Encabezo mi texto con el interrogante: literatura electrónica: ¿nueva lectura o nueva literatura? Y mucho me temo que cuanto escribiré seguidamente no sea más que la suma de otros interrogantes e hipótesis sobre el desafío que los multimedia más evolucionados plantean a la literatura y especialmente a la tarea del escritor literario.
Pero me temo también que dada mi profesión de escritora (de escritora, todo hay que decirlo, con una cierta debilidad, ya demostrada, por el mundo tecnológico) hablaré más de creación literaria que de ordenadores propiamente dichos. Es también momento de confesar que mis conocimientos sobre generación automática de textos y multimedias aplicados a textos literarios son solamente teóricos. Carezco de la experiencia práctica de un Jean Pierre Balpe, un Tibor Papp, un Robert Coover, y otros escritores que, paralelamente al trabajo de creación literaria, también han tenido la oportunidad de ser autores de programas de generación de textos. Y es precisamente de esta realidad de donde surge mi primera pregunta. ¿Cuál es la razón para que esta nueva literatura informática se encuentre tan alejada de los escritores? ¿Por qué motivos lo que tiene toda la apariencia de ser el instrumento revolucionario de la literatura permanece inaccesible a la mayoría de aquellos que debieran ser los primeros interesados en practicarlo?
La imprenta, que como es sabido fue la responsable de la masificación de un género literario llamado novela, estuvo, ya desde sus orígenes, al servicio inmediato de los escritores. No parece que esto sea lo que esté ocurriendo con el ordenador y su función en tanto que primer competidor del trabajo de creación literaria del autor. Pese a las tentativas realizadas hasta el momento la realidad parece demostrar que hasta ahora estos nuevos medios buscan a sus nuevos y particulares creadores y eso ocurre con indiferencia absoluta hacia el abanico de escritores que en principio deberían ser los más capacitados para trabajar con estos programas literarios. ¿O no es eso cierto y al investigar con estas máquinas literarias nos limitamos tan sólo a parodiar las tareas sacras de los genios creadores? De no ser así, de ser un texto de producción literaria algo más que una parodia, deberían darse todo tipo de facilidades a novelistas y poetas de la talla de un García Márquez y un Derek Walkott para que realizaran sus propios programas de generación automática de textos. Sospecho, sin embargo, que este no es el interés de los practicantes de la literatura electrónica ni tampoco el de los escritores citados. De acuerdo a la bibliografía sobre literatura electrónica, por el momento parece ser que ésta crea y forma a sus propios escritores y se despreocupa abiertamente tanto de la literatura en general como de su evolución transformadora.
Sea por rechazo, indiferencia o desconocimiento, la literatura electrónica posee sus propios programadores-escritores, los cuales trabajan al margen (según parece) del movimiento literario mundial. También estoy convencida de que no existe una voluntad implícita que conduzca al asentamiento de una división rigurosa de escritores normales por un lado y por otro, escritores electrónicos. La causa esencial de esta disociación será debida, seguramente, a un descreímiento de la literatura por parte de estos últimos. A una duda siempre presente de si esta literatura automática sigue siendo o no literatura. Y es esta indefinición constante, «es o no es literatura», la que se observa en todos los textos y pantallas producidas por los escritores informáticos.
Y de ahí surge una nueva pregunta. ¿Es cierto que para obtener la calidad de miembro de estos grupos de literatura e informática resulta imprescindible tener aficiones informáticas? Al parecer la respuesta es afirmativa. El escritor en cuestión necesita estar familiarizado con estas tecnologías. No basta con la curiosidad o el interés simple y llano hacia ellas. Es necesaria también la predisposición, la formación y la accesibilidad al medio.
