La lucha entre dos concepciones de la cultura y dos industrias se remonta a principios de siglo y llega hasta las negociaciones del GATT o la última reunión del Grupo de los Siete. Pero esa historia ilumina la complejidad de las posiciones también en Europa.
El cine es un arte, pero es también una industria», se complacía en recordar el novelista André Malraux en los años sesenta. Una frase lapidaria con la que ya había concluido su Esquisse d’une psychologie du cinéma publicada en 1939.
Esta declaración, proferida unos setenta años después de la fecha del invento de los hermanos Auguste y Louis Lumière, por el que se había convertido entonces en el ministro de Cultura del general De Gaulle, tuvo que parecer bastante trivial a los patronos de los estudios de Hollywood, quienes ya en 1910 habían hecho de la producción de películas una industria.
En la Francia de los años sesenta sorprendía la audacia de este enunciado breve aplicado al séptimo arte. Contrastaba con la representación habitual, en la que sólo quedaba bien la figura del creador y su obra, mientras se aceptaban mal el matrimonio de la estética con la lógica industrial.
La pertinencia de la fórmula en el ámbito cultural francés y su concepción de la verdad radicaba en que tenía la precisión necesaria de cara al efecto buscado y la vaguedad indispensable para no dividir en dos partidos opuestos a los que se preguntaban dónde empieza el arte y dónde acaba la industria.
Al colocar su política cultural bajo el estandarte de la reconciliación de los dos términos de la antinomia «Economía y Cultura, ¡un solo combate!», otro ministro de Cultura, el socialista Jack Lang, seguiría asombrando a más de uno al principio de la década de los ochenta.
Si la sentencia de Malraux aún conserva hoy parte de su olor a provocación no es, por paradójico que parezca, por culpa de su segundo término, ¡sino de su primero! Se ha impuesto el principio de industrialización en el conjunto de la producción cultural, al igual que su vínculo estrecho con el proceso de internacionalización de los mercados y las mercancías, al punto que se reconoce ya que forma parte integrante de las nuevas condiciones del futuro de la cultura y las culturas.
En cambio, lo que tiende a perderse en esta conversión a las leyes del mercado es el hecho de que el cine no es sólo un producto. De acuerdo con la lógica económica, pero no a cualquier precio. Esta cuestión es la que provocó los enfrentamientos, durante el año 1993, entre los representantes de los Estados miembros de la Comunidad Europea y los de Estados Unidos, cuando se ultimaban las negociaciones entre los socios del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio).
Larvada hasta entonces, la controversia relativa a la definición y el lugar de la creación cultural en el nuevo orden comercial del mundo estalló a la luz del día con motivo de los debates sobre la extensión al sector audiovisual de la lógica del libre comercio. Ya que cada época encuentra la fórmula a su medida, ésta generó la suya: «Las creaciones del espíritu no pueden ser consideradas como si fueran meras mercancías».
Estas palabras, que pronunció el presidente François Mitterrand en octubre de 1993, coincidían con la posición adoptada por el gobierno de la alternancia, y especialmente con la del ministro de Cultura, Jacques Toubon. De acuerdo con esta postura común, se exigía para esta área de los intercambios internacionales un trato especial: una cláusula de «excepción cultural» que excluyese el sector audiovisual de las medidas de liberalización del comercio.
El 15 de diciembre de 1993, después de tumultuosas controversias y negociaciones, las partes enfrentadas decidieron excluir las «creaciones del espíritu» de las normas vigentes para las demás mercancías.
El calor de las polémicas, la multiplicación de las intervenciones y los protagonistas, especialmente en la recta previa al acuerdo final, sobre el tema de la dependencia presente y futura de los mercados audiovisuales europeos hacia una industria hegemónica, oscurecieron la larga historia de la serie de debates que se produjeron en Francia, en Europa y en otras partes del mundo sobre la necesidad o no de protegerse en esta materia contra una relación de fuerzas desigual. Si se quiere entender lo que está realmente en juego en este debate sobre lo que, probablemente, no es sino la primera fase de la «guerra comercial de las imágenes», la descripción de su gestación resulta más necesaria que nunca.
La idea de la importancia vital para un Estado-nación de la conservación de la independencia en la producción de sus imágenes aparece por vez primera en plena I Guerra Mundial, en la Alemania del Káiser. Como consecuencia de las hostilidades, las empresas francesas Gaumont y Pathé habían perdido su hegemonía en los mercados europeos del cine; con la interrupción de sus exportaciones, la disminución de la producción nacional y el crecimiento de la oferta exterior, Francia ya ni lograba controlar su propio mercado. Las producciones de un grupo danés, la Nordische Film Kompagnie, vinieron a rellenar el vacío que había dejado del otro lado del Rin. Esta empresa de producción, distribución y exhibición de películas, con numerosas filiales en el extranjero, llegó incluso a producir en Alemania para responder a la demanda nacional.
En 1917, al intuir el papel que podía desempeñar el cine como instrumento de propaganda, los grupos bancarios, el Estado y las Fuerzas Armadas aúnan sus esfuerzos para crear en Berlín la famosa UFA (Universum Film Aktiengesellschaft), que absorbe a la mayoría de las empresas nacionales existentes, con lo que consigue tanto la integración vertical como la horizontal en la producción y el negocio del cine, abarcando desde la elaboración de la película virgen hasta la exhibición en las salas.
El comunicado publicado con motivo de la inauguración de la UFA es revelador de la filosofía que impulsó su fundación: «Se observa con agrado la difusión cada vez mayor de la opinión según la cual el objetivo del filme no es sólo el entretenimiento del público, sino también el de atender necesidades nacionales en materia educativa y económica. Por ello fue necesario proporcionar fundamentos más sólidos a la industria cinematográfica alemana, de modo que sea capaz, después de la firma de la paz, de empezar a competir, con armas por lo menos iguales, con las firmas extranjeras cuya influencia era dominante hasta ahora.»
Antes, en el mundo el comercio internacional de películas no estaba obstaculizado por ninguna traba arancelaria ni por ninguna política comercial específicas a ese tipo de producto. En 1916-1917, las autoridades alemanas se dotan de un dispositivo jurídico contra el libre comercio de películas. Desde entonces, se controlará la importación de filmes extranjeros, medida que complementa la política estatal de edificación de una industria cinematográfica nacional. Por lo demás, esta estrategia global era coherente con la filosofía heredada del economista Friedrich List (1789-1846), uno de los padres espirituales de la Unión Aduanera (Zollverein), que no imaginaba la construcción de un Estado-nación ni de una «economía nacional» sin un «proteccionismo educativo» y oponía una resistencia violenta al librecambismo que se inspiraba en las obras de los teóricos de la economía clásica, Adam Smith y David Ricardo.
La apertura a la competencia exterior sólo es provechosa para una economía nacional cuando ésta ya ha alcanzado el nivel de desarrollo suficiente para entrar en la competición. El resultado era una doctrina que preconizaba un proteccionismo no autárquico y no total, puesto que variaba en cada caso, según el grado de independencia alcanzado por cada uno de los sectores industriales (volverán a hacer suyo este tipo de argumentación los adversarios de una apertura incondicional en los debates suscitados por la construcción de la «economía europea», la ratificación del Tratado de Maastricht y las negociaciones entre los Doce y el GATT).
En 1925, la Alemania de la República de Weimar es el primer país europeo en adoptar disposiciones preventivas contra la avalancha de películas norteamericanas. Su complejo cinematográfico está a punto de convertirse en el segundo productor mundial, después de Estados Unidos. Por lo demás, las industrias cinematográficas de ambos países presentan una estructura análoga, ya que se caracterizan por una fuerte concentración y por la existencia de vínculos estrechos con el capital bancario e industrial. Como se sabe, tras haberse hecho con el poder, el régimen nazi convertirá ese complejo en un formidable sistema de propaganda.
Durante el período entre las dos guerras se confirma la hegemonía de las Majors del cine norteamericano, el cual había aprovechado el vacío dejado por los países beligerantes durante la Gran Guerra para ampliar sus redes de exportación y su dispositivo de producción.
Durante ese período se produce lo que el historiador Fernand Braudel llama el fin de la «economía-mundo», centrada en Londres desde finales del siglo XVIII, a favor de la economía-mundo centrada en Nueva York. A Europa y a sus elites ya empiezan a preocuparles la emergencia de una cultura que no reconoce otras leyes que las de la producción-distribución de masa y la tecnología, de la que el cine se convierte en un emblema. El dramaturgo italiano Luigi Pirandello, premio Nobel de Literatura en 1934, se enfada contra el «americanismo». «El americanismo -escribe- nos sumerge. Creo que allá se encendió un nuevo faro de la civilización. El dinero que circula por el mundo es norteamericano y tras este dinero corre el mundo de la vida y la cultura.»
En los años veinte y treinta, muchos países europeos, especialmente el Reino Unido y Francia, adoptan medidas para protegerse contra el peso del cine hollywoodense en sus salas. En 1928, el decreto Herriot establece una cuota, que limita la importación anual de películas norteamericanas a 120, es decir, más o menos el mismo número de películas que Francia producía por año durante el período previo a la guerra.
Al final de la II Guerra Mundial, el gobierno estadounidense aprovecha el ambiente favorable de los debates sobre el plan Marshall para conseguir por todos los medios una disminución de las restricciones. Su argumento, declarado o implícito según las circunstancias, es el siguiente: «If you take our dollars, you can take our films» (Si aceptan nuestros dólares, pueden aceptar nuestras películas). En mayo de 1946, se firma en Washington el acuerdo Blum-Byrnes, así denominado por los nombres del representante francés, Léon Blum, y del secretario de Estado norteamericano, James Byrnes.
El acuerdo anula las medidas del decreto Herriot. Un cupo de pantalla, que reserva cuatro semanas por trimestre para las películas francesas, sustituye a la cuota de importación. Esta medida supone un claro retroceso con respecto a la anterior, ya que, de resultas de su aplicación, el tiempo de pantalla equivale en realidad a un 31 por ciento, cuando antes de la guerra ascendía a un 50 por ciento. Esto significa que con la nueva cuota el potencial de producción francés no puede proyectarse en las salas.
En 1946, Francia logró producir 96 películas; el año siguiente, 74. La crisis se extiende a los distintos ramos del sector, por lo que los actores, los directores de cine y los productores franceses, con el apoyo de la prensa, salen a la calle y obligan a la Asamblea nacional a volver a cuestionar el acuerdo. Se modifica como consecuencia de las negociaciones con Washington y se firma un nuevo acuerdo en septiembre de 1948, que vuelve a poner en vigor un sistema de cuotas, combinándolo con el del tiempo de pantalla.
Entre los 186 filmes autorizados a entrar anualmente en el país, 121 podrán proceder de Estados Unidos. El tiempo de pantalla se extiende desde las cuatro semanas anteriores hasta cinco, lo que supone un aumento del 31 al 38 por ciento. Con ello se imponen restricciones leoninas a la importación de filmes distintos de los norteamericanos: 65, lo que entonces suscitó las fuertes protestas de los productores británicos. A estas medidas de protección vino a añadirse, en 1948, una auténtica estrategia de fomento de la producción de películas. En el corazón del nuevo sistema de apoyo se encontraba el Centro Nacional de Cinematografía (CNC), una de cuyas misiones consistía en garantizar la reinversión de parte de la recaudación de la exhibición en Francia de películas extranjeras en la producción nacional.
Como consecuencia de dicha estrategia de protección y de producción de filmes nacionales, Francia se convertirá en uno de los pocos países de Europa y del mundo en haber logrado mantener algún tipo de pluralismo en sus pantallas. Como destacaba el director general de Relaciones Culturales, Científicas y Técnicas del Ministerio de Asuntos Exteriores, Jacques Thibau, en un informe publicado en 1982, que hacía el balance de la política francesa en materia cultural: «La enseñanza que se saca de los últimos veinte años en Europa resulta clara: no existe cine nacional sin una política de ayuda al cine nacional. Esto se verifica tanto en Francia como en Italia, Alemania… El ejemplo de Gran Bretaña (que escogió la opción contraria) es revelador al respecto: allí sobrevive una industria cinematográfica, pero el cine nacional británico casi ha desaparecido.»
Si Gran Bretaña mantuvo una industria cinematográfica, ello se debe a que, desde hace tiempo, sus mayores clientes son los productores de filmes publicitarios.
Dicha actividad es seis veces más importante que la del largometraje (al contrario de lo que ocurre en Francia, donde el filme publicitario sólo supone por el momento entre un 50 y un 60 por ciento de la producción de largometrajes). Con lo que cineastas británicos como Adrian Lyne, Tony Scott, Alan Parker o Ridley Scott, después de su formación inicial en el cine mediante el rodaje de spots en su propio país, no tuvieron más remedio que emigrar a California para dirigir sus películas. Por lo que respecta a Italia, que hasta entonces había logrado preservar su cinematografía nacional, presenciará su declive en los años ochenta, impotente ante los mazazos de la desregulación contra su sistema audiovisual.
3. INTERCAMBIO DESIGUAL E INDUSTRIAS CULTURALES
En los años setenta se produce un viraje histórico, tanto en la aprehensión de los mecanismos industriales que rigen la producción y la distribución de películas, de programas y demás productos de la cultura de masas, como en la de los desequilibrios internacionales en los flujos e intercambios. Dos focos emergen, desde donde se empiezan a esbozar diagnósticos y propuestas de política con respecto a esos temas, a la vez a nivel nacional e internacional.
El primero surge en los países del Tercer Mundo y escoge como principal portavoz al organismo que representa a la comunidad de naciones en materia de cultura, comunicación, educación y ciencia: la UNESCO.
Ya en 1969, la institución internacional, presidida en aquel entonces por el francés Jean Maheu, convoca, a solicitud de sus miembros, una reunión de expertos en Montreal. En la agenda de la reunión: establecer un mapa de la situación de los conocimientos en la materia y proponer ejes de investigación. En el centro de aquella reunión: un debate sobre la comunicación en un solo sentido que caracterizaría las relaciones entre los países en vías de desarrollo y los demás, y que, por ser unilateral, podría «conllevar riesgos para la comprensión mutua entre las naciones».
Este debate movilizará a expertos y políticos a lo largo de la década siguiente. El sucesor de J. Maheu, el senegalés Amadou Mahtar M’Bow, encargará un informe a una Comisión internacional para el estudio de los problemas de la comunicación, presidida por el irlandés Sean MacBride, a la vez fundador de Amnistía Internacional, premio Nobel y premio Lenin de la Paz.
Entre sus 16 miembros cuenta con personalidades tan diversas como el fundador de Le Monde, Hubert Beuve-Méry, el premio Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez, el director de la agencia soviética Tass o el tunecino Mustafa Masmudi, portavoz del Movimiento de los Países No Alineados, que desempeñan un papel especialmente activo en la promoción del tema de lo que pasará a denominarse «Nuevo orden mundial de la información y la comunicación».
Se publicó la versión definitiva del informe de la comisión en 1980. Por lo tanto, se trata del primer documento oficial emitido bajo los auspicios de un organismo representativo de la comunidad internacional en plantear, con pelos y señales, la cuestión del desequilibrio en los flujos de programas, películas y demás productos culturales.
Muchos factores comprometieron los resultados de los debates, convirtiéndolos finalmente en un diálogo de sordos: la intransigencia de la Norteamérica reaganiana, que quería imponer a cualquier precio la tesis del Free flow of information, calcada del principio intangible de la libre circulación de mercancías en el mercado, asimilada lisa y llanamente a la libertad a secas (una argumentación que volverá a ser esgrimida más tarde, con motivo de los debates dentro del GATT); la confluencia entre los intereses de los países del Sur que luchaban por su emancipación cultural nacional y los de los países del bloque comunista, que tuvieron la habilidad de utilizar esas demandas legítimas para oponerse a cualquier apertura de sus sistemas de comunicación social; la contradicción en el propio Movimiento de los No Alineados, ya que determinados Estados del Tercer Mundo utilizaban estos mismos debates internacionales como coartada para eximirse de sus propios compromisos. A pesar de sus limitaciones, esos debates fueron la primera voz de alerta sobre el intercambio desigual de imágenes e información.
En 1985, so pretexto de la desviación hacia una politización de los problemas de comunicación, Estados Unidos, pronto imitado por la Inglaterra de M. Thatcher, da el portazo a la UNESCO. Durante los años ochenta, el asunto de la regulación de las redes y los intercambios emigrará hacia organismos con vocación más técnica. En primer lugar: el GATT.
El segundo foco donde se formula una doctrina sobre las consecuencias de la industrialización y la internacionalización de la cultura tiene como sede Europa, en la que Francia desempeña el papel de protagonista.
Por vez primera en octubre de 1978, los ministros de Cultura europeos, reunidos en Atenas, hablan sin tapujos de las «industrias culturales», multinacionales por definición, ante las que de poco sirven los mecanismos de regulación jurídica establecidos por el Estado-nación. Poco antes, esta noción de industrias culturales se había abierto camino, por intermediación de los expertos franceses del Ministerio de Cultura, en los enunciados administrativos de un organismo comunitario europeo: el Consejo Europeo.
Esta noción encerraba el reconocimiento del combate desigual entre los objetivos de la política estatal de democratización de los bienes culturales y el poder creciente que adquiría otra forma de democratización por el mercado, a través de los productos de la cultura de masa, así como el reconocimiento de los peligros que corría la identidad nacional tras el desmantelamiento de las fronteras del Estado-nación. Un dilema que está bien sintetizado por Augustin Girard, responsable del servicio de investigación del Ministerio de Cultura y uno de los artífices de la introducción de la noción en las referencias de Estrasburgo: «Por una curiosa concatenación -escribía al final de la década-, determinadas políticas culturales, en su preocupación por la democratización, resultaron completamente inadecuadas.
La actuación de los poderes públicos, cuyo destinatario era la población más carente de todo y más alejada de las capitales, la que creció hasta en un 100 por ciento, un 200 por ciento o un 300 por ciento, tuvo por doble resultado el de favorecer a los más favorecidos de la alta cultura y el de engordar instituciones centrales hasta la esclerosis, mientras las propias poblaciones se desinteresaban de los equipamientos públicos, instalaban máquinas culturales en sus hogares y consumían en casa los productos de la cultura de masas.
» Tras haber tomado nota de la dimensión internacional de las industrias culturales, este alto funcionario opuesto a la autarquía cultural concluía: «Hay que hablar de no dependencia cultural, es decir, de la capacidad que tiene un país tanto de limitar las importaciones superfluas como de garantizar una producción nacional competitiva. Hoy sólo se podrá aceptar el reto con industrias culturales prósperas y adecuadas.»
No se establecerá vínculo entre la voz de alerta dada desde el Sur y las advertencias de los altos responsables de la cultura en Europa.
Durante los años ochenta, otras lógicas aparecieron en Europa y en el mundo entero. En la década anterior, el actor Estado-nación-providencia había estado en el centro de la movilización cultural. Con la desregulación, la privatización y el poder creciente del mercado se desplaza el centro de gravedad de los debates y sus actores.
En junio de 1984, la CEE hace público un voluminoso estudio titulado Livre vert sur l’établissement du marché commun de la radiodiffusion, notamment par satellite et par câble (Libro verde sobre el establecimiento del mercado común de la radiodifusión, por medio, entre otros, del satélite y el cable) e invita a los distintos actores de la futura Europa audiovisual a dar a conocer su opinión. Es el pistoletazo de salida de un vaivén de debates entre las distintas instancias de la Comunidad, las representaciones gubernamentales y las organizaciones profesionales del sector. El objetivo: elaborar una Directiva acerca de la televisión sin fronteras. En cuanto al Consejo Europeo, comenzará a preparar una Convención sobre el mismo tema en 1986.
El 3 de octubre de 1989, los Doce aprueban el texto final de la Directiva. El artículo 4° recomienda a los países miembros que reserven para las producciones europeas (filmes de ficción y documentales) la mayor parte del tiempo de antena «cada vez que esto sea factible».
Sin embargo, una declaración conjunta del Consejo de Ministros europeos y de la Comisión matiza que se trata de una «obligación política». Dicho sea de otra manera, la Directiva es un texto con fuerza legal, menos en todo lo que atañe a las cuotas, cuyo no cumplimiento por un país no puede ser motivo, en la práctica, de una sanción por parte del Tribunal Europeo de Justicia. El estatuto del artículo 4° es, por lo tanto, el de una «declaración de intenciones».
Además, la Directiva reglamenta el ritmo de los cortes publicitarios: un promedio de un 15 por ciento por hora, con extremos máximos del 20 por ciento; un corte cada 45 minutos en los largometrajes y los telefilmes. Obliga también a las cadenas a promover la producción independiente y a atenerse a una cronología de los medios de comunicación social por lo que respecta a la exhibición de las obras (en las salas, en vídeo y en televisión).
Sin embargo, la Directiva admite que cada país miembro tenga derecho a fijar las cuotas en el caso de las producciones europeas. En Francia, por ejemplo, las cadenas tienen la obligación de emitir un 40 por ciento de obras francesas (un 60 por ciento de producciones europeas) y deben invertir parte de su volumen de negocios en la producción cinematográfica. La Convención elaborada por el Consejo Europeo y adoptada poco tiempo antes no difiere sustancialmente de la que Bruselas aprobó algunos meses más tarde. Francia avaló ambos textos a regañadientes
Hasta el último momento, París preconizó un sistema menos flexible en materia de cuotas.
Los Estados miembros que más se oponían a la imposición de cuotas, liderados por la delegación del Reino Unido, lograron arrastrar a la mayoría de los Doce contra la propuesta de Francia, que apoyaban Bélgica, Luxemburgo y España. Francia deseaba imponer una cuota mínima del 60 por ciento del tiempo de antena, fuera del tiempo dedicado a la información, los eventos deportivos, los juegos, la publicidad o los servicios de teletexto.
A lo largo de los cinco años de enfrentamientos, que transcurrieron al compás del lobbying furioso de las organizaciones corporativas e interprofesionales de las agencias de publicidad, se pudo observar hasta qué punto la propia noción de cultura, más que unir a los gobiernos europeos, los divide. Mientras que la sola mención de la palabra «cultural» junto a la de «audiovisual» bastaba para que la delegación del gobierno neoliberal de Londres diese saltos, los representantes franceses se convertían en los apasionados defensores del sistema de cuotas en nombre de una «identidad cultural europea».
Una identidad que otros no lograban descubrir. Portugal no encontraba motivos para sustituir la exitosa última telenovela brasileña por un folletín francés como Chateauvallon, so pretexto de dar un trato preferente a producciones europeas. Mientras que pequeños países como Bélgica reprochaban abiertamente, tanto a los unos como a los otros, el que borrasen las relaciones de fuerza interculturales en una Europa formada por comunidades nacionales y regiones con potenciales de producción audiovisual (e ingresos publicitarios) desiguales.
Pese a las múltiples concesiones y compromisos, en los medios estadounidenses del sector audiovisual la Directiva fue mal recibida. Enseguida anunciaron un recurso ante el GATT. Según ellos, la Directiva infringía la obligación que tenían los Estados miembros de no discriminar los productos extranjeros.
La acogida fue aún peor cuando un año después de su aprobación, en diciembre de 1990, el Consejo de Ministros de los Doce adoptaba un conjunto de decisiones con el objetivo de ir estructurando una industria audiovisual europea: el «plan Media». Dotado con un presupuesto de unos 220 millones de ecus, distribuidos en el período 1991-1995, y con una administración descentralizada desde las grandes ciudades europeas (Londres, Hamburgo, Barcelona, Bruselas, París), este programa abarca a la vez la enseñanza, la producción y la distribución: ayuda al guión, ayuda a la pluridistribución, ayuda al documental y al dibujo animado, ayuda a la constitución de una red de salas que dedicasen la mitad de su programación a películas europeas (Programa Europa-Cines).
La financiación directa por Francia de este último programa alcanza el 50 por ciento. Su objetivo: mantener 38 salas pabellones en 20 capitales europeas o ciudades llaves de 13 países.
5. DEFICIT ABRUMADOR DE LA BALANZA
A lo largo de los años ochenta, la estrategia de la Unión Europea, que se basaba en lo que quería, chocó contra una realidad: el déficit comercial de la Europa audiovisual, cuando ésta constituye el más importante mercado solvente de la industria del cine, la televisión y el vídeo de Estados Unidos. Realidad ésta que hará también las veces de telón de fondo en las negociaciones con el GATT.
Según las evaluaciones del IDATE (Instituto de Audiovisual y Telecomunicaciones en Europa), en 1990, las recaudaciones norteamericanas en la Unión Europea ascendían a 3.719 millones de dólares (1.134 millones correspondían al cine, 1.278 millones a la televisión y 1.307 al vídeo), mientras las recaudaciones de la CEE en Estados Unidos sólo llegaban a 247 millones de dólares. Esto suponía un déficit de la balanza comercial de 3.472 millones de dólares.
Año tras año, con la ayuda de la desregulación de los sistemas audiovisuales, la televisión y el vídeo han ahondado el déficit europeo. En 1992, las recaudaciones de la televisión norteamericana en la Unión Europea alcanzaron los 1.648 millones de dólares.
Los mercados exteriores se hicieron cada vez más vitales para las Majors: mientras en 1988 estas grandes compañías sacaban del extranjero el 41,6 por ciento de su facturación, cuatro años más tarde el exterior suponía casi un 47 por ciento. En 1991, las firmas norteamericanas embolsaban un promedio del 72 por ciento de los ingresos de taquilla de las salas europeas.
Dicha proporción variaba entre un 93 por ciento en Gran Bretaña y un 58,7 en Francia.
Aunque éste sea el único país en haber salvaguardado una parte sustancial de su cine nacional, debe enfrentarse al incremento de la parte de los filmes norteamericanos que, entre 1979 y 1993, dio un salto desde el 31 hasta el 57 por ciento (además, al igual que en los restantes países europeos, debido al descenso crónico experimentado por las entradas resulta cada vez más difícil amortizar el coste de las películas en el mercado nacional; un norteamericano va al cine cuatro veces al año, un europeo, 1,6).
Parque jurásico, de Steven Spielberg, se ha convertido en un símbolo de la capacidad de disuasión del cine norteamericano en 1993: el filme recaudó en Estados Unidos y Canadá 345 millones de dólares y 538 millones en los demás mercados; gracias a los derechos de explotación por la concesión de licencias (500 firmas y 5.000 productos), generó ventas por 1.000 millones de dólares; se dedicó una partida de 60 millones de dólares a las operaciones de marketing para su lanzamiento, mientras el presupuesto para la publicidad alcanzaba entre los 15 y los 20 millones; el filme costó 60 millones de dólares -dos veces más que la media de las producciones hollywoodenses-, mientras que un filme francés cuesta un promedio de 4 millones de dólares.
Otro símbolo -y más claramente agresivo- del desafío norteamericano fue el que lanzó, para ver las reacciones, en 1993, en el umbral del enfrentamiento final del GATT, el grupo de Ted Turner (CNN), que no dudó en anunciar que sus televisiones TNT y Cartoon proyectaban emitir, vía satélite luxemburgués Astra 1 C y desde Gran Bretaña -que aún no ha incorporado las cláusulas de la Directiva europea a su Derecho interno-, películas y dibujos animados, entre un 30 y 40 por ciento de los cuales estarían doblados al francés, sueco, noruego, finlandés y español.
Por primera vez desde su creación en 1947, el GATT incluyó los servicios en las negociaciones comerciales, con lo que incorporaba a la agenda el intercambio transnacional de productos inmateriales, de los que forma parte el conjunto de los productos de las industrias culturales. Hasta entonces, la cuestión de la regulación de esos flujos era un asunto meramente europeo. Desde ahora estará en el centro del contencioso de la mundialización. Firmado por 23 países al final de la II Guerra Mundial, el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio agrupaba en 1993 a 107 naciones.
El problema radica en que el GATT, al subrayar la necesidad de aplicar al sector audiovisual las normas generales de la liberalización del comercio internacional de todos los bienes y servicios, planteó la de eliminar los diferentes dispositivos que Europa y cada uno de los países europeos habían establecido con el fin de preservar un espacio audiovisual propio. En esta perspectiva, medidas como los fondos de apoyo al cine, a nivel nacional y al de la Unión, o el establecimiento de cuotas respecto a la emisión por la televisión de ficciones de origen europeo o nacional, están condenadas a una futura desaparición, y esto en nombre de la libre competencia en un mercado libre. Tal es el objeto del pulso planteado en 1993 entre la Unión Europea, representada por el comisario encargado de las relaciones económicas exteriores, el británico Leon Brittan, y Estados Unidos, cuyo portavoz es el norteamericano Mickey Kantor, representante especial de la Casa Blanca para el comercio (USTR). El mediador era el director general del GATT, el irlandés Peter Sutherland, quien estaba encargado de concluir esta última fase del Acuerdo (Uruguay Round) y de dar paso a otra institución, la OMA, la Organización Mundial de Comercio.
6. ¿EN NOMBRE DE QUE IDENTIDAD CULTURAL EUROPEA?
Su larga tradición en la defensa del cine nacional, enraizada tanto en una concepción de la cultura y del papel del poder público al respecto, como en la conciencia de las múltiples organizaciones profesionales en un país donde se producen, un año con otro, entre 100 y 120 largometrajes y donde el sector supone unos 70.000 empleos, explica el por qué de la amplitud del compromiso francés en el asunto del GATT. Otro elemento importante, a menudo oscurecido por la polarización del debate sobre la real o pretendida dependencia cultural, es el del temor oficial a que se vea aún más reducido el dispositivo de «proyección de la cultura francesa» en Europa y el mundo.
Este es un dato que no se ha escapado a los intelectuales y artistas africanos: la cantidad de programas franceses importados varía entre un 23 y un 50 por ciento de los programas emitidos en la Africa francófona, sin contar con la extrema dependencia de los diarios televisados locales con respecto a todo lo que procede de la antigua metrópoli. En semejante situación de subordinación extrema, se considera el problema de la identidad cultural amenazada de un modo necesariamente distinto. Para esos intelectuales, como manifestó el productor camerunés Michel Lobe Ewane en el diario Libération (8-11-93), «Dallas y Le Château des oliviers [exitosa serie televisiva francesa] ¡un solo combate!»
En primera fila de los argumentos de los defensores de la excepción cultural: «Una concepción radicalmente distinta (de la de Estados Unidos) de la obra y del autor» (Jean-Claude Carrière); «Respetar la cultura es dejarla fuera de las competencias del GATT… (es decir) un no radical al triunfo de un mercado desprovisto de conciencia y misericordia» (Jack Ralite, uno de los fundadores de los Estados generales de la cultura, alrededor de los cuales se movilizaron artistas y personalidades del mundo del espectáculo). La reivindicación de una cultura europea no es menos importante. El llamamiento publicado en una página entera del diario Le Monde del 18 de septiembre de 1993, por la SACEM (Sociedad de Autores, Compositores y Editores de Música), la SCAM (Sociedad Civil de Autores Multimedia) y la Sociedad de Literatos de Francia (SGDL), que estaba dirigido a los numerosos autores y realizadores reunidos en Venecia por iniciativa de la FERA (Federación Europea de Realizadores Audiovisuales) para hablar del asunto del GATT, expresa cabalmente ese lema reiterado que las más diversas organizaciones hicieron suyo: «Un GATT razonable para una cultura europea… Cada pueblo goza de un derecho indiscutible al desarrollo de su propia cultura, así como al acceso al tesoro cultural de los demás pueblos.
Saben que dentro de la crisis que divide el mundo en este final de siglo, resulta esencial que el cine y los demás medios de expresión audiovisuales estén en condiciones de contribuir a la comprensión, el acercamiento y el auge cultural de los pueblos. Por otra parte, resultan imprescindibles el mantenimiento y la potenciación de una fuerte identidad cultural en la Comunidad si se quiere lograr la construcción europea… (Exhortamos) a los negociadores europeos a que exijan, sin condiciones, que las reglas previstas en el acuerdo no puedan perjudicar al sector audiovisual europeo.
La cláusula de excepción cultural, la única en ser capaz de preservar nuestras identidades, debe ser integrada en el acuerdo del GATT, sin la menor concesión.»
Estas declaraciones no significan en absoluto que exista unanimidad sobre esta cuestión entre los realizadores franceses. Algunos manifiestan abiertamente sus reservas y alegan que la defensa de los intereses de los creadores independientes dentro de ese frente amplio resulta difícil.
Como lo escribirá más tarde, en el periódico Libération (6-3-1995), el cineasta Marcel Hanoun: «La excepción cultural es el árbol que esconde el bosque de la exclusión cultural… Para unos, la excepción cultural no es sino una lucha entre mercados. Para otros, es la exploración callada, permanente, del inmenso campo de las escrituras audiovisuales, del campo de la investigación, la innovación y el hallazgo… Los estruendosos partidarios de la excepción cultural no pueden, ni quieren, tolerar la alternativa de la alteridad, la diferencia, aquí mismo en su país, Francia…
Una complicidad tácita, que objetivamente resulta mafiosa, reagrupa la producción, la distribución, la promoción y los medios de comunicación social, en un intento de acallar todo lo que no se ciña al modelo de una mediacracía demagógica… Los cruzados de la excepción cultural desvían de modo espectacular las miradas hacia la imagen cuasi mítica, como si reflejase el malo y lejano enemigo, modelo del cual son, por lo demás, los mayores ensalzadores y los más redomados iniciadores.» De hecho, es necesario destacar la ausencia real de un examen a fondo de lo que es, o debería ser, una «identidad cinematográfica o audiovisual europea».
Para complicar aún más este ya ampliamente contradictorio panorama, hay que añadir otro elemento de peso: si los profesionales -y especialmente las organizaciones de autores-realizadores-productores- han ocupado el primer plano en la movilización contra el proyecto inicial del GATT, los llamados grandes grupos de comunicación europeos se abstuvieron visiblemente de tomar posición. En Francia y en otras partes.
En el momento más caldeado de lo que no tardaría en convertirse en un enfrentamiento entre Francia y Estados Unidos, grupos franceses como Canal Plus y les Chargeurs Réunis llegaban a acuerdos con el grupo gigante Time-Warner, con el propósito, en el caso de los últimos, de construir un complejo cinematográfico en el continente europeo, mientras el network NBC se hacía con el control de la cadena por cable europea Superchannel. Por lo que respecta a la antigua «voz de Francia», la cadena TF1, privatizada desde 1986, se limitaba a recordar su oposición a cualquier política de cuotas.
Al considerar que sus intereses y su definición de la cultura y su papel no coincidían con los que defendía Francia, no todos los socios europeos quisieron creer de entrada que el destino de la identidad europea dependía fundamentalmente de la cuestión audiovisual, por lo que, en un primer tiempo, varios rehusaron alinearse con esta tesis de la «excepción cultural», que ya se encontraba en el origen de la posición adoptada por el gobierno francés en la época de las discusiones a propósito de la Directiva.
En líneas generales, los gobiernos de Bélgica y de la Europa del Sur fueron los únicos en adherirse a esta posición, aunque fuese con desgana, mientras los demás manifestaban abiertamente sus reticencias acerca de la legitimidad de tal postura. Sin embargo, ya existía un antecedente histórico a esta tesis de la excepción cultural: con motivo de los debates sobre el Acuerdo de Libre Comercio entre Estados Unidos y Canadá, Washington se había visto obligado a conceder al gobierno de Ottawa el derecho a la protección de la identidad cultural canadiense.
Conocido como cláusula de «exención cultural», el artículo 2.005 abarca el cine, la radiodifusión, la grabación sonora y la edición. No obstante, existe una diferencia con la versión francesa de la excepción cultural: en el primer caso, si Estados Unidos se considera perjudicado, tiene derecho a tomar unilateralmente represalias; en cambio, en el segundo, la disciplina multilateral prohíbe, en principio, cualquier medida de retorsión.
En un primer momento, el propio negociador de la Unión Europea había defendido la «cláusula de la especificidad cultural», y no la tesis de la «excepción cultural». Una cláusula a la que ya se había adherido la mayoría de los miembros del Parlamento Europeo, en julio de 1993, en contra de la posición del gobierno francés (no es sino a finales de septiembre que los diputados europeos se apartaron de las posiciones de Leon Brittan para «apoyar» la reivindicación de una «excepción»).
Entre la excepción y la especificidad existe un matiz importante a nivel de vocabulario. La primera corresponde a una opción radical: intenta excluir el sector audiovisual de las negociaciones del GATT y de las normas liberales del comercio internacional, al igual que la salud pública, el medio ambiente o la seguridad interna de un Estado.
Para gozar de este estatuto, se debe señalar la excepción en el artículo 14 del GATT, el cual ampara contra la aplicación de las tres normas fundamentales del Acuerdo: cláusula de la nación más favorecida (cada ventaja efectivamente otorgada por un país a otro debe ampliarse a todos los demás), trato nacional (una ventaja concedida a un proveedor nacional en relación con un tipo determinado de mercancía debe ampliarse a los demás proveedores) y acceso al mercado (en relación con una mercancía específica, un país da las mismas ventajas a todos los proveedores). La segunda opción posibilita la apertura de un campo de negociación con EEUU. Se entra en el terreno de la especificidad cuando se sale del artículo 14 y se empieza a discutir los detalles de una protección diseminados en diversos artículos y cuando uno se obliga a hacer ofertas progresivas de liberalización, ya que siempre cabe la posibilidad de impugnar los artículos y, por lo tanto, de someterlos a revisiones periódicas.
Hasta el último momento, el ganador del pulso era incierto. El 15 de diciembre se conoció el veredicto: el sector de la cultura quedaba excluido de los acuerdos del GATT. Los representantes norteamericanos de la industrias de la imagen no tardaron en manifestar su reacción.
En la noche de las deliberaciones, el presidente (desde 1963) de la Motion Picture Association o America (MPAA), Jack Valenti, cuyas declaraciones a lo largo de los dos años anteriores habían indignado a muchos cineastas y productores europeos, hacía público el siguiente comunicado: «La mayor negociación de nuestra época se está acabando. La CEE, nuestro más importante mercado, no nos deja ninguna esperanza… De hecho, la última oferta de la CEE es lamentable, ofensiva, llena de palabras huecas… Esta negociación no tenía nada que ver con la cultura (a menos que se estime que cualquier serie o concurso televisivo de origen europeo no es el equivalente cultural de una comedia de Molière). La única cosa que realmente importó fue el dinero, ¡y con qué codicia!»
Sin lugar a dudas, el despecho de Valenti guardaba relación con lo que había estado en juego. Poco más de un año después, se valorará aún mejor la importancia global del asunto para Estados Unidos cuando, por una casualidad providencial, se pusieron al descubierto las maniobras clandestinas ocasionadas por la preparación de los debates del GATT. En febrero de 1995, el gobierno francés expulsó a cinco agentes de la Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) destinados en la embajada de su país en la capital francesa. Según lo que reveló el periódico Le Monde en esta oportunidad, resultaba claro que una de las misiones de esos agentes secretos sorprendidos con las manos en la masa consistía precisamente en obtener cualquier información estratégica que hiciese posible la evaluación y la previsión de la posición francesa en materia de política audiovisual y en el campo de las telecomunicaciones.
7. HACIA LA AUTOPISTA DIGITAL: LIBRO BLANCO, LIBRO VERDE
Apenas concluido el asunto GATT, otro despuntó en el horizonte: los grandes proyectos de infraestructura de las redes de información en Europa. Autopistas de la información, despliegue de redes con nuevos servicios multimedia, mezcla de sonidos, de textos o de imágenes, fijas o animadas. Dicha hibridación de los televisores, los ordenadores y los teléfonos viene a ser el preludio a una comunicación en la que el usuario tenga la posibilidad de interactuar, mediante consolas inteligentes, y de conectarse con servicios a la carta (filmes, juegos, catálogos, videoconferencias, educación, banco, medicina, etc.).
Fue el Libro Blanco, preparado por Jacques Delors y aprobado por el Consejo de Ministros de la Unión Europea en diciembre de 1993, el que dio el pistoletazo de salida a aquellos proyectos. Ese informe oficial define el salto tecnológico como «una mutación equiparable a la de la primera revolución industrial».
