Internet nace con un espíritu abierto, colaborativo, transparente e interoperable, valores y principios que se han visto truncados con el advenimiento de las redes sociales, de las aplicaciones y los sistemas operativos móviles.
Todo ello está propiciando un cambio en la Red de redes, donde aparecen grandes islas en las que el usuario queda atrapado, donde este ya no ejerce el control sobre su propia información, de las cuales es difícil escapar y que conforman universos invisibles para quienes no están en ellas.
A esto hay que añadir que muchas de estas aplicaciones, redes sociales o sistemas actúan en regímenes de cuasi monopolio, de forma que cuando te atrapan, salir se convierte en una tarea compleja, ya que si las abandonas pones en riesgo la posibilidad de comunicarte con tu entorno o puede suponer la pérdida de una parte importante de tu vida digital.
Un poco de historia
Internet emerge como una Red de redes sobre la base de unos protocolos abiertos que permiten su libre adopción para quien quiera utilizarlos, lo cual provoca que estos sean adoptados masivamente, convirtiéndose en estándares de facto. Internet ha posibilitado un nuevo espacio abierto, colaborativo e innovador.
Internet resolvió el acceso a la información que estaba en diferentes ordenadores, con sistemas operativos y sistemas de almacenamiento diversos y dispersos. Herramientas pensadas inicialmente para interconectar y resolver problemas de índole académico con protocolos libres de derechos se convirtieron en la clave del éxito de Internet, gracias a que eran estándares abiertos, descentralizados y distribuidos.
El protocolo TCP/IP estableció un estándar para el transporte de los datos; la Web, con el binomio HTML/navegadores, permitió una forma de presentar y acceder a la información que fue adaptándose a las nuevas exigencias que el medio planteaba. Pilares sobre los que se ha construido Internet y en los que solo se han mantenido de forma centralizada la gestión de los recursos críticos: las direcciones IP, los nombres de dominio y los servidores raíz.
En la década de 1990 eran dos las aplicaciones básicas que separaban lo público, la Web o World Wide Web, de lo privado, con el correo electrónico como gran referente. Le siguen buscadores, aplicaciones de comercio electrónico y la Web 2.0 o Internet participativa, que cada vez concentra más tráfico en menos actores: los diez sitios más populares de Internet concentraban el 26 por ciento del tráfico de Internet en 2001; en 2006 ya concentraban el 40 por ciento, y en 2010 superaban el 75 por ciento de todo el tráfico de Internet.
Las redes sociales aparecen en escena más tarde: Facebook sale en 2004, Twitter en 2006; finalmente, los dispositivos móviles (smartphones y tabletas) irrumpen con fuerza a partir de 2007 y WhatsApp en 2009. Redes sociales, aplicaciones y sistemas móviles que comparten la conquista de mercados y consumidores en todos los países a velocidades de vértigo: WhatsApp fue creada en enero de 2009; su segunda versión -de junio de ese mismo año- logró tener 250.000 usuarios, y el 21 de enero de 2014, WhatsApp alcanzó la cifra de 54.000 millones de mensajes circulando en un solo día. En abril de 2014, el número de usuarios había alcanzado los 600 millones, que envían a través de esta red 700 millones de fotos y 100 millones de vídeos cada día.
Las redes sociales crean universos paralelos
Las redes sociales crean las primeras islas; son espacios gratuitos de libre acceso, a los que se accede inicialmente desde los navegadores pero en los que es obligatorio registrarse para poder utilizarlos. Mundos paralelos que cierran sus puertas a los grandes buscadores, haciéndose invisibles para quienes no están en ellas, y que ofrecen sus propias interfaces para aquellas aplicaciones (API) que quieren integrase en su ecosistema.
El control y la gestión de los datos de cada usuario (presentación, custodia, explotación y salvaguarda) los ejerce la red social; estos datos se convierten en su principal activo para generar negocio. Esta es la razón por la que nos ponen tantas trabas cuando queremos usar nuestros datos de forma distinta a los que la Red nos propone.
A esto hay que añadir que las redes sociales no son interoperables, lo cual conlleva que si quiero cambiarme de proveedor pierdo el contacto y la capacidad de comunicarme con mis amigos. Esto no sucedía con aplicaciones como la Web o el e-mail, donde puedo cambiar de proveedor sin perder la capacidad de enviar correos o de que accedan a mi información, gracias a que utilizan estándares y protocolos abiertos.
