Por J. V. Gavaldà RocaGermán Llorca AbadÀlvar Peris Blanes
La legitimación del documental en los orígenes de la práctica cinematográfica apela a un estatuto semiótico que hunde sus raíces en la categorización de la representación fotográfica. A la huella fotográfica y cinematográfica le sucederá un nuevo modelo de inscripción de la documentalidad, en el ámbito de la imagen electrónica: con la digitalización de la representación icónica se abren paso nuevas prácticas documentales.
Notas
[1] Un programa de transformación, también denominado makeover, como Cambio radical (Antena 3), por ejemplo, expone una visión determinada sobre los valores que deben prevalecer en la sociedad relacionados con el culto a la belleza física. Del mismo modo, la mayor parte de los formatos que se emiten en canales de la TDT como Xplora o Discovery Max, bajo el paraguas del factual entertainment, proyectan una manera de entender las relaciones sociales, personales y profesionales, fruto de una posición ideológica específica. Por ejemplo, podemos ser testigos de cómo funciona el capitalismo más radical a poco que nos adentremos en formatos como Empeños a lo bestia (Xplora) o Embargo por sorpresa (Energy).
[2] Cuatro ha sido la cadena española que más ha trabajado este subgénero, com formatos como Ajuste de cuentas, Supernanny o Hermano mayor. Pero otras cadenas como La Sexta, Antena 3 e incluso la pública TVE han optado por esta fórmula de éxito global.
[3] Formatos como Callejeros (Cuatro), que ha hecho escuela tanto en su contenido como en su forma, son un ejemplo de ello.
[4] Gifreu (2010, p. 66) ha recopilado en un cuadro explicativo las equivalencias entre diferentes clasificaciones del género documental. En él se detallan las aportaciones de autores de referencia como Barnouw, Nichols, o Crawford.
[5] Un poco más adelante, las autores (Gallego y Martínez, 2013, p. 27) ponen como ejemplo varias de estas plataformas: Filmin, Netflix, Mubi, Hamaca o Festivalscope.
Directores de prolífica ejecutoria como Llorenç Soler o Jean-Louis Comolli, quienes iniciaron su andadura en los años sesenta, han insistido en la condición cinematográfica del documental, que estaría, de acuerdo con este, «en el corazón de la experiencia y de la historia del cine: el cine comenzó siendo documental y el documental siendo cinematográfico» (2007, p. 410). Ll. Soler, por su parte, ha destacado la producción documental de algunos ‘individuos fronterizos’ (1998, p. 35), de «autores cinematográficos como Dziga Vertov, Robert Flaherty, John Grierson, Joris Ivens, Cris Maker o Lindsay Anderson [junto a] practicantes vocacionales del género documental, directores de cine como Michelangelo Antonioni o Louis Malle» (2002, p. 15), entre tantos otros.
J-L. Comolli y Ll. Soler, de acuerdo con una acreditada tradición europea, han valorado el ‘aire de familia’, podríamos decir con L. Wittgenstein (1988), de los relatos cinematográficos documentales y de ficción lejos de las falacias referencialistas, atendiendo, como señalaría en su momento P. Ricoeur, a «la unidad funcional entre los múltiples modos y géneros narrativos [entre las] modalidades dispersas del juego de narrar» (2000, p. 190). No es, desde luego, ninguna casualidad que ambos directores compartan, amén de militancia ideológica, algunas fidelidades cinematográficas inequívocas, como «el neorrealismo y la Nouvelle Vague, […] dos giros de la escritura cinematográfica ligados a la renovación de las ficciones por las formas documentales» (Comolli, 2007, p. 60). Ni lo es, tampoco, que se rindan ante un film de 1961, situado «en territorio marginal, entre ficción y documental» (Ib., p. 71); un relato ‘fronterizo’, de acuerdo con Ll. Soler: «Difícilmente un documental podrá dar una imagen más creíble de la vida en los suburbios de Roma con tan descarnado realismo como el que aportó Pier Paolo Passolini en su película Accatone» (2002, p. 24-25). La documentalidad y la ficción, la poética realista: la de Accatone, precisará Comolli, es «una puesta en escena enteramente moderada, discreta [ alejada de] la menor tentación histérica, tratando el exceso mediante la mesura, el horror mediante la distancia» (2007, p. 71).
