La tensión entre las posibilidades ofrecidas por el progreso tecnológico y su realidad efectiva en el contexto socioeconómico obliga a plantear la necesidad de criticar lo dado e imaginar proyecciones futuras de mundos alternativos al presente. El artículo intenta desvelar algunas de las contradicciones del espacio digital desde la premisa de la urgencia del pensamiento utópico.
Las promesas de concordia y de reconciliación planetaria a través de la tecnología digital han de ser revisadas desde el ángulo de su posibilidad y el grado de realización alcanzado. La ‘Sociedad Global de Información’ como discurso mesiánico precisa de su confrontación con la realidad, más próxima a la ‘Sociedad de Control’ tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
La hegemonía cultural derivada de la apropiación de los mecanismos de mediación digital a cargo de las transnacionales complica la reapropiación colectiva de los procesos de socialización: «La libertad del consumidor, del usuario, no es algo que venga dado. Se construye a través de contrapoderes y de la organización de lugares perennes desde donde se expresa este contrapeso» (Mattelart, 2005, p. 69).
En este contexto, la necesidad de imaginar un mundo utópico alternativo y crítico con el actual, desde las potencialidades que ofrece el tiempo histórico, nos urge a superar el estatismo del capitalismo avanzado. Tal y como sostiene Francisco Jarauta en el escenario del Foro de la Mundialización: «Se trata de construir un nuevo pensamiento crítico que haga suyo un nuevo proyecto utópico. Hay una necesidad de utopía en el pensamiento contemporáneo que ha ido aceptando uno de los tipos más vergonzantes de domesticación. […] Se trata de pensar nuevos conceptos, nuevos valores, que posiblemente ya estaban presentes en la tradición moderna, que habían quedado relegados y olvidados en nuestros análisis de la situación mundial» (Jarauta, 2006, p. 21).
Pensamiento crítico y utopía
La transformación social y el pensamiento utópico obedecen a la misma lógica de emancipación respecto del orden presente de existencia. El filósofo alemán Ernst Bloch, en El principio esperanza, argumentaba la urgencia de pensar el futuro como un estado alternativo al actual a través del ‘impulso utópico’, de la ‘conciencia anticipadora’, del ‘sueño soñado despierto’. El horizonte encarnaba un mundo distinto y más humano. El pensamiento utópico traspasa la realidad de lo dado. Bajo la voluntad de mutación, «puede enfrentarse con el futuro -espacio originario e inconcluso ante nosotros- no con apocamiento, y con el pasado no como hechizo» (Bloch, 2004, p. 31).
La utopía en Bloch refleja la esperanza radicada en la perfectibilidad de un mundo que es ‘nuestra’ construcción histórica. Son imágenes constituidas a partir de las potencialidades de lo ya existente donde se cuestiona, se juzga la materialización efectiva. La apertura a disposiciones prácticas de un orden no alienado debe regirse según los presupuestos de la utopía concreta, ya que «la tierra tiene sitio para todos, o lo tendría, mejor dicho, si fuera administrada con el poder de la satisfacción de las necesidades en lugar de con la satisfacción de las necesidades del poder» (Bloch, 2006, p. 29).
En la utopía, la dimensión negativa del pensamiento crítico -implícita en el relato utópico- y la positiva y explícita, constructiva, se entremezclan: es necesario identificar primero los problemas derivados del mundo actual para poder suprimirlos y sustituirlos por un espacio utópico. La doble dimensión de la utopía explicita las contradicciones del tiempo presente y llama a la extirpación de las prácticas deshumanizadas (Jameson, 2005, p. 12). La mentalidad utópica «se orienta hacia objetos que no existen en la situación real» (Mannheim, 1958, p. 267), trasciende las instituciones ya arraigadas, las fuentes de opresión, explotación y sufrimiento.
Así, la utopía ha de imbricarse en las condiciones históricas de existencia de las que pretende ser una solución. No se trata de un discurso imaginario exento de referencias a lo empírico (utopía abstracta). Al contrario, surge como respuesta a las tensiones estructurales generadas por la situación contemporánea. A modo de ejemplo, una mentalidad utópica identificaría el individualismo gregario, la precariedad y la incertidumbre fabricada como crítica de un modo de existir origen de violencia estructural. Las ‘soluciones biográficas a problemas sistémicos’, demandadas en la Risk Society comentada por Ulrich Beck, reclaman una ‘contraficción’ que intente atenuar las ansiedades de nuestro tiempo.
