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La política cultural y audiovisual de la Unión Europea


Por Philip Schlesinger

Declaraciones, advertencias, medidas sobre la amenaza de americanización de la cultura, la comunicación, el audiovisual europeo. Un análisis del discurso y la política de la Unión Europea muestran, sin embargo, flagrantes contradicciones y problemas. El peligro de invasión podría servir también de coartada.

La competencia en asuntos culturales se ha convertido en parte reconocida del mandato de la Unión Europea (UE) (1). De manera significativa, la Unión ha inter-venido recientemente como actor cultural único y soberano en el escenario mundial, en las negociaciones del GATT. Sin duda, las líneas de demarcación, en este campo, entre la acción comunitaria y la de los Estados miembros, seguirá siendo materia de discusión. Parece razonable suponer, no obstante, que en la medida en que la UE comience a comportarse como una entidad política federal, mayor será la necesidad de definir una política cultural supranacional.

Obviamente, la elaboración de una política cultural para la Unión Europea es tarea más complicada. La Unión acaba de ampliarse con la incorporación de Austria, Finlandia y Suecia, además, una serie de países favorecidos de Europa central y oriental se preparan para un eventual ingreso. Dicha ampliación aumentará la diversidad económica, política y cultural de la UE.

En mi opinión, el crecimiento continuo de la Unión Europea plantea muy seriamente la cuestión de alguna forma de integración cultural, si se quiere que el proyecto tenga, a la larga, alguna coherencia política. Resulta difícil imaginar que esto pueda lograrse sobre el modelo de una cultura nacional, dada la enorme diversidad europea. Pero, planteada la cuestión en términos menos maximalistas, no veo que sea fácil eludir el objetivo de crear los elementos de una cultura política común (2). Inclusive aunque el impulso federalista llegase a fracasar y fuese formalmente sustituido por una UE de varias velocidades, ese menor nivel de integración institucional y de consenso permisivo exigiría igualmente algunas normas y valores comunes, y una base de apoyo político activo más amplia que la existente (3).

Un modo de afrontar el actual déficit cultural es considerarlo desde esta perspectiva: un espacio predominantemente económico, como el de la Unión Europea, organiza actividades productivas y comerciales, pero no suscita, por el momento, una lealtad integral como expresión de identificación colectiva, ni ejerce una legitimidad política capaz de imponerse sobre la identidad de los Estados miembros. Sin embargo, a medida que la cuestión de la entidad política adquiere mayor importancia para el proyecto de la Unión, lo mismo sucede con la entidad cultural. No obstante, como ya he argumentado en otro lugar, podría suceder que la búsqueda de una cultura común sólo consiga avivar las reacciones nacionalistas (4).

Las conversaciones del GATT y los acontecimientos posteriores nos dan pie para referirnos a las concepciones actuales de los dirigentes políticos sobre el tema de la europeización de la cultura en un mercado mundial. En mi opinión, si la UE aspira, en definitiva, a la formación de un Estado de tipo federal, uno de los objetivos de la política audiovisual debe consistir en contribuir al logro de un pluralismo auténtico y de un amplio compromiso democrático por parte de los pueblos de la Unión Europea, ahora y en el futuro. Como demostraré a continuación, la tendencia actual en política es contraria a esta opinión, o en el mejor de los casos la margina, dado el predominio de consideraciones ligadas a la competencia industrial a escala mundial. En apariencia rezamos ante el altar de la cultura, pero en realidad adoramos al dios de la economía.

Se podría pensar que, al fomentar la concentración de la propiedad en los sectores de la comunicación y de telecomunicaciones, se da respuesta a nuestros problemas de competencia con Estados Unidos; no obstante, al apostar, como dice el refrán, por el caballo ganador, se podrían ocasionar nuevas dificultades, en la medida en que afecta a la posibilidad de construir una cultura política democrática en Europa. En otras palabras, hay bienes contradictorios que se debe tratar de reconciliar.

