Por Manuel Martínez Nicolás
El potencial de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (NTIC) para impulsar la participación de la ciudadanía en la vida pública exige no solo facilitar el acceso a las tecnologías, sino también afrontar las desigualdades en el grado de compromiso cívico de los ciudadanos1.
El estado actual de opulencia comunicacional en que vino a resolverse finalmente aquella ‘explosión de la comunicación’ de finales de la década de 1980 (Breton y Proulx, 1990) ha tenido como indudable energía inflacionaria la implantación masiva, ya en la década siguiente, de las nuevas tecnologías digitales de la comunicación. No resulta exagerado postular que estamos inmersos en una transformación radical del orden social contemporáneo (llámese como se quiera a lo que está desplegándose: era de la información, sociedad-red, sociedad de la información y el conocimiento), en transición probable hacia una segunda modernidad (líquida o aún no liquidada) que está siendo impulsada en buena medida -y este es uno de sus fenómenos característicos- por la intensa colonización del nuevo entorno digital y su incorporación a casi cualquier ámbito de la actividad humana: el trabajo, la economía, el ocio, la política, el activismo social o las relaciones personales. Se entiende entonces que pensar y actuar sobre las dinámicas abiertas por este proceso de cambio constituya una urgencia teórica y práctica si queremos que el futuro esté a la altura de las expectativas que barruntamos en el presente.
El potencial emancipador de las NTIC
En relación con la política, y más específicamente con lo que cabe denominar con Bobbio ‘acción política’2, las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (en adelante, NTIC) han sido saludadas como una estructura de oportunidades para la renovación democrática, por el potencial que albergan para impulsar el ejercicio de una ciudadanía activamente comprometida en los procesos políticos democráticos.
Articulado en torno al basto neologismo de ‘empoderamiento’ ciudadano, el discurso académico crítico ha insistido en interpretar preferentemente las NTIC como dispositivos facilitadores de la participación ciudadana, noción ésta convertida en una especie de tótem conceptual del que vienen a prenderse buena parte de las vías de superación de algunas de las más acusadas disfunciones que aquejan a las dinámicas político-culturales de las democracias representativas: la apertura y socialización de una esfera pública estrechada por la acción connivente del poderoso complejo político-mediático; la institucionalización de prácticas deliberativas en la conformación de las políticas públicas; la reparación de las pérdidas habidas en el capital social mediante la revitalización de las redes cívicas y comunitarias; el encauzamiento autónomo de la creatividad colectiva al margen de la lógica de las grandes industrias culturales… La condición de posibilidad de que tales expectativas de superación acaben realizándose es la participación ciudadana, y ésta podrá ahora desplegarse en la vida pública en la medida en que la ciudadanía pueda y sepa aprovechar el potencial emancipador que traen consigo las NTIC.
Tratándose del aprovechamiento de este potencial emancipador de poder y saber, el discurso crítico sobre la relación entre acción política y NTIC se ha orientado principalmente en dos direcciones: la primera, ya clásica, referida al derecho de acceso a las NTIC, en el convencimiento obvio de que cualquier ‘hacer’ requiere de un ‘poder hacer’ que lo haga factible; y la segunda, el análisis y evaluación del uso y la apropiación cívico-política que de las NTIC vienen haciendo los grupos sociales más activamente comprometidos en los asuntos públicos, una vez que las experiencias acumuladas comienzan a tener ‘valor de ejemplo’ para demostrar que aquel potencial de emancipación no es vanamente ilusorio.
La reflexión que proponemos en lo que sigue se encuadra en este marco general y pretende desarrollar dos argumentos principales. Primero, señalar la continuidad conceptual y práctica que debe existir entre el acceso a las NTIC y la participación ciudadana en la vida pública, de forma tal que esta última dimensión -y no solo el acceso- también debe quedar atendida en las estrategias de implantación de la Sociedad de la Información y el Conocimiento (SIC) cualquiera que sea el nivel de intervención (local, estatal, supranacional). Y segundo, que la problemática del derecho de acceso, aunque amplia y complejamente planteada en la actualidad, apunta estrictamente a la mediación tecnológica que pesa sobre la apropiación política de las NTIC, para la que el acceso es condición necesaria, pero en ningún caso suficiente.
Sobre el uso de las NTIC para la acción política, actúa además lo que podemos denominar mediación cívica: ese conjunto de actitudes, valores y prácticas sociales que suelen resumirse en el constructo conceptual de ‘implicación’ o ‘compromiso cívico’. El esfuerzo por estrechar la brecha digital, sobre el que pivota el tema del acceso, puede resultar obstaculizado para la constitución de una ciudadanía activa y participante en los procesos políticos democráticos si se renuncia a pensar e intervenir sobre la brecha cívica que segmenta el cuerpo social en función de los distintos grados de compromiso cívico de sus miembros.
Acceso y participación: la estrategia de implantación de la SIC
El discurso promocional y las políticas públicas efectivas para el desarrollo de la SIC vienen colocando en el centro del debate la cuestión del derecho de acceso a las NTIC y tienden a obviar lo concerniente a la participación ciudadana. Esta es la dimensión olvidada -o no activamente promovida, en cualquier caso- en las estrategias oficiales de implantación de la SIC. Y ese olvido parece indicar el punto hasta el que, de momento, están dispuestas a llegar las Administraciones Públicas en este proceso.