La voluntad de transformación refleja la proyección del hombre hacia l’avenir. Así lo demuestran las utopías socialistas abstractas del siglo XIX: desde el federatismo, los falansterios de Charles Fourier o las comunidades de asociación en Robert Owen; desde el centralismo, la ‘iglesia de la inteligencia’ industrialista de Saint-Simon o el Voyage en Icarie de Cabet. La orientación al futuro como un estado radicalmente distinto al actual se manifiesta también en News of Nowhere, del anticapitalista William Morris, o en Edward Bellamy, a través de su periodístico Looking Backward. La idealidad se emplaza en el futuro, opuesto en Morris al trabajo indigno, sin alma, al dinero, al lucro o al jornal inherentes a su tiempo histórico.
Desde las filosofías existencialistas de Heidegger o Sartre hasta la valeur esprit de Valéry, las resonancias hegelianas de entendimiento del hombre como proyecto inacabado indican que corresponde al pensamiento de lo que todavía no somos, pero podríamos -y deberíamos- ser, la tarea de proyectar futuros posibles, abrir el abanico circunstancial en términos orteguianos. El hombre se considera así lo opuesto a lo que es, precisamente por la preocupación de lo que no es aún: «Il oppose le passé au present, l’avenir au passé, le possible au réel, l’image au fait» (Valéry, 1957, p. 1002).
Encadenamiento al presente
La cultura y el modo de producción del capitalismo avanzado se han fusionado (Jameson, 1996). Se rompe así con el distanciamiento necesario para el pensamiento crítico respecto del curso de los acontecimientos. La incapacidad de sustraerse a lo cotidiano fabricado por el sistema capitalista se contextualiza con las teorías sobre el fin de la Historia (Francis Fukuyama) o de las ideologías (Daniel Bell) tras el colapso del modelo soviético. En consecuencia, la imaginación de un modo productivo, de un sistema socioeconómico alternativo al actual es casi impensable -hay esferas de resistencia, como los movimientos altermundialistas; publicaciones críticas, como Le Monde Diplomatique-.
La época presente se asemeja así a una catástrofe inevitable y eternizada (Jameson, 2000, p. 70). Incluso el colapso financiero que socava la legitimidad del modelo neoliberal no ha logrado galvanizar el impulso utópico hacia otros modos de existir: simplemente se esperan ajustes intervencionistas -socialización de pérdidas y privatización de beneficios- que permitan perpetuar la ideología del mercado autorregulado. Falta discusión interna sobre los peligros que la primacía del afán de lucro entraña cuando coloniza la esfera de las relaciones sociales y políticas. A este respecto, Jameson cuestiona: «cómo obras que plantean el fin de la historia pueden ofrecer impulsos históricos utilizables, cómo obras que pretenden resolver todas las diferencias políticas pueden seguir siendo políticas en el más pleno sentido; cómo textos pensados para superar las necesidades del cuerpo pueden seguir siendo materialistas y cómo visiones de la «época de descanso» (Morris) pueden darnos energía e instarnos a la acción» (Jameson, 2005, p. XIV).
Sin aparente alteridad, toda vez que el modelo de democracia capitalista de mercado parece haber sobrepujado cualquier otro sistema paralelo, la sociedad transita lo que Guy Debord (2006, p. 831) denominaba Temps pseudo-cyclique: «Une accumulation infinie d’intervalles équivalents», un tiempo espectacular, el tiempo de la mercancía.
Sin ‘otro’ que pensar, es sin duda la producción de lo ‘Mismo’ lo perpetuado por el modo de producción tardocapitalista, basado paradójicamente en la obsolescencia instantánea -hay que acelerar los tiempos de rotación del capital y cortar los límites del deseo consumista-. El proyecto y su realización efectiva se hacen coincidentes: faltan horizontes para la transformación. El tiempo no es sentido ya desde la legitimidad del pasado para comportamientos en el presente, ni tampoco desde la orientación utópica al futuro. Desde un presente congelado, inmutable, las posibilidades de transformación radical de la sociedad son cercenadas por la creencia en la naturalidad de nuestro tiempo histórico. Lo posible y lo real se vuelven idénticos, no hay nada que ‘esperar’, puesto que lo porvenir, como ya adelantaban los futuristas con Marinetti a la cabeza, ya es presente. ¿Utopía realizada? Se aplica así a lo que es una creación humana el dogma fundamental del positivismo comtiano: «Existencia constatada de un orden inmutable al cual están sometidos todos los acontecimientos» (Comte, 1982, p. 81).