Corría la década de 1960. La televisión pública europea ya había iniciado, con las diferencias de rigor, su irresistible ascenso. Esta referencia estructural es esencial a la hora de valorar un principio fundamental para tantos directores europeos con una extensa producción documental para la televisión, como J-L. Comolli y Ll. Soler. Comolli, un aguerrido defensor de la televisión pública, del tejido audiovisual público, industrial y académico, lo resumía en unos términos que nos remiten a lo señalado en los dos párrafos anteriores: «No hay por una parte un ‘cine documental’ y por otra ‘documentales de televisión’» (2007, p. 410).
Enfilada la recta final del siglo, abierto el proceso en el que confluirían la desregulación del sistema televisivo público europeo y los inicios de la digitalización del sistema televisivo analógico, Comolli denunciaría, con amargura, el progresivo arrinconamiento de la televisión pública y el ‘maltrato’ cada vez más ostensible del documental, «la manera como las televisiones aquí y allá, en Francia, en Europa, lo tratan o más bien lo maltratan» (2007, p. 410). La ‘fórmula reportaje’ resumiría, de acuerdo con Ll. Soler (2002), los estragos de la deriva del documental en el marco de esa crisis que afectaría a los cimientos del sistema televisivo europeo, una fórmula que combinaría lo peor de las rutinas mediáticas más consolidadas con el alejamiento creciente del discurso cinematográfico.
«¿Puede haber -y qué sería- una práctica democrática del documental en televisión?», se había preguntado Comolli (2007, p. 79). Para él y para Ll. Soler (1998), como para tantos otros, esa ‘práctica democrática del documental en televisión’ se había de cimentar sobre la crítica de un concepto de ‘información’ anclado en la falacia referencial, en la apelación a la supuesta transparencia del enunciado. Esa práctica se postularía «escritura aquí y ahora, [se reconocería] relato precario y fragmentario, [exigiría] el punto de vista de un sujeto» (Comolli, 2007, p. 410). «Guerra a la información. Documental: lo contrario de la información, de las informaciones, el reino de la ambigüedad, el territorio de la metamorfosis, el dominio del relato» (Ib., p. 79). Esa práctica democrática tendría su modelo de puesta en escena, el que correspondería al espacio público democrático: «Hablar de puesta en escena es hablar de lo que está en juego para los espectadores, para los sujetos, para los ciudadanos. Es definir puntos de vista, fundarlos, ponerlos en crisis, cambiarlos» (Ib., p. 105). «La palabra de los ciudadanos, de los ‘hombres comunes’, se convertiría en eje definitorio de esta puesta en escena: ‘¿Quién filma, quién habla?’» (Ib., p. 529).
«¿Por qué la verdad enteramente simple de esos hombres comunes resulta totalmente insoportable para la televisión -salvo que sea indecentemente tratada-?» (2007, p. 79), se preguntaría Comolli, en aquellos días en los que también en Francia se produciría el estrépito de la hibridación neotelevisiva (Gavaldà 2011, 2013), del reality show. La tele-realidad confirmará «la realidad del poder de la televisión» (Comolli, 2007, p. 529), o, por decirlo con C. Castoriadis, el ‘ascenso de la insignificancia’ (1988). Las televisiones privadas y las respectivas televisiones públicas se prodigaron en otras tantas fórmulas de hibridación que impregnaron, también, la producción documental. F. Fellini diría de Ginger y Fred: «La pintura que hago de la televisión privada no es una exageración, me parece incluso moderada. Lo que muestro está tan cerca de la verdad y a la vez es tan inferior a la verdad que podría darse que el público vea Ginger y Fred como un documental, como un reportaje sobre lo que está viendo en casa todos los días» (Soler, 1988, p. 136).
En el cambio de eje del sistema televisivo serían fundamentales, como se ha señalado, la desregulación y la digitalización, sobre las que se asentaría un nuevo modelo de economía de la comunicación televisiva, en el marco de una competencia regida por unos costes de producción a la baja. Del alcance de los cambios que se producirán en la programación televisiva, y en el conjunto de la producción discursiva mediática, dan cuenta algunos diagnósticos, formulados en diversos ámbitos.
