E
Enfrentarse al doble mundo contemporáneo


Por Pierre Musso

La noción de ‘territorio digital' ha tenido un gran éxito debido a sus polisemias y sus ambigüedades, pero esconde múltiples cambios políticos. Es necesario volver a pensar ese doble mundo dual al que nos enfrentamos y sus inéditos retos en materia de investigación y de desarrollo.

La noción de ‘territorio digital’ marca la extensión al territorio de un adjetivo (digital) ya aplicado al hombre, calificado de digital por Nicholas Negroponte (Negroponte, 1995), a la ciudad por Bill Mitchell (Mitchell, 1996), al mundo, a los objetos, al medio ambiente, al desarrollo con la ‘brecha digital’, a la identidad misma, etc. Si esta extensión del concepto genera dudas sobre su consistencia, conlleva por sí misma una tecnologización del objeto del que se apodera.

La fórmula ‘territorio digital’ significa, en primer lugar, que el territorio está siendo -y debería ser- tecnologizado, es decir, transformado en bits de informaciones; y por esta razón licuado, es decir, liquidado. Esta afirmación tecnicista es la que legitima la ficción de un espacio definido como una extensión o un espacio liberado de las exigencias físicas e institucionales de la territorialidad. En segundo término, la noción de ‘territorio digital’ evoca la superposición de redes técnicas sobre el territorio, redes que lo anamorfosean.

En el primer caso, se trata de disolver el territorio gracias a la técnica, de ‘desterritorializarlo’, en el sentido en que estaría deslocalizado en lo informacional y lo virtual; en el segundo término, se trata de enriquecer y de aumentar el territorio gracias o con ayuda de las redes técnicas y de los instrumentos ‘logiciales’ (logicials). Disolver o enriquecer el territorio, sus instituciones y sus agentes: esta es en resumen la distinción para evitar las fugas hacia delante de la cibercultura y de la ciencia-ficción. De esta forma disponemos de dos visiones posibles de la extraña noción de ‘territorios digitales’: la que sustituye a los territorios por las redes técnicas y la que hace coexistir territorios mezclados-físico/virtual.

Pero ninguna de estas dos lecturas es la que se hace normalmente en las políticas públicas que usan y abusan de tal terminología. La supresión del territorio es impensable, porque es el pedestal del poder, de la misma manera que la coexistencia, véase la concurrencia, entre dos territorios… por mucho que Second Life intrigó y obligó a que los actores públicos se interesaran por él e incluso a instalarse en él. Por el contrario, lo que se considera como esencial -constitutivo de un ‘territorio digital- son las redes, especialmente las de Banda Ancha, superpuestas al territorio físico, y los servicios asociados.

El territorio físico en principio se plantea en las políticas públicas como un territorio equipado por redes teleinformáticas, por analogía con las redes de transporte que unen el conjunto de un territorio. La idea de territorio digital está asociada a menudo a la de ‘brecha digital’, porque el verdadero reto político sería el de la ‘cobertura’ homogénea de un territorio por las redes técnicas. Estas son consideradas indispensables para modernizar un territorio y reforzar su atractivo, con la misma fuerza de las carreteras o los ferrocarriles al comienzo de la revolución industrial, porque tendrían ‘efectos estructurantes’.

Aplicar a los sistemas de información o al cloud computing tal visión de los territorios digitales corre el riesgo de hacerse demasiado simplista. Para deconstruir el concepto de territorio digital, es necesario comenzar por examinar su genealogía, de forma que ponga en evidencia su ambigüedad. Más adelante mostraremos que la ambigüedad de la noción enmascara la tecnologización de las políticas públicas, y que la ideología del ciberespacio impide pensar su complejidad, que se construye como un ‘segundo mundo’ que aumenta y amplía el mundo físico.

Crítica de la noción de ‘territorio digital’

Este concepto apareció al final de la década de 1990, en el momento crucial del milenio, justo cuando se multiplicaban las tecnoutopías (por ejemplo, el bug del año 2000) y cuando triunfaban las promesas de la ‘nueva economía’ bajo la influencia de tres factores mayores.

El primero fue la desreglamentación del sector de las telecomunicaciones que puso fin a los monopolios públicos nacionales en la mayor parte de los países en que existían, especialmente en Europa, y a las lógicas asociadas de igualdad de acceso de los consumidores a los servicios y a las redes, cualquiera que fuera su localización, transformando al mismo tiempo una dimensión del servicio público que incluía el desarrollo equilibrado del territorio. A partir de 1998, la liberalización de las telecomunicaciones en Europa trastorna las cartas de todos los actores, porque provoca un desenganche progresivo del Estado-nación que implica un proceso multiforme de auto-neutralización, es decir de transferencia de sus responsabilidades en tres direcciones: a autoridades de regulación independientes, al mercado por el apoyo a la competencia y a las autoridades comunitarias, es decir, cuando se trata de un Estado centralizado como ocurre en Francia, hacia las colectividades locales.