Discurso y fabricación del presente
¿De qué forma se nos puede encadenar a la estasis del presente? Por medio del lenguaje se crean relaciones de poder entre los que fijan los significados, nombran las cosas y aquellos otros que aceptan tácitamente hablar según las categorías de sus dominadores. Es algo que ya Nietzsche advirtió en La genealogía de la moral. El lenguaje deforma la realidad, la violenta, y si nos servimos de clichés y frases hechas por otros, ‘introyectamos’ atribuciones sobre lo que es correcto, lo bueno, lo malo, lo ‘normal’. ¿Dónde queda la fertilidad del lenguaje, capaz de imaginar mundos infinitos a partir de estructuras finitas?
La instauración de un orden, en apariencia inmutable, a partir del mundo desordenado de la inmediatez tiene la función de suprimir la arbitrariedad. Se lee el mundo, se traduce, y es esta transliteración, obviamente, susceptible de apropiación y control. El discurso fija la eficacia de las palabras, determina ‘las condiciones de su utilización’ (Foucault, 1987, p. 32) e impone una serie de reglas no accesibles a la apropiación universal. Se trata de la violencia simbólica que determina sentidos, guías de conducta. Por ejemplo, al telespectador de informativos comerciales se le impone la creencia en la bondad del crecimiento económico medido por el PIB, dejando en la oscuridad otras posibilidades plausibles como la autolimitación en la producción y el consumo.
Uno de los riesgos que acompaña al discurso radica en que la trascendencia de lo dado inmediatamente, el orden instaurado sea tomado como algo natural, no ya producto de la construcción humana. Se trata de la lógica del mito descrita por Barthes (1980): la naturalización del concepto, la difuminación de las huellas artificiales en la construcción del discurso, la transformación de la historia en naturaleza.
Es necesario, por tanto, no entregarse únicamente al curso de las representaciones, no aceptar nada como inconmovible y pensar -que es traspasar, explica Bloch- el orden del discurso desde la lógica dialéctica: «El necio jamás advierte que todo tiene dos caras. Maneja representaciones hechas de palo, representaciones simples y uniformes, que no plantean grandes problemas y en las que nada pasa» (Bloch, 1982, p. 116). Si el mundo es nuestra representación, hemos de procurar que la representación del presente a cargo de quienes definen el discurso hegemónico no sea confundida con lo real histórico. Es preciso problematizar el discurso, atribuirle su inherente dimensión transitoria e incierta. Sobre todo cuando la imagen audiovisual aumenta la impresión de verosimilitud, reforzando así la palabra hablada, pese a ser una preselección de la realidad.
El lenguaje formal numérico: naturalización del discurso
La repetición de estructuras simples naturaliza conceptos, inculca creencias. El discurso propagandístico y publicitario moldea los pensamientos y conductas de los consumidores por la saturación de estímulos mediáticos.
También la tecnología digital, en principio herramienta de participación y creatividad, deshistoriza discursos, asienta rutinas, prácticas, y lo hace de modo subrepticio. El lenguaje digital se divide en dos capas (Manovich, 2005): una informática, compuesta por las matrices numéricas del código binario, oculta al usuario medio; otra cultural, que traduce la capa informática a impresiones sensibles inteligibles. La imagen digital no muestra la capa informática, tanto más cuando la interfaz de usuario se torna más invisible. Se enmascara la mediación: se hace pasar por presencia lo que es representación, misma lógica que el periodismo en tiempo real y la llamada telerrealidad: ‘está pasando, lo estás viendo’.
La asignación de funciones cerradas a cada elemento informático por parte de una élite y la utilización de la tecnología informática como herramienta intelectual con la que pensamos y actuamos, convierten al usuario en un reproductor de esquemas preconcebidos; un agente moral, donde la etimología del término moral atañe a la costumbre, a la repetición institucionalizada e inconsciente. Por costumbre, por contagio, por comodidad, la gran mayoría de los usuarios acude a los mismos portales -véase Google, Yahoo, Ebay, Amazon, Facebook, YouTube-.