En primer lugar, el análisis que hace J. Corner de la ‘postdocumentary culture‘, en un texto, Performing the Real. Documentary Diversions (2002), dedicado a lo documental más que al documental, en el marco de la caracterización de la ‘factual television‘ (televisión basada en hechos reales). En uno de sus apartados, Popular Factual Entertainment and the Survival of Documentary, J. Corner valora la escala de reubicación del documental como conjunto de «prácticas, formas y funciones» (2002, p. 266), en la estela de algunos de los análisis más reconocidos del infotainment (información combinada con entretenimiento), publicados los últimos años del siglo XX, como los de K. Brants (1998) y J. Blumler (1999).
En segundo lugar, la valoración del fenómeno de la hibridación que realizan J. Blumler y D. Kavanagh en el marco de su análisis del modelo de comunicación política que emerge en el cambio de siglo, The Third Age of Political Communication: Influences and Features (1999). El infotainment se convertiría en una referencia primordial para el análisis del modelo de espacio público de esta ´tercera era´, en el que los nuevos slice-of-life ‘docu-soaps’ relegarían a los traditional documentaries (1999, p. 219): «El enfoque de cuestiones políticas mediante el infotainment está a la orden del día, y es posible que prolifere. Esto se refleja no sólo en el extraordinario aumento de subgéneros concebidos como híbridos -programas que se emiten a la hora del desayuno, revistas informativas. programas de debate o crímenes, televisión sensacionalista, etc.- sino también en una mayor mezcla de información con drama, emoción, color e interés humano en los temas, formatos y estilos de la mayoría de los programas».
En los primeros años del nuevo siglo se producirá un desplazamiento capital también para la producción documental. En la segunda mitad del siglo XX, el documental realiza ese periplo en el que se materializa su inscripción televisiva, que experimentará, como acabamos de señalar, un cambio sustancial en la década de 1990. El vertiginoso desarrollo de la digitalización provocará profundas transformaciones en el dominio del audiovisual y, en su seno, en el del documental, tanto en lo relativo a su modelo de representación como a su estatuto discursivo, tanto en lo relativo a su proceso de producción como a sus canales de difusión. Se trata, en definitiva, de la nueva condición de los relatos audiovisuales, digitales, en esa red que excede la tradicional inscripción cinematográfica o televisiva de las producciones analógicas.
Frente a la deriva que acabará conduciendo del reality al docu-reality, en el marco, como ha señalado U. Eco (1986), de esa falacia cimentada sobre la pretendida ‘veracidad de la enunciación’, se va abriendo camino un nuevo proceso, también para la producción documental. Como destaca J-L Comolli, el debate en torno al estatuto semiótico de la representación documental experimenta un vuelco con la emergencia de la representación icónica digital, con la que se desvanece aquella ‘inscripción’ que había dotado de todo su poder a la imagen analógica, sucesivamente, fotográfica, cinematográfica y televisiva. La imagen digital puede prescindir «…del peso del cuerpo, de la vibración de lo vivo, de lo aleatorio del instante» (2007, p. 411). La filmación y la edición digital colocan a los relatos audiovisuales ante una nueva encrucijada. Como señala Ll. Soler, «Las minicámaras han ganado movilidad, agilidad, volatilidad, capacidad de penetración: hoy las cámaras pueden participar en la acción ‘desde dentro’, se ha traspasado esa frontera antigua en la que a un lado del hemisferio estaba la cámara y en el otro la vida, los hechos» (2002, p. 162).