El segundo factor, la transferencia creciente de la regulación de Bruselas que interviene a través de ‘paquetes’ legislativos, paralelamente al papel adecentado de las colectividades locales en el sector de la comunicación, o sea en las telecomunicaciones. En Francia, por ejemplo, hasta comienzos de la década de 1980, las colectividades territoriales habían intervenido poco en el sector de las telecomunicaciones, incluso cuando el Estado había intentado enrolarlas y solicitarlas financieramente para participar en el desarrollo de la red de telefonía fija, aunque siempre manteniendo a los cargos locales bajo tutela. El ascenso de los grandes cargos políticos ‘comunicadores’ a escala local y la extensión de la desregulación a escala europea y mundial bloquean así en tenaza al Estado-nación.

El tercer factor explicativo del éxito de la noción de ‘territorio digital’ es la transformación de las políticas de desarrollo del territorio que, en el espacio de una decena de años, pasan de una lógica de igualdad a una de equidad, después de atracción y, finalmente, de ‘competitividad’ de los territorios. Desde 1999, el Esquema de Desarrollo del Espacio Comunitario (EDEC) adoptado en Postdam introduce una nueva definición del desarrollo del territorio, que busca combinarlo con la administración y la gestión de los territorios, multiplicando los objetivos de cohesión social, de competitividad económica y de desarrollo duradero. Desde entonces, las políticas nacionales de desarrollo siguen, cada vez más, lógicas económicas de la gestión territorial en el marco de una concurrencia internacional, con el fin de preservar o atraer empresas, competencias y empleos. El territorio es considerado casi como un factor de producción, porque constituye un ecosistema más o menos favorable al desarrollo de las empresas y de las canteras de empleo.

Desafíos contradictorios

Estas políticas públicas nacionales o europeas tienen una doble consecuencia. Primero, el desarrollo o arreglo de los territorios ha sido asociado a un ‘desafío digital’, por glosar el título de una obra de la Asociación de las Regiones de Francia. El porvenir territorial sería digital o no sería en absoluto. Al referirse al equipamiento técnico de los territorios, se trata de renovar la acción pública a través de las tecnologías, como lo subraya el diputado socialista francés Christian Paul, cuando escribe: «El reto no se resume en poner más digital en las políticas, sino más bien en reinventar la acción pública […] el desafío es en suma el de concebir de forma diferente nuestras políticas» (Paul, 2007, p. 8). Más que el territorio es la acción pública territorial la que es invitada a tecnologizarse para renovarse.

Además, del conjunto de estos dispositivos, resulta una acción pública esquizofrénica, que intenta conciliar o combinar dos aproximaciones diferentes al papel del poder público: por una parte, asegurar la igualdad y por tanto el aprovisionamiento de servicios de Banda Ancha para todos; y por otra parte, desarrollar la concurrencia entre los territorios. Así, la autoridad de regulación francesa ARCEP afirma que es preciso «conciliar el desarrollo de los territorios con la competencia».

De esta forma, el Estado se encuentra dividido entre las exigencias que él mismo ha fijado: de una parte, la liberalización completa del sector de las telecomunicaciones y de otra, su papel de accionista de referencia del operador histórico nacional; entre su papel de garante de la competencia de mercado y su apoyo a una política industrial y de Investigación y Desarrollo. Está, finalmente, fragmentado entre su falta de compromiso financiero y su intervención obligada para sostener las zonas abandonadas del territorio nacional.

La temática del ‘territorio digital’ es pues mucho más amplia que la pregunta aparente del desarrollo de las redes de comunicaciones sobre un territorio. Se trata a la vez de cubrir la dimisión del Estado de un sector estratégico, de manejar una acción pública paradójica y de renovar las políticas territoriales.

Una noción que enmascara la tecnologización de la política

El empleo de la ambigua noción de ‘territorio digital’ no se dirige solo a tecnologizar a un territorio, es decir a superponer nuevas redes técnicas sobre el territorio. Los caminos, la electricidad, los transportes, luego las comunicaciones, han constituido otras tantas ‘redes técnicas territoriales’ que acompañaron a cada etapa de la industrialización. Por el contrario, en adelante se trata de una verdadera tecnologización de las políticas territoriales.