Las manifestaciones del pensamiento se enmarcan siempre dentro de un modelo dado, esta vez diseñado por los programadores informáticos. La división del lenguaje digital en una estructura profunda -en los términos de la gramática generativa de Chomsky- y otra superficial comporta la separación entre quienes pergeñan las reglas transformacionales del discurso informático -los productores simbólicos- y quienes únicamente se sirven de las herramientas informáticas sin conocer su funcionamiento -consumidores simbólicos-. El sistema operativo de Microsoft, por ejemplo, dicta una serie de pasos algorítmicos, de modos de funcionamiento que el usuario, al igual que el hablante del discurso foucaultiano, acepta de modo tácito como concepción del mundo naturalizada. El usuario medio queda así excluido de la configuración activa y autónoma de los procedimientos informáticos. El entorno metafórico de Windows es, sin duda, familiar al usuario, ya que se basa en el lenguaje cinematográfico como aproximación a la realidad, de modo que no precisa de competencias intelectuales para navegar por el ciberespacio. De igual modo, los videojuegos esconden bajo la divisa creativa del lecto-autor la categorización de reglas fundamentales según un mundo de ficción preestablecido por el autor implícito.
La utopía de convertir a los usuarios en proveedores creativos de los contenidos en la web socializada está aún lejos de alcanzarse mientras la alfabetización digital no se complete. No se trata de los self-media (Castells, 2006) en tanto al utilizar -sin comprender, sin ‘ser capaz’- la tecnología intelectual digital nos servimos de las categorías estructuradas por la élite infoindustrial.
Tradiciones inventadas y orientalismo
El ocultamiento de las huellas discursivas se relaciona con la invención de tradiciones que naturaliza asimismo la historia fabricada y manipulada. Una tradición inventada produce un pasado ficticio de prácticas que obedecen a reglas aceptadas abierta o tácitamente. Se trata de sedimentar las prácticas heterodirigidas a través de la perpetuación de esquemas de experiencia repetitivos. Las tradiciones inventadas vehiculan la cohesión social, «establecen o legitiman instituciones, estados, o relaciones de autoridad [e inculcan] creencias, sistemas de valores, o convenciones relacionadas con el comportamiento» (Hobsbawn, 2002, p. 16). ¿No es el marketing una de las herramientas fundamentales en la actual invención de tradiciones?
En tal corriente de tradiciones inventadas situamos estudios sobre el falseamiento de la realidad histórica a través del discurso, como Black Athena, de Martin Bernal y Orientalism, de Edward Said. El énfasis radica en el modo en que el conocimiento del Otro crea una nueva realidad de índole representacional que pretende sustituir al referente original: simulacros -copias idénticas sin preexistencia de originales- (Jameson, 1991, p. 45). En el primer caso, la domesticación del pensamiento procede de la imposición de modelos, esquematizaciones reducidas y simplificadas de una realidad compleja, así como de paradigmas. A través de las citadas formalizaciones se construye, por ejemplo, el modelo ario de la Antigua Grecia y se borran así sus auténticos orígenes históricos afroasiáticos. De tal modo, Bernal advierte que los estudiantes adoctrinados según tales enseñanzas «se hallan tan imbuidos de prejuicios y esquemas de pensamiento convencionales, que les resulta prácticamente imposible poner en cuestión las premisas más elementales» (Bernal, 1993, p. 31).
Otro tanto sucede con el llamado ‘orientalismo’, «la ‘distribución’ de una cierta conciencia geopolítica en unos textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos y filológicos; es la ‘elaboración’ de una distinción geográfica básica» (Said, 2003, p. 34). El resultado es una geografía cultural imaginaria cartografiada por el imperialismo político y económico como filtro. La ‘autoridad intelectual’ de Occidente sobre Oriente es instrumental y persuasiva, pretende reedificar su representación de un Oriente inferior, exótico, visto desde la perspectiva de dominio colonial para un mejor sojuzgamiento. Sin embargo, como bien advierte Said (2003, p. 45), «estas representaciones son representaciones, y no retratos ‘naturales’ de Oriente». El erudito no puede aislarse respecto de las circunstancias sociopolíticas que determinan su vida.
No es posible disociar el relato orientalista respecto de la visión política de la realidad que crea Oriente; no es constatación objetiva. Así, en los escritos de Balfour y Cromer se desprende la oposición binaria entre Oriente y Occidente y la atribución de rasgos irracionales naturalizados para el árabe genérico. La orientalización de Oriente trasluce la ‘actitud textual’ de un sistema cerrado, eterno e intemporal, dotado de validez científica, donde la imagen se confunde quijotescamente con la realidad: «Para el lector, la afirmación escrita es una presencia porque ha excluido y desplazado a ‘Oriente’ como realidad y lo ha convertido en algo superfluo. Así, todo el orientalismo pretende reemplazar a Oriente, pero se mantiene distante con respecto a él» (Said, 2003, p. 46).
