Telos aparece en pleno debate sobre la convergencia de la informática con las telecomunicaciones, que impulsó numerosos movimientos corporativos entre ambos, aunque pronto se diluyeron, porque la convergencia tecnológica que los motivó se enfrentó a la divergencia estructural entre los modelos de negocio de las telecomunicaciones, reguladas y controladas en cada país por operadores distintos que condicionaban a sus proveedores de equipos, y la informática, que nació global, desregulada y competitiva.
La incorporación de la competencia en los servicios de telecomunicación impulsó la búsqueda de la eficiencia y la eliminación de los sobrecostes asociados a tener proveedores con fabricación nacional en cada país y con equipamientos diferenciados, lo que, junto a la digitalización y caída de aranceles, motivó una fortísima reconversión y deslocalización industrial de los fabricantes de telecomunicaciones en busca de un modelo realmente global, donde la cartera de productos tendría que reducirse, los centros de desarrollo tecnológico especializarse y las factorías concentrarse donde existieran mejores condiciones, recursos o talentos. Todo esto les aproximó al modelo de los fabricantes de informática.
Entre tanto, los operadores de telecomunicación seguían siendo básicamente nacionales, aunque aprovechando los procesos de privatización en algunas áreas se configuraron modelos multidomésticos, dado que las condiciones de cada mercado eran muy diferentes. Pero ya se podían aprovechar economías de escala en los suministros, lo que reforzó la tendencia a la globalización y concentración de proveedores.
Internet lo cambió todo
La prestación de servicios a empresas globales parecía que iba a dar lugar a un nuevo modelo para el sector, creándose para ello grandes alianzas entre operadores. Pero la caída de precios, fruto del binomio tecnología/competencia, provocó la marginalización relativa de este negocio frente a la irrupción de otro con mucho más potencial: las oleadas de concursos para licencias de telefonía móvil con estándares comunes, que alumbraron empresas sin legado histórico que ya no eran consideradas ‘compañías de bandera’, lo que facilitó su concentración en grandes firmas globales, aunque tanto los operadores como los fabricantes de equipos se posicionaron bien en esta área, facilitando la internacionalización de todos ellos.
Pero Internet lo cambia todo. Nace casi al margen de las estructuras tradicionales del sector (operadores y fabricantes de informática y telecomunicación) y genera un modelo que supone una quiebra total con el paradigma precedente, que no fue intuido en sus orígenes porque parecía una forma inteligente de facilitar la comunicación de datos tradicional y hacerla asequible al mercado residencial.
El protocolo IP fuerza la convergencia al manejar de igual forma cualquier tipo de señal (voz, datos, música, vídeo, alarmas, etc.), pero separa el nivel de transporte de señales de la prestación de servicios finales, lo que implica que cualquiera, desde una dirección IP, pueda ofrecer servicios a todo el mundo sin intervención de los operadores, que se ven limitados a transportar datos agregados de los prestadores de servicios y aplicaciones, a los que se accede desde terminales inteligentes, primero los PC y luego los dispositivos portátiles. Todo ello con gran alborozo inicial de los operadores por el incremento de negocio que significaba, ya que, mientras cambiaba radicalmente la estructura de muchas actividades (agencias de viajes, entretenimiento, etc.), se añadía al negocio tradicional de las telecomunicaciones.
Al igual que el ordenador personal se expandió de la oficina al hogar, el terminal personal (smartphone, tablet) pasa de ser un móvil a asumir funciones insospechadas, como nueva ‘navaja suiza’ que resuelve todos nuestros problemas, aunque creando algunos otros nuevos. El espectacular crecimiento de la penetración de estos dispositivos, superior al de cualquier otro antes concebido, ha transformado por igual la industria de electrónica de consumo y la de informática, que si ya eran globales en sus inicios, han visto cómo el nivel de concentración alcanzaba niveles nunca vistos.
Problemas a la vista
Pero esa separación de la prestación de servicios globales, con modelos de negocio diferentes a los del transporte de la información a nivel local, produce otras consecuencias. Si en telecomunicaciones el principio de la interoperabilidad era básico, ya que todos debían poder comunicarse con todos, con una continuidad asegurada y un tipo de competencia que casi se reducía a una oferta de precio/calidad/cobertura para prestaciones similares, en este nuevo mundo se ofrecen servicios que aparecen y desaparecen con rapidez, nadie los regula, son incompatibles entre sí y tienden a que unos pocos dominen el mercado a escala planetaria en cada categoría de servicio. Y además la voz se convierte en una aplicación más de Internet, con lo que la parte tradicional del negocio de telecomunicaciones pasa a ser también víctima del tsunami.