Los planteamientos en estos momentos oficiales contienen aspectos problemáticos, especialmente si las cuestiones se plantean como se está haciendo en los debates actuales, cada vez más complejos, entre teóricos y analistas culturales, sobre el tema de la identidad colectiva. Se da una gran desconexión entre la retórica y la práctica de la toma de decisiones políticas, por una parte, y las observaciones del análisis cultural, por otra. Se podría decir que es algo muy natural, ya que el proceso político se propone la solución de problemas, mientras que el propósito de la reflexión teórica consiste, por el contrario, en crearlos (5). No obstante, supongo que, si no reflexionamos sobre las cuestiones en toda su complejidad, tenderemos a distorsionarlas. Así pues, existen razones para plantear un diálogo más profundo entre los analistas culturales y los responsables políticos, sobre el principio de que, aunque pueda complicar las cosas, dicho diálogo puede contribuir de hecho a la formulación de políticas más sólidas.

La Europa oficial está preocupada en relación con América y con la americanización, pero es indudable que la Europa de los pueblos no lo está, como lo testimonian nuestros gustos en cine, música popular, comida rápida y ropa deportiva. Pero esto no significa que todos nos hayamos vuelto idénticos,ni tampoco -pese a la mundialización de la cultura- que exista una única cultura mundial.

Tal vez haya que señalar que la inquietud oficial sobre la americanización de la cultura cumple una función ideológica; permite presentar la europeización como una especie de antídoto frente a una amenaza exterior. También hay inquietud por la competencia de Japón: pero denunciar la japonización de la cultura es una consigna muy poco convincente.

De hecho, parece que tanto Europa como Estados Unidos atraviesan en la actualidad por sendas crisis de identidad, en muchos aspectos exacerbadas por el fin de las certidumbres del sistema de bloques de la guerra fría.
Y la americanización, en un sentido bastante distinto, es hoy un tema que preocupa también en Estados Unidos. Desde el punto de vista del establishment liberal, está en cuestión el centro hegemónico tradicional de la cultura, y el compromiso político integral de la población está sometido a fuertes presiones. Son indicios de esta situación la preocupación con respecto a la posición del inglés como lengua común, los debates sobre lo políticamente correcto, los planes de enseñanza y el multiculturalismo (6).

Otros, sin embargo, ven esta amenaza como una promesa no cumplida, una búsqueda, por parte de los excluidos, ya sea por motivos de raza, sexo u orientación sexual, para redefinir el ámbito de acción de la cultura. La americanidad es, pues, objeto de batallas discursivas en programas políticos contradictorios. Frente a los lamentos sobre el fracaso del asimilacionismo, decididamente modernistas, se oyen otras voces que celebran la diferencia e incluso la descomposición de la forma de Estado-nación como punto de referencia. Distintas visiones modernas y posmodernas, nacionales y posnacionales, están tomando posiciones. Lo que está en cuestión es el modo de constitución del espacio público nacional; en realidad, también se plantea la cuestión de si es correcto considerar dicho espacio público como nacional (7).

Quisiera señalar, simplemente, la dimensión histórica implícita en la preocupación por definir y redefinir la americanidad en Estados Unidos, algo nada sorprendente en un Estado que basa su existencia en sucesivas oleadas de inmigración (8). No constituye, por tanto, ninguna novedad la preocupación de los actuales círculos dirigentes con respecto a si el proceso de asimilación sigue funcionando (lo cual, es interesante señalarlo, se plantea en términos de crisis de identidad nacional).

De este resumen se puede deducir que hay que reconsiderar los temores oficiales ante la americanización de Europa con el debido escepticismo. La diversidad americana es tal que cualquier cosa que tomemos de ella es selectiva, y en todo caso se integra de forma dinámica en nuestras culturas.
Quiero indicar así que las expresiones oficiales de inquietud con respecto a América no deben impedir un análisis crítico de lo que hoy se entiende como europeización de la cultura audiovisual (9).

Los intereses económicos en el sector audiovisual son considerables. En 1992, Estados Unidos tenía un superávit de 3.400 millones de dólares con respecto a la Unión Europea. En el futuro, según el Libro Blanco de la Comisión Europea sobre crecimiento, competitividad y empleo, la demanda de productos audiovisuales se duplicará probablemente a finales de siglo; en la actualidad, el sector audiovisual de la Unión Europea da empleo aproximadamente a 1,8 millones de personas, con perspectivas de creación de otros dos millones de puestos de trabajo en la próxima década (10).