El giro narrativo hacia la ficción asimismo desplaza nuestra concepción del mundo hacia visiones vulgarizadas, estereotipadas, simplificadoras de las tensiones que asolan el curso de la vida diaria. Con la generalización del Storytelling, el orientalismo se extiende hacia las imágenes no ya de una geografía distante, sino de nuestro propio acontecer. Las campañas electorales son una muestra paradigmática de cómo el marketing ha urdido relatos de esperanza a partir de biografías idílicas, como la de Barack Obama.
Lo digital orientalizado, un nuevo espacio de colonización
En 1972, bajo el gobierno socialista de Salvador Allende, Armand Mattelart y Ariel Dorfman publicaron Para leer al pato Donald, donde los autores desvelan los mecanismos de colonización infantil a través de figuras animadas. El papel del niño se reduce así a ser público, marioneta de un circuito discursivo cerrado. En realidad, el texto citado aplica la lógica discursiva del orientalismo, como imposición de una realidad fabricada a los lectores, al ámbito de la industria cultural: «Los niños han sido gestados por esta literatura y por las representaciones colectivas que la permiten y fabrican, y ellos -para integrarse a la sociedad, recibir recompensa y cariño, ser aceptados, crecer rectamente- deben reproducir a diario todas las características que la literatura infantil jura que ellos poseen (Mattelart y Dorfman, 1976, p. 17).
En la comunicación de masas confluye así la persuasión formal del orientalismo y la creencia en la verdad de una representación que inhibe la imaginación del espectador. Los ‘agentes imperiales’ descritos por Edward Said tienen como sucesor a la industria cultural, que infantiliza al consumidor, no ya partícipe -aunque desde el marketing se le quiera atribuir cierta soberanía- de la determinación de su futuro.
La orientalización de las conciencias se funde así con los medios masivos de comunicación y con la propaganda moderna, haciendo desaparecer el pensamiento crítico, la deriva utópica a un futuro alternativo a nuestro presente. Se plantea así la ratificación de la sociedad unidimensional constatada por Herbert Marcuse, donde el lenguaje de los mass media identifica «razón y hecho, verdad y verdad establecida, esencia y existencia, la cosa y su función» (Marcuse, 1972, p. 115). Se reduce la libertad del sujeto a una personalización segmentada a partir de la industria cultural y el marketing, mientras la libertad surge «sólo cuando el individuo ya no acepta el estado de cosas existentes y se enfrenta a él» (Marcuse, 1993, p. 240).
¿Cómo enfrentarse al mundo existente cuando el filtro de los motores de búsqueda privilegia las corrientes mayoritarias? El sistema page rank privilegia los sites con mayor número de enlaces, sin tener en cuenta la calidad de cada una de las informaciones. El modelo comercial gobierna también en los medios on line, donde las nuevas formas de publicidad –marketing viral, interactivo- acuden en ayuda de los decadentes spots convencionales en los medios unidireccionales. El resultado es la marginalización de las esferas de contrapoder que se oponen a la hegemonía del sistema mercantil. Las lógicas del don de comunidades hacker, los emergentes territorios virtuales de software libre son arrinconados en guetos virtuales, fuera de los circuitos masivos de la economía de la visibilidad. El entorno virtual alimenta así la homologación a escala global, a pesar de contar con las posibilidades tecnológicas de desintermediar efectivamente las comunicaciones a distancia.
Utopías desustancializadas del espacio electrónico
Contra la inclusión del espacio de mediación comunicativa en el centro del sistema económico tardocapitalista como medio de consumo y producción deslocalizado al servicio del mercado global (véase por ejemplo el Digital Capitalism y el más reciente How to Think about Information de Dan Schiller), son numerosos los mitos, las naturalizaciones de conceptos derivadas del nuevo entorno mediático. Desde las comunidades virtuales y smart mobs (Howard Rheingold) a la tecnología intelectual inclusiva, táctil (De Kerckhove); del poshumanismo cyborg (Haraway, Hayles) a la instauración de la celebrada inteligencia colectiva y ciberdemocracia (Pierre Lévy) y la cultura convergente de creatividad (Henry Jenkins), se evita la confrontación entre el contenido manifiesto de la comunicación digital y sus latencias aún por construir.