VALOR Y AUTORÍA
Desde que siendo todavía estudiante adquirí mi primera noción de un ordenador siempre asocié este instrumento con la escritura. Creí y sigo creyendo en esta tecnología como «en un arma cargada de futuro literario», como un potencial importante para la creatividad del autor. He escrito libros sobre estas máquinas electrónicas y por encima de todo he admirado a mis maestros que no por casualidad algunos de ellos sentían esta debilidad compartida por la informática. Me refiero a Queneau, Calvino, Perec, Benabou… Escritores excepcionales, miembros todos ellos del grupo OULIPO (Ouvroir de littèrature Potentielle) y que han tenido y ofrecido experiencias literarias interesantes en el ámbito de la informática. En tanto que lectora y heredera literaria de estos escritores, siempre me han interesado más sus libros-límite sobre temas relacionados con el mundo explosivo de las tecnologías electrónicas y el final previsible del mundo impreso (libros que en mi opinión marcan época literaria) que sus textos experimentales de literatura potencial.
Dado este hecho, ¿no será el ordenador (siempre desde el punto de vista literario) un nuevo monstruo o enemigo contra el cual el autor debe luchar y competir si desea sacar lo mejor de su talento literario? ¿Los sistemas multimedia no serán equiparables a las antiguas novelas de caballería que enloquecieron al Quijote al punto de transformarlo en caballero andante y lograr así la secular novela? Y sin apartarnos del Quijote, ¿no será el ordenador un molino de viento más, que el lector fanático confunde con un gigante? Y por último, ¿no será la literatura electrónica la mejor excusa que los aficionados a los libros nos damos una y otra vez para hablar de literatura en una época de marcado epílogo literario?
Algunos miembros del OULIPO han fundado el grupo ALAMO, del cual disponemos ya de textos concretos y programas interactivos como los logicales ROMAN, RENGA, etc… elaborados por el escritor Balpe. Las pantallas de estos programas que me ha sido dado leer resultan sorprendentes siempre que el lector sea consciente de que estos textos y poemas fueron producidos por un dispositivo mecánico debidamente preparado para producir obras. Siempre que el lector asuma plenamente el engaño del procedimiento escritural y ante un texto correcto o bello de un programa de generación de textos nunca se pregunte sobre su menor o mayor dosis de calidad literaria. Pues parece que la calidad literaria de una obra corre unida a la existencia de un autor que la justifique y en estos casos ya se sabe que el autor del texto es un dispositivo mecánico. ¿Querrá esto decir que el valor literario de una obra va ligado a la autoría de la misma?
Pero si esto fuera cierto no tendría sentido ni valor histórico el tesoro entendido como el origen y fuente de la literatura occidental. Me refiero a las epopeyas griegas llamadas Ilíada y Odisea, que a pesar de ser atribuidas a Homero pertenecen, según advierten los últimos estudios, a las voces de autores distintos, múltiples y anónimos. ¿Qué diferencia hay entonces entre una voz anónima y una máquina productora de textos? A mi modo de ver, los separa un matiz importante. Al carecer de origen y destino, los textos de generación automática carecen también de originalidad representativa. Aunque bien es verdad que estos textos son los mejores ejemplos nunca vistos de reiteración en literatura. ¿Y dónde, literariamente hablando, termina la reiteración y empieza la originalidad? La respuesta merece que nos detengamos un momento en los textos homéricos.
Como se sabe, el origen de la literatura occidental son las escrituras homéricas de los griegos. Epopeyas de textura oral en un inicio, de cuya elaboración no tenemos noticia alguna y que no tomaron forma de escritura hasta el siglo V antes de Cristo.
Las epopeyas homéricas eran recuerdos de poetas en una época en la que no existía la escritura, pero es interesante averiguar de qué manera estas obras tan largas y complejas fueron adquiriendo forma a través de la tradición oral y cómo se perpetuaron.