Es el tiempo de las leyes del OTT (Over The Top), cuando las barreras para crear nuevos servicios se desmoronan. Hay que nacer con voluntad mundial, las pequeñas empresas son globales desde el inicio y no deben sufrir el tradicional y difícil proceso de internacionalización, que exigía cuantiosos recursos y tiempo para desarrollarse fuera del mercado de origen.
Otra característica de los servicios de IP es que son agnósticos respecto a las redes: la audiencia es el universo mundial de la categoría de servicio, independientemente del operador y tipo de tecnología de transporte utilizada. Un efecto colateral va a ser incentivar a los operadores de telecomunicación a trabajar con todas las tecnologías y ofrecer accesos multiplay, disminuyendo el número de operadores en cada mercado y evolucionando a una categoría casi de utility, lo que podría acabar reduciendo su nivel de internacionalización, ya que las cuotas en cada mercado local adquieren mayor relevancia que el número global de clientes, al contrario de lo que ocurre con los negocios de los fabricantes de terminales y de los proveedores de servicios y aplicaciones.
No obstante, para algunas aplicaciones de televisión existen matices diferenciales, dado que hay contenidos muy importantes con una fuerte componente local y la gestión de los derechos está fragmentada por países, lo que facilita la existencia de comercializadores locales, al menos hasta que -como ha ocurrido en la música- las plataformas digitales de pago globales sean capaces de ofrecer una gama de contenidos adaptables a cada mercado.
En estas condiciones, es inevitable que a pesar de la fuerte interdependencia entre unos y otros, la diferente aproximación al mercado, ámbito de actuación, nivel de regulación y valores y actitudes en la prestación de los servicios acaben en una lucha por la cadena de valor y por la relación con el usuario final. Y la enorme diferencia con la que los mercados valoran a unas y otras compañías exacerba un conflicto que se manifiesta en múltiples ámbitos, desde los aspectos operativos de interoperabilidad y portabilidad a los de protección de datos, propiedad intelectual o fiscales, e incluso a la misma definición del concepto de neutralidad de la Red. Aquí, como en otros conflictos, es habitual pasar por una etapa inicial de confusión a otra de negación de las evidencias, para estallar en hostilidades antes de que se acomoden las piezas del ecosistema.
Sin embargo, son los debates sobre la seguridad y confidencialidad de las comunicaciones y de la protección de datos personales, singularmente cuando los servidores se encuentran en países distintos a los de los usuarios, los que pueden acabar configurando un mundo fragmentado en varios bloques, rompiendo el dominio norteamericano existente. Las iniciativas de China en tecnología, productos y servicios o la búsqueda siempre inacabada de una visión europea al respecto son ejemplos de lo que podría ocurrir en este ámbito. El mundo parece que será multipolar, con el epicentro desplazado del Atlántico al Pacífico.
Y todo ello no ha hecho más que empezar ante la eclosión de las nuevas redes sociales, del Internet de las Cosas, del Cloud o del Big Data, que pueden incrementar los riesgos de un mundo sin un orden internacional asentado, como se ha visto con los intentos de mejorar la gobernanza de Internet. Sin olvidar que servicios en apariencia gratuitos se financian a base de la explotación de datos de los usuarios, que los ceden inconscientemente asumiendo el papel del Fausto de la era digital.
Es posible una nueva primavera
Todos los sectores de las TIC se han hecho globales, con el matiz de los operadores de telecomunicaciones locales que son más bien multidomésticos, pero totalmente interconectados, lo que limita su extensión a las redes del hogar y las empresas y a las ciudades inteligentes. No obstante, es posible una nueva primavera ligada a la puesta en valor de las infraestructuras móviles y fijas ‘todo-IP’ ultrarrápidas, por su innegable aportación a las economías nacionales y a la racionalización de los modelos competitivos y regulatorios.
En los demás sectores se seguirán viendo fulgurantes éxitos y estruendosos fracasos, líderes casi religiosos y nuevas áreas de creatividad, aunque las condiciones ‘medioambientales’ del Silicon Valley siguen siendo difíciles de replicar (únicamente modelos peculiares como el de Israel o de una eficiente planificación gigantesca como en China, pueden darle, a diferentes escalas, la réplica adecuada). Entre tanto, queda por saber si los europeos se limitarán a ser los grandes consumidores del hardware de un lado del Pacífico y del software del otro, manteniendo una cierta capacidad de resistencia en sus operadores y fabricantes de telecomunicaciones.
En todo caso, la generalización de las TIC es lo que ha permitido la globalización de la economía y el comercio, que lo será cada vez más cuanto más se digitalicen los productos y los procesos. Tal vez el Bitcoin sea una señal de lo que nos espera.
Artículo extraído del nº 100 de la revista en papel Telos
Comentarios