Entre la realidad y el espectáculo: mutaciones del documental televisivo
El proceso de transformación del documental como discurso cinematográfico en infoshow televisivo, también llamado factual entertainment, donde la hibridación se está convirtiendo en una matriz discursiva esencial fundamentada en un nuevo contrato pragmático regido por el entretenimiento (Gavaldà, 2013, p. 174), coincide con un desgaste del discurso informativo y político que responde a una crisis filosófica de hondo calado. Jean François Lyotard hablaba de la ‘condición posmoderna’ (1998) para explicar los cambios producidos en el pensamiento y en la experiencia humana durante la segunda mitad del siglo XX. Según esta visión, los grandes relatos que habían explicado el mundo dejan de tener sentido, lo que produce una crisis de lo referencial, de lo ideológico, en definitiva, del discurso sobre lo real. Como dice Gérard Imbert, nos encontramos «En una crisis de las formas discursivas que entraña una nueva manera de representación de la realidad y augura otro modo de relacionarse con el presente, de ver y de percibir al otro, propios de una mutación profunda de la sensibilidad colectiva, que es de orden simbólico» (2003, p. 22).
Esta crisis de los modos de representación del discurso informativo tradicional y, en consecuencia, del documental es doble y afecta tanto a sus contenidos como a sus formas, a la manera como refleja y, al mismo tiempo, construye la realidad. Así, mientras unos contenidos se alejan de la realidad, surgen otros dispuestos, justamente, a reinyectarse en ella a través de una representación extrema de la misma. Se trata, en palabras de González Requena (1992), de una búsqueda de ‘lo real‘ a toda costa, lo que provoca un desafío del propio concepto de realidad, que es relativizado y desestabilizado. De ahora en adelante, la representación de la realidad, los signos de lo real, se convierten en ‘la’ realidad. Dicho con otras palabras, en este espejo deformado de la realidad que es el discurso televisivo, «Solo lo que sale en televisión existe» (Imbert, 2008, p. 26). Entraríamos, según ha sido categorizado por Jean Baudrillard, en un mundo hiperreal en el que todo es simulacro (1987, p. 11-12). Cuando la realidad cansa, hay que reinventarla proyectando un nuevo imaginario televisivo donde esta realidad se interpreta bajo los códigos espectaculares de la performance (Corner, 2002). Sucede en el ámbito de la información con la entronización de las ‘otras noticias‘, como ha explicado de manera tan sugerente John Langer (1998). También ha permitido la consolidación de nuevos géneros televisivos al albur de la neotelevisión (Eco, 1986), como la telerrealidad. El documental no es ajeno a estas mutaciones.
Una de las principales características de este nuevo espacio simbólico es la hipervisibilidad, es decir, el deseo de verlo todo y en tiempo real. Ahora ya no hay límites a la representación, todo es visible, palpable. Como si el mero hecho de ver ya bastara para entender las imágenes que se muestran, las televisiones se sienten fascinadas por el directo o por lo que algunos han llamado el ‘mito de la transparencia’ (Imbert, 2003, p. 62). Presionadas por las leyes de la actualidad, las cadenas televisivas se dedican a construir una memoria del presente, haciendo coincidir siempre que se pueda el presente histórico (el de los hechos) con el presente enunciativo (el de la narración). De ese modo, la percepción de lo real queda despojada de su profundidad, de su espesor histórico. En términos de J. Corner (2002, pp. 263-264), en esta nueva fase el documental ha dejado de ser el discurso de la sobriedad y se ha tornado ligero, inestable, débil, perdiendo el estatus de autoridad que se le ha concedido tradicionalmente mediante el contrato del que hablábamos anteriormente. A diferencia de la mise en scène propia del género documental, ahora no hay espacio para los elementos o las figuras que ejercen de mediadores entre lo que se ve y los espectadores. La televisión, pues, sujeta a la ‘retórica del directo’ (Martín Barbero y Rey, 1999), se torna ‘in-mediata’ y, por tanto, mucho más ambigua. Porque con esta mitificación del presentismo se privilegia el ‘aquí y el ahora’ (Holmes y Jermyn, 2004, p. 22), mientras se desecha lo social e histórico. De alguna manera, esto tiene relación con la crisis del espacio público a la que también se refiere J. Corner, y que viene producida por la posición privilegiada que ocupan de un tiempo a esta parte el mercado y las políticas neoliberales en las relaciones políticas y económicas: «Esto tiene algo que ver con los cambios de actitud sobre los derechos a la ciudadanía, y con un alejamiento de las formas de solidaridad antaño establecidas (ya fueran obligadas o voluntarias). Tiene mucho que ver con el carácter cambiante de la economía nacional e internacional, y con un énfasis creciente en los sistemas de mercado, valores de mercado y dinámicas de consumo» (2002, p. 265).
