generalizada, una cierta desatención, esa combinacion de relaciones y privacidad, donde uno puede decidir qué aspecto de la propia personalidad desvela u oculta a los demás. El sociólogo alemán Georg Simmel dijo algo acerca de la ciudad moderna que podría sernos muy útil a la hora de pensar el tipo de interacción que debemos construir con las redes sociales: llamó la atención sobre el hecho de que las ciudades son formas ‘débiles’ de comunidad y comunicación, en las que es posible una cierta indiferencia frente a las múltiples ofertas de interacción. A diferencia de lo que ocurre en el mundo rural, en ellas no es obligatorio saludar a todo el mundo, ni comprar a todos los que nos ofrecen algo, ni considerar como un desprecio que no se fijen en nosotros. En la ciudad es posible ignorar a otros y disfrutar la libertad de ser ignorado por otros, el derecho a la no intromisión, a no ser juzgado.
La ciudad nos enseña muchas prácticas de indiferencia social que pueden ser de gran utilidad para civilizar el espacio digital. La experiencia de la distancia urbana podría ser un modelo para pensar de qué modo disfrutar de las posibilidades de interacción que nos ofrecen las TIC, sin renunciar a las diversas formas de libertad que solo pueden disfrutarse mediante una práctica de desconexión.
En un mundo en el que la inmediatez y la vecindad son lo habitual, resulta imperativo recuperar el sentido de la distancia como algo que uno debe procurarse para ralentizar el ritmo de la comunicación y la decisión, para sustraerse a la influencia de las opiniones ajenas y pensar por cuenta propia, para decidir uno mismo en su propio espacio y con su propio tiempo. Si en el pasado la distancia era un obstáculo para muchas cosas, hoy es un instrumento que facilita la autonomía personal.
Artículo extraído del nº 102 de la revista en papel Telos
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