Con motivo de la digitalización, se desarrolla un discurso de poder productor de una ideología movilizadora, construida en nombre de la ‘eficacia’ y a partir del paradigma técnico, sobre todo neo-cibernético. Como destaca Pierre Legendre, el Management, dogma universal de la efficiency, «es la versión tecnológica de lo Político» (Legendre y VillEurope, 1993, p. 40). Porque el reto es claramente definir el territorio digital como un territorio ‘competitivo’ en el sentido empresaria del término: el territorio tecnologizado es sinónimo de innovación y de modernidad, que remite en suma al modelo de ‘empresa competitiva’. El futuro, la modernidad, el progreso, el desarrollo o la innovación son identificados y reducidos a lo ‘digital’, instituido como un verdadero mito racional indiscutible impuesto a los políticos. El término ‘digital’ está saturado de connotaciones positivas de orden tecnológico, económico, empresarial, social. El sustantivo ‘digital’ deificado permite circular de un signo a otro y colmar las brechas de los políticos en cuanto a déficit político y de proyectos movilizadores.

El ‘territorio digital’ se convierte en el nuevo emblema de las políticas públicas territoriales. Es convertido en imágenes, es decir, teatralizado y dramatizado bajo la forma de ‘fracturas digitales’ para movilizar a los agentes con la finalidad de llenar los desfallecimientos del Estado y del mercado, en nombre de una exigencia tecno-industrial.

Dos tipos de redes técnicas territoriales: las RAPT y las RET

El concepto de territorio que emergió en el siglo XVII es rico en diversas capas superpuestas de representaciones sociales de los actores y de las instituciones. Los cuerpos de ingenieros civiles y militares han geometrizado, cartografiado y transformado el territorio de las redes. Desde los siglos XVII y XVIII, la racionalización del territorio por la ingeniería adopta dos formas principales: la de los ingenieros geógrafos concebida como un espacio que hay que arreglar con redes que mejoren la circulación (carreteras, canales) y la de los ingenieros militares como un espacio a defender, también en este caso por una ciencia de las redes, la poliorcética, de la que Vauban (1633-1707) constituye una gran figura simbólica. Con la Revolución Industrial, el territorio es reticulado y tramado por redes artificiales, entre ellas los ferrocarriles, la electricidad, el telégrafo o las redes de energía. Los industriales y los ingenieros violentan y arreglan el territorio al tecnificarlo cada vez más. Pero con la multiplicación de las redes de telecomunicaciones, de tele-informática y de Internet, resurge el problema.

Para poder medir todo su alcance, es preciso partir de una distinción establecida por Jacques Lévy y su equipo de VillEurope, entre las Réseaux à Agencement Partiellement Topographiques (RAPT) (Redes de Disposición Parcialmente Topográficas) y las Réseaux Exclusivement Topologiques (RET), (Redes Exclusivamente Topológicas’) (Lévy, 2002). En las RAPT que polarizan y fluidifican los territorios, la distancia física sigue siendo esencial, aunque el tiempo y el coste sean importantes: como las redes aéreas, marítimas o de carreteras para las cuales las cuatro dimensiones de la distancia o del tiempo resultan esenciales. Con las RAPT, el espacio-tiempo se contrae y los territorios son rearticulados.

En cuanto a las RTE, es decir, a las redes de telecomunicaciones y teleinformáticas, la distancia es despreciable. Estas redes son abiertas, sin fronteras claras e incluyen potencialmente a todo el planeta. Aunque se superpongan a los territorios, no se confunden con ellos: por ejemplo, para establecer rápidamente un enlace entre dos puntos situados a centenares de kilómetros, por medio de satélites que pueden transmitir una comunicación haciéndola recorrer 72.000 kilómetros. Lo único que cuenta en ese caso es la aglomeración, es decir, la saturación de la Red y la existencia de lazos entre los nudos de la conmutación.

Las RET suscitan nuevos interrogantes, porque no solo son redes técnicas que hacen circular la información a gran distancia y a gran velocidad. Las RET, como las RAPT, no suplantan al territorio en absoluto, sino que se enlazan con él para ‘aumentarlo’ -en el sentido de que se habla de ‘realidad aumentada’- para enriquecerlo y amplificar las acciones y los encuentros entre agentes. En este sentido, el RET forma un ‘hiperterritorio’, un doble del territorio que permite aumentar todas las capacidades de acción y de intercambios. Con el ciberespacio entendido en sentido amplio como el conjunto de los sistemas de información planetarios, entre ellos Internet y el espacio público, se forma un segundo mundo paralelo articulado con el territorio y muy diferente de él, porque obedece a una lógica distinta. En el espacio, el encuentro de los dos mundos no se opera más que de forma puntual en ciertos puntos de conmutación, cuando el site y el lugar se superponen; por ejemplo, en la representación de una ciudad y de su sitio web. Pero el site no da más que una imagen parcial del lugar y una herramienta de acceso a ciertos servicios que se encuentran localizados allí. Por el contrario, en el tiempo, vamos y venimos cada día y durante intervalos cada vez más largos, entre nuestro mundo cotidiano y el ciberespacio.

