En el año 2008, George Siemens, profesor de Athabasca University, y Stephen Downes, miembro del National Research Council de Canadá, crearon y ofrecieron un curso abierto con el título Connectivism and Connective Knowledge, también conocido por sus siglas CCK08. Aunque había algunos antecedentes de este tipo de cursos, su lanzamiento ha sido comúnmente considerado el inicio de los MOOC (Massive Open Online Courses).
A partir de ese momento comienza la historia -corta pero intensa- de una innovación que ha venido a sacudir el espacio de la educación superior a escala internacional. En el año 2011 el curso de inteligencia artificial Introduction Into AI, elaborado por dos profesores de la Universidad de Stanford (Sebastian Thrun y Peter Norvig) tuvo más de 160.000 inscripciones. Dicho curso fue ofrecido a través de una startup denominada Know Labs, posteriormente transformada en la plataforma Udacity. Su éxito sirvió de acicate para que Daphne Koller y Andrew Ng crearan la plataforma Coursera, que comenzó a ofrecer MOOC de universidades prestigiosas (como Stanford, Yale, Michigan o Princeton). Paralelamente, el MIT creó su plataforma MITx, que tras su fusión con Harvard pasó a denominarse edX. Y la oferta de MOOC comenzó enseguida a extenderse por Europa, Asia, Australia y América.
El auge de ese fenómeno fue tan notable que The New York Times se refirió al año 2012 como ‘el año del MOOC’. Pero tras ese momento de gloria, esa iniciativa -aparentemente de éxito- no ha dejado de suscitar dudas y recibir críticas. Los medios de comunicación han vuelto a ocuparse de este fenómeno, pero ahora planteando interrogantes y manifestando cierto escepticismo. El debate generado en los últimos tiempos en torno a los MOOC anima a reflexionar sobre lo que representan realmente, para lo cual hay que analizar tanto sus promesas como sus realidades.
Unas promesas deslumbrantes
El éxito de los primeros MOOC -juzgado en términos del número de inscripciones y del prestigio de las universidades implicadas- fue tal que no faltaron voces anunciando que estábamos ante una revolución en la educación superior. Las expresiones grandilocuentes no faltaron en el año 2012 en los medios de comunicación, que hablaron de «la más importante tecnología educativa en doscientos años» (MIT Technology Review), «el inicio del fin de la educación superior tradicional» (Forbes) o de una «educación de élite para las masas» (The Washington Post).
Las promesas que encerraba la expansión de los MOOC se proyectaban en dos ámbitos diferentes: en primer lugar, se consideraba que contribuirían decisivamente a democratizar la educación superior; en segundo lugar, se anunciaba que desempeñarían un papel central en la transformación de los modelos de aprendizaje en las universidades.
Fijándonos en el primero de esos ámbitos, vale la pena recordar que uno de los promotores tempranos de los MOOC, Sebastian Thrun, declaró que su objetivo consistía en hacer la educación superior más eficaz, accesible y atractiva, expresando así un sentimiento común entre los pioneros en ese campo. El hecho de que diversas universidades de prestigio ofreciesen cursos abiertos venía a alimentar la idea de que por este medio se conseguiría democratizar la enseñanza superior de élite. La promesa era patente: el acceso abierto al conocimiento y al aprendizaje a través de los MOOC supondría acabar con las barreras existentes, de carácter tanto económico como geográfico. Además, contribuirían a reforzar la equidad en materia de educación superior. Y como complemento, se abrirían nuevas oportunidades para la expansión del acceso a la educación superior en los países con un menor grado de desarrollo. En suma, el panorama dibujado era tan atractivo como prometedor para el cumplimiento de la misión social de las universidades.
Por otra parte, los MOOC también contribuirían a hacer realidad la idea de trasladar el foco de atención de la enseñanza al aprendizaje, un viejo principio típico de las pedagogías activas y constructivistas, que ahora habría encontrado un buen mecanismo para impulsarlo y generalizarlo en una nueva práctica educativa. Los cursos no adoptarían la forma de lecciones, sino de problemas y desafíos cognitivos, los contenidos dejarían su lugar central a la pedagogía, los profesores no serían la única fuente del aprendizaje y la comunidad de estudiantes participaría activamente en la construcción del conocimiento. Esos planteamientos recibirían una influencia destacada del modelo conectivista de aprendizaje, que hace hincapié en comunidades discursivas que crean conocimiento conjuntamente.