La consecuencia política más relevante de este proceso, a nuestro entender, es que dejan de ser visibles las estrategias narrativas que tienen lugar en la elaboración del discurso televisivo, lo que provoca, en última instancia, que se tienda dar por sentado lo real. De manera que se representan intereses creados como si fueran naturales e inevitables y se transmiten como si se tratara del orden natural de las cosas (Langer, 1998, p. 29). Nada nuevo para el documental, por otra parte. De hecho, si hay una cualidad del documental desde su nacimiento es justamente su capacidad para hacer pasar por objetivos relatos que son, por definición, modelos de representación subjetiva de los acontecimientos. Ha sido la manera de abordar la realidad, una manera de hacer, un compromiso con los temas a tratar o una estética lo que ha conferido al documental esa auréola de seriedad intrínseca al género. En cambio, ha sido fácil caer en la tentación de comprender el entretenimiento televisivo, sobre todo la ficción, como algo irrelevante y trivial, como mero dispositivo de evasión y enajenación que poco o nada tiene que decir sobre lo social. Y es precisamente esta condición banal del entretenimiento la que permite dar por sentado discursos que no pueden ser interpretados de otra manera. Rossi-Landi (1980) aseguraba que la naturalización de significados, prácticas culturales o procesos sociales es el mecanismo más eficiente de legitimación ideológica. No podemos estar más de acuerdo. La hibridación de subgéneros como el docu-reality, el docu-soap, el mockumentary o la docu-ficción se convierten, pues, en herramientas muy eficaces para la transmisión de proyectos ideológicos precisamente por su apuesta inequívoca por el entretenimiento, «el macrogénero definitivo de la programación televisiva» (Gavaldà, 2013, p. 165)[1].
No cabe duda de que una de las claves del éxito de estos formatos es lo que se ha denominado el ‘mito de la cercanía’ (Imbert, 2003, p. 206), que se desplegaría en dos direcciones: una, la recreación de lo cotidiano, que conectaría con esa predilección por el directo; y dos, el bucear en la intimidad de las personas. Huyendo de los macrodiscursos (la política, la economía), el nuevo documental se recrea en lo minúsculo, en lo cercano, en la banalidad cotidiana. Se interesa por los sucesos más que por las grandes historias, por lo trivial más que por lo extraordinario. Un docu-reality como Mujeres ricas (La Sexta) sería el epítome de la vacuidad, donde lo macrosocial deja paso a la ‘política de lo trivial’. Se construye una ‘mitología de lo cotidiano’, como diría Roland Barthes (1994), que en cualquier caso no pierde su densidad ideológica. En esta ‘vivencia colectiva de la cotidianidad’, donde la proximidad es forzosamente mayor, el poder de identificación con la audiencia se incrementa. Lo podemos apreciar en una variante del docu-reality como son los coaching, en los que un entrenador o consejero interfiere en los personajes de la calle para que vivan mejor[2]. Los protagonistas, en estos casos, podrían ser nuestros vecinos, amigos o familiares, incluso nosotros mismos, lo que convierte estos programas en unos discursos muy eficaces.
Por su parte, la intimidad no parece ser un valor en alza en estos momentos en la televisión. Antes bien, se ha convertido en espectáculo, hasta el punto de poner en peligro las líneas que separan lo público de lo privado (Lacalle, 2001, p. 68). Estas dos dimensiones aparentemente incompatibles, intimidad y espectáculo, confluyen muchas veces en estos formatos híbridos, en los que la intimidad de las personas queda expuesta como objeto de consumo a la pulsión escópica de los espectadores, grandes voyeurs de lo que ahí se representa. Se crea un nuevo ‘orden afectivo’, como lo define J. Corner (2002, p. 266), fundamentado en la atracción y la repulsa. Probablemente, la muestra más impúdica de intimidad televisiva la encontramos en las grabaciones con cámara oculta de la que hacen gala algunos programas y que, en su inicio, pasaron por ser una ‘evolución’ del documental. El cuestionable éxito de tales prácticas se puede entender por el morbo de ver lo prohibido, lo irrepresentable, lo que nunca ha sido puesto ante nuestros ojos. De alguna forma, es una sensación parecida a la atracción que se siente por lo monstruoso, lo deforme[3]. Sea de un modo o de otro, lo obsceno ha saturado todo el espacio de la representación hasta el punto de provocar una especie de hipertrofia del ver que nos hace perder sensibilidad y criterio a la hora de enfrentarnos a ciertos contenidos televisivos: «El mal, en términos simbólicos, no procede de la ocultación, sino más bien del exceso de visibilización» (Imbert, 2003, p. 79).
