Por Ignacio Muro Benayas
La mercantilización de la información no es la causa de la crisis de los medios de comunicación; y si en algún momento lo hubiera sido, mejor es recorrer el camino completo y exigir que llegue al consumidor cargada de calidad y transparencia. Tampoco es cierto que globalización y uniformidad vayan de la mano. No son ésos los peligros que acechan al progreso social. La crisis de los medios tiene su origen en una paradoja: siendo parte de la seña de identidad de la Sociedad de la Información (SI), se le ha atragantado, más que a otros, la cultura digital, su rasgo más característico.
El declive de los medios generalistas
El análisis de tan curiosa paradoja merece un pequeño rodeo. Durante mucho tiempo, hasta las últimas décadas del siglo pasado, el sistema económico nos estuvo educando en la uniformidad, generalizando la idea de que ‘estábamos cortados por el mismo patrón’. La cultura de masas empujaba a que leyéramos lo mismo, viéramos las mismas películas y asumiéramos un modelo de comportamiento que giraba alrededor de una horma que coincidía con lo más frecuente, con la moda. La representación gráfica de esa realidad era la campana de Gauss -expresión de la Ley de Paretto-, que concentraba el comportamiento del 80 por ciento de la gente en el 20 por ciento de las opciones, mientras que sólo una minoría, el 20 por ciento restante, ejercía su libertad y se dispersaba entre el 80 por ciento de las opciones restantes. Esa distribución solía ser simétrica, a un lado y a otro de lo que se consideraba ‘normal’; es decir, lo más frecuente, lo mayoritario.
Esa tendencia del mercado hacia la concentración uniformizadora se ha trastocado en los últimos tiempos. Un ejemplo recurrente es la evolución de las audiencias de las televisiones. En España, por ejemplo, el dato acumulado de los tres principales canales, TVE, Tele5 y Antena3, era en el año 2000 del 85 por ciento; en 2005 había descendido hasta el 80 por ciento, para caer después aceleradamente y alcanzar, en febrero de 2008, sólo el 52 por ciento y, en el mismo mes de 2009, el 47 por ciento. El apagón analógico previsto para 2010 puede rebajar esa cifra hasta el 40 por ciento. La crisis de las televisiones masivas generalistas es sólo un anticipo del declive de todos los grandes medios generalistas asociados a la cultura analógica. Y a la cultura de masas.
Incidencia del cambio de los sistemas productivos
¿Qué ha pasado? La cuestión es que los protocolos de Internet han cambiado las leyes de distribución y las reglas del mercado. Ocurre en todos los sectores y, más aún, cuando se trata de intercambios de intangibles: en la medida en que se abandonan los soportes materiales (el papel en los diarios, los CD en música y cine), se modifican las pautas de distribución tradicionales. «En la Red, lo minoritario es popular», afirmó Chris Anderson, redactor jefe de la revista Wired y autor de la expresión ‘larga cola’. Afecta a toda la industria cultural productora de bienes simbólicos. En esos casos, la expresión estadística de las conductas sociales deja de tener forma de campana para adaptarse a la de hipérbola, una curva que refleja mejor un comportamiento crecientemente disperso. Entonces, las opciones dominantes pasan a atraer a mucha menos gente que antes, alrededor de un tercio del total, para diseminarse el resto en una larga cola compuesta por infinitos colectivos identificados con modos de vida -y productos- alejados de la moda. Dicho de otra forma, la moda se dispersa de manera que lo más normal es cada vez menos frecuente.
Pongamos otro ejemplo que no suele ser conocido. Todo el mundo piensa que la lengua inglesa sale reforzada por el predominio tecnológico y económico de Estados Unidos; así ha sido en todas las redes masivas de distribución cultural, pero no lo es en Internet, paradigma del mundo digital. Según los estudios realizados por el Observatorio de la Diversidad Cultural y Lingüística en Internet (FUNREDES), el peso del inglés cayó del 75 por ciento en septiembre de 1998 al 45 por ciento en 2007. Esos 30 puntos han sido ocupados por lenguas europeas (español, francés, alemán, italiano, portugués) que casi han duplicado su presencia, pero también por el chino -que triplica su presencia-, junto con una variedad de lenguas orientales que encabezan una larga cola en la que aparecen lenguas sin estado, como el catalán, o lenguas de gran peso regional pero de regiones muy pobres, como el suahili. El mismo Google recorre y da servicio en 42 de esas lenguas.
Las leyes de distribución han cambiado porque han cambiado las ecuaciones de producción. Cada vez más, las empresas generan una infinidad de líneas de productos, gamas, versiones y acabados que fomentan la sensación de personalización de los productos. Esa revolución en la oferta está permitiendo también a las personas educar sus gustos en la diversidad, huyendo definitivamente de la uniformidad y la estandarización que habían degradado al hombre al papel de consumidor pasivo. Nada nos impide seguir siendo consumidores compulsivos, pero somos necesariamente más activos porque tenemos que decidir entre muchas más opciones. La volatilidad de la oferta acentúa la rotación y la volatilidad de la demanda.
Uniformidad y globalización, caminos diferentes
No es cierto, por tanto, que globalización y uniformidad vayan de la mano. La primacía de la ecología y la cultura de la biodiversidad es precisamente la expresión de que lo que antes quedaba fuera de foco, sólo preocupado por las corrientes mayoritarias, ahora pasa a un primer plano, ya sea una tribu en extinción o un ave rapaz en riesgo de desaparecer. Lo marginal encuentra su hueco, atrayendo a sucesivas minorías en una larga cola de opciones vitales.
Desde las entrañas del sistema económico se nos educa crecientemente en la diversidad y en la libertad; no es sólo una apariencia, es también una realidad, limitada y parcial, pero realidad al fin. La información sobre las diferentes opciones existentes es una fuente de libertad para los ciudadanos. Los individuos recuperan autonomía a la hora de tomar decisiones sobre aspectos esenciales de su propia vida con una libertad desconocida hasta ahora. Amplían los ámbitos de su decisión a la apariencia física, sus opciones sexuales, sus hábitos alimenticios, su espacio vital, su modo de vida… su información. Han pasado de vivir encadenados a sus propios prejuicios a ampliar sus espacios de decisión, a aceptar y potenciar su propia individualidad y a asumir riesgos sobre cómo desarrollarla.
Cambia también la lógica del poder global, capaz de concentrarse mientras se presenta disperso y deslocalizado, difuso incluso. Las grandes corporaciones no desean ya presentarse por encima de las naciones, como multinacionales, sino pegadas a tierra, insertas en lo segmentado y lo local, como empresas multidomésticas.
Atrapados en la lógica de Gutenberg
Vayamos ahora a los medios. Internet rompe la sujeción de las masas a diarios y canales de televisión con grandes audiencias. Mientras la pluralidad crecientemente dispersa de intereses, se satisface fuera de sus confines, los medios tradicionales siguen atrapados en la lógica de Gutenberg y de la distribución masiva de las mismas noticias. Un exponente de sus contradicciones sigue siendo el número de páginas que sirven los diarios los fines de semana, aunque sean conscientes que son cada vez menos los lectores que superan las 20 noticias leídas. Esa desproporción creciente es financiada con la distribución de los más diversos y disparatados objetos promocionales que en los grandes diarios ocupan el cien por cien de los días (el 75 por ciento en el resto), de los que dos terceras partes suponen un aumento de precio. A su rol como contenedores de información y soportes publicitarios han añadido el de servir de acompañamiento a cualquier mercancía.
Algunos achacan a la perversa lógica del mercado la culpa de ese desajuste que vinculan a la pérdida de credibilidad y a fenómenos extremos como la telebasura. Pero, por lo visto, más bien parece ser el efecto de una incapacidad: siguen empeñados en ver sus productos como contenedores de cada vez más noticias, dentro de una industria dedicada a la distribución masiva de información; preocupados por satisfacer con los mismos contenidos las más diversas aspiraciones sociales, y todo ello mientras el mercado realmente existente reclama diversidad. Para compensar su pérdida de centralidad social, sobreactúan ideológicamente y compiten alocadamente mientras se colocan a los pies de los caballos de los grupos de poder, aunque con ello pongan en riesgo la credibilidad duramente conseguida.
Más que debatir sobre si la información es o no una mercancía, nos debería empezar a preocupar si cumple unos estándares de calidad adecuados. Porque ése es hoy su verdadero problema: que siendo inevitable su comportamiento como producto sujeto a las leyes comerciales, tratada como mercancía, los rasgos que la definen (su masificación en la producción, la opacidad en los procesos y la ausencia de calidad-credibilidad) la convierten en una mercancía que no se ajusta a las necesidades sociales, en rápida mutación provocada por la hegemonía de Internet.
Trazabilidad de la información
Precisamente, la dudosa procedencia del ítem ‘noticia’ le impediría acogerse a una de las reglas que el mercado aplica a otros productos: la trazabilidad. Se trata de una etiqueta que informa de la composición y el origen de cada mercancía, dónde fue diseñada, manipulada, empaquetada y cómo fue distribuida. Así, es posible vislumbrar las condiciones sociales en las que han sido confeccionadas y si las grandes marcas, desde Nike a Zara, cumplen o no con los requisitos básicos de responsabilidad empresarial. Es una consecuencia lógica del desarrollo de la SI. Cada unidad de producto que tenemos en el hogar -sea alimento, vestido o electrodoméstico- incorpora un volumen de información creciente que ha sido necesario procesar para que nuestros gustos y perfiles, progresivamente dispersos, se puedan fabricar allí donde resulte mejor (no siempre más barato), para después acercarse a los espacios comerciales que frecuentamos.
Es hora de aprovecharse de ello. A mayor información incorporada a cada producto, más posibilidades hay de transparencia. Si el uso más intensivo de información en todos los procesos es fuente de la diversidad, la diversidad debe estar asociada a la calidad.
Algunas mercancías, como los transgénicos, se niegan a informar de su origen en las etiquetas, prefieren la opacidad. Y algo parecido pasa con las noticias, el alimento fresco del alma. Nada se sabe sobre lo esencial del recorrido de una noticia: si procede o no de una iniciativa programada por una fuente y la misma condición (o no) de esa fuente como inversor publicitario, o las conexiones del medio que la publica con el objeto de la noticia. Nada se conoce tampoco acerca de los procesos por los que ha pasado, el tiempo dedicado a contrastarla, la capacitación del redactor, los controles de calidad que ha superado o las razones de su selección, de entre otras muchas noticias para ocupar el espacio que ocupa. Es hora de aspirar a saberlo, es hora de empezar a definir y normalizar esas etiquetas informativas. No puede ser que los medios sigan requiriendo transparencia a los políticos y empresarios mientras esconden los elementos esenciales que permiten calibrar la calidad de sus productos. No es de recibo que la que debería ser la industria de la transparencia esté salpicada de tanta opacidad en las rutinas productivas.
Es necesario renovar la mirada crítica para comprender cómo se aplican y localizan los valores y estructuras dominantes. Y construir desde allí los valores alternativos universales que integren lo crecientemente disperso en una lógica más transparente y democrática.
Artículo extraído del nº 80 de la revista en papel Telos
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