Una realidad con claroscuros
A la altura del año 2012, estas promesas parecían al alcance de la mano y se creía que los MOOC habían comenzado ya a transformar el escenario tradicional de la educación superior. No obstante, la realidad no ha resultado ser tan concluyente, por lo que merece la pena detenerse a analizarla con algo de detalle.
Por una parte, los MOOC han demostrado ser instrumentos útiles para llevar a cabo aprendizajes en campos académicos y profesionales muy variados. El elenco de materias accesibles a través de ellos ha desbordado el campo tecnológico e informático que les parecía reservado, para llegar a las humanidades, las lenguas, la economía, las ciencias y otros saberes alejados de aquellos.
Además, los modelos de MOOC se han diversificado (hoy se habla de xMOOC, cMOOC, vMOOC, SPOC), con objeto de atender a distintas audiencias, cubrir campos diferentes y realizar diversas combinaciones de materiales de aprendizaje, sistemas de apoyo entre estudiantes o mecanismos de evaluación y certificación. Los materiales se han enriquecido, combinando minivídeos, textos electrónicos, enlaces web, presentaciones o clases grabadas, en función de los objetivos de aprendizaje y de la disponibilidad de recursos. Los sistemas de evaluación, al comienzo inexistentes, se han sofisticado para permitir la certificación de las competencias adquiridas. Desde el punto de vista metodológico, el panorama es hoy mucho más rico y variado, habiéndose además aprovechado la experiencia acumulada por las instituciones de enseñanza a distancia y en línea, que no había sido explotada en sus inicios. Puede decirse que se ha superado una fase de cierta ‘ingenuidad metodológica’, aunque todavía no se haya alcanzado la madurez.
Si esos son algunos de sus logros, no cabe obviar varias limitaciones que han sido objeto de crítica en los últimos tiempos. La más llamativa es el alto abandono que se registra entre quienes se inscriben en los MOOC, que pone de manifiesto un problema de implicación de los estudiantes. Sin duda, es inevitable pensar en la influencia de fenómenos tales como la simple curiosidad, las dificultades que plantea el estudio independiente o el interés y la accesibilidad de los contenidos del curso, pero los datos son concluyentes: apenas un 10 por ciento de quienes comienzan este tipo de cursos los completan.
Además, el perfil de los inscritos no responde a personas con carencias formativas, sino más bien al contrario: quienes más se inscriben en estos cursos son personas bien formadas y con niveles de cualificación superiores a la media. En consecuencia, la promesa de democratización no parece estarse cumpliendo. El fenómeno aún se agudiza más si tenemos en cuenta que los MOOC se han insertado más en la educación no formal que en la formal, manteniéndose en una posición marginal respecto de la tarea central de las universidades más prestigiosas. Por lo tanto, puede decirse que algunas de sus promesas más atractivas no han llegado a cumplirse ni parece que lo vayan a conseguir en un futuro próximo.
Y hay que señalar también una importante debilidad de los MOOC, consistente en la inexistencia de un modelo de negocio claro, esto es, una indefinición acerca de las posibilidades reales que tendrán para rentabilizar la inversión realizada, que en ocasiones es elevada. Y siendo muy importante la vertiente puramente económica, no se puede separar de la relación que estos cursos guardarán con la misión y la función tradicionales de la universidad.
Perspectivas de futuro
En esta situación, ¿cabe calificar de fracaso la experiencia de los MOOC? Sinceramente, no lo creo. Como decía en El País (9 octubre de 2014) Alexandra Maratchi, CEO de Homuork, «puede que los MOOC no sean el futuro pero no se entiende el futuro sin ellos». La formulación es muy certera, pues no cabe concluir que el ciclo de los MOOC se haya agotado.
No cabe esperar milagros de los MOOC, que aún no han llegado a asentarse, pero su expansión demuestra no obstante la existencia de una pulsión de cambio en la educación superior, que se está viendo favorecida por la aparición de nuevos recursos tecnológicos y metodológicos. Es muy probable que en los próximos tiempos asistamos al desarrollo de modelos híbridos, que prestemos más atención a la interacción didáctica y al apoyo al estudiante, que se promuevan diseños de cursos más personalizados, en función de la heterogeneidad de niveles de dominio de la materia objeto de estudio, y que desarrollemos sistemas más sofisticados y rigurosos de evaluación y certificación. Dicho de otro modo, los MOOC tal como hoy los conocemos posiblemente cambien en profundidad, si bien su impacto no habrá sido desdeñable. Pero, en cualquier caso, los interrogantes que se nos siguen planteando son muchos e importantes y no cabe esperar soluciones mágicas.
Artículo extraído del nº 100 de la revista en papel Telos