El documental televisivo se está reconfigurando dentro de este nuevo escenario económico y cultural, también mediático. Habría que evitar, como expresa J. Corner a modo de desiderátum (2002, p. 266), caer en el proteccionismo estético y socialmente conservador del que hacen gala algunos puristas; pero eso tampoco significa lanzarse en brazos del realismo-populista, tan posmoderno, que inunda las parrillas televisivas. Hay ejemplos, sin duda, de que la televisión todavía puede ser un entorno adecuado para la difusión de producciones documentales complejas, pero tal vez sea en Internet donde el género documental puede desarrollar todo su potencial.
Claves para una nueva definición del documental
La realidad no existe. Solo existen los discursos que construimos a su alrededor. Y esta certeza, que participa de la propia inestabilidad de la afirmación hecha, sirve para describir las propiedades de los relatos documentales. Durante algunos años, se creyó que el cinematógrafo representaba fielmente la realidad. A medida que la técnica y su uso fueron evolucionando, el género documental, principalmente, se arrogó esta cualidad. Fue, es cierto, solo durante un breve lapso de tiempo. El documental, en tanto que herramienta de aproximación a la realidad y a lo que en ella sucede, está sujeto al condicionante de la subjetividad. Sin embargo, aún hoy en día, este género se sigue considerando el que de manera más fiel reproduce aquello que llamamos realidad. No obstante, «En este marco procede inscribir, pues, el contencioso del que hemos partido, la dilucidación de las relaciones entre discurso historiográfico, biografía y novela histórica, su larga historia. Y en este marco procede inscribir el análisis del dominio discursivo mediático: las preguntas sobre las relaciones entre los hechos y las representaciones, entre la ficción y la no ficción; las preguntas sobre los modelos de hibridación de las programaciones mediáticas, sobre el valor historiográfico de algunos de sus géneros» (Gavaldà, 2013, p. 149).
Cuando se advierte que todo cambia en los entornos digitales, se está advirtiendo sobre una gran variedad de asuntos. Internet es ese gran contenedor de historias, también de sinsentidos, en el que todo debe adaptarse a fórmulas novedosas de escribir y leer. Descartada la posibilidad de su veracidad, los documentales, poco a poco, encuentran la manera de reproducirse en lo digital. Y, en cierto modo, no hacen más que profundizar en su propio proceso interno; el que se establece en relación con los hechos y sus representaciones.
El papel de los documentalistas, en parte, es responsable de esta percepción. La impronta que deja el realizador en su trabajo es esencial para comprender por qué no puede afirmarse que el género documental es el de la reproducción fiel de los hechos. En esto es igual a otros géneros cinematográficos. El texto fílmico terminado es siempre «el resultado de un conjunto de restricciones técnicas y de opciones de representación» (Breschand, 2004, p. 11). Cuestión que debemos tener especialmente en cuenta al hablar de la relación entre el documental y los espacios digitales de comunicación. No obstante, y a pesar de todas estas precauciones, sí puede ser aún que sea el documental el único género cinematográfico que trata de explicar algunos de los hechos relevantes que nos rodean.
