P
Paradojas de la Cultura Digital


Por Ramón Zallo

Desde un concepto antropológico y una mirada holística de la cultura, puede tener interés constatar algunos efectos de la digitalización en la vida social y hacer especial hincapié en la gran cantidad de tendencias contradictorias que pugnan en direcciones diferentes y que no pueden sumirnos sino en la perplejidad. Se trata de ordenar un poco la perplejidad.

Digitalización y progresos

La fascinación por el cambio tecnológico continuo que nos dota a la especie humana de nuevas habilidades ‘ciber’ (homo digitalis, homo conectatus) discurre de forma paralela a una creciente fragilidad de la calidad de vida, a la ausencia generalizada de expectativas, especialmente en las generaciones jóvenes, y a la disolución de los proyectos sociales de progreso.

Una de las razones quizás sea que a la celeridad de las aplicaciones productivas del cambio técnico y a su disponibilidad económica (innovación para las empresas) y social (comunicación y cultura para los usuarios) no les acompañan mecanismos regulatorios que restablezcan los equilibrios entre innovación y economía, por un lado, y sistema remunerativo, de empleo y demandas que aseguren su continuidad, por otro.

Para elevar la rentabilidad, el capitalismo inmaterial -estamos en su era- se apropia, de forma barata, del capital humano en forma de conocimiento, remunerándolo mucho peor que en el pasado, y recorta las rentas de los trabajos menos complejos.

Rotos los equilibrios por las crisis de todo tipo que se encabalgan, son el crecimiento sostenible y el desarrollo humano los que se deterioran en este inicio de era digital; y ello a pesar de que la hilera de la comunicación y de la cultura digital tiene un papel tractor sobre el sistema y la intercomunicación y el acceso a múltiples contenidos, una cierta función compensatoria, balsámica y de válvula de escape.

La respuesta de una sociedad con conocimiento

El capital humano con conocimiento reacciona desde el campo tecnocultural. El cambio tecnológico viene acompañado de un cambio en el control de las relaciones comunicativas. Parte de ellas pasan a estar fuera del control de los modelos previstos de rentabilidad en el despliegue tecnológico (que pretendía ser desregulado, privatizado y de pago) y han proliferado realidades gratuitas, intercambios P2P entre ordenadores conectados, redes sociales y comunidades virtuales, la explosión de la comunicación en permanencia, la colocación en red de inmensos archivos gratuitos, la generación colectiva de recursos, licencias creative commons, escaparates creativos, uso antiautoritario…

En el fondo del fenómeno, está la emergencia de un capital intelectual masivo y activo con capacidad de transformaciones y que, en parte, pone el cambio tecnológico a su servicio. Esto es nuevo en la historia.

Se ha adelantado una nueva socialidad, que no ha esperado a la definición institucional del modelo de regulación y ha generado un espacio propio estable y que complica evidentemente la emergencia del espacio mercantil. Esa nueva socialidad -transversal a las otras socialidades- ha tomado sus propios caminos explotando algunas potencialidades tecnológicas y desechando otras. Dicho de otro modo, los mismos que aportan su saber al sistema productivo y generan el excedente apropiado por el capital inmaterial, usan el conocimiento en tanto usuarios para sus propias finalidades, poniendo en cuestión los modelos de negocio de gestión de la cultura, la comunicación y el conocimiento.

El ciber-hogar

Si alguna instancia ha visto cambiado su lugar social, ese es el hogar. De castillo franqueado por una puerta que separa el espacio privado del público y ámbito solo receptor voluntario de contenidos, el hogar digital, interconectado, transmisor y articulado en redes temáticas y diversas de interés e influencia, deviene también espacio público. Un espacio que no es autónomo, sino que se transversaliza e incide en todas las instancias públicas de forma temática y fragmentaria. El hogar ha ganado cualitativamente -por extensión e intensidad- en comunicación e influencia.

El precio es una exposición extrema a intereses de todo tipo -más económicos que políticos- y una disolución del ciudadano objetivo que se estratifica por subjetividades con perfil y conectadas. Lo que se gana en libertad y accesos se pierde en significación política, salvo cuando esas subjetividades, además de ser antenas de las pulsiones sociales, buscan generar espacios de sociedad civil.

La gestión de lo colectivo se escapa de las manos en la era de las innumerables manos conectadas. Quizás porque las redes están ahí como una gigantesca muestra de socialidad de nuevo tipo -como un inmenso plancton flotando en los océanos movidos por corrientes y mareas-, solo ocasionalmente le alcanzan las luchas por hegemonías entre las estructuras de la sociedad civil, o sea, la sociedad articulada en proyectos e intereses en pugna.

Espacio público y espacio político no son lo mismo. Este se genera desde la vertebración social de ciudadanía como nuevo sujeto social y político, y ahí las redes son una vía, no necesariamente la solución.

