España ha dado durante los últimos años pasos muy decisivos para aspirar a liderar el mercado global de medios de pago electrónicos, en torno al cual podría girar la banca comercial del futuro, dado el fuerte avance reciente y esperado en los países desarrollados de los nuevos pagos por móviles. Cuenta para ello con bazas muy sólidas, como sus empresas bancarias y de telecomunicaciones, el activo de la lengua y la cultura y cierto auge innovador y emprendedor. La principal amenaza para que aflore ese potencial son las regulaciones españolas y europeas, retroalimentadas por la extensión de la economía sumergida y que por ahora han frenado el desarrollo del negocio doméstico.
Serán enormes las oportunidades de ‘telecos’ ya globales, como Telefónica, o bancos como Santander (el mayor banco de la Eurozona), BBVA (entre las 200 mayores multinacionales globales) y La Caixa (actual líder del mercado doméstico de tarjetas, con una cuota del 22 por ciento). En ese horizonte resultan cada día más firmes empresarial y tecnológicamente las expectativas de convertir a Barcelona en polo mundial de los futuros pagos con móviles, alentadas por la última Cumbre que convocó allí al sector la pasada primavera y por el avance de la revolución tecnológica e innovadora en este frente de convergencia de sectores hasta ahora casi ajenos.
Una oportunidad de oro
El mundo emergente y subdesarrollado está menos bancarizado que el desarrollado. Las ‘telecos’ y otras Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) podrán ofrecer nuevos servicios y soluciones en países hasta ahora en muchos casos ajenos, aprovechando además que sus tecnologías ya permiten la desintermediación de los medios de pago: con el móvil ya no será necesario tener una cuenta bancaria para operar con tarjeta. De ahí que las operadoras de ‘telecos’ se disponen a competir con los ‘Googles’ y sus homólogas en todo el mundo.
Además de la creciente población de hispanos en EEUU, la Iberoamérica que comparte el español como segunda lengua más influyente en la economía mundial, así como el proceso de integración europea, serán variables destacadas en esa evolución. En el primer caso, las tasas de los pagos electrónicos han iniciado crecimientos que destacan entre los mayores del mundo y compiten con los asiáticos, de manera que en la próxima década podrán formar parte de esos dorados 30 billones de dólares (trillions americanos) en demanda de consumo esperada de los países emergentes: (nada menos que 30 veces el actual tamaño anual de la economía española). En el segundo, porque la inclusión digital y financiera que alentará esos procesos forma parte de las pocas políticas estratégicas de la Unión Europea, como anunció la Estrategia de Lisboa y confirman la actual Estrategia Europa 2020 y los programas marco de I+D europeos.
Descolgarse de tan grandes oportunidades y desafíos sería derrochar una histórica oportunidad de oro. El español empieza a ser reconocido como uno de nuestros principales activos con más perspectivas de desarrollo económico, como natural vehículo lingüístico de la actual economía de la información movida por el conocimiento, cada día más sobresaliente que la tradicional economía de la materia movida por la energía. No solo por el dinamismo de la demografía y sus efectos hasta en la política de los EEUU, sino también por el impulso de instituciones formales como la Real Academia Española (RAE), que ya cuenta con el economista especializado en TIC, José B. Terceiro.
Aprovecharlas, por el contrario, no solo resultará necesario, sino imprescindible para la economía española, cuya estructura es cada día más dependiente de la energía y la tecnología. Ahora que incluso ha terminado por anular su déficit por cuenta corriente y, por tanto, su casi crónica necesidad de importar capitales, sigue siendo la economía más dependiente del resto de la Unión Europea. Al mismo tiempo, es una las economías europeas que menos valor añadido aporta a sus exportaciones, por lo que necesita adecuados complementos a los incrementos de productividad y competitividad que han permitido ese superávit comercial, así como también nuevos empleos para los futuros avances en el mismo frente.
Todo ello abunda en la imperiosa necesidad de utilizar los activos empresariales y culturales para contribuir a la proyección global que ofrece la reciente integración de los mercados digitales con el desarrollo de los financieros. Esa tarea requiere tanto de infraestructuras como de instituciones adecuadas, entre ellas las que aportan las ideas, valores, normas u organizaciones políticas. Pero mientras las primeras está claro que nos llevan a crecientes y prósperas convergencias, las segundas cursan derroteros hacia las divergencias, sobre todo en la regulación económica.
Un gran sistema, infrautilizado
En el ámbito de los medios de pago, la reciente experiencia de la bajada regulada de las tasas de intercambio entre 2005 y 2010, ha sido negativa para la economía española e incluso para los principales agentes del negocio. Entre otras razones, porque esa intervención, revestida al final de un acuerdo entre las partes, como ni siquiera intentan los proyectos actuales de la Comisión Europea, solo tiene en cuenta uno de los costes de tales medios de pago: las compensaciones realizadas entre bancos emisores y adquirentes en virtud de su aportación al servicio. Pero excluye el mucho más amplio conjunto de gastos (comisiones bancarias de diverso tipo a consumidores y comerciantes, recargos, recompensas, tipos de interés, etc.), por lo que de poco sirve bajar unos costes si suben otros, sean estimados o no por el mercado o sus agentes, que a veces no aprecian los que proceden de externalidades económicas (tiempo, desplazamiento, otros costes ocultos, etc.). Pero sobre todo porque alentó, junto a la crisis iniciada en 2008, un nuevo auge de la economía sumergida, debida en parte al freno en el proceso de desplazamiento del dinero efectivo por el electrónico.
España tiene una de las mejores redes de Europa. Pero este capital físico está amenazado de manera creciente por su infrautilización. Los cajeros automáticos sumaban 56.258 al terminar 2012 y las terminales de punto de venta para el uso de tarjetas en los comercios totalizaban 1.502.144 al empezar este año, también en retroceso desde la profunda recesión de 2009. Pero, como acaba de publicar la prensa, el año pasado -por primera vez desde que empezó la crisis- cayó un 0,90 por ciento el volumen de operaciones con tarjetas en terminales puntos de venta (teníamos al iniciarse 2013 todavía 68,8 millones de tarjetas de débito y crédito), cuando en 2004 crecían a un ritmo anual del 17,06 por ciento. Mayor ha sido el descenso de las retiradas de efectivo en cajeros (2,88 por ciento), que en 2003 todavía crecían a ritmos anuales próximos al 11 por ciento.
Los consumidores españoles, al igual que los de muchos países iberoamericanos, muestran generalmente mayor preferencia por los pagos en efectivo que los europeos o norteamericanos. De ahí que España aparezca entre los países con menor uso de pagos electrónicos y con mayor economía sumergida, dos ratios que muestran una curiosa relación inversa o negativa en todos los países entre los 27 europeos, nada menos que de casi 0,8 puntos sobre 1.
Esto sucede por el cúmulo de errores a los que nos referíamos. Algunos se notan en la fragmentación de la necesaria unidad de los mercados nacionales y europeos por errores políticos. Por ejemplo, aquí, mientras el Ayuntamiento de Barcelona aprueba la tasa de cajeros al mismo tiempo que el uso del móvil gana a los cajeros en la realización de operaciones ya en algunas localidades, en Melilla, Economía baraja instalar cajeros para que los melillenses puedan realizar el pago telemático de facturas.
Igualmente, el Gobierno de Rajoy limitó el año pasado a solo 2.500 euros el uso de efectivo uno de los mayores topes europeos, pues hay otros países que acaban de situarlo en 1.000 euros, pese a ser España uno de los países con mayor economía sumergida de la Europa desarrollada. Pero aún mayores están siendo los errores del BCE y de la Comisión europea, y no solo por el reciente caso de Chipre, donde el corralito contra el dinero oculto de rusos y otros ha llevado a que los cajeros solo faciliten 100 euros al día, mientras se publica por ejemplo que ‘Un peligroso malware ruso llega a los cajeros de Estados Unidos’.
Mayores errores son que España siga siendo uno de los países europeos con mayor uso de efectivo y que la Eurozona en su conjunto duplique en esto a EEUU, cuando es sabido que los pagos electrónicos por su trazabilidad evitan algunos de los nefastos efectos de la economía sumergida, que allí es curiosamente la mitad que por estos lares del Atlántico. Sin contar lo que podría lograrse al reducir esa economía sumergida, solo el ahorro de costes por introducir medios electrónicos más baratos oscilaría entre los 20.000 y los 23.000 millones de euros, de ellos 3.000 millones para España, según el informe World Payments 2011.
Para controlar todo esto hace falta un enfoque integrador que supere la dinámica del conflicto y la sustituya por otra de cooperación entre todos los agentes involucrados, desde el comercio y los consumidores. Entre otras razones, porque hay que alejarse cuanto antes de los efectos y prácticas nocivos aplicados a los medios de pago tradicionales. Son mucho más productivos para el conjunto de la sociedad el carácter y efectos potenciales de las nuevas tecnologías de la información como las incorporadas en las tarjetas por su permanente innovación, en aras de su seguridad, comodidad y menores costes. Como las demás TIC, esas avanzan y se imponen con mayor celeridad cuando todos los agentes participantes en las mismas aprecian ventajas y optan por participar y cooperar en juegos de suma positiva, en vez de desplegar estrategias que llevan a juegos de suma cero o negativa.
Artículo extraído del nº 95 de la revista en papel Telos
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