Todo documental es una ficción elaborada a partir de una selección cuidada de determinados componentes narrativos. Un documental no es la realidad, sino una imagen reproducida de la realidad y, por tanto, fácilmente manipulable. La objetividad no existe en el documental. A decir de Llorenç Soler, «creo que todo documental es una ficción construida con elementos extraídos de la realidad» (1998). Sin embargo, tal y como afirma el profesor Sánchez-Biosca (2006, pp. 87 y ss.), «En ocasiones, el paso del tiempo es necesario, obligatorio, para tener una perspectiva suficiente sobre los acontecimientos, necesaria para representar lo que es irrepresentable». Pero entonces, de nuevo, es aquí donde cabe hacerse algunas preguntas en relación con los espacios digitales de comunicación: ¿Qué recursos narrativos pueden utilizarse? ¿Puede el documental aún aspirar a ser el género cinematográfico de lo real? ¿Qué cambia?
La respuesta que parece inevitable en todo caso es que sí, que algo cambia. No es posible mantener la afirmación de quienes, presos posiblemente de un entusiasmo excesivo, afirman que los documentales refieren las cosas tal como son[4]. Sí es posible, no obstante, mantener la idea de que son espacios de reflexión desde los que acercarse a una realidad compleja. No se pueden separar de los fenómenos sobre la percepción de la época. Una de las diferencias esenciales será, entendemos, que el realizador sea consciente de este matiz. La posibilidad de elección y de control del realizador ya no son las únicas variables de la ecuación. Al menos, ya no son las más importantes desde el punto de vista de la prevalencia. En los entornos 2.0 el prosumidor de contenidos dirige una parte del proceso de transformación. Esta circunstancia agudiza los cambios en el ámbito de lo que se ha llamado hibridación, a partir de una dinámica de ‘lógicas de negociación con la realidad’ (Gifreu, 2010, p. 92 y ss.). Es en este elemento donde debemos fijar nuestra atención.
En un sentido amplio, en los entornos digitales, se da una tendencia a la hibridación en las estructuras narrativas del documental. Ante esta circunstancia, Vallejo (2013, p. 11) ha expuesto: «[proponemos] aportar un modelo de análisis que aborde los filmes desde su materia significante para llegar a un análisis textual, frente al modelo actual que parte de una clasificación en la cual pueden o no encajar los textos». Este modelo debería contemplar el análisis de las formas de enunciación, las formas de postración y las formas de narración que se establecen en la frontera que se extiende entre ambas (Ib., p. 12). Y es en este contexto en el que emerge una definición novedosa del género documental en tanto que «formato virgen, pendiente de exploración y delimitación y fruto de una doble hibridación: entre audiovisual -género documental- e interacción -medio digital interactivo-, y entre información -contenidos- y entretenimiento -interfaz navegable-» (Gifreu, 2010, p. 100). A decir de González (2012, p. 53): «El modelo de hibridación consistiría en detectar a un innovador-usuario individual y darle la oportunidad de participar activamente en un proyecto de productor y, a su vez, conectar con otros usuarios individuales hasta formar una red de participantes trabajando juntos para mejorar el diseño. Alcanzando así una plataforma colaborativa. Imaginemos la puesta en marcha de un proyecto transmedia».
Conclusiones: Transformaciones digitales
Desde esta perspectiva, resulta evidente la afirmación de que las transformaciones se articulan alrededor de la escritura y la mirada; es decir, alrededor del modo de fabricación de los documentales y de su uso. Es la tecnología la que, de algún modo, propicia las variaciones. Ya no se trata, a nuestro juicio, del antiguo debate acerca de la capacidad de veracidad de los documentales ni de su definición. Ya en los orígenes de las tecnologías de captación y de reproducción de imágenes en movimiento se puso en valor la capacidad que tenían de repetición de la realidad. Ahora, de nuevo, el cambio se da por hecho. Se trata de comprender la profundidad del proceso. «En esta segunda década del siglo veintiuno, el modelo del innovador-usuario individual, y el modelo de colaboración e innovación abierta, han demostrado como viables y competitivas otras formas de organizar el esfuerzo humano y la inversión aplicando lógica y responsabilidad, y alcanzando como resultado, innovaciones realmente valiosas» (González, 2012, p. 50).