D.J. Boorstin, que ha estudiado este misterio de creación literaria, explica que los investigadores del siglo XX han aprendido más sobre la creación de los poemas orales que los investigadores del anterior milenio, y las conclusiones a las que han llegado son, en resumen, las siguientes. Al parecer, los bardos (poetas que recitaban homéricas) no recitaban los versos que habían memorizado sino que los componían de nuevo ante cada audiencia, construyendo su relato con adornos poéticos conforme estos iban avanzando. A partir de la base de un repertorio de temas tradicionales los bardos componían sus cantos de nuevo para cada ocasión. M. Parry, investigador norteamericano que tuvo la inspiración de trasladarse a las montañas de la ex Yugoslavia donde unos poetas analfabetos todavía cantaban epopeyas heroicas ante audiencias analfabetas, «llegó a la conclusión (dice Boorstin) de que los bardos no eran sino hábiles improvisaciones de un género limitado y familiar. Sobre la base de un repertorio de temas tradicionales -la promesa de Zeus, la cólera de Aquiles, el rescate del cuerpo de Héctor, la belleza de Helena y su rapto por Paris- componían sus cantos de nuevo para cada ocasión.
La unidad de los episodios se conseguía mediante expresiones familiares, que utilizaban una y otra vez, reconocidas por la audiencia como el lenguaje propio del cántico… Parry encontró algunas claves respecto a la composición de las epopeyas orales. Este tipo de expresiones, preparadas para encajar en la métrica de un verso homérico, daban al bardo el tiempo necesario para elegir los siguientes episodios. Para describir a Aquiles en la Ilíada, hay al menos 36 epítetos de este tipo. La elección de uno de ellos depende del espacio que haya en el verso y de las necesidades de la métrica. En los 25 primeros versos de la Ilíada aparecen 25 de esas fórmulas o fragmentos de ellas.
Tanto en la Ilíada como en la Odisea, una tercera parte de la obra está formada por versos que se repiten en alguna parte del poema.»
CONTRAPROPUESTAS LITERARIAS
Una vez se dio forma escrita a los poemas homéricos, estos continuaron evolucionando y la unidad de las epopeyas que hoy conocemos sólo se formó a lo largo de varios siglos y se estabilizó del todo con la invención de los tipos móviles, que fijaron para siempre una única versión del texto múltiple. Por todo ello se me ha ocurrido asociar los bardos o poetas inventores de homeros con los programas de generación automática de textos o incluso con los sistemas de hipertexto.
Estos programas, que, dicho sea de paso, en alguno de mis libros de ficción denominé casualmente Homeros, reproducen con exactitud pasmosa el trabajo o el talento de los bardos que, lejos de recitar los versos que han memorizado, se dedican a componerlos de nuevo ante cada público. Si, según los expertos, la formación de la saga homérica es una parábola del misterio de la creación y con más razón de la literatura de occidente, me digo que tal vez la producción de textos informatizados a la manera de homeros no sea el comienzo de una nueva forma literaria aún desconocida, o incluso de una nueva cultura. Aunque también es cierto que los mismos criterios se podrían utilizar para ver en esta manifestación electrónico-literaria reproductora del misterio de la creatividad un regreso al origen, un fin de ciclo y una puerta definitivamente cerrada al mismo.
En estos aspectos es donde reside, hoy por hoy, el valor de la literatura electrónica. En sus intentos frustrados o logrados de contrapropuesta literaria. En su manifestación arriesgada de conclusión de era literaria. La máquina regresa al hombre, que a su vez produce la máquina y esta prosigue su viaje en un ciclo interminable.
La máquina actúa en calidad de espejo denotativo de todo aquello que un escritor ya no puede hacer en literatura. ¿Qué hacer entonces? ¿Qué escribir?, sería, es, la pregunta adecuada de los escritores de esta época. Y mientras ignoramos la respuesta correcta persistimos en seguir proyectando nuestros límites y desconciertos en las máquinas, en tanto nos seguimos preguntando sobre el sinsentido de escribir un poema, un relato, una novela cuando existen programas informáticos capaces de generar poemas, relatos o novelas.
¿Le supone un desafío al escritor el hecho de competir sus niveles de creación literaria con los niveles de creación literaria de una máquina? ¿Tiene ya algún sentido la escritura?