Las representaciones colectivas de los espacios que forman territorios se ven cada vez más embrolladas e incluso desestabilizadas por el ciberespacio, que puede actuar como sobreimpresión de los mismos referentes. Habitamos (y habitaremos cada vez más) en dos mundos (llamados real/virtual) de los que el segundo es muy mal conocido y aún está débilmente representado, por ejemplo, con Second Life. Las RET empujan a un cambio de paradigma, tanto más por cuanto son ordenadores o ‘pequeñas pantallas’ (las de los teléfonos móviles) las que comunican entre ellos, pero que pronto se operarán múltiples intercambios informacionales entre todo tipo de objetos con el ‘Internet de los objetos’. Anticipar esta evolución no significa en absoluto sumergirse en la ciencia-ficción, aunque esta última haya sabido imaginar y poner en escena el ciberespacio.

Este ciberespacio del que Internet no es más que una dimensión, su territorio público, está formado por múltiples sistemas de información a escala mundial: las redes teleinformáticas de las empresas, las redes especializadas e incluso las redes de telecomunicaciones internacionales forman parte de la vida cotidiana en el trabajo, en el comercio y en las organizaciones. Y el hecho de que habitemos, intercambiemos y trabajemos cada vez más en dos mundos obliga a pensar y a representar el ciberespacio. Es posible y necesario caracterizarlo, definir sus atributos, cartografiarlo, averiguar su lógica, incluso definir su gramática.

La ideología en el ciberespacio: ¿Un espacio líquido?

El ciberespacio ofrece la imagen de una red universal que conecta a todos los cerebros individuales articulados a escala planetaria y que constituye, según sus ideólogos, una especie de ‘cerebro planetario’, como lo denomina Joel de Rosnay, inventor de una ‘inteligencia colectiva’ según la fórmula de Pierre Lévy. En su origen, se trata de una tecno-utopía construida por Joseph Licklider, psicosociólogo que trabajaba con los ingenieros del MIT, en un artículo de 1960, La simbiosis del hombre y de la máquina. Licklider continúa de forma diferente el trabajo de la cibernética y de John von Neumann, pero soñaba menos con una máquina que duplicara el cerebro que con interconectar cerebro y máquina informática: «Nuestra esperanza es que dentro de un cierto número de años, el cerebro y el ordenador sea acoplados estrechamente». Por ello contempla la creación de una red informática para el intercambio entre hombres y ordenadores.

Una tecno-utopía que hizo del ciberespacio el espacio en que cerebros y ordenadores se articulan entre sí. Tal encadenamiento de metáforas provoca una doble identificación: el cerebro es un ordenador y dispone como este de una estructura reticular soporte de la actividad intelectual. El silogismo fundador de la tecno-utopía ciberespacial, por tanto, afirma:
1) El cerebro funciona como un ordenador y, recíprocamente, el ordenador funciona (y ‘piensa’) como un cerebro.
2) Con Internet, se desarrolla un cerebro de red mundial por conexión de ordenadores que son sus componentes.
3) En consecuencia, es posible conectar los cerebros humanos y los ordenadores entre sí, gracias a hiper-redes vinculadas a escala planetaria. Así se podrían conseguir una hibridación hombre-máquina y una ‘inteligencia colectiva’ en y por el ciberespacio.

Una vez fijadas estas premisas, el ciberespacio produce todos los efectos bienhechores que sus turiferarios no cesan de prometer. La principal virtud del ciberespacio consistiría en disolver todo lo que molesta comenzando por el territorio físico, pero también por las instituciones, especialmente el Estado, y el cuerpo físico, a favor de una ascesis cuasi-religiosa en los mundos virtuales. La instauración del ciberespacio como espacio ilimitado de las redes informacionales permite circular fuera de toda limitación, en un espacio puro, etéreo y virtual. Por un ejercicio de exorcismo, todo se hace posible en este espacio conceptual-ideal, una vez olvidado el territorio.

De esta forma, Jeremy Rifkin puede afirmar que «el paso del territorio al ciberespacio constituye una de las grandes conmociones de la organización humana», para llegar a evocar incluso «la migración de los territorios del ciberespacio» (2000, pp. 27-43). Porque en el ciberespacio, las fronteras se borran y el territorio físico desaparece… El cuerpo físico también se hace aquí superfluo, porque solo haría falta el cerebro para la aventura ciberespacial. En la ficción que William Gibson creó en su novela fundadora Neuromancien (Gibson, 1988), el término de ‘ciberespacio’ es una cuestión de ‘neuroconexión’. El héroe Case, pirata en fuga, se conecta con el ciberespacio por una interfaz neurológica, empalmando su sistema nervioso con la ‘matriz’, una realidad virtual global en la que las informaciones son almacenadas bajo forma de ilusiones tangibles. Case ha vivido ‘para la exultación desencarnada del ciberespacio’, articulado sobre una platina del ciberespacio hogar, que proyectaba su conciencia desencarnada en el seno de la alucinación consensual que constituía la matriz’. Dicho de otra forma, Case ha vivido la experiencia de la desencarnación -‘el cuerpo era carne’- y ha podido abandonar su cuerpo para atravesar el más allá ciberespacial, guiado por el fantasma de un pirata informático fallecido, sintetizado por ordenador. En Gibson, el cerebro y el sistema nervioso de Case están conectados a la red electrónica, al ciberespacio.

En el inter-mundo ciberespacial se confunden en una sola palabra comodín y en seres híbridos que aparentan ficciones técnicas, los cuerpos tecnificados y las técnicas naturalizadas. ¿Qué es lo que hace esa unidad del ciberespacio si no es la idea de ‘interconexión’ referida a las redes de comunicación, como indica la definición de Joël de Rosnay, «el ciberespacio es un espacio-tiempo electrónico creado por las redes de comunicación y las interconexiones entre ordenadores multimedia?» (1995, p. 334). Espacio de redes de máquinas y orgánicas interrelacionadas hasta el infinito, sin fronteras: ese es el ciberespacio.

En el ciberespacio, el territorio rugoso y resistente desaparece; no subsiste más que un espacio liso, fluido, hecho para la circulación, un espacio de redes informacionales y de lazos, sin memoria, ni lugares. Este espacio de redes en extensión es híbrido, mitad humano, mitad máquina. Enlaza indistintamente hombres y máquinas y, al mismo tiempo, confunde lo técnico y biológico. El ciberespacio es un ser híbrido, pero ‘vivo’. De esta forma, el filósofo posmoderno Manuel de Landa escribe: «Pasado un cierto umbral de conectividad, la membrana de la que las redes informáticas cubren el planeta comienza a ‘cobrar vida’» (citado en Dery, 1997, p. 55). Por su parte, Pierre Lévy declara que «Ocurre con el ciberespacio como con los sistemas ecológicos […] es un ordenador cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna, un ordenador hipertextual, disperso, vivo, pululante, inacabado: el ciberespacio mismo» (1997, pp. 131 y 52).

Derrick de Kerckhove celebra asimismo «la inteligencia de las redes [y ve en la] ‘webitud’ o lazo mental entre la gente […] la esencia de toda red [porque Internet] da acceso a un entorno vivo, cuasi orgánico de millones de inteligencias humanas» (2000, p. 18). Una visión biotecnológica que confunde redes técnicas y biológicas, es explícitamente reivindicada por De Kerckhove, «La continuidad entre estos dos dominios, lo tecnológico y lo biológico, es establecida por el hecho de que hay electricidad tanto en el interior como en el exterior del cuerpo». El autor ofrece una clave de descodificación cuando escribe: «Uno de los principales efectos de la digitalización es hacer ‘líquido’ todo lo que es sólido» (Ibídem, p. 196). En efecto, la digitalización en bits de información permite atomizar lo real y transformarlo en un fluido que circula por las redes. La última etapa de esta fluidificación es, según De Kerckhove, la transmutación de estos bits en pensamiento: «Esta flexibilidad hace que la materia, en otro tiempo percibida como constituida por sustancias mutuamente heterogéneas e impenetrables, parece tan fluida hoy como el pensamiento mismo […] Los espíritus de la Red se conectan y se comportan como cristal líquido en formaciones estables pero fluidas» (Ib., p. 205). Más allá del ‘hombre digital’, lo que se opera es la ‘digitalización de los cuerpos’, es decir, como subrayó Yves Stourdzé, ‘la exterminación corporal’ (1999, p. 142). La ciberlicuefacción conduce a la liquidación corporal pura y simple.

El ciberespacio es así un potente disolvente simbólico, porque elimina todo lo que resiste: el territorio, el cuerpo, pero también la política y el Estado. Gracias a las redes, la democracia será electrónica y ‘la política desaparecerá’, como pudo anunciar Jacques Attali. La fluidificación generalizada operada por el ciberespacio permite evacuar la política y su forma de Estado-nación. Por su parte, Manuel Castells declara que «las redes destruyen el control estatal sobre la sociedad y sobre la economía. Lo que se ha terminado en la etapa actual es el Estado soberano y nacional» (1998, Diálogo con Jacques Attali en el suplemento de Liberation del 12 de Junio).

Ya François Lyotard había anunciado en 1979 que «el Estado comenzará a aparecer como un factor de opacidad y de ‘ruido’ para una ideología de la ‘transparencia comunicacional’» (1979, pp. 15-16). Esta visión anti-estatal, liberal-libertaria, constitutiva de la ideología de Internet, afirma que la Red sería ‘por esencia’ anti-jerárquica, sinónimo de auto-organización y de igualdad. Es por ello que el internauta está supuestamente obligado a llevar a cabo un combate por la libertad contra todos los organismos de regulación, contra los operadores dominantes (Microsoft o el FBI por ejemplo), por la igualdad, contra todas las jerarquías piramidales, comenzando por las de los Estados, y por la fraternidad mundial de las ‘comunidades virtuales’.

La utopía reticular

Libertad, igualdad y fraternidad: la utopía social de los años 89 (1789/1989) se realizaría al fin, gracias a la utopía técnica reticular. «El ciberespacio puede aparecer como una especie de materialización técnica de los ideales modernos», escribe Pierre Lévy (1997, p. 302). Ciertos evangelistas del New Age encontraron en la red las mismas virtudes: para Marilyn Ferguson, la red es «el antídoto de la alienación. Engendra suficiente poder como para rehacer la sociedad» (1981, p. 163). Los cibermilitantes Julian Assange o Edward Snowden aparecen así como los nuevos tecno-héroes de este combate llevado a cabo en el ciberespacio.

Si Internet fluidifica lo social, el territorio y los cuerpos, por digitalización generalizada en el ciberespacio, recompone también los lazos en una sociedad estallada que pone ‘en red’ según Manuel Castells. La tecno-devoción toma así formas más racionales, pero siempre adosadas al fetichismo de Internet, anunciador de una revolución social. Digitalización y estallido son las condiciones previas para la intervención de la prótesis reticular que vuelve a tejer lazos ‘espirituales’ en el ciberespacio y ‘materiales’ en la ‘sociedad en red’.

En Castells se trata menos de fluidificar la sociedad y el territorio que de incidir en la cibercultura, que sigue siendo sin embargo una referencia en su demostración; se trata de pensar el cambio social, de anunciar la transición entre una sociedad en crisis, el ‘capitalismo financiero’, y una nueva sociedad, el ‘capitalismo informacional’ en red. La cibercultura es por otra parte reivindicada por Castells como la cultura adecuada a la organización de la empresa en red, pivote de este nuevo capitalismo: «Existe un código cultural común a las diversas operaciones de la empresa en red […] Es una cultura virtual de múltiples facetas, a imagen de las experiencias visuales que crean los ordenadores en el cibermundo al reacomodar la realidad […] No es una ilusión, es una fuerza material» (1998, p. 237).

Pensar la complejidad del ciberespacio que aumenta el ‘territorio físico’

Los internautas se familiarizan con la coexistencia de los dos mundos, es decir, de los dos territorios: el territorio físico donde la movilidad y la velocidad de los desplazamientos no cesan de crecer (con la velocidad muy fuerte) y el ciberespacio en el que reina la cuasi inmediatez de los intercambios de información. Esa movilidad se efectúa sobre y entre los diversos territorios. Al esfumarse las fronteras, se puede hablar como lo hace Martin Varnier de ‘interterritorialidades’ multiformes para caracterizar esta circulación cotidiana en el milhojas de los territorios al que el ciberespacio añade una dimensión suplementaria (Varnier, 2008). El desarrollo de las actividades sobre Internet suscita nuevas actividades y oportunidades sobre el territorio.

El cibermundo se instala bajo diversas formas. Una de las más mediatizadas fue Second Life, universo virtual creado en 2003; después, el sistema de geolocalización de Google (Google Map y Google Earth, Google Street View), aparecido en 2005, no ha cesado de desarrollarse en aplicaciones sobre smartphones.