Hemos repetido en varias ocasiones en nuestro trabajo la importancia de la relación entre la realidad y las maneras o modos de representarla en relación con lo documental. En el escenario abierto por las tecnologías digitales de la comunicación, es importante destacar otro elemento de análisis. En una época de hipervisibilidad, la hibridación de los contenidos audiovisuales debe estar condicionada también por el modo en el que nos autorepresentamos. A decir de Sánchez (2012, p. 37): «Puesto que la revolución numérica pone el acento en nuestras consideraciones sobre la realidad, y el hecho de que la actualidad está siendo fotografiada y videograbada como nunca antes en toda la historia del audiovisual, nos sentimos impulsados a revisitar nociones como la ficción y lo documental».
Esta dicotomía no es exclusiva de la relación documental-usuario, sino que se alcanza también la relación documental-autor. A este respecto, el fenómeno de la hibridación no queda limitado únicamente al contenido del texto audiovisual. Aquí es donde se corre el riesgo advertido (Virilio, 2003, p. 68 y ss.) de que la realidad termine por convertirse en una ‘nada electrónica’: «Estamos en el mercado global de la desaparición. Si de acuerdo con la antigua aserción de que ‘el arte es duradero y la vida corta’, la entrada de los trabajos actuales en el mercado han destruido la noción de duración, así como su otra cualidad tangible: la rareza». Pero aquí también cobra una especial relevancia la idea de que el cineasta hace del «…documental el lugar de una toma de conciencia del mundo, de sus múltiples niveles de realidad» (Breschand, 2004, p. 17). La realidad existe en tanto huella, en tanto se acumulen y organicen temporalmente los registros que sobre ella se tengan, sean químicos, digitales o recuerdos físicos-mentales (Sánchez, 2012, p. 37).
Asimismo, el documental, después de todo, funciona gracias a su capacidad para organizar una historia de tal modo que sea a la vez informativa y entretenida. «Y el formato interactivo, siguiendo la tradición, debe intentar ofrecer experiencias similares que mezclen de manera eficiente y atractiva una propuesta lúdica» (Gifreu, 2010, p. 105). En un momento en el que el productor y receptor de contenidos audiovisuales se mezclan, «llegando incluso a confundirse, los viejos preceptos en torno a lo que es el cine [documental] deben ser reformulados y atender al nuevo panorama de creación» (Gallego y Martínez, 2013, p. 33).
Finalmente, es importante abrir otro frente en esta argumentación, puede que con un carácter más constructivo: Internet no es solo el espacio de innovación donde encontramos y cocinamos lo nuevo. Internet es también el lugar donde lo viejo, aquello que tuvo su recorrido en las pantallas de cine y televisión, disfruta de una segunda existencia. Encontramos las nuevas propuestas y aquellas para las que los viejos canales de distribución ya no tienen cabida. Esta extensión de la memoria audiovisual hace posibles sinergias de colaboración que, de otro modo, hubiera sido imposible explorar. La capacidad de compartir de la Red es, con toda probabilidad, una de sus características más definitorias en el proceso de cambio de los documentales. «El surgimiento de plataformas de difusión a través de la Red favorece el acceso por parte de los autores a otras influencias y obras creadas en zonas remotas, cuyo visionado estaba restringido anteriormente a los pases en festivales especializados o en ciclos promovidos por filmotecas u otros organismos culturales. Del mismo modo, la propia Red favorece la circulación, de manera libre y fuera de los filtros impuestos por el tradicional engranaje de la industria, de las obras propias de los autores mediante el uso de nuevas plataformas[5] de difusión» (Gallego y Martínez, 2013, p. 27).
Aquella ‘práctica democrática del documental’ que reivindicara J.-L. Comolli en territorio televisivo podría gozar hoy de una nueva inscripción: «’El hombre de la cámara’ debe entenderse desde ahora como hombre-a-uno-y-otro-lado-de-la-cámara […] Todo esto: máquina más liviana, menos rígida, menos técnica, menos costosa, más fácil de manipular, de transportar, de financiar, se traduce en una subversión de las maneras de hacer instituidas mediante el desborde de los monopolios de producción. […] Los kinoks de Dziga Vertov han tomado definitivamente el poder» (2007, p. 260).
Bibliografía
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Artículo extraído del nº 96 de la revista en papel Telos
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