Aunque concebida de forma amplia, la práctica limitación de las políticas públicas al derecho de acceso puede rastrearse, por ejemplo, en las actuaciones para impulsar la SIC en España. Uno de los programas centrales con este propósito es la instalación en el territorio español de redes de telecentros de titularidad pública para propiciar el uso de las NTIC por parte de los ciudadanos y particularmente entre aquellos sectores de la población que corren mayor riesgo de quedar excluidos del acceso a las mismas por factores relativos a la clase social (baja), hábitat (rural o zonas urbanas desfavorecidas), edad (mayores), nivel de estudios (básicos o sin ellos) o sexo (mujeres), entre otros. El despliegue de estas redes de telecentros sigue una estrategia de desarrollo por niveles de intervención que revela de hecho los criterios generales con los que el Estado español, por mediación de la entidad pública Red.es y otras agencias autonómicas, está procediendo a la promoción de la SIC en España3. Saravia (2007, p. 23) distingue tres fases sucesivas en este proceso, centradas cada una de ellas en la actuación sobre un elemento particular: infraestructuras, fomento y dinamización del uso de las tecnologías, y servicios.
La primera fase tendría por objeto facilitar el acceso de los ciudadanos a los equipamientos y dispositivos tecnológicos necesarios para su incorporación a la Red Internet en las mejores condiciones técnicas disponibles (conexión de Banda Ancha, por ejemplo). Las redes de telecentros no son sino puntos de acceso público a estas infraestructuras, pero en el mismo sentido actuarían los programas estatales de ayudas para la adquisición de equipamiento informático en los hogares y para la contratación de servicios de conexión a la Red con operadores privados.
Desplegadas las infraestructuras, la segunda fase buscaría fomentar el uso efectivo de las mismas mediante la formación de los potenciales usuarios en las competencias que requiere el manejo de las tecnologías, mostrándoles al mismo tiempo, «como mensaje central de las acciones de difusión tecnológica» (Saravia, 2007, p. 23), la utilidad que puedan tener aquéllas. Esto sería condición antecedente para la tercera fase en esta estrategia, el desarrollo y promoción de productos y servicios con base en la Red, desde el comercio a la Administración electrónicos, que permitiría incorporar el uso de Internet a la vida cotidiana de los ciudadanos tanto en su relación con la Administración del Estado como en cualquier otro orden de la vida social: ocio, trabajo, economía, relaciones personales, etc.
La problemática del acceso está referida a estos tres ámbitos de intervención: el acceso a las infraestructuras tecnológicas, el acceso a las competencias imprescindibles para el uso eficaz de las mismas y el acceso a los servicios en red, tengan un propósito comercial o estén destinados a facilitar la interacción entre los ciudadanos y las Administraciones Públicas. De este modo, el debate académico y la acción política sobre el denominado derecho de acceso han ido ampliándose extraordinariamente en la última década para abarcar ahora diversas cuestiones conectadas de las que dependería que el ‘poder hacer’ al que habilita el mero acceso a equipamientos e infraestructuras dé lugar a un ‘saber hacer’ que capacite para el aprovechamiento efectivo de las NTIC.
Así hay que entender el actual interés por la usabilidad de las tecnologías y la reclamación de una participación activa de los ciudadanos en el diseño de los dispositivos tecnológicos (las propuestas sobre diseño ciudadano o software libre, por ejemplo); o por aquello a lo que se refiere el acertado neologismo de ‘alfabetización digital’, que no se limita al aprendizaje instrumental de las tecnologías (saber manejarlas) (Gutiérrez, 2003), sino que comprendería incluso algunas de las competencias que Hamelink adscribe a lo que denomina ‘capital informacional’, y en concreto aquella referida a la «capacidad intelectual para filtrar y evaluar la información, pero también la motivación para buscarla activamente y la habilidad para aplicarla a las prácticas sociales» (Hamelink, 2000, p. 91). En este mismo abordaje extenso del derecho de acceso, se incluiría también el debate en torno al concepto de ‘ciberciudadanía’ (Pérez, 2004) y, en fin, la discusión sobre los llamados derechos digitales, una ‘cuarta generación’ de derechos humanos «en los que la universalización del acceso a la tecnología, la libertad de expresión en la Red y la libre distribución de la información juegan un papel fundamental» (Bustamante, 2001).
Las estrategias de promoción y desarrollo de la SIC giran, como vemos, alrededor de esta problemática amplia del acceso y en consecuencia tienen por horizonte práctico fundamental el estrechamiento de la denominada brecha digital, una noción que, como es sabido, pretende llamar la atención sobre los desequilibrios y las desigualdades (sociales, territoriales y políticas) en el acceso a las infraestructuras tecnológicas, las competencias, los productos y servicios y los derechos de actuar e intervenir en el ciberespacio, explícitamente restringidos en bastantes países4.
Centradas en el derecho de acceso y en paliar las diversas brechas digitales que lo obstaculizan, aquellas estrategias tienden a dejar en segundo término lo que en propiedad debería constituir la cuarta fase o nivel de intervención en la implantación de la SIC, aquel que debiera plantearse no ya en términos de acceso sino de participación5. Ese nivel de intervención tiene en su horizonte práctico no al ciudadano en tanto que consumidor o súbdito del Estado, mero usuario de productos comerciales o de servicios proporcionados por las Administraciones Públicas, sino al ciudadano en tanto que sujeto político. Actuar sobre esta dimensión no promovida de la SIC no tiene otro objeto que contribuir al ‘empoderamiento’ ciudadano, el fortalecimiento o impulso de una ciudadanía activamente comprometida en la vida pública. Pero si más allá del acceso no hay promoción, entonces aquel olvido será rescatado por los propios ciudadanos mediante prácticas de apropiación cívico-política de las NTIC.
Crisis de la democracia, participación ciudadana y horizonte ético de la SIC
La consideración de los nuevos medios basados en la digitalización (y en particular Internet) como estructura de oportunidades para el impulso de la participación política de la ciudadanía responde en alguna medida a las propias cualidades de aquellas en tanto que tecnologías, por su amplísima capacidad como soporte informativo y, sobre todo, por su aptitud para la interacción comunicativa (la llamada interactividad). Estas cualidades distinguen ciertamente a las NTIC de cualesquiera otras tecnologías de la comunicación que las precedieron -prensa, radio y televisión-, y de ahí las expectativas que abren para la renovación democrática (Coleman, 2001; Díez, 2003)6.
Ahora bien, si ese potencial renovador está pudiendo actualizarse es porque las NTIC irrumpen en un contexto sociopolítico marcado por la insatisfacción con el funcionamiento efectivo de las democracias representativas. El tópico de la crisis de la democracia viene ocupando el debate académico desde hace décadas; y junto a otras disfunciones, probablemente el fenómeno más reiterado en aval de esa tesis sea el de la desafección política de la ciudadanía, señalada por muy diversos indicadores: el retraimiento de la militancia en los partidos políticos, el declive de las redes cívicas y del capital social, el abstencionismo electoral o la desconfianza hacia las instituciones representativas y sus intermediarios. Y aunque estas actitudes no se traduzcan en un rechazo de la democracia como sistema de gobierno, sí indican un cierto desapego o distanciamiento entre el ámbito de lo político y los ciudadanos. Como dice Subirats (2002, p. 91), «no se trataría tanto de un alejamiento en relación con la democracia como sistema de gobierno […], sino de un acusado descenso de la confianza pública en la forma de operar y en el rendimiento de las instituciones representativas».
Las causas de esta crisis de la democracia son de índole diversa, pero probablemente entre ellas no ocupen una posición menor las distorsiones que ha venido acumulando el funcionamiento de la esfera pública. La esfera pública es una institución generada históricamente por la propia práctica democrática para garantizar en lo posible que las decisiones políticas sean tomadas en unas condiciones de publicidad que permitan la presentación y discusión de las distintas opciones sobre las que cabría decidir. Por esta razón Blumler (1987, p. 169) puede sostener que «la democracia es la única forma de régimen cuya legitimación implica necesariamente la comunicación», y esa exigencia impulsó históricamente la constitución de un espacio para el intercambio simbólico público entre gobernantes y gobernados.
Pero este ámbito de interacción entre el Estado y la sociedad civil ha ido transformándose con el tiempo, empujado por dos procesos simultáneos que distorsionan su funcionamiento: de un lado, la práctica exclusividad adquirida por una de las organizaciones emanadas de la sociedad civil, los partidos políticos, como instancia de formación de la voluntad y de la representación políticas en el Estado; y de otro, la centralidad asumida por los medios de comunicación de masas en la regulación del debate público democrático, progresivamente plegado a una lógica mediática que responde a los intereses mercantiles de las empresas de medios y a los criterios autónomos de la cultura profesional del periodismo.
Esa transformación de la esfera pública democrática habría conducido a la constitución de lo que Swanson (1992) caracterizó como ‘complejo político-mediático’, un estado de cosas en el que, no obstante las variaciones contextuales que pueda presentar7, la vida pública democrática tiende a quedar reducida a la interacción entre los grandes partidos políticos y los grandes medios. A este estado de cosas se refiere el término de democracia mediática8, entendida como un modo particular de hacer política y de hacer información que conduce a un bloqueo partito-mediático de la esfera pública que dificulta la participación activa de los ciudadanos en los procesos políticos democráticos al quedar relegados a una posición subsidiaria9.
La dificultad para el ejercicio de una plena ciudadanía política alimenta esas actitudes del cinismo y del malestar cívico (Cappella y Jamieson, 1997; Pharr y Putnam, 2000) cada vez más extendidas en las democracias occidentales. De ahí la reivindicación consecuente de una ‘democracia fuerte’ (Barber, 1984) que reclama la reintegración de los ciudadanos a la acción política mediante la habilitación de instrumentos y procedimientos que habrían de conducir a una promisoria democracia participativa (o deliberativa o inclusiva). Las NTIC irrumpen en este particular contexto sociopolítico, y eso es lo que permite pensarlas como dispositivos con potencial para facilitar la reincorporación de los ciudadanos a la vida pública democrática, como indican las numerosas experiencias prácticas que han ido recabándose en la última década, referidas sobre todo a la acción y la decisión políticas en el nivel local10. El paso de aquellas expectativas a estas realidades refuerza la idea de que estamos viviendo un periodo de transición desde una democracia mediática ya agotada a una todavía emergente democracia digital.
Los usos cívicos de las tecnologías
La capacidad de renovación democrática atribuida a las NTIC se apoya en la evidencia de los variados usos cívicos que los ciudadanos están dando a estas tecnologías, entre los que destacan cinco formas de apropiación que contribuyen al ‘empoderamiento’ político de aquellos: información, interpelación, deliberación, organización y movilización11. Las condiciones de distribución y acceso a la información permitidas por las NTIC, y en particular por la Red Internet, facilitan la ampliación de los sujetos sociales (individuos u organizaciones cívicas) capaces de acceder de manera autónoma a la esfera pública y dar allí curso a sus demandas, propuestas o meros puntos de vista sin depender para ello de la intermediación ejercida hasta ahora por las organizaciones informativas profesionales.
Por otra parte, la idoneidad de estas NTIC para la comunicación interactiva -el correo electrónico, los formatos de entrevistas en línea, etc.- las convierte en un eficaz instrumento de interpelación directa de las élites políticas (miembros del Gobierno, representantes parlamentarios o dirigentes de los partidos políticos) por parte de los ciudadanos. Las élites, obviamente, pueden desatender los requerimientos que se les planteen, pero no será ya sino a costa de mermar la confianza de los ciudadanos y de vaciar de contenido vivo el mandato de representación política.
Esta misma cualidad interactiva de las NTIC está propiciando también la revitalización de las prácticas deliberativas que forman parte del ideal democrático. Ciertamente, estamos lejos de que la formación de la voluntad y la decisión políticas sea el resultado de un diálogo entre iguales, pero algunos dispositivos y formatos surgidos con las NTIC -foros de discusión, chats, listas de distribución, blogs– contribuyen ahora a dar contenido práctico a aquel ideal. La interacción mediada por las NTIC está facilitando, en fin, la organización de redes cívicas, sean coyunturales o estables, tengan o no base física más allá del ciberespacio, y la eficacia de la movilización ciudadana.
Ninguno de estos usos cívicos de las NTIC nos sitúa ante prácticas políticas y figuras de la ciudadanía radicalmente nuevas. Ni el ciudadano que informa y que se informa soslayando la mediación de las organizaciones informativas profesionales; ni el ciudadano que interpela directamente a sus representantes políticos; ni aquel que delibera públicamente; ni los ciudadanos que se organizan y se movilizan. Ninguna de estas prácticas y formas de ser ciudadano surge con las NTIC, evidentemente. Lo que estas aportan de nuevo es, en primer lugar, la posibilidad de otorgar a algunas de ellas (informar, interpelar, deliberar) una cualidad largamente vedada a esas prácticas ciudadanas: la publicidad, la opción de ejercerse y de proyectarse en la esfera pública. Y a otras (organizar, movilizar), les confiere una enorme eficacia, rapidez y capacidad para aglutinar voluntades que solo con mucho coste y esfuerzo podrían alcanzarse por otros medios. Ahí radica, en definitiva, el potencial para la renovación democrática atribuido a las NTIC.
Dado que adviene en unas circunstancias de creciente desafección política de la ciudadanía en los sistemas democráticos representativos, ese potencial de las NTIC no debería ser desaprovechado y habría que situarlo en el centro de cualquier estrategia de implantación de la SI. Más aún, el impulso de una ciudadanía activamente comprometida en la vida pública debe ser el horizonte ético de las actuaciones encaminadas al desarrollo de la SIC, vislumbrado en el sentido de una ética pragmática que, como sostiene Queraltó, es concordante con la racionalidad tecnológica dominante. Para esta, la pregunta primordial es el para qué y no el por qué, de modo que, apostilla Bustamante (2001), «el criterio fundamental de validez es la utilidad, la eficacia, la contribución a una eficiencia que se extiende a todas las facetas de la actividad humana» (Queraltó, 2000, citado en Bustamante, 2001).
De acuerdo con esa ética pragmática que asume el juego utilitario propio de aquella racionalidad dominante, se trataría -continúa Bustamante- «de presentar a la libertad de acción y expresión que caracteriza a Internet como un elemento que contribuye esencialmente a la eficacia y al equilibrio de una sociedad tecnológica». Por esta razón, si la pretensión de que la estrategia general de impulso de la SIC deba ir más allá del acceso para incluir también el fomento de la participación política es planteada en los términos utilitarios del para qué, la respuesta, dado el contexto sociopolítico en el que este proceso está acaeciendo, no admitiría dudas: se trataría esencialmente de contribuir a la eficacia y al equilibrio de las democracias representativas contemporáneas.
Solo desde ese horizonte ético podríamos comenzar a invertir aquella constatación que a finales de la década de 1990 hiciera Dan Schiller (1999), cuando advirtió que «Internet es cuestión de consumidores, no de ciudadanos». De esta manera, promover el acceso a las tecnologías, a las competencias y a los servicios en red dejando al margen las cuestiones relativas a la participación política democrática supone, de hecho, renunciar en el proceso de desarrollo de la SIC al horizonte ético pragmático del ‘empoderamiento’ de la ciudadanía.
Las problemáticas del derecho de acceso y de la participación están íntimamente ligadas, por tanto, en dos sentidos: porque una -el acceso- es condición necesaria para la otra; pero también porque sin ésta -la participación-, aquella no interpelaría al ciudadano más que bajo las formas del consumidor y del súbdito, pero nunca en tanto que sujeto político pleno y autónomo.
Pero si la problemática de la participación ciudadana debe situarse en el centro de las estrategias de despliegue de la SIC, entonces se trata no solo de reflexionar y actuar sobre las distintas brechas digitales que obstaculizan el acceso, sino también de pensar e intervenir también sobre todas aquellas otras mediaciones que, más allá de las estrictamente tecnológicas (sean estas relativas a la disponibilidad, al uso o al aprovechamiento de productos y servicios), están interfiriendo en una plena y extensa apropiación política de las NTIC. Una de esas otras mediaciones distinta de la brecha digital es la que podemos denominar, análogamente, brecha cívica.
De la brecha digital a la brecha cívica
El uso político de las NTIC -y, por tanto, la posibilidad de que pueda realizarse la potencialidad que contienen para generar nuevas formas de gobernanza democrática y el ejercicio de una ciudadanía política activa- no depende solo de que se garantice el acceso a las mismas, sino también del grado de implicación cívica de los individuos, los grupos y, en general, las sociedades. Dicho de forma más apropiada: la implicación cívica de los individuos, los grupos y las sociedades es condición necesaria para que se produzca una apropiación política de las NTIC.
El de implicación cívica12 es un constructo conceptual que hace referencia al conjunto de valores, actitudes y prácticas mediante los que los ciudadanos enjuician, afrontan e intervienen en los asuntos de vida pública, entendidos como aquello que interesa, preocupa o afecta a toda la sociedad o a una parte de ella. Algunos de esos asuntos públicos pueden acabar convirtiéndose en problemas políticos, en el sentido que da Bobbio (1995, p. 60) a este término: «aquellos que requieren de soluciones a través de los instrumentos tradicionales de la acción política», cuya finalidad, como ya señalamos, es «la formación de decisiones colectivas que, una vez tomadas, se convierten en vinculantes para toda la colectividad». Es consustancial a la implicación cívica, por tanto, esa componente de proyección de valores, actitudes o prácticas hacia el espacio público.
Para la valoración del grado de implicación cívica de individuos, grupos y sociedades suele recurrirse a una amplísima variedad de indicadores empíricos. Así, la elaboración del America’s Civic Health Index13, probablemente el estudio más ambicioso al respecto, se basa en la medición de 40 indicadores distintos reunidos en nueve categorías, entre ellas la participación comunitaria (pertenencia a asociaciones cívicas o religiosas y compromiso con sus actividades); la confianza en la gente y en las instituciones (el gobierno, los medios de comunicación); la contribución a actividades caritativas o de voluntariado social; la participación y expresión políticas (voto, campañas electorales, militancia en partidos o sindicatos, contacto con los medios o con las instituciones y organizaciones políticas, asistencia a manifestaciones o actos de protesta); el seguimiento y la comprensión de las noticias y de los asuntos públicos o la percepción de la propia eficacia política (esto es, la sensación de que uno puede influir realmente en los procesos políticos). El índice de activismo político manejado por Norris (2004, p. 27) incluye 21 indicadores agrupados en cuatro grandes categorías: el voto en las elecciones; la colaboración en actividades relacionadas con las campañas electorales, incluyendo la militancia en partidos políticos; la intervención en acciones en defensa de alguna causa (recoger firmas, boicotear productos o manifestarse en la calle) y la participación en cualquier tipo de asociación cívica (sindical, deportiva, religiosa, profesional, educativa, etc.).
La diversidad de los indicadores necesarios para hacer accesible a la observación la implicación cívica da cuenta de la complejidad de lo que pretende expresar el concepto. Pero aparte de su utilidad para medir el grado de salud cívica de individuos, grupos y sociedades -que daría pie a la consideración capciosa de que aquellos puedan estar cívicamente enfermos y a discutir quién y sobre qué referencia decide tal cosa-; aparte de esa utilidad, decimos, el estudio empírico de esta cuestión está permitiendo desvelar la existencia de una brecha cívica que habrá que entender, para mantener el correlato con la idea de brecha digital, como un desequilibrio o desigualdad entre individuos, grupos y sociedades en cuanto a su implicación cívica.
Parece de sentido común: es evidente que no todo el mundo se siente igualmente concernido o capacitado para intervenir sobre los asuntos públicos; y es evidente, en consecuencia, que no todo el mundo actúa en igual medida sobre ellos. Tienen razón, por tanto, los impulsores del Center for Communication and Civic Engagement (CCCE) de la Universidad de Washington (en Seattle), dirigido por W. Lance Bennett, cuando afirman que «el compromiso cívico [civic engagement] no se halla igualmente distribuido en la sociedad»; pero llaman abiertamente a la reflexión cuando agregan que «el declive de los niveles de compromiso no afecta de igual modo a todos los sectores de la sociedad. Por ejemplo, en las comunidades urbanas más empobrecidas, donde es más necesario afrontar los problemas colectivos, demasiado a menudo los jóvenes carecen de confianza en su eficacia política y en su capacidad para cambiar los problemas que experimentan cotidianamente»14. Esto no indica más que la necesidad de analizar y explicar el fenómeno de la brecha cívica para determinar, entre otras cuestiones, qué parámetros explican su variabilidad social (sexo, edad, hábitat de residencia, niveles de educación, etc.) y, sobre todo, qué consecuencias está teniendo la segmentación de las sociedades en grupos con grados diferentes de implicación cívica en los distintos procesos sociales y políticos. Por ejemplo, sobre este que nos ocupa del ‘empoderamiento’ ciudadano mediante el uso y apropiación política de las NTIC.
Indicadores de la brecha cívica
Aunque no se haya conceptualizado de este modo, la evidencia empírica que permite sostener la existencia de una brecha cívica -sea cual sea el sujeto de estudio: individuos, grupos, sociedades- es abundante. En el caso de España, apunta a esta idea, por ejemplo, la conclusión que obtienen Noya, Rodríguez y Romero (2008, p. 269) en un reciente estudio sobre la relación entre capital social disponible en distintos territorios y la implantación de la SIC: «En el campo de la producción de conocimiento […] nuestros análisis apuntan a que las diferencias de innovación tecnológica entre Comunidades Autónomas españolas, además de estar relacionadas con factores económicos y políticos, también pudieran obedecer a la acumulación diferencial de capital social». Esa ‘acumulación diferencial de capital social’ indicaría la existencia de un desequilibrio -una brecha- entre territorios que estaría afectando al proceso de innovación tecnológica.
E igualmente pueden detectarse tales desequilibrios o desigualdades entre grupos sociales, si atendemos a los indicadores que remiten más estrictamente al concepto de implicación cívica. Valgan tan solo como muestra15 los resultados obtenidos por los sucesivos barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en los que se recaba periódicamente información sobre variables relativas a la implicación cívica: la confianza en los demás y en las instituciones, la frecuencia con la que se habla o discute sobre temas políticos, el interés y seguimiento de la información de actualidad, la percepción de eficacia política o la participación en asociaciones y actividades públicas16. Basta un somero análisis de esos datos para hacer plausible la hipótesis de la brecha cívica, con significativas diferencias en todos los indicadores en función de variables sociodemográficas como edad, ocupación, estatus socioeconómico o tamaño del municipio.
En tanto que indicador de una desigualdad social caracterizada en términos de implicación, el interés por la brecha cívica no estriba principalmente en la constatación -o no- de su existencia sino, como decíamos, en la influencia que tal desigualdad pueda estar ejerciendo sobre determinados procesos sociales y políticos. Por ejemplo, decíamos también, sobre el de la apropiación cívico-política de las NTIC y la consecuente ganancia de poder para el ejercicio de una ciudadanía activa, un asunto que centra buena parte de las expectativas depositadas en las NTIC para la renovación de las democracias representativas.
De entrada, hay que convenir con Blumler y Coleman (2001, p. 14) cuando dicen que «el potencial cívico de Internet es mayor que su uso. Aunque se han llevado a cabo numerosas iniciativas innovadoras, no ha habido todavía una explosión del diálogo público utilizando las NTIC». Que no haya habido explosión no quiere decir, obviamente, que no haya habido una cierta explotación o aprovechamiento cívico-político de las NTIC. Y lo que es pertinente para nuestra discusión aquí es dilucidar el perfil cívico de quienes lo han hecho.
La cuestión ha enfrentado dos posiciones que Norris (2001, pp. 217-219) identifica como hipótesis de la movilización y del refuerzo. Quienes sostienen la primera consideran que las NTIC pueden servir para estimular el compromiso cívico y la participación política de «quienes se hallan habitualmente marginados del sistema político vigente -tales como las generaciones más jóvenes, la gente que vive en comunidades periféricas aisladas o minorías políticas alternativas desafectas al sistema tradicional-, de manera que tales grupos irán incorporándose gradualmente a la vida pública» (Norris, 2001, p. 218). Los partidarios de la hipótesis del refuerzo estiman, en cambio, que las NTIC serán utilizadas preferentemente por aquellos ciudadanos y grupos sociales ya activamente implicados en los asuntos públicos (motivados, informados, interesados, partícipes), que sustituyen o complementan los recursos y canales (de información, interpelación, deliberación, organización y movilización) hasta ahora existentes por las NTIC.
La evidencia empírica disponible parece decantar la razón, de momento, del lado de la hipótesis del refuerzo. En este mismo trabajo, Norris (2001, pp. 222-229) pone en relación datos referidos a los usos políticos de Internet y al compromiso cívico en los quince países integrados entonces (1997-1999) en la Unión Europea (UE) y concluye que «la emergencia de un sistema político virtual probablemente esté facilitando un incremento de los conocimientos, interés y activismo de quienes están ya más predispuestos hacia el compromiso cívico, reforzando el patrón general de la participación política» (Norris, 2001, p. 228).
Un estudio posterior de esta misma autora a partir de datos obtenidos en 2002 en los entonces diecinueve países de la UE confirmaba, en líneas generales, esta misma conclusión: «Los usuarios regulares de Internet son significativamente más activos políticamente» (Norris, 2004, p. 13). A esta misma idea, en definitiva, parece apuntar Castells (2003, p. 202) cuando dice que «de hecho, sería muy sorprendente que Internet consiguiera cambiar, por medio de la tecnología, el profundo desencanto político que siente la mayoría de los ciudadanos del mundo».
Las tesis de la movilización y del refuerzo asumen, como vemos, la existencia de una relación directa entre el uso político de las NTIC -y en particular Internet- y la implicación cívica; y de hecho ambas son perfectamente compatibles con la idea de brecha cívica. Lo que las diferencia, sin embargo, es algo ciertamente relevante en términos teóricos y prácticos: la dirección de esa relación; o por decirlo de otro modo, cuál de los elementos relacionados es condición antecedente y cuál otra situación consecuente.
Para la tesis de la movilización, la apropiación política de las NTIC redundaría en un incremento de la implicación y la participación de los usuarios; sería, pues, condición para generar compromiso cívico.
La del refuerzo invierte esa relación: el uso político de las NTIC dependería del nivel de implicación y participación del que, previamente a ese uso, dispongan individuos y grupos. El compromiso cívico actuaría en esta hipótesis como condición antecedente de la apropiación política de las NTIC, como factor necesario para que ésta se produzca y no como situación resultante. En definitiva, a mayor implicación cívica, mayor uso político de las NTIC, y no al revés.
Si aceptamos, además, que existe una desigualdad entre individuos y grupos sociales en cuanto a su grado de compromiso y participación en la vida pública, el corolario al que conduce la tesis del refuerzo es la posibilidad de que el aprovechamiento del potencial político de las NTIC no esté sirviendo para estrechar la brecha cívica, sino para ampliar la distancia entre quienes ya están activamente implicados en los asuntos públicos, que usan las NTIC para reforzar su capacidad de intervención, y quienes no. En su teoría del ‘círculo virtuoso’, Norris (2001, pp. 230-231) aborda esta eventualidad con el cierto optimismo de quien ve el vaso medio lleno: al menos las NTIC ayudarán a consolidar el compromiso cívico de quienes ya ostentan estas actitudes. Pero reconoce a continuación el riesgo de que se genere y expanda lo que denomina brecha democrática: «Lejos de movilizar a la generalidad de la ciudadanía [the general public], Internet puede incrementar la división entre activos y apáticos [políticamente] en las sociedades» (Norris, 2001, p. 231). Nosotros, en cambio, preferimos ver el vaso medio vacío, pues de persistir esta brecha cívica, la apropiación política de las NTIC podría acabar siendo algo testimonial, ocasional, marginal o periférico, frustrando así ampliamente las expectativas depositadas en el potencial de renovación democrática de las NTIC.
Apunte final
Aunque los resultados de numerosos trabajos empíricos avalan de momento la tesis del refuerzo -y, en consecuencia, dan plausibilidad a la idea de que los patrones vigentes en el uso político de las NTIC extienden la brecha cívica-, lo cierto es que no está dicha todavía la última palabra sobre el impacto de las NTIC en el compromiso cívico y el impulso al ejercicio de una ciudadanía activa. Atendamos en este apunte final a un par de reflexiones que abren vías en esta dirección.
Los resultados que de momento va alcanzando el Civic Learning Online Project del Center for Communication and Civic Engagement de la Universidad de Washington permiten establecer dos modelos o paradigmas de ciudadano comprometido (Bennett et al., 2008, p. 8), que los autores denominan dutiful citizen y actualizing citizen. La primera de estas identidades ciudadanas, correspondiente a las generaciones ya adultas17, siente el compromiso cívico como un deber que se ejerce en el ámbito del sistema político tradicional y por mediación de los mecanismos de participación convencionales: el voto, la militancia en partidos y organizaciones sociales, etc. Las generaciones más jóvenes, en cambio, se adecuarían al modelo del actualizing citizen, para el que el compromiso cívico sería una especie de potencial ciudadano que se pone en práctica (se actualiza) para enfrentar problemas sociales concretos recurriendo para ello a cualquier instrumento de intervención disponible.
La del actualizing citizen es, si se quiere, una implicación cívica más difusa que aquella del dutiful citizen, pero que justamente puede ser espoleada en su actualización efectiva por las NTIC por la capacidad de estas para construir entornos tecnológicos participativos. Lo relevante no es que esa capacidad esté siendo canalizada por las generaciones más jóvenes para hacer un intensivo uso lúdico y social de las NTIC, sino el cultivo de actitudes y aptitudes participatorias que estas tecnologías estarían facilitando.
La segunda de las ideas que queremos destacar sobre esta cuestión es la propuesta de Blumler y Coleman (2001, pp. 16-18) para generar recursos públicos cívicos (civic commons) en el ciberespacio, mediante la creación de una estructura permanente «que pueda aprovechar de forma más completa el potencial democrático de los nuevos medios interactivos». Y para que esta iniciativa no se atasque otra vez en el limbo de los buenos propósitos, los autores apuestan por un decidido compromiso del Estado, al que reclaman el «establecimiento de un absolutamente nuevo tipo de agencia pública, encargada de forjar un renovado vínculo entre la comunicación y la política, y de conectar de forma más significativa la voz de la gente con la actividad de las instituciones democráticas» (Blumler y Coleman, 2001, p. 16).
La tesis de la movilización no debe ser, por tanto, descartada en absoluto, siempre y cuando se trabaje explícitamente en esa línea. Pero eso requiere, como vemos, modificar algo el sentido en que ha venido pensándose la relación entre NTIC y participación ciudadana para reconocer, en primer lugar, que la posibilidad de esa conexión depende en buena medida de la energía que transmite al proceso la implicación cívica. El reconocimiento de tal cosa debería tener consecuencias inmediatas sobre las políticas públicas o las actuaciones procedentes de la propia sociedad civil dirigidas a procurar una renovación democrática mediante el estímulo de aquella participación ciudadana: el centro de cualquier intervención no radica solo ni principalmente en la promoción de las tecnologías, sino también en el reforzamiento de la educación cívica y en la creación de estructuras permanentes decididamente comprometidas con ese propósito.