Otro efecto colateral es que el acceso a la información que me interesa, que antes obtenía a través de la navegación en la Web y de los buscadores, ahora la realizo a través de las recomendaciones de amigos o seguidores, que se convierten en prescriptores, lo cual obliga a todo aquel que tenga información interesante en la Web a moverla en estos nuevos universos paralelos que son las redes sociales.
La Ley de Metcalfe propugna que el valor de una red es proporcional al cuadrado de las conexiones que crea. Esto hace que las redes que primero triunfan se convierten rápidamente en monopolios de facto, ya que solo interesa estar en aquella red donde están todos los demás y esto en un mundo global e interconectado se produce en espacios de tiempo cada vez más cortos.
Atrapados por las apps
Los dispositivos móviles han acelerado el paso dejando atrás tanto el Internet abierto que preconizaba la Web, como el Internet semicerrado que trajeron las redes sociales, para pasar a entornos cerrados a través de aplicaciones (apps), que ya solo utilizan Internet como plataforma de transporte. Estas aplicaciones tienen en común que ya no utilizan los navegadores como interfaz, no están interconectadas entre ellas y aprovechan al máximo las posibilidades de los terminales móviles.
Las apps han sabido adaptarse mejor al entorno de los nuevos terminales móviles (smartphones y tablets), aportando mejores y más eficientes soluciones que las ofrecidas a través de la navegación web y además han facilitado el que los usuarios paguen por ellas, algo en lo que la Web abierta ha fracasado de forma rotunda y continuada.
Cuando parecía que el omnipresente navegador web, enriquecido tecnológicamente a través de los estándares controlados por la W3C (HTML5, Java, Ajax, Flash…), iba a ser el epicentro de un Internet abierto y libre, surgen las apps, que cautivan tanto a los usuarios (ya que resuelven mejor sus problemas) como a los innovadores, ya que trabajan en un entorno más adaptado a los nuevos terminales donde es más fácil tener un retorno económico y ejercer un control de las soluciones propuestas.
La partida de momento la ganan las apps y los dispositivos móviles; el tráfico que generan ya supera al de los ordenadores convencionales (sobremesa y portátiles). Esto no significa el fin de la Web clásica, que sigue siendo útil para la información corporativa y para los contenidos generados por los usuarios, pero el futuro de Internet se juega en el campo de los terminales móviles.
Interesa recuperar la libertad
Asistimos a un ciclo que se repite con cada revolución tecnológica: se inventa algo que tiene un efecto transformador y florecen miles de iniciativas alrededor del nuevo invento y de los cambios que propugna, hasta que surgen los que entienden y saben cómo controlar el nuevo ecosistema. Son estos los que finalmente llegan a convertirse en monopolios u oligopolios. Pasó con el ferrocarril, la electricidad, la telefonía y parece que ya está ocurriendo con algunos elementos de Internet, como el transporte de datos, la Web abierta, las redes sociales o los sistemas operativos.
Está claro que los usuarios prefieren las apps y que estas configuran un Internet cerrado, controlado y cada vez más concentrado y que esto les va bien a los grandes oligopolios. Todo ello tiene un impacto negativo en la libertad del usuario, derivado de la falta de competencia, del limitado control que ejerce sobre sus datos o de la pérdida de privacidad y de intimidad, por citar solo algunos de los derechos fundamentales que se ven afectados.
También tienen una incidencia negativa en materia de innovación, ya que por un lado obligan a utilizar interfaces de programación diferentes (API) para cada una de ellas y el hecho de que solo estén disponibles en determinados equipos o sistemas operativos condiciona el éxito o fracaso de los mismos.
Necesitamos, por tanto, que la tecnología no recorte nuestros derechos fundamentales, que el usuario recupere el control de sus datos con independencia de quién los gestione, que haya competencia -la libertad de elegir puede equilibrar abusos de poder- y que los sistemas de comunicación que se utilicen en cada momento sean interoperables (algo que en este momento no sucede). Por esto me atrevo a concluir que será necesaria la intervención del regulador, tal y como sucedió en el pasado con otras revoluciones industriales y tecnológicas, porque el mercado por sí solo no parece tener ninguna prisa por resolver este conflicto de derechos.
Artículo extraído del nº 100 de la revista en papel Telos