Por tanto, no es sorprendente que, en el otoño en que se llegó a la conclusión de la Ronda Uruguay, el Comisario de Comercio de la UE fuese objeto de presiones de intereses ligados a la producción. En septiembre de 1993, más de 4.000 artistas y productores de los doce Estados miembros firmaron un llamamiento en favor de la exclusión de las obras culturales en el GATT (11). El escenario para la defensa de la exclusión cultural había sido fijado anteriormente, en julio del mismo año, por una resolución del Parlamento Europeo en la que se señalaba la especificidad cultural de la producción cinematográfica y televisiva, y la necesidad de darle un trato preferencial (12).
La ofensiva estuvo encabezada por Francia, país con la política pública más clara sobre la cuestión de la defensa cultural en Europa, y donde mayor es, no por casualidad, la resistencia frente al dominio estadounidense sobre la recaudación cinematográfica nacional (13).

En las negociaciones del GATT, los franceses se preocuparon por defender en particular dos medidas: la cuota del 60 por ciento de contenido europeo sobre las películas emitidas por televisión, y el impuesto del 13 por ciento sobre las entradas vendidas, que se destinaría a subvencionar películas innovadoras, salas de arte y ensayo, distribuidoras independientes, festivales y escuelas de cine, etc., por valor de 150 millones de dólares anuales (14).

Quizá para sorpresa general, el argumento sobre la exclusión cultural llegó a poner en peligro la posibilidad de conseguir un acuerdo global en la fase final de la Ronda Uruguay, con 103 Estados esperando un acuerdo a mediados de diciembre de 1993.

El presidente de EE UU, Bill Clinton, adoptó la decisión política de no tirar por la borda siete años de conversaciones por causa del comercio audiovisual, porque Estados Unidos no pudiera alcanzar el acuerdo deseado. En concreto, Estados Unidos presentó objeciones a la cuota de contenido europeo impuesta por la directiva de la UE sobre televisión, de 1989, y a las subvenciones destinadas a la producción cinematográfica europea (15).

Algunos informes sugieren que la firme posición de Jack Valenti, el presidente de la Motion Picture Association of America (MPAA) no fue compartida por los grandes estudios de Hollywood. Según esto, Europa tiene un importante potencial de crecimiento, del que la industria estadounidense sacaría provecho en cualquier caso (16).
Por otra parte, aunque esto no salió a relucir entonces, en determinados círculos de Hollywood se reconocía que una industria cinematográfica fuerte era algo positivo para Hollywood, pues podría actuar como cantera de talentos, aspecto nada desdeñable; también, en privado, se aceptaba que, en cualquier caso, no se trataba de un problema puramente americano, ya que, excepto tres, todas las grandes empresas cinematográficas de Hollywood estaban en manos de capital extranjero (17).

La Unión Europea logró la exclusión de los servicios audiovisuales en el paquete de liberalización del comercio acordado con Estados Unidos. De hecho, EE UU mantuvo una posición muy arraigada, que se remonta a los orígenes del GATT en el periodo inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial: se negó a aceptar el deseo de la Comisión de congelar las cuotas televisivas y los programas nacionales de apoyo a la producción cinematográfica. Aunque Estados Unidos accedió a la exclusión del sector audiovisual, es importante tener en cuenta que no fue una aceptación del principio formal de la exclusión cultural defendido especialmente por Francia. Estados Unidos insistió en que se deberían celebrar negociaciones bilaterales entre la Unión Europea y EE UU en el futuro.

A menudo se ha señalado que, para Estados Unidos, el comercio audiovisual es sólo un negocio, mientras que para los europeos es tanto un negocio como (cuando conviene) una cuestión cultural. Esto se refleja en el lenguaje empleado en el debate, donde el intercambio de opiniones entre Leon Brittan, el negociador de la UE, y Mickey Kantor, representante de EE UU, puso de manifiesto algunas diferencias implícitas muy profundas. Kantor dijo:

«El mejor modo de proteger los intereses de nuestros artistas, intérpretes y productores -así como el libre flujo de información en todo el mundo- es reservar todos nuestros derechos legales para responder a políticas discriminatorias en esas áreas» (18).

En un tono muy distinto, Leon Brittan se refirió al derecho legítimo de la Unión Europea a proteger su cultura (en singular, adviértase). En términos más punzantes, François Mitterrand consideró que lo que había estado en juego era «el derecho de cada país a crear sus propias imágenes. Una sociedad que renuncia a los medios [de que dispone] para mostrarse a sí misma pronto sería una sociedad esclavizada» (19).