La distinción entre lo que la comunicación digital dice ser, como herramienta de solidaridad, y lo que es efectivamente como alienación de las cualidades imaginativas del individuo se presenta así fundamental para impedir que lo virtual diseñado por la industria cultural colonice nuestros impulsos utópicos. El espacio digital comprendido como una nueva frontera, un territorio a explorar -incluso a crear- por el usuario, tiene en primera instancia como filtro el software orientado al modelo comercial. ¿Cómo imaginar un futuro alternativo al presente desde las tecnologías intelectuales diseñadas por Microsoft, Apple, Cisco Systems, Yahoo, o Google? «Lo que no sabes por ti, no lo sabes», escribe Brecht en la Loa al estudio; pero en el mundo digital, como bien señala André Gorz, «la grande majorité connaît de plus en plus de choses mais en sait et en comprend de moins en moins» (Gorz, 2003, p. 11).
Se trata de un conocimiento intuitivo y superficial, que desvaloriza al usuario y le obliga a aceptar de modo tácito lo propuesto por la élite info-industrial. El ciberespacio orientaliza al usuario, tal y como se refleja en el llamado corps virtuel: antes que una virtualidad inacabada, conformamos nuestra experiencia del mundo a partir de fragmentos ya hechos, según la cultura del ‘cortar y pegar’. La metáfora perfecta para la distopía virtual reside en la elección de nuestro avatar -en espacios de representación como Second Life- conforme a tipos genéricos diseñados por los autores implícitos.
Así, la propia imagen es suministrada por la industria cultural, de modo que el usuario cree en la presentación de lo que no es sino representación, tal y como se advierte con el equívoco término telepresencia. Philippe Quéau precisa: «Dans le virtuel, je ne suis plus dans mon corps, je ne suis plus mon corps, je suis devant mon corps» (Quéau, 2000, p. 137), un cuerpo desapropiado, imagen exteriorizada, manipulable. La alienación afecta al usuario tanto como al árabe «que se ve a sí mismo como un ‘árabe’ del mismo tipo que muestra Hollywood» (Said, 2003, p. 427), como al niño ‘disneyficado’. Es nuestra propia imagen como Otro la orientalizada, en el paroxismo de la enajenación, todo ello bajo la ilusión de participar como productores de contenido en los espacios comerciales de la Web 2.0.
Conclusiones
La necesidad de recuperar el pensamiento utópico se hace más urgente por cuanto el criticismo y la capacidad de enjuiciar el momento presente tienden a diluirse. La actual despolitización y déficit democrático puede y debe paliarse mediante el doble movimiento utópico: por una parte, la problematización y exposición de las contradicciones actuales -vertiente negativa-; por otra, la argumentación e imaginación de otros modos de organización posibles, dadas las potencialidades existentes. Es el único modo de forjar proyectos sólidos de esperanza.
Sin embargo, los obstáculos que castran el impulso utópico nos encadenan a un estado inmutable del que no se nos hace responsables. La repetición ad nauseam de categorías sobre las que fundamos los discursos perpetúan lo que Jameson denominó ‘inconsciente político’ -una realidad estereotipada, banalizada, polarizada abole toda posibilidad de oposición- y confirma las peores sospechas, formuladas ya en 1895 por Gustave Le Bon a propósito de la Psichologie des foules. La irracionalidad y la sujeción a esquematismos parecen convertirse en la norma cuando la ‘mediasfera’ se encarga de inventar tradiciones, de orientalizar nuestro pensamiento y actividad. La lógica de la mercancía, la invasión publicitaria, la lógica del crecer por el crecer sin proyecto social alguno fagocitan el inicio de una cultura verdaderamente participativa y creativa en los entornos virtuales.
¿Cuáles son los nuevos conceptos exigidos por Francisco Jarauta para recuperar el impulso utópico? Uno de ellos puede ser la ilustración tecnológica, como medio de apropiación colectiva de las herramientas de pensamiento y acción. De ella habría de nacer la pluralidad ínsita en las potencias de los nuevos espacios tecnológicos de socialización. Sin ilustración tecnológica, los procesos de homologación mental y práctica seguirán siendo definidos por las grandes concentraciones de capital y la rentabilidad económica. La pregunta que se plantea es cómo articular una comunidad global de productores si utilizamos las categorías discursivas de nuestros dominadores, también sojuzgados por su propio discurso. La utopía tecnológica aún está lejos de realizarse. Asumir la coincidencia entre idealidad y hecho representa uno de los resortes que amparan la perpetuación del poder; es abolir todo impulso utópico, y por tanto toda esperanza.
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Artículo extraído del nº 87 de la revista en papel Telos
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