Nueva cultura

El acceso a la cultura se ha democratizado cualitativamente. Hay inmensos conocimientos accesibles a toque de clic.

Del discurso racional, vertical y prescriptivo de la alta cultura se pasa a la cultura que el usuario construye fragmentando y mezclando el orden abstracto alfanumérico de la lectoescritura con el orden más sensitivo de imágenes y con el conocimiento intuitivo, de prueba y error, dando lugar a nuevas significaciones.

El (casi) ‘todos creadores’ como utopía se acerca y se aleja. Sin soportes y a coste casi cero, las herramientas de la creación y de la comunicación se extienden más fácilmente y permiten intercambios en todas direcciones, colectivizar los procesos productivos y romper la dicotomía entre cultura activa y pasiva.

El capital humano sale ganando en accesos, destrezas, polivalencias, construcciones asociativas y menos abstractas, función reemisora y suavización de la verticalidad entre creación y usos sociales, incluso intercambiándose ocasionalmente roles. No obstante, el peso de las destrezas combinadas con las emociones nos aleja de la racionalidad de la Ilustración y no deja de tener efectos en el tipo de contenidos y cultura. Con la conectividad y la interactividad gana la comunicación, no necesariamente la cultura o, al menos, esta cambia de forma.

La calidad, el conocimiento, el saber, la racionalidad, la profundidad se ven matizadas o desplazadas por la imaginación, lo llamativo, la captación de atención, la sorpresa, el choque, el instante, el ruido, el sentimiento o el gag. La forma de construcción del pensamiento puede llegar a ser excitante (signos, imágenes, enlaces, hipertexto…), más cerca del modo de construcción de nuestros imaginarios y, al tiempo, preocupante por la captación de información ingente, instantánea, discontinua, asociativa más que racional, combinatoria, de pequeño formato, con pocas claves interpretativas y siempre en construcción. Ello quizás favorezca el relativismo o el pensamiento en permanente flujo, poco seguro y ‘líquido’, en expresión de Bauman.

El propósito del contenido -ser directos- gana sobre la forma; se generan ingentes cantidades de contenidos -de recepción y devolución instantáneas y ubicuas, con ligeros valores añadidos- sobre un fondo inconmensurable de informaciones consultables al instante y en conectividad… y entre las que no se encuentran, de todas maneras, buena parte de las informaciones sensibles o estratégicas. El destape de Wikileaks ha mostrado la existencia de decisivos circuitos ocultos de información.

Cada vez tendrá más importancia la calidad sin encasillamientos de formatos, pero al mismo tiempo, la cultura y el conocimiento pasan al estatuto de ‘contenidos’, con un eco cada vez más lejano al baremo de las calidades y una abundante banalidad no analizada y rápidamente sustituida por otra de igual signo.

Diluyéndose el espíritu crítico, también se pierden las defensas ante un sistema de relaciones públicas tan interesadas como generalizadas. El problema pasa a ser la disposición de criterios para deambular con sentido entre tanto contenido. Espoleados a impulsos en continua excitación, sin apenas retención de la mirada y con creciente déficit interpretativo o de visión global, nos coloca en carreras sin fin hacia cualquier parte.

La propiedad intelectual no ayuda

Hay un contraste brutal entre las tendencias naturales de la cultura digital en relación a la sociedad y la regulación de la propiedad intelectual, que actúa como colosal barrera de entrada al conocimiento, retrasando creatividades e innovaciones.

El modelo de ‘monopolio natural’ (una excepción admitida a la competencia para animar a la inversión costosa y al riesgo) ya carece de sentido. El retraso del paso al procomún del contenido de una obra, entre 70 y 140 años desde su creación, es hoy un absurdo derivado de la cultura mercantil industrial y analógica que necesitaba tiempos largos para sus recorridos comerciales. Pero en su balance hay que decir que se beneficiaban el divismo de los superventas (más que la creación) y el rentismo parasitario (herederos, empresas con exclusivas…).

Hoy los tiempos de aportación son casi instantáneos o de corto plazo, las reutilizaciones, inmediatas y la vida útil muy corta… Y como las aportaciones de valor añadido están acotadas al último eslabón añadido al fondo común de conocimiento gratuito disponible, no parece sensato ponerle el precio que correspondería a toda la cadena de valor. Alguien se queda con lo que no debe.

La real y recién llegada cultura digital sobrevalora su limitado valor añadido final, obviando el inmenso procomún de miles de años de saber que la fundamenta. Y como no se abaratan las grandes disponibilidades, el usuario no acepta no ser el gran beneficiario del cambio técnico.

Precisamente porque se trata de encontrar una justa remuneración a los creadores y empresas que puedan ver recompensados sus esfuerzos, hay que pensar en unos derechos de autoría ajenos a la propiedad intelectual, en el entendimiento de que la mayor parte -no toda- de la cultura es lo que en economía se entiende como un ‘bien público’ que es mejor socializar que privatizar para que sea eficiente y bien distribuida.