Así pues, mientras que en Estados Unidos la retórica es la correspondiente al mercado, el negocio y la libertad de comunicación, en Europa, al menos en los ámbitos de la producción y de la política, se tiende claramente a hablar en metáforas de guerra cultural, a representar a Europa como si tuviese una cultura y una identidad de carácter nacional. De hecho, la idea de la exclusión cultural -o por expresarlo en términos menos incondicionales, el empleo de argumentos culturales para la exclusión de determinados bienes y servicios- no tiene nada de nuevo. Cuando se comenzó a negociar el GATT, en 1947-48, el propósito de EE UU, al igual que ahora, era «conseguir que los países se pusieran de acuerdo para levantar todas las restricciones sobre la libre circulación» (20). Pero los británicos, por ejemplo, estaban resueltos a aferrarse a sus cuotas cinematográficas existentes para proteger su industria. En aquella ocasión -lo mismo que en ésta, realmente- al final no hubo acuerdo sobre el principio de exención (21).

Detrás de los argumentos sobre el GATT se esconden algunas diferencias muy profundas en las concepciones sobre las industrias culturales y sobre la relación de la cultura con la cohesión social y política, o por decirlo en un lenguaje diferente, sobre cómo se entiende, en los medios oficiales, la función de la cultura en relación con la construcción de identidades colectivas.
Todo ello está profundamente arraigado en dos factores.

Primero, que Estados Unidos carece de política cultural en cuanto tal, en lo que respecta a la industria audiovisual, que es su segundo sector comercial de mayor éxito. La perspectiva estadounidense consiste en que las industrias culturales se ocupan básicamente de la prestación de servicios de entretenimiento. Existe, a este respecto, un compromiso con el libre comercio, en el cual se considera que el comercio de bienes culturales no es diferente de ninguna otra forma de comercio. Esta línea tiene profundas raíces históricas, que se pueden remontar a antes de la I Guerra Mundial (22). Los argumentos actuales de la MPAA tienen también sus precedentes históricos. Por ejemplo, el énfasis en la libertad de información -que es, por supuesto, útil desde el punto de vista pragmático, pero que está ligado también, en sus raíces, a las nociones implícitas en la Primera Enmienda- fue nuevamente objeto de debate en la época de la Organización Internacional de Comercio y de las conversaciones del GATT de 1946-47. También entonces se llegó a la conclusión de que era preciso criticar todas las formas de restricción sobre el comercio.

En segundo lugar, y muy en relación con lo anterior, aunque el grado de intervencionismo es bastante variable en Europa, se puede afirmar que, en general, la concepción existente sobre la relación entre cultura y Estado es totalmente distinta de la vigente en Estados Unidos. Pese a ser defendida por un Comisario Europeo de nacionalidad británica, la perspectiva europea sobre el comercio audiovisual planteada durante las últimas negociaciones del GATT es, quizá, de inspiración esencialmente francesa. Lleva la impronta de la inveterada preocupación por el papel de la intervención estatal en la configuración de la cultura nacional. Pero, por supuesto, tiene características contemporáneas específicas, que se remontan a la política audiovisual francesa desde principios de los años 80. La política cinematográfica y televisiva de Jack Lang se orientaba conscientemente hacia la defensa de una industria francesa que estaba perdiendo su cuota de participación nacional en el mercado, en favor de Estados Unidos (23).

Permítanme forzar mi argumento un poco más, para indicar que, al menos en parte, la posición estadounidense sobre el GATT tiene sus raíces en una premisa esencial no declarada: a saber, que, dado que el concepto oficial de la americanidad es una imagen jurídico-política de la colectividad, más que una imagen cultural nacional, los círculos oficiales no son muy propensos a considerar la cultura transmitida como un objeto de política orientada al logro de la identidad nacional (24). Es como si la argumentación con respecto al GATT expresase dos modelos extremadamente simplificados de lo que es importante en la constitución de las identidades nacionales: la concepción europea de la colectividad, centrada de forma explícita en la cultura nacional, en contraposición a la concepción constitucionalista sobre la organización política, vigente en Estados Unidos, aunque no declarada (25).

Naturalmente, el logro de la exclusión cultural ha sido sólo una operación de contención. Para lograr una competencia efectiva en el mercado mundial, el siguiente paso tiene que ver con el grado y el tipo de intervención que serían necesarios. Esto es lo que está actualmente en juego y a lo que deben referirse los argumentos. Quiero señalar que, si se quiere que el principio de subsidiariedad sea realmente un aspecto importante en la futura evolución de la Unión Europea, corre serio peligro de ser ignorado en la política audiovisual que se está gestando.

A este respecto, la UE propone un argumento económico con un rostro cultural. Con esto no pretendo sugerir que el hecho de invocar el aspecto cultural sea simplemente una cínica maniobra. Creo que expresa algo muy profundo -un sentimiento de en dónde deberían establecerse las fronteras de la identidad colectiva, si se quiere llegar a formar una entidad política europea-, pero al mismo tiempo responde a la necesidad de proteger y fomentar la producción industrial y la circulación de la imagen en movimiento a este lado del Atlántico. Se trata, en efecto, de un argumento sobre cultura nacional llevado al ámbito de la Unión. Pero, a pesar de las reclamaciones retóricas, la UE carece de una cultura trascendente común, así como de una identidad análoga a las culturas e identidades nacionales de sus Estados integrantes (26).

En 1994 fuimos testigos de un cierto replanteamiento de la naturaleza de la intervención europea en el proceso de producción y distribución audiovisual. Se ha dado un cambio significativo, en el empleo de un nuevo lenguaje, más pronunciadamente tecnicista y economicista, en el que la anterior referencia a un «espacio audiovisual europeo» está siendo reemplazada por la apelación a un «área de información europea» (27).

En el contexto posterior a la aprobación del GATT, una serie de factores influyen en la redefinición del enfoque de la política sobre los medios de comunicación. La nueva concepción de la cultura refleja la creciente convergencia tecnológica entre la radiotelevisión y las telecomunicaciones, junto con un reconocimiento de que el inminente desarrollo de la compresión digital tendrá profundas implicaciones sobre la capacidad de radiodifusión, con el acceso potencial de los espectadores a 500 canales. En este entorno, no tiene mucho sentido hablar de control de contenidos mediante cuotas. Esto ha dado pie a la idea, condicionada por la tecnología, sobre la creación de un espacio comunicativo común en la Unión Europea. Por otra parte, se acepta que la conclusión del GATT supone sólo un respiro temporal, y que hace falta una nueva estrategia industrial que desarrolle una base de programación suficientemente amplia en Europa, para volver a ganar posiciones en el mercado (28).

Como lo muestran recientes documentos de la UE, dicho enfoque tiene profundas implicaciones, en primer lugar en lo que se refiere a la visión sobre la cultura y de la identidad, y en segundo lugar con respecto a los conceptos de pluralismo y ciudadanía y su relación con los medios audiovisuales.
En el terreno de las políticas, con posterioridad a la aprobación del GATT, el debate se ha centrado, en Europa, en el Libro Verde de la Comisión Europea, publicado en abril de 1994 (29). Junto a él hay que destacar el informe de un grupo de expertos, presentado en marzo de 1994 (30). Ambos documentos fueron realizados por la DG X de la Comisión Europea, presidida por Joao de Deus Pinheiro.

De ambos, el Informe es con mucho el más interesante y presenta una estrategia coherente de intervención en el mercado europeo, mientras que el Libro Verde se ciñe a su dimensión normativa -por buenas razones políticas- y plantea un gran número de cuestiones para su posterior debate. En la Conferencia Audiovisual Europea, convocada para discutir el futuro de la política en este campo, en junio/julio de 1994, el Comisario Pinheiro recalcó, no una, sino dos veces, que el «atrevido» Informe del grupo de expertos no representaba la política oficial, y que una «clara línea» lo separaba del Libro Verde (31). Evidentemente, en lo que el grupo de expertos se había equivocado era en argumentar un caso puramente económico, que tuvo que ser escamoteado por motivos políticos.

Comentaré aquí ambos documentos, pero me centraré más en el Informe, que ha sido, si no oficialmente desautorizado, al menos marginado, aunque buena parte de las ideas que contiene influyeron sobre el Libro Verde.

Ambos informes plantean la cuestión de la europeización de una industria audiovisual fragmentada por países, y en ambos se observa un abandono de los métodos microeconómicos hasta entonces empleados en el programa MEDIA, con un enfoque más macroeconómico. Aparte de la retórica de la convergencia y de la invocación a la superautopista de la información, se concede una gran importancia a las consideraciones esbozadas en el reciente Libro Blanco de la Comisión sobre Crecimiento, competitividad y empleo.

El diagnóstico de los males de la industria audiovisual en la Unión Europea es, en resumen, el siguiente:

En los últimos diez años se ha observado una pérdida del 50 por ciento del mercado cinematográfico europeo y de dos terceras partes de su audiencia; las películas europeas quedan relegadas en gran parte a sus mercados nacionales, de modo que el Mercado Unico favorece las producciones estadounidenses, que cuentan con el respaldo de unos mecanismos de distribución eficaces; el star system europeo se ha derrumbado y las producciones europeas no constituyen una inversión atractiva dentro de la UE; los cambios liberalizadores en la televisión y el crecimiento de la distribución videográfica han reforzado la posición de Estados Unidos. Frente a esto, la intervención de la UE (en forma de subvenciones y por medio de la directiva Televisión sin fronteras), ha resultado, hasta ahora, ineficaz. Europa está aprisionada en sus sistemas nacionales, con un bajo índice de distribución de programas entre unos y otros países, débiles estructuras de producción y escasez de producción comercial (32).

La europeización puede ser un proyecto curativo frente a los males de la fragmentación en mercados nacionales: es preciso superar este nivel, si la Unión Europea quiere competir en una economía en proceso de transnacionalización. En apariencia, el Informe del grupo de expertos se sitúa en el campo de batalla de la cultura. Sin embargo, pese a utilizar el lenguaje de la lucha política, en él se da prioridad a lo económico sobre lo sociocultural. La sugerencia más crucial se refiere al fomento de la producción cinematográfica y televisiva europea mediante impuestos sobre las entradas de cine, ingresos de las cadenas de televisión y alquileres de vídeo. Esto supone un paso atrás con respecto al empleo de cuotas en previsión de la llegada de los multimedia.

Esta visión de las cosas está presente también, en aspectos esenciales, en los criterios de política industrial de la Comisión Europea, recientemente expresados en el informe del denominado Grupo de alto nivel dependiente del Comisario de Industria, Martin Bangemann, informe publicado en mayo de 1994 (33).

La creación de mecanismos de mercado que rompan las situaciones monopolísticas y anticompetitivas existentes son considerados como el camino hacia la sociedad de la información, uno de cuyos aspectos esenciales es la liberalización del sector de las telecomunicaciones. Paralelamente, se plantea la necesidad de una nueva regulación global a escala europea, en el campo específico de la participación cruzada en la propiedad de distintos medios de comunicación, respeto de la intimidad, codificación y derechos de propiedad intelectual. También aquí se plantea como una tecnoutopía la superación de la diversidad cultural europea exclusivamente mediante las fuerzas de mercado: «una vez que el acceso a los productos resulte más fácil para los consumidores, habrá más oportunidades de expresar la multiplicidad de culturas y lenguajes existentes en Europa» (34). Hasta ahora, esta propuesta no se había planteado por temor ante las posibles reacciones de los Estados miembros, pero justamente esta visión de las cosas es la que hay que abordar y cuestionar (35).

Hay que tratar de adaptar esta lógica económica a la lógica política, es decir, hay que aceptar o evitar las resistencias que puedan surgir al amparo de la soberanía nacional o de reclamaciones de identidad regional, lo que en otros términos se conoce como principio de subsidiariedad.

En las reflexiones sobre las cuestiones europeas, la cultura suele incluirse como categoría residual, pese a toda la aparente retórica a su favor. Paradójicamente, la diversidad y la identidad culturales se consideran obstáculos para la racionalización económica, y, al mismo tiempo, como recursos que podrían permitir el logro de un tipo particular de crecimiento del mercado bajo el impulso de la técnica (36).

Pero ¿qué es la europeización? En un aspecto, Europa tiene el carácter de un mercado, de un espacio comercial. En otro aspecto, está llena de contenido cultural: es lingüística y étnicamente diversa, lo cual, desde un punto de vista económico, es una fuente de problemas, un obstáculo para un crecimiento uniforme del mercado, y una causa de aumento de los costes de las operaciones comerciales (37).

Desde esta perspectiva economicista, la cultura puede tener un valor positivo sólo cuando está determinada por una lógica puramente económica.

El argumento principal es el siguiente. Europa necesita adaptarse al sistema de información emergente, digitalizado y convergente, basado en el empleo de múltiples canales y medios. A estos efectos, se podría justificar un cierto nivel de protección y de apoyo financiero, desde la perspectiva de la lógica del mercado, siempre que dicha intervención fomente un funcionamiento positivo de la producción y la distribución. Pero esto requiere voluntad política, es decir, una disposición favorable a intervenir de forma decisiva en el plano europeo, pasando de la defensa cultural a un «enfoque orientado hacia el éxito y hacia el mercado», sobre la base de una perspectiva internacional atenta a los cambios tecnológicos (38).

Por lo tanto, es preciso transformar el legado audiovisual europeo en un programa-catálogo, y garantizar los derechos de propiedad intelectual: es así considerado, principalmente, como un activo económico esencial, que es preciso aprovechar (39).

Las tendencias tecnológicas, al menos en potencia, favorecen esa orientación. Se ha llegado a sugerir que la fragmentación de los mercados audiovisuales, resultante de la proliferación de sistemas de distribución que trascienden los límites fronterizos, así como el relativo declive de los sistemas públicos nacionales de radiodifusión, pueden desembocar en la creación de nichos internacionales que supongan una reestructuración de los patrones de consumo europeos (40). Se dice: «La comunicación de masas… es ya cosa del pasado. La tendencia actual consiste en una oferta televisiva personalizada, con paquetes de productos muy individualizados» (41).

Este argumento se fundamenta en una concepción posnacional -esencialmente posmoderna- de la audiencia televisiva; y de hecho presupone la abundancia de la información y un acceso generalizado a dicha abundancia. No conocemos con claridad la eventual relación entre el consumo personalizado y las bases tradicionales de acción e identificación colectiva, como la nación, la región, la clase, la raza, el idioma. Aún está por demostrar que un eficaz doblaje y subtitulado de programas, difundidos mediante compresión digital a una audiencia fragmentaria, vaya a convertir al pasajero europeo en el equivalente del americano audiovisual. Se están depositando, quizá, excesivas esperanzas en esa hipótesis.

Los comentarios recientes en esta materia nos ofrecen una visión asombrosamente clara sobre cómo la propia diversidad cultural, considerada como un obstáculo para la europeización del mercado -un factor negativo-, podría transformarse ahora en un activo o en un recurso: «la explotación de la diversidad cultural puede convertirse en una oportunidad que habrá que aprovechar» (42). La nueva fórmula mágica parece ser: compresión digital + heterogeneidad europea = rentabilidad.

De hecho, ¿tiene algún sentido, para nuestro continente, esta visión (definida en función de consideraciones tecnológicas e industriales)? Al aceptar de un modo tan poco crítico la fragmentación del mercado, eludo por completo la cuestión de qué factores comunes son necesarios para que pueda establecerse, en su momento, una comunidad política en Europa. Por otra parte, la heterogeneidad cultural, de hecho, no es reducible a la demanda comercial: más allá del acto de consumo, la diferencia cultural tiene consecuencias políticas y sociales más amplias.

Un segundo punto concierne a la validez de la proyección posmoderna del consumo cultural. Sería conveniente para la europeización que la nación desapareciera, pero no parece, en absoluto, que tal cosa vaya a suceder, pese a la abundancia cada vez mayor de canales. En Europa, se estima que los patrones de consumo nacional, en cuya definición juegan un papel decisivo las diferencias lingüísticas, ocupan actualmente un 94 por ciento de la audiencia total; parece probable que este panorama se mantendrá en un futuro previsible (43).

En una aceptación parcial de este hecho, el principio de subsidiariedad es invocado de forma explícita para salvaguardar los intereses culturales de los Estados. En realidad, en el impulso de la europeización, la protección cultural como tal se reduce básicamente al nivel del Estado-nación (44). Según la hipótesis en la que se basa el Informe del grupo de expertos, aunque se considere conveniente apoyar la cultura nacional o regional, esto no debe interferir seriamente en una estrategia europea de mayor alcance. No es sorprendente comprobar que el Libro Verde pasa por alto esta cuestión y aparentemente se muestra de acuerdo con la diversidad cultural.

Unicamente he resaltado los elementos principales de esta argumentación. El Informe del grupo de expertos es particularmente interesante por su franqueza al plantearse las consecuencias de una lógica económica consecuente, y por expresarse con total claridad sobre la concepción reductora de la cultura europea, consecuencia de dicho planteamiento; puntos eludidos en el Libro Verde, pero recogidos claramente y sin tapujos en el informe del Grupo Bangemann.

En este informe se dejan de lado al menos dos cuestiones importantes:

1. Se tiende a ignorar la complejidad actual de las relaciones entre la europeidad, la identidad nacional y la cultura audiovisual.

Quizá merece la pena volver a señalar que la diversidad cultural es algo más que un conjunto de prácticas de consumo susceptibles de racionalización mediante un proceso regulador o mediante el mercado. Es la expresión de diferencias de origen histórico, que en Europa se concentran básicamente en el Estado nacional. En la medida en que la cultura audiovisual se considere un simple vehículo de consumo posmoderno, y sea sometida a una pura comercialización, se favorecerá necesariamente la diferencia existente, en lugar de proporcionar una base para la construcción de un sentimiento de comunidad. En otras palabras, hay razones para reconsiderar la posición de los servicios públicos de radiodifusión, no sólo como respuesta a la comercialización de los mercados nacionales, sino también por su relación con el proyecto europeo en sentido más amplio, lo que obviamente requiere una cultura política en la que apoyarse.

2. Una nueva política de comunicación europea deberá ofrecer algún tipo de articulación coherente de los argumentos sobre la cuestión audiovisual y aquellos otros referidos a la participación cruzada en la propiedad de distintos medios de comunicación (45). El motivo es que la existencia de serias lagunas en una política audiovisual que se rige por consideraciones de política industrial o laboral, y en absoluto -o apenas, por lo que sabemos- por preocupaciones políticas o ligadas a la construcción de la democracia (46).

El pluralismo no será exclusivamente el fruto de la suma del mercado y la innovación tecnológica, y, por otra parte, todavía no existen garantías institucionales claras sobre cómo alcanzar ese objetivo, más allá de las medidas políticas de los Estados Miembros en apoyo de la identidad nacional o de otro tipo, y en su regulación de la propiedad sobre los medios de comunicación. En Europa, apostar por el caballo ganador significa alentar el crecimiento de grupos multimedia transnacionales de base europea. Que no se trata necesariamente de un bien sin impurezas, lo demuestran casos como la Fininvest de Silvio Berlusconi, por poner sólo el ejemplo contemporáneo más obvio de cómo el poder sobre los medios de comunicación puede transformarse en poder político.

Es el momento de comprometerse en un debate global que abarque no sólo la política audiovisual e informativa, sino también la cuestión del pluralismo de los medios, objeto de un anterior Libro Verde de la Comisión Europea, publicado en diciembre de 1992 (47). Un informe del Parlamento Europeo argumenta que, bajo el tratado de la Unión Europea, «la protección de la diversidad y del pluralismo culturales entra en el epígrafe de los aspectos culturales» (48). Pero lo que está en cuestión es, justamente, los medios de los que se dispone para garantizar dicho objetivo.

Aunque la competitividad económica en el mercado mundial es una cuestión de la mayor importancia, no puede equipararse a la necesidad de atender a todas las necesidades de los ciudadanos, en cuanto a su participación en la determinación de los asuntos políticos y culturales. Como parte del replanteamiento de las estructuras y de los sistemas normativos en relación con los medios de comunicación, también es preciso considerar su relación con respecto a la diversidad cultural y a la democracia, sin subordinar totalmente estas consideraciones a la lógica del mercado.

Es posible que la preocupación sobre América se haya convertido en una coartada para no pensar con la suficiente creatividad sobre Europa.

AGRADECIMIENTOS

Este artículo fue escrito como una colaboración para la conferencia internacional sobre El GATT, las artes y el intercambio cultural entre Estados Unidos y Europa, celebrada en la Universidad de Tilburg (Holanda). Quiero expresar mi agradecimiento a sus organizadores -la Boekmanstichting de Amsterdam y la Universidad de Tilburg- por invitarme a hablar sobre este importante tema de debate. Doy las gracias en particular a mi colega Nancy Morris, por las provechosas conversaciones mantenidas.

Traducción: Antonio Fernández Lera

(1) Ver la discusión sobre este tema en A. LOMAN, Culture and community law before and after Maastricht (Deventer: Kluwer Law and Taxation Publishers, 1992), págs. 190-212.

(2) Ver KARLHEINZ Reif, «Cultural convergence and cultural diversity as factors in European identity», págs. 131-153, en Soledad GARCIA (ed.) European Identity and the Search for Legitimacy (Londres: Pinter Publishers, 1993).

(3) Con respecto a los distintos puntos de vista sobre el federalismo, ver John PINDER, «Federalism versus Nationalism: The European Community and the New Europe» en New Europe Law Review 1993