Lo primero que hay que preguntarse es si la prensa tiene futuro; si va a sobrevivir la prensa de papel -generalista, pero no solo generalista, de pago y gratuita- tal como la hemos conocido durante el último siglo. A mis alumnos de la Escuela de Periodismo de El País les saludo con una especie de parábola casi funeraria: el ciudadano occidental ha venido realizando secularmente cada mañana una operación consistente en levantarse, salir a la calle, andar unos metros -si la distancia es mayor, es otra cosa- para llegar hasta una estructura habitualmente de madera, alargar unas monedas -si es un billete, suele ser también algo diferente- y recibir un fajo de papeles impresos al que llamamos diario. Y esa operación, que todavía congrega a diario a algunos centenares de millones de personas, la llevarán hoy a cabo menos personas que ayer, pero más que mañana. La motivación fundamental de que siga produciéndose es fundamentalmente la inercia. Mi padre así lo hizo; como el padre de mi padre.
Una profesión en riesgo
La razón es conocida: Internet. Igual que la máquina de vapor reemplazó al molino o a cualquier otro apaño con semovientes, una posibilidad de comunicación limpia, instantánea y de momento gratuita viene a sustituir al engorroso desplazamiento matutino. El medio electrónico nos trae el periódico a casa y de cualquier rincón o lengua del planeta. Y si es verdad que los periódicos especializados parecen tener mejor defensa, no hay que dar por sentado que el carácter más de tribu o germanía y más fidelizable de sus lectores vayan a mantener indefinidamente a los bárbaros a extramuros del fuerte asediado.
A comienzos del siglo XX la radio se convirtió en instrumento para la difusión masiva de información y muchos predijeron la defunción del periódico, pero la prensa supo diversificar intereses y capacidad de análisis y el nuevo medio se convirtió incluso en una manera de ar al ciudadano de que si de verdad quería saber lo que había pasado, eran los periódicos -especialmente los llamados quality papers– los que tenían la respuesta.
La televisión fue un hueso más duro de roer, en especial porque su competencia en el mercado publicitario sí que hacía daño, pero hasta la implantación de las grandes cadenas informativas de ámbito mundial la amenaza resultaba manejable. La imagen muestra, pero no siempre explica ni responde.
Pero todo eso ha dejado de ser así en la era digital, porque ni radio, ni televisión competían directamente con la prensa; eran un gong, un estampido, una conmoción, pero raramente escrutaban el acontecimiento como un buen texto es capaz de hacer. La prensa digital, pensada directamente para ese medio o como versión electrónica de un periódico impreso, sí es, en cambio, prensa. Y la palabra escrita, con el suntuoso acompañamiento de imagen y sonido, señorea sobre cualquier otro medio.
Por primera vez en la historia y de forma masiva el ciudadano puede comunicarse directamente con el ciudadano. Sin intermediarios. Mientras baja la difusión de los diarios impresos en todo el mundo desarrollado, aumenta la lectura en el medio digital. La extraordinaria y ruinosa paradoja consiste en que nunca se había leído tanto; pero la operación digital, aunque crezca desmejorando en parecida proporción las cuentas de la prensa de papel, no ha conseguido, salvo en algún caso muy puntual, compensar las pérdidas del impreso. No había business plan. Pero eso era solo el comienzo. El crecimiento exponencial de estos años no ha sido tanto el de las operaciones digitales de sistemas organizados de difusión de la información como el de esa comunicación puerta a puerta, de ciudadano a ciudadano, en forma de las llamadas redes sociales. Y esa no es ya una amenaza contra el papel, sino contra la propia idea de información gestionada por profesionales legalmente habilitados para ello. La religión tiene sus sacerdotes, la arquitectura sus peritos, la medicina sus brujos con carrera, el derecho sus litigantes con diploma ¿Y los periodistas?
La fragmentación del trabajo periodístico
Asistimos hoy a una intensa fragmentación de la forma de entender el quehacer periodístico. Los nichos de interés se han multiplicado: un amigo fundó hace unos años en Francia una publicación digital sobre la actividad museística del país. Solo eso y a la vez todo eso. El trabajo periodístico se ha ido poblando de ramificaciones de presunción especializada. El periodismo puede ser ‘de precisión’ -¿cuándo no lo era?-; ‘ciudadano’ -¿qué era antes, sideral?-; ‘narrativo’ -esta es la mejor de todas-; y en particular la del periodismo ‘ciudadano’ viene en forma suicida a confortar la peor -aunque legítima- asechanza: el ciudadano se convierte en actor irrestricto de la información, de manera que un apreciable intento de interesar al lector transformándolo en protagonista directo, difumina el papel del ‘sumo sacerdote’: el periodista.