Una hipotética vía para la cultura digital que circula por la Red podría ser establecer un sistema basado en un derecho de usufructo temporal (Smiers) remunerado tanto por el mercado de contraprestación como por un fondo de financiación y remuneración, un fondo sostenedor del procomún con cargo a los presupuestos públicos. Se obtendría desde una imposición directa y más que proporcional (a más renta, mayor tipo), gestionado por una agencia pública (Stallman). Mantendría la remuneración a la autoría y empresas de forma proporcional a los usos ponderados que los sensores de usos y audiencias indiquen (William Fisher) y aplicando una discriminación positiva como estímulo creativo para la autoría menos exitosa, la pequeña producción o las producciones de culturas minoritarias. Y ello sin perjuicio de las iniciativas creative commons.

Se trataría de que una sola exacción general fuera válida para todos los supuestos (uso de copia privada, descargas, streaming, intercambios…), con carácter sustitutivo del ineficiente sistema de canon por copia privada que, además, no ampara las descargas sin intercambio monetario y que quedan en el limbo de lo penable, perseguible o permisible según el talante del legislador europeo y de los lobbies.

Otra paradoja. Revolucionan las tecnologías, conservan las legislaciones.

Industrias culturales, creativas o comunicativas

La alta demanda cultural, incluso en periodo de crisis, hace que sean buenos tiempos para la oferta cultural y comunicativa, una actividad de alta expectativa en la era del conocimiento. El ensayo diversificador lo mismo alienta unas crecientes especializaciones aplicativas de los agentes y empresas como las apuestas articuladoras planetarias en forma de redes sociales líderes, plataformas universales temáticas o ensayos de empresa hiperglobal por antonomasia (Google) que quiere estar en todo y sobre todos.

Esa expectativa contrasta con que los gatekeepers, los guardianes de las puertas, están preferentemente fuera del mundo de los contenidos. Están en telecos, TIC, buscadores, agregadores o plataformas…, grandes fagocitadores oportunistas de contenidos demandados o visitados por los usuarios, con los consiguientes ingresos publicitarios, ante el desconcierto valorizador de unas inadaptadas empresas de contenidos que sufren una crisis de sus modelos de negocio, del ciclo reproductivo empresarial y del lugar social de sus motores históricos: el editor, el productor musical o los cineastas.

Llama la atención que en la preferencia y pugna por el valor entre las dos versiones del capital de conocimiento, el I+D+i y la cultura, es el primero el que sale ganando también en el territorio de la cultura, al valorarse más la novedad intercomunicativa (desde el smartphone a las aplicaciones y la invención de nuevas utilidades) que los contenidos, que son ubicados como mera novedad comunicativa. La cultura deviene comunicación.

A ese cambio de paradigma le acompaña el concepto de industria creativa. La cultura y la comunicación, a su vez, devienen creación. Con ello, hay una doble intención del sistema: arroparse con el aura (y las subvenciones) que todavía tiene la cultura y diluir sus requerimientos en una pura y darwiniana gestión por el mercado.

La extensión conceptual de las industrias creativas hasta identificarse con la innovación misma en no importa cualquier área, perjudica a la cultura. Se sustituye su función de conocimiento, de renovación de paradigmas, signos y estéticas y de adaptación social a los cambios, por la permanente novedad reconocida por el mercado.

Lo chocante es que los propios eslabones del mercado mismo están en desorden total, sin que los agentes reconozcan el output de cada cual en una selva de plusvalías en pugna. Y no es que el usuario sea reacio a pagar. Para hacer real su derecho a la cultura (transmutado en acceso a la comunicación) el usuario ya paga ordenador, telefonías, Internet y servicios; y ya soporta cantidades ingentes de publicidad.

Son las empresas las que tienen que poner orden en lo que a cada una le toca como eslabón productivo -reproductivo- comunicativo, en lugar de dirigirse todas de forma culpabilizadora contra el eslabón débil de la cadena, el usuario, y al que, en cambio, se le sitúa en el olimpo retórico.

En suma, las paradojas de la era digital se resumen en el contraste entre las inmensas oportunidades abiertas y la incapacidad del sistema para canalizarlas. Las temáticas implicadas -poder, capital, geopolítica, regulación, vida buena…- son decisivas y abarcan a todo el sistema. Ya se verá si los conflictos que ello genera se saldan en un nuevo estadio de desarrollo cultural y comunicacional o en su contrario. El futuro sigue abierto.

En la parcela de lo tecnocultural, junto a las tendencias sistémicas, también escribirán el futuro las resistencias sociales y las políticas culturales necesarias para un paisaje de equidad y de diversidad cultural y comunicativa.

Artículo extraído del nº 88 de la revista en papel Telos

Ir al número Ir al número



Comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *