¿La tecnología es la expresión de una cierta cultura o la cultura es transformada por los impactos y usos de las tecnologías? Supongamos ambas cosas. Admitamos que parece obvio qué significa ‘tecnologías de comunicación’, mientras resulta bastante más difuso qué significa ‘cultura’.
Las tecnologías están ahí y podemos observarlas, así como intentar detectar los modos múltiples en que han transformado la vida urbana en las últimas décadas. Aunque ellas hayan surgido en ciertas sociedades y culturas, se han expandido a los mundos más diversos que conforman nuestra contemporaneidad. En Robinson Crusoe ya tiene celular, Rosalía Winocour muestra cómo el uso del móvil ha cambiado nuestras interacciones urbanas, pero también que lo primero que buscan los inmigrantes africanos que llegan a Europa es un teléfono para avisar que están sanos y salvos. Esto antes de que las rebeliones en Egipto o las protestas de los indignados dieran cuenta, en configuraciones culturales disímiles, del papel que habían adquirido las redes sociales tecnológicas en su potencialidad política.
En algunos países, los Estados y Ministerios de Educación distribuyen computadoras en las escuelas. La institución alfabetizadora por excelencia tiene entonces Wi-Fi y sus alrededores pueden devenir entonces una suerte de plaza donde los jóvenes pasan on line horas del fin de semana. Una reconfiguración espacial, un cambio en el sentido de los lugares, otros usos de lo público. Mientras tanto, los jóvenes que aún no tuvieron la posibilidad de acceder a un aparato en sus casas, pasan en las más pequeñas y aisladas ciudades buena parte del tiempo jugando en centros ciber. Pueden ser pequeños centros urbanos apartados de las megalópolis en cientos de kilómetros para el transporte de pasajeros y de carga, pero que anulan virtualmente esa distancia. Se vive entonces en la ambivalencia y la tensión de dos espacios diferentes, el físico de las rutas de ripio que pueden bloquearse por las lluvias o la nieve y el comunicacional, que parece diluirse.
Son temporalidades que conviven. En los transportes subterráneos de las megalópolis, junto al pasajero que continúa leyendo su libro, rememorando a registro poético de la ciudad realizado por Oliverio Girondo en sus Veinte poemas para leer en el tranvía, está quien usa el iPod como walkman y el que lleva su vista concentrada en la pantalla luminosa donde lee y escribe a alta velocidad. Quizás veinte e-mails para el metro. A veces, en uno solo de esos vagones repletos se concentra buena parte de la historia de la comunicación.
Los autores intelectuales de estas innovaciones son de escasas nacionalidades, pero la economía global los ha impulsado a fabricarlas en las regiones más competitivas y las políticas de protección arancelaria pueden provocar situaciones de ensamble en regiones periféricas. Aunque el producto lleve una etiqueta orgullosa made in ‘aquí’, se puede reconstruir la transnacionalidad de sus componentes, para no decir nada del software. La programación parece un verdadero movimiento ‘sin tierra’, aunque los estudios indican que hay regiones y territorios donde la combinación de know how con creatividad es especialmente explosiva.
Lo local no es homogéneo
Esa complejidad busca ser reducida, muchas veces, a alguna forma de la homogeneidad. Siempre parece que hemos superados dos imágenes que, sin embargo, continúan interpelando a ciertas hermenéuticas de la tecnologías. Por una parte, la aldea global, con su fogón-televisor. Por otra parte, el cuento de los indígenas que esconden a toda velocidad sus teléfonos, iPods y laptops al grito de ‘vienen los antropólogos’. Que los recolectores de lo arcaico no los encuentren on line. La primera imagen responde a la ilusión de una fórmula que nos permita comprender la multiplicidad. La segunda, en cambio, al relato de que debemos encontrar la diversidad humana, lo auténtico y originario, haciendo ‘como si’ la gente que estudiamos viviera solo en su propio espacio territorial, supuestos museos de lo incontaminado.
Fuera de la cultura global nos acercaríamos a las ilusiones de armonías locales. Aunque los nativos estén on line, la retórica de sus exóticos usos de los medios puede llevarnos en instantes a la homogeneidad peculiar. Un uso uniformemente estrambótico de aquello que los normales saben cómo manejar. Sin embargo, si estuviésemos obligados a escoger una y solo una de las consecuencias generales de las nuevas tecnologías, resultaría evidente que, justamente, es la imposibilidad de que haya alguna homogeneidad. La fractura generacional es mundial, aunque se procese de maneras muy diversas. Las tecnologías, sus posibilidades y usos son protagónicas de esa hendidura.
Esa heterogeneidad generacional, en realidad, permite ahora vislumbrar que tampoco antes lo local era verdaderamente homogéneo. Se podría hablar de diferencias de clases, pero incluso en aquellas sociedades con menor estratificación siempre hubo diferencias (y desigualdades) de género. Esto significa que aquello que se llamó la ‘cultura local’ o tribal o nacional nunca fue realmente uniforme, siempre hubo diferencias.