Las redes sociales ya lo estaban haciendo, pero el llamado periodismo comunitario les está echando una mano. Y, al mismo tiempo, me parece difícil de discutir que las horas que sobre todo la juventud que frecuenta las redes sociales, deben necesariamente deducirse de sus ganas de consumir información difundida por esos sistemas organizados. Si hoy el ciudadano dedica -es un decir- tres horas diarias a Facebook de un total de seis o siete entregadas al consumo de algún tipo de información/comunicación, ese tiempo se resta de la atención que pueda prestar a los citados sistemas profesionalizados.
Pero no se trata de sostener que cuando las horas sean seis o más la prensa (impresa o digital, especializada o trasladada a una pantalla que recientemente imita el formato de un periódico clásico) vaya matemáticamente a desaparecer. No es posible hacer una traslación mecánica, pero sería igualmente majadero negar que todo incremento del tiempo dedicado a recibir y transmitir información/comunicación debilita el interés por consumir el trabajo de los profesionales. Esos no son, sin embargo, los únicos problemas que podría estar creando la adicción a este ‘puerta a puerta’.
El sociólogo británico Tony Judt, recientemente fallecido, tiene unas palabras muy a propósito de esa fragmentación que favorece el medio electrónico, en su último póstumo, Ill fares the land: «Estamos familiarizados con las quejas por la atomización que produce Internet. Si todos seleccionamos fragmentos de conocimiento e información de nuestro interés particular, pero si evitamos la exposición a todo lo demás, formamos, sin duda, comunidades de afinidades electivas, al tiempo que perdemos todo contacto con las afinidades de nuestros vecinos […] los hay que leerán sobre catástrofes ambientales y cambio climático; otros preferirán debates de política nacional, pero ignorarán los acontecimientos del mundo exterior. En el pasado y gracias a la prensa todos habrían sufrido algún tipo de exposición a esas materias. Hoy ya no es así […] Pero incluso si los estudiantes de Berkeley, Berlín o Bangalore poseen esas afinidades, estas no constituyen una comunidad. El espacio cuenta y la política es una función del espacio; los periódicos impresos están espacialmente constituidos […] el acceso en tiempo real a otro individuo a medio mundo de distancia no es sustituto»1. En otras palabras, que el mundo que unificaba la prensa, impresa o digital, está siendo atomizado en millares de celdillas cuasi individuales de información/comunicación parcializada. El mundo que en el siglo XX se unificaba por la comunicación, se hace una taifa de sensibilidades múltiples por el progreso de esa misma comunicación.
Noticias a la carta
Sería temerario ir más allá de unas someras conclusiones:
– Sobran periódicos de papel en todo el mundo desarrollado y es de prever que en unas décadas -estudiosos norteamericanos dicen ‘años’- hayan desaparecido muchos de los existentes. Los diarios especializados -deportes, economía, etc. – tienen más defensa, pero sería ilusorio creerlos al abrigo del tsunami descrito. Y los que perduren tendrán menos páginas, venderán menos ejemplares y deberán vivir del periodismo de investigación; de la agenda propia que les distinga de la competencia, de forma que uno/a compre ‘su’ diario porque solo allí encuentra la representación de la realidad que prefiere.
– El periodismo digital seguirá creciendo, pero, aunque adquiera el formato de lectura en pantalla a imitación de la página de periódico, no tiene el futuro asegurado a causa del crecimiento todavía mayor de la comunicación ‘puerta a puerta’.
– Y, finalmente, la situación así descrita de decaimiento del papel, nula o insuficiente rentabilidad de la prensa electrónica y algún grado de sustitución de ambas por las redes sociales, puede que haya de convivir con formas diferentes de concebir la profesión. Hay quien habla de una diseminación del trabajo periodístico organizado en miles de pequeños productores de contenidos sumamente especializados, como el amigo que fabricaba información museística, que venderán su material a unas cuantas grandes corporaciones, que podrían ser las sucesoras de los grandes diarios y lo harían llegar al público. Así, un típico lector de periódicos podría aspirar a elaborar su propia dosis diaria de información, recabando de una o varias de esas entidades lo que le interesara del menú que ofrecieran y renovaran permanentemente. Como si fuéramos al mercado y pidiéramos dos libras de Oriente Próximo, los últimos tres artículos de Fernando Savater y la entrevista con el más reciente premio Nobel de lo que sea.
Nota
1 Traducción del autor.
Artículo extraído del nº 86 de la revista en papel Telos
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