Los paseos virtuales por las ciudades del mundo se convierten en un reto estratégico, porque se vinculan a su desarrollo turístico y comercial. Así, las representaciones de las ciudades y los territorios se duplican. Territorios físicos y virtuales cohabitan en un mundo contemporáneo dual. Aparece un cambio de paradigma que es necesario analizar y comprender para habitar en este doble mundo. ¿Cuáles son las transferencias o las creaciones de actividad que se están operando en el ciberespacio? Recíprocamente, ¿qué aporta el ciberespacio a los territorios físicos? ¿Es posible producir representaciones, es decir, cartografías del ciberespacio? ¿Cuáles son los lugares o los territorios valorizados en el ciberespacio?

La doxa tecnicista ofrece inmediatamente respuestas simplistas a cuestiones complejas. El déficit de análisis es satisfecho por discursos recurrentes sobre las promesas tecnológicas y algunas ensoñaciones sobre la desmaterialización de los territorios, la sustitución del territorio por el ciberterritorio, es decir, por la desaparición del territorio físico en beneficio del territorio virtual, como anunció Rifkin. Pero, en contra de estos discursos, se observa un reforzamiento de las polarizaciones y de los flujos ligados a la multiplicación de las redes técnicas: ¿Son idénticos estos fenómenos sobre el territorio y en el ciberespacio?

Para evitar los simplismos de la sustitución o la supresión del territorio, hay que avanzar la hipótesis de un territorio desdoblado, de un doble mundo, es decir de dos territorios articulados y diferentes: uno, en el que la distancia física es determinante; otro, en el que las distancias son simbólicas y culturales. El desafío consiste entonces en pensar la articulación de estos territorios de diferente métrica.

Actuar simultáneamente en dos mundos

Las redes de telecomunicación permiten una contracción del espacio-tiempo, modificando la percepción de las distancias y relaciones cuasi instantáneas entre agentes, mientras que los encuentros físicos siguen estando constreñidos por el tiempo de los desplazamientos. El ciberespacio ofrece una desincronización espacio-temporal que conduce a la coexistencia entre dos territorios yuxtapuestos. Las redes de información tienen dos propiedades particulares: el carácter ‘inmaterial’ de lo que transmiten y la indiferencia ante la distancia. Existen pues dos dificultades para aprehender el ciberespacio y por tanto deben ser pensadas dos oposiciones: una entre lo informacional y lo físico, otra entre lo que está situado ‘en cualquier lugar’ y en ‘cualquier tiempo’ (‘anywere-anytime‘, según el eslogan publicitario de los operadores de telecomunicaciones). Por tanto, los flujos de información tienen como característica fundamental el estar repartidos y ser ubicuos. Se puede afirmar que existe una ubicuidad absoluta en el ciberespacio.

Esto implica que manejamos simultáneamente dos lógicas: la del territorio hecha de ‘mallas y de enrejados’, según la fórmula del geógrafo Roger Brunet, y la del ciberespacio de ubicuidad lógica absoluta. Para aprehender este fenómeno, conviene al mismo tiempo descifrar las ‘tecnologías del espíritu’ en marcha y las lógicas de las ‘comunidades inmateriales’, según apelación de Jacques Lévy, que se forman en ellas y llegan a ser agentes mayores del segundo mundo, espacialmente con la Web 2.0, las redes sociales o las wikis. Lo común al territorio y al ciberespacio es la construcción conjunta de representaciones sociales. Pero en un caso, se inscriben en un lugar de proyección dominante y, en el otro, se constituyen en un espacio mundial abstracto, fluido, inestable y no localizado.

Un universo de confrontación de las representaciones

El ciberespacio no es solamente un espacio de información, sino que se ha convertido en un espacio multiforme de acciones y de encuentros. En el ciberespacio, se intercambian representaciones sociales, se confrontan ‘planos mentales’ de los agentes, se instituyen jerarquías y conflictos de imágenes y de representaciones. En este segundo mundo se ordenan los puntos de vista de los agentes sociales, proyectos de acción, concepciones del mundo, imaginarios y valores; ahí se encuentran, colaboran o se enfrentan. Es un espacio rico en acciones, en simulaciones y en reparto de representaciones entre ‘comunidades’ de intereses o de afinidades a su vez plurales y desterritorializadas, es decir, planetarias.

El ciberespacio es un espacio de tele-acciones, y de tele-encuentros, desterritorializado en el sentido de que solo se mantienen las representaciones y los imaginarios de los actores. El ciberespacio obedece así a una socio-lógica en el sentido fuerte del término, con jerarquías establecidas sobre la reputación y la imagen, como en el mundo financiero. El indicador de autoridad es la credibilidad y la verosimilitud, mientras que en el territorio físico es la autoridad político-administrativa la que se supone que afirma la verdad y el derecho.

