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Políticas culturales: una realidad desfasada


Por Alfons Martinell Sempere

Todo parece indicar que las diferentes crisis que estamos viviendo afectan de forma muy particular a las políticas culturales. Asistimos, como es natural, a un recorte significativo de sus presupuestos públicos, principalmente en el apartado de transferencia de fondos para la actividad de los agentes culturales no gubernamentales -lo cual no quiere decir que no sean de interés general o presten un servicio público-. A esto se le ha calificado efusivamente como ir en contra de la ‘cultura de la subvención’ una falsa construcción que no se aplica a la industria, a la agricultura y de forma más escandalosa a los bancos. 

Por otro lado, todo el aparato cultural de las diferentes Administraciones Públicas se adecúa a subsistir en este entorno por la vía de proteger las estructuras, reducir la producción cultural y mantener el tipo ante este tsunami. Las políticas públicas en cultura, amparándose en estas reducciones, han reaccionado de forma muy clásica y retrógrada cerrándose en su interior y dejando para los otros agentes culturales un mensaje de ‘sálvese quien pueda’. Todo ello a pesar de que nuestra vida cultural subsiste gracias a la resistencia y voluntad de los otros agentes culturales no gubernamentales que, por cierto, son mayoría y nos ofrecen variedad.

Con una gran rapidez e impunidad nos hemos olvidado de los principios de democratización de la cultura y de la responsabilidad de las políticas públicas de fomentar y garantizar el derecho a la participación en la vida cultural de una ciudadanía que va desde el individuo a las organizaciones culturales que tejen la sociedad civil. Una forma de facilitar esta participación en los países democráticos es la función del Estado como administrador y distribuidor de los recursos públicos para la cultura que la población aporta en sus impuestos, no solo dedicándose a la institucionalidad cultural de sí mismo, sino también fomentando la diversidad.

Los peligros del desafecto hacia lo público

No se trata solo de la mala administración de la subvención o de la perversión de su gestión, sino también de una verdadera distribución para el interés general frente a un cierto secuestro de unos sectores de las aportaciones públicas a la cultura. La gestión de esta crisis por parte de los responsables de las políticas culturales se está convirtiendo en un proceso preocupante por el giro endogámico de lo público y por la gran dificultad para dialogar y consensuar otras formas de mantener un equilibrio en el reparto de los recursos disponibles con los otros agentes en el marco de un contexto difícil e interdependiente.

Por otro lado, se percibe con preocupación un creciente desapego de muchos actores de la vida cultural con las superestructuras de las políticas culturales locales, autonómicas o estatales. Fenómeno que se manifiesta por la convicción de muchos de estos agentes culturales activos en diferentes sectores y actividades, de que las políticas culturales oficiales son para unos sectores de la cultura y no les afectan a ellos. Esto es más preocupante cuando una parte importante de estos agentes son principalmente jóvenes que utilizan formas expresivas y soportes más contemporáneos y fundamentan su acción a partir de la creatividad, son muy emprendedores y capaces de incidir en procesos de innovación. Muchos de ellos no se identifican como parte del sector cultural a pesar de que, evidentemente, pertenecen a él.

Esta distancia y desafecto con lo público es muy preocupante, a corto y largo plazo, por varias razones. En primer lugar, expresa la dificultad de las políticas culturales de entrar en contacto con una realidad cultural muy viva y eficiente, quedándose en la ‘conservación’ de las estructuras clásicas, a las que no dudo que hay que atender, pero que no pueden ser el foco principal del encargo social a nuestros gobernantes sobre el papel de la cultura en nuestra sociedad. En otro sentido, este alejamiento con algunos sectores emergentes de la cultura es la expresión evidente de una discordancia entre realidad y política que expresa una falta de visión muy importante que puede tener graves consecuencias para nuestro futuro. Podríamos considerar que la desaparición del Ministerio, Consejerías autonómicas y Concejalías específicas de Cultura desde las últimas elecciones es la expresión de una cierta interpretación política de que estas estructuras ya no son necesarias en el escenario de gobernanza de lo público y se deja todo en manos del mercado y una iniciativa social abandonada a su suerte. Esta lenta disolución incide directamente en estos problemas y es la expresión de una falta importante de rigor intelectual en las formulaciones del papel de la cultura en situaciones de crisis y en el respeto a la ciudadanía.

¿El fin de las políticas culturales o nueva realidad cultural?