Tal vez la literatura electrónica sea la demostración absoluta del fin inmediato de la literatura o de algunos de sus géneros seculares. Tal vez la literatura vaya ahora por otros derroteros y la electrónica, como la imprenta en su día, sea el origen de un nuevo arte literario desconocido o la suma de distintas artes ya conocidas y en su nueva expresión nacidas de nuevo. Este aspecto, el de la tecnología multimedia (programas de hipertexto o similares que combinan sonido e imagen) es seguramente el que ofrece posibilidades futuras más evidentes en relación con la literatura.
Tal y como anuncian malos presagios no es el arte el que está muriendo con el siglo, sólo son algunos de los vehículos de expresión artística los que amenazan con agotarse. ¿Se encuentra entre ellos el libro impreso? En caso afirmativo preveo mayor futuro literario (pues el científico ya está demostrado largamente) en el libro electrónico en sí mismo que en la parodia informatizada del texto literario, en los sistemas de producción electrónica de textos que ahora nos seducen. Las peculiaridades propias de los soportes multimedias pueden ser las causantes de una nueva producción artística que combine la palabra escrita, la imagen visual y animada y el sonido. La obra así realizada ya no será propiamente literaria, ni exclusivamente cinematográfica; será otra cosa, ni mejor ni peor, sólo que distinta a las expresiones artísticas ya superadas. Y el escritor, el artista futuro del nuevo ámbito tecnológico, domeñará ese nuevo medio a su modo como antaño lo hizo la pluma a la palabra, el pincel a la mano, el piano a la sonata.
Señalé al principio mi inquietud a propósito de la voluntad consciente o inconsciente de los protagonistas de esta literatura informática por incubar a sus propios ejecutores. A esto le sigue el presentimiento de que la escritura generada por los programadores de sistemas literarios o lo que se entiende por el proceso electrónico de creación de los textos difiere bastante del proceso de creación habitual en los escritores. Un mundo aparte, en definitiva, con sus reglas, su códigos y sus secretos. ¿O se trata tal vez de una pseudoliteratura en fase a transformarse en una literatura marginal? Una literatura que llamaríamos «de las máquinas» como existe también la literatura negra, la literatura escrita por mujeres o la literatura judía. ¿Es esta una cultura a añadir a la lista de literaturas marginales?
De otra parte también es evidente el desinterés que los llamados escritores de la cultura literaria manifiestan hacia los experimentos de la literatura informatizada. Por incorporar alguna dosis de experiencia personal sobre el asunto debo decir mi afición conocida por todo lo bueno y lo malo que la electrónica puede aportar al escritor. Pero pongamos por caso que se me ofreciera escribir o elaborar un programa particular de producción de novelas o poemas. Seguramente aceptaría el desafío pero en este caso movida más por la curiosidad del artilugio que por el hecho serio y fundamental de la creación literaria. Y la razón de ello es sencilla y coherente con mi forma de interpretar la escritura. No veo motivo (aparte del puro juego) por el que yo deba escribir ficción en un programa de literatura informatizada si mi interés como escritora es precisamente la subversión de la ficción. Qué utilidad tiene la creación de un programa que escribe poemas, relatos o falsas biografías si mi escritura huye precisamente (o rompe ostensiblemente) con esta división rigurosa de géneros. Qué sentido tendría que yo trabajara seriamente en un lenguaje literario mecanizado si de forma racional y voluntaria me aparto de representaciones simbólicas traducidas al lenguaje de lo imposible para escribir (o, al menos, intentarlo) mi propia invención de género.
¿A qué fin crear programas que escriben novelas y poemas cuando mi propósito de escritora es el de escribir libros que ni siquiera desean ser novelas? ¿Por qué la máquina ha de simular o hacer suyo el arte de la novela cuando el auténtico desafío literario radica, pienso yo, en el arte de no escribir novelas?
Este nuevo monstruo me impone un reto. El gran desafío de no escribir texto alguno que la máquina sea capaz de producir o reproducir sagazmente. El gran reto de escribir lo que el ordenador no escribe ni sueña con escribir nunca. El reto de la creación literaria, en suma. El nuevo reto de escribir libros que obedezcan al arte de no escribir novelas.
Artículo extraído del nº 41 de la revista en papel Telos
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