Esta es la condición para obtener esas ganancias en la implicación cívica y en los recursos participativos que llevarían a una ciudadanía políticamente activa mediante el uso de las NTIC. Abocarse exclusivamente sobre la problemática del acceso tecnológico -a infraestructuras, competencias o productos y servicios- marginando las otras es recorrer un camino que llevará adonde lleve, pero no necesariamente al ‘empoderamiento’ político de la ciudadanía. Comprar ordenadores es fácil; pero no lo es tanto promover ese conjunto de actitudes, valores y prácticas que conforman el compromiso de los ciudadanos con la vida pública y ofrecerles las oportunidades institucionales efectivas para ejercerlo.
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Notas
1 Este trabajo forma parte del proyecto de investigación Nuevas tecnologías de la información y participación ciudadana. Formas de mediación local y desarrollo comunitario de la ciudadanía digital, financiado por el Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica 2008-2011 8CSO2008-02206/SOCI).
2 Esto es: «[…] la acción que tiene como fin la formación de decisiones colectivas que, una vez tomadas, se convierten en vinculantes para toda la colectividad» (Bobbio, 1995, p. 60).
3 La entidad pública empresarial Red.es, dependiente del Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, es la encargada del planeamiento y gestión de programas para el desarrollo de la SIC en España y responsable de la creación de una red estatal de telecentros que operan junto a otros impulsados por las Administraciones Autonómicas. A mediados de 2007, Saravia identificaba 17 redes de telecentros que reunían en torno a 5.000 estaciones en toda España. El trabajo de Antonio Saravia, miembro del Comité de Dirección de Red.es, es una ponencia presentada al VI Congreso Nacional de Telecentros y Redes de Telecentros, celebrado en Mérida en marzo de 2007, cuya presentación es accesible en: http://www.telecentros2007.net/press_/dia15/11_00/AntonioSaravia.pdf. Las referencias que hagamos a páginas concretas de este trabajo indican el número de diapositiva correspondiente.
4 La literatura académica sobre la brecha digital es abrumadora. Véase por ejemplo: Norris (2001); Servon (2002) y Kuttan y Peters (2003).
5 Para un planteamiento similar, véase Marí (2007, pp. 466-467).
6 Lo que planteamos en esta sección ha sido abordado previamente en Martínez Nicolás (2002, pp. 83-92), Martínez Nicolás, Tucho y García de Madariaga (2005, pp. 22-25) y Martínez Nicolás (2007, pp. 218-219), cuyas ideas centrales glosamos y completamos aquí.
7 Véase Hallin y Mancini (2004), donde se identifican tres modelos de relación entre los sistemas político y mediático: el liberal, característico de EEUU y del Reino Unido; el democrático corporativo, propio del Norte y Centro de Europa; y el pluralista polarizado, de los países del Sur europeo, entre ellos España.
8 Véase Swanson y Mancini (1996) y Muñoz y Rospir (1999). Para una discusión reciente del concepto, véase Dador (2008, pp. 135-137).
9 Para algunos análisis empíricos de esa situación de bloqueo y las consecuencias políticas que puede deparar, véase Sampedro y Martínez Nicolás (2005) y Martínez Nicolás y Humanes (2009).
10 Para ceñirnos exclusivamente a la literatura académica en español, véanse los distintos informes recopilados en Finquelievich (2000), Marí (2004) y los trabajos de López et al. (2003), Marí (2007), Vizer (2007) y Marí y Sierra (2008).
11 La exposición que sigue está basada en Rodotà (1997), Coleman (2001), Dader (2001) y Martín (2001).
12 Otros términos igualmente válidos para este mismo concepto serían el de compromiso cívico y de participación cívica, que es el utilizado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el marco de la esfera de intervención denominada Gestión Pública Democrática (PNUD, 2002). En algún sentido, como veremos, apunta a esta misma idea la noción de activismo político (political activism) que ha utilizado recientemente Norris (2004) para referirse a lo que en trabajos anteriores (Norris, 2001) denominaba compromiso cívico (civic engagement). Y ahí apunta también la más comprensiva de capital social (Putnam, 2003). Para una crítica a este último concepto, véase Navarro (2003).
13 El America’s Civic Health Index es realizado por la National Conference on Citizenship (NCC), una organización privada sin ánimo de lucro comisionada por el Congreso de los Estados Unidos de América. Hasta el momento, la NCC ha publicado dos informes sobre la salud cívica estadounidense, correspondientes a los años 2006 y 2007.
14 Estas consideraciones se realizan en la presentación de uno de los múltiples proyectos de investigación-acción promovidos por el CCCE, el denominado Becoming citizens. Véase http://ccce.com.washington.edu/projects/becomingCitizens.html.
15 Como puede comprobarse, esta sección tiene un carácter básicamente programático. El desarrollo de lo que aquí planteamos sobre la brecha cívica, y de lo que comentaremos más adelante sobre la relación entre ésta y el uso político de las NTIC, sobre todo en el caso de España, queda pendiente para próximos trabajos.
16 Véase por ejemplo el estudio 2749 del CIS, publicado el 14 de enero de 2008.
17 Los nacidos antes de la década de 1980; es decir, «antes de que sus sociedades experimentasen el impacto de la globalización» (Bennett et al., 2008, p. 9).
Artículo extraído del nº 86 de la revista en papel Telos
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