Finalmente, observamos con preocupación si estamos asistiendo al fin de las políticas culturales y a los modelos de organización pública de la cultura que emergieron en Europa en la segunda mitad del siglo XX, como algunos ensayos han manifestado en los últimos tiempos. Este hecho se puede observar claramente cuando las políticas culturales no responden a una realidad de la vida cultural de la ciudadanía ni a las dinámicas de un sector cultural cada vez más amplio e intenso que va diversificando campos de acción. De la misma forma, la pérdida de centralidad responde a una estructura ‘departamentalista’ superada, incapaz de asumir que en nuestras sociedades globales, conectadas e interdependientes, se configura un sistema cultural que dialoga con otros sistemas sociales de su contexto.

Hoy en día podemos identificar claramente un sistema cultural que no coincide con las estructuras competenciales de la Administración Pública y que cada vez crece más hacia una gran transversalidad. A nadie se le escapa que entre sus manos tiene unos objetos capaces de aportarle contenidos culturales: nuestro móvil, tableta, ordenador, televisión, etc., conviven con otras formas más tradicionales de práctica cultural entre la virtualidad y la presencialidad, con muchas posibilidades de interacción cultural presentes en nuestra cotidianeidad. Un gran número de creadores se mueve en espacios, técnicas y modalidades que no tienen nada que ver con la visión clásica de las Bellas Artes o el tipo de equipamientos culturales existentes.

La mayoría de las decisiones importantes para este sistema cultural no las podemos identificar en los contenidos de las políticas culturales, ni en sus competencias administrativas y mucho menos en sus legislaciones o normativas (recuerden dónde estaba la mal denominada Ley Sinde). Que las políticas de comunicación funcionan por otros derroteros que no son ni por asomo culturales y que la cultura contemporánea, en sí diversidad expresiva, ya no coincide con la representación del concepto de cultura tradicional.

Podríamos seguir incorporando ejemplos, situaciones y problemáticas a este escenario, que va incrementándose día a día, que evidencian la discordancia entre políticas culturales y sistema cultural como un problema de la gobernabilidad de futuro muy serio. Quizás por este desencuentro y desfase entre la realidad cultural y las estructuras oficiales podemos entender el aumento de la dispersión de referencias sobre diferentes aspectos de la vida cultural donde el Ministerio o Consejería de Cultura no se perciben como interlocutores y, por supuesto, como referentes de ningún tipo. Esta dimensión de la crisis afecta a los actores de la vida cultural que siguen su trabajo sin tener conciencia de pertenecer al sector cultural o que se encuentran huérfanos de referentes para una relación con lo político.

En este contexto podríamos aprovechar el momento para una adecuación en la percepción y organización del sector cultural de acuerdo con una realidad cambiante, superando los esquemas tradicionales. A este fin será necesario combinar con inteligencia los conocimientos contemporáneos sobre nuestra realidad cultural, abandonando ciertos perjuicios y estereotipos aún existentes con una nueva lectura de los derechos culturales y el papel del Estado como facilitador y garantía del derecho a participar en la vida cultural, tal y como le compromete el Pacto de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

Nuestro sistema cultural requiere una gran dosis de apertura e integración desde una visión amplia y plural de la gran diversidad de expresiones culturales que conviven y dialogan en nuestro entorno, donde el equilibrio entre tradición, memoria colectiva y contemporaneidad puedan expresarse por la existencia de un clima cultural de respeto y equidad.

Los tránsitos por estas crisis actuales han de permitir reflexiones profundas de respeto a todas las expresiones de nuestras culturas y las nuevas formas de organización social. De la misma forma, no hemos de perder de vista el compromiso por la solidaridad y la democratización cultural, para que la situación económica no sea la causa de profundizar en la brecha en el acceso a la cultura de la población con menos recursos.

Espero que las opiniones expresadas en el reciente libro de M. Vargas Llosa se lean como un producto de marketing de la industria y no como un renacer del pensamiento elitista de una clase social superior y exclusiva en la apropiación de la cultura que, a pesar de sus juicios, no podrán detener el irreversible proceso de apropiación de la población de diferentes medios de expresión cultural.

Conclusión

Hemos de recordar el derecho a participar en la vida cultural que recoge el Pacto 15 Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales que el Estado español ratificó hace años y que está obligado a cumplir y garantizar, frente a las posiciones de abandono de la vida cultural como concepto de nuestros responsables políticos.

Artículo extraído del nº 92 de la revista en papel Telos

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Alfons Martinell Sempere

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