Las redes digitales desarraigan la imagen, que ya no se reduce a la que difunden las industrias del ocio, y la proyectan en el propio corazón de la reorganización de los modos de producción y distribución de las sociedades humanas, su «crecimiento», su «competitividad» y su «empleo». Tres términos que figuran en el propio título del alegato del presidente de la Unión Europea a favor de una movilización del conjunto del aparato industrial europeo.
El proyecto europeo de redes tiene su equivalente en Estados Unidos, el plan Gore (por el nombre del vicepresidente, Al Gore), que ya provocó en este país nuevas alianzas en el sector de los grandes grupos de comunicaciones y telecomunicaciones, llevándolos a realizar numerosos experimentos en el campo de los servicios telemediáticos interactivos.
Este nuevo terreno de trabajo europeo está vinculado con el tema de la soberanía cultural en un contexto más global, el de la futura sociedad de la información. Se trata nada menos que del desarrollo de una industria que esté suficientemente fuerte como para impedir que los nuevos servicios y redes sólo hagan llegar programas elaborados por los nuevos gigantes del multimedia y que las industrias culturales vuelvan a registrar un saldo deficitario.
Ahí se ventilará otra fase del litigio euro-norteamericano. Por lo menos es de este modo que lo entendió Jack Valenti en febrero de 1994, quien no pierde la esperanza de tener razón algún día: «El desarrollo de los satélites, de la compresión digital y de la transmisión por teléfono multiplicará por diez, o por cien, la capacidad de las redes por cable. Y esto no ocurrirá en el año 2000, sino mañana mismo. Cada individuo podrá escoger entre 5.000 y 10.000 emisiones. Con semejantes posibilidades, la propia idea de las cuotas caerá en lo absurdo.» Entonces, según los términos empleados por J. Valenti, se abrirá la era de la «autopista audiovisual».
Ante aquellos previsibles nuevos desafíos tecnológicos y a modo de prolongación del Libro Blanco, Jacques Delors y Joao de Deus Pinheiro, comisario portugués responsable de la cultura y el audiovisual, presentaban en abril de 1994 un Libro Verde dedicado al sector audiovisual.
Su título: Opciones estratégicas para el fortalecimiento de la industria de los programas en el contexto de la política audiovisual de la Unión Europea. Su objetivo: establecer un marco legal y cimientos financieros creíbles para controlar la fragmentación de los mercados y las empresas en el sector audiovisual europeo,con el fin de mejorar la utilización de las «potencialidades de la revolución digital», que está a punto de convertir «el mercado europeo en una apuesta primordial de cualquier lucha en el mercado mundial»; intentar convertir en una ventaja para Europa lo que, hasta ahora, ha sido considerado como una desventaja: la diversidad cultural entre los miembros de la Unión. Impedir que el Mercado Único lo sea sólo para las compañías norteamericanas.
En el horizonte, y en relación directa con las preocupaciones manifestadas en el Libro Blanco, la promesa de creación, de aquí al año 2000, de entre dos y cuatro millones de empleos en una Europa que cuenta con 18 millones de parados. Si en opinión de muchos economistas la cifra que cita este informe oficial es un espejismo, lo cierto es que, desde ahora en adelante, el fantasma de la crisis proyecta el argumento del empleo en el centro pragmático de las identidades, donde se reúne con el arte y la industria.
8. EPILOGO 1995, AÑO DE CENTENARIO DEL INVENTO DEL CINE
En 1994, el déficit en el intercambio de productos audiovisuales no dejó de ahondarse. Según el IDATE, el total de las ventas de filmes y productos televisivos estadounidenses en Europa sobrepasó los 4.000 millones de dólares. Europa, por su parte, sólo exportó por un valor de 346 millones de dólares.
En febrero de 1995, el Consejo de Ministros de Cultura y Comunicación se reunió en Burdeos para tratar el tema de la revisión de la Directiva «Televisión sin fronteras» de 1989. En esta ocasión, Francia propuso que se reforzasen las cuotas de emisión impuestas a las televisiones europeas, con el deseo de eliminar la cláusula por la que las cadenas están obligadas a emitir una mayoría de obras europeas «cada vez que esto sea factible», fórmula a la que le falta claridad jurídica y que, por lo tanto, según Francia, siempre es posible soslayar. La delegación francesa se encontró prácticamente sola -sólo Grecia la apoyó- en su defensa de semejante reivindicación, ya que la gran mayoría de los socios europeos rechazó cualquier fórmula que pudiese suponer un aumento de las imposiciones que pesan sobre las televisiones.
En este mismo mes de febrero, el G7, el grupo de los siete grandes países más industrializados del mundo, celebró una cumbre en Bruselas sobre el tema de las nuevas tecnologías en el campo de la comunicación, y más especialmente sobre el de las autopistas de la información. Invitados por primera vez a ese tipo de reuniones, los representantes de las grandes firmas industriales norteamericanas, europeas y japonesas de este sector de actividades insistieron en la necesidad imperiosa de acelerar la desregulación en los servicios de telecomunicación y de eliminar los monopolios públicos, con el fin de apresurar el desarrollo de las futuras arterias electrónicas.
Todos coincidieron en que «la iniciativa privada debe ser el motor de la sociedad de la información», «en el marco del GATT», como recordó el vicepresidente Gore que estaba presente en la reunión. Por lo tanto, al final de la cumbre, los representantes del G7 preconizaban una rápida liberalización de las telecomunicaciones. El tema del empleo y, sobre todo, el del «contenido», es decir, la diversidad cultural, no figuraban en la agenda del G7, que sólo los trató de un modo muy marginal y superficial. En virtud de un consenso tácito, los siete grandes países industrializados no abordaron ese tipo de cuestiones «demasiado polémicas, por naturaleza».
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Artículo extraído del nº 42 de la revista en papel Telos
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