Esta última constatación llevó a algunos a creer que entonces no podía haber realmente ‘culturas’, ya que asociaban el término a una consonancia absoluta.
Sin embargo, entre la evidencia de la heterogeneidad y la ausencia de alguna articulación de esas diferencias la distancia es muy amplia. Que existan diferentes acentos entre los hablantes de una lengua, que haya lenguas distintas entre los practicantes de una religión, que haya pasaportes distintos entre los miembros de una diáspora, que haya prácticas alimenticias o formas de sentir contrastantes entre los ciudadanos de una nación no significa que lengua, religión, diáspora o nación sean términos vacíos. Simplemente, porque no son carentes de significado ni para las personas reales ni para el análisis sociológico.
¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura?
Regresamos así al problema planteado al inicio: qué puede significar hoy el término ‘cultura’, en particular en relación con las TIC. Ya no puede sostenerse la visión más tradicional acerca de universos simbólicos estables y homogéneos. En todos los mundos sociales hay heterogeneidad, conflicto, poder, desigualdad, historicidad. En ese sentido, una configuración cultural (local, nacional o transterritorial) es una articulación de diferencias.
Uno podría preguntarse si en nuestras ciudades las diferencias se encuentran realmente articuladas. Si las fronteras espaciales, el centro, las alteridades, constituyen una arena semiótica compartida, donde se despliegan tensiones y disputas. La oposición de tipo racial blanco/negro, colonizador/colonizado, de clases sociales, de tipo político entre autonomía/centralismo, así como las desigualdades y tensiones de género, son modos históricos en que esas diferencias se articularon y se articulan. Son lenguajes, clasificaciones, formas simbólicas de enunciar desigualdades y conflictos sobre ellas. Quienes se enfrentan pueden pensar lo opuesto, pero se comunican en el espacio urbano porque hasta cierto punto comprenden que sus adversarios proyectan un mundo que contrasta con sus propios intereses, deseos, ilusiones o sentimientos.
Ahora, ¿qué sucede cuando se amplía la incomunicación hasta alcanzar la incomprensión entre quienes parecen estar interactuando? ¿Qué sucede cuando, a diferencia de cualquier reclamo social o político que puede ser o no compartido pero que siempre tiene un significado, las acciones resultan mutuamente ininteligibles? En su libro Diferentes, desiguales y desconectados, García Canclini nos planteaba estas tres dimensiones para abordar los problemas contemporáneos. En esos términos esta pregunta alude a qué sucede con la diferencia cuando creemos (equivocadamente) que se trata de desconexión.
Tenemos, así, tres imágenes disímiles. La primera, llamada ‘cultura’, podemos considerarla una mera ilusión de homogeneidad local o global, o de inclusión glocal. La segunda es una configuración cultural, una heterogeneidad históricamente articulada. La mayor parte de las diferencias de género y generacionales, de los conflictos sociales y políticos pueden comprenderse a partir de una noción configuracional: desigualdades y diferencias situadas que provocan tensiones con dinámicas específicas. La tercera imagen es la de mundos escindidos, es decir, diferencias no articuladas, heterogeneidades incomprendidas, acciones que no son comunicativas más allá de la frontera del propio universo de sentido.
Redes para mundos incomunicados
En nuestras megalópolis el gueto puede aparecer históricamente como el territorio de la escisión, como el espacio estigmatizado de una vida distinta, un lenguaje apartado. Sin embargo, ha habido guetos que implicaban diversas relaciones sociales y que buscaron dejar de serlo. Si en las ciudades encontramos hoy acciones que buscan instituir nuevas fronteras, constituir lo que Álvarez llamó ‘golden guetos’, las redes sociales de las nuevas tecnologías plantean una paradoja. En el metarrelato del optimismo tecnológico todo parece estar en relación, todo parece estar en red, pero en los hechos hay mundos contemporáneos incomunicados, mutuamente incomprensibles. El hecho de ingresar a la Red obviamente nada indica de homogeneidad, pero tampoco implica una diferencia relacional y articulada. Esos mundos escindidos en la plataforma comunicacional más ambiciosa que la humanidad haya conocido en su historia cultural plantean desafíos interpretativos y teóricos, así como nuevos retos simbólicos y políticos para la circulación de escrituras, imágenes, voces y músicas.
La Red, sabemos, es una realidad. La realidad, sabemos, no es solo la Red ¿Será posible eliminar la escisión de algunos de estos mundos para que la comunicación sea algo más que la mera posibilidad del contacto? La multiplicación del contacto entre quienes no cuentan con las capacidades de comprenderse puede hacer más patente que nunca la fragmentación e incluso incentivar los particularismos y también los fundamentalismos. Resulta urgente, en ese sentido, que la notable consecuencia de estar en red pueda traducirse, al menos parcialmente, en un horizonte de una creciente comunicación.
Artículo extraído del nº 93 de la revista en papel Telos
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