Pensar el ciberterritorio obliga a pasar de la topografía a la topología de las representaciones sociales de los agentes. Es necesaria una perspectiva socio-cognitiva para analizar distancias que en el ciberespacio no son ya físicas, sino sociales, simbólicas y mentales: es lo que da el valor de un blog o de un sitio web.

Si el ciberespacio obedece a una lógica diferente que la del territorio, ¿no es preciso construir una hipermétrica de cinco dimensiones para caracterizarla? A las cuatro dimensiones del espacio y del tiempo modificadas, ¿no haría falta añadir una quinta dimensión, es decir la del punto de vista de los agentes? De hecho, el lugar de polarización en el ciberespacio corresponde a un actor y a su representación (tanto a su avatar como a su plano mental). En el ciberespacio, la cuestión esencial es saber cuáles son los ‘referenciales’, cuáles son los ‘seres representados’, cuáles son los criterios de elección de los objetos y de los seres, cómo se definen los atributos en función de sus proyectos y de sus actividades, y cómo son identificados.

El hecho de manejar imágenes es una señal de que nos faltan aun las herramientas conceptuales y las palabras incluso para pensar el ciberespacio. Conviene ‘desterritorializar’ mentalmente el ciberespacio, para aprehender la lógica a-territorial de este extraño espacio en el que las relaciones entre agentes son estructurantes. Una pista podría venir de interpretar el ciberespacio con los instrumentos proporcionados por Leibniz en su Monadología. Allí definió un universo abstracto que obedece a una lógica multinacional y a un orden multilineal en red, universo en el que cada mónada expresa un punto de vista sobre el mundo y en donde no existen más que dos tipos de relaciones entre las mónadas elementales, de comparatio o de conexio (comparación y conexión).

Otra cuestión es saber cómo orientarse en el ciberespacio. ¿Cuáles son ‘los enchufes’ en este mundo hecho solo de representaciones sociales, de proyectos, de imaginarios, de valores? Si el segundo mundo obedece a una lógica viral de diseminación y de proliferación, de conexión y de comparación entre puntos de vista de los actores, ¿dónde están las señales, dónde las referencias? ¿Cómo orientarse, con qué criterios y con qué planos? Ciertamente, los motores de búsqueda y los ‘agentes inteligentes’ constituyen otras tantas balizas lógicas para ayudar a esta orientación. Pero ¿dónde están las fronteras del ciberespacio? Existen, ciertamente; son los valores culturales que hacen de fronteras, pero son vaporosas porque son simbólicas. Dicho de otra forma, lo que orienta en el ciberterritorio es el sentido (la significación y los signos). ¿Pero más allá de las polarizaciones y de los flujos que se pueden ‘cartografiar’? ¿Cómo manejar y representar ‘planos estratégicos’ y arquitecturas conceptuales? Otras tantas cuestiones que subrayan cómo el verdadero reto de los territorios digitales debe ser reformulado.

Conclusiones

El ciberespacio ‘aumenta’ y amplía todas las actividades y los encuentros. No los suplanta en absoluto, sino que crea oportunidades: el smartphone y las redes sociales ofrecen permanentemente conmutación social, cultural o económica, creadora de acontecimientos o de encuentros.

Tratar los ‘territorios digitales’ según la lógica reticular de los transportes y de las RAPT supone condenarse a reducir las redes de comunicación a tubos o a asimilarlos a los transportes (las famosas ‘autopistas de la información’, según el ex vicepresidente Al Gore). De hecho, sería saludable desplazar las preguntas: no concebir ya los territorios digitales considerados como espacios dotados de redes cada vez más high-tech y de mucho ancho de banda, sino comprender y desarrollar la gramática y las lógicas del único territorio realmente ‘digital’, el ciberespacio del que Internet es el componente más visible y los sistemas de información son el elemento más estratégico.

El desafío es la disposición de un ‘doble mundo contemporáneo’ que entrelace y articule territorios físicos localizados y diferenciados con un ciberespacio multiforme y planetario. Esta aproximación permitiría eliminar la ambigüedad intrínseca del ‘territorio digital’, distinguiendo lo que es constitutivo de un nuevo territorio, a saber la producción de tecnologías del espíritu y de planos mentales, de la simple extensión del discurso neo-managerial al territorio tecnologizado.

(Traducción: Laura de Miguel)

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Artículo extraído del nº 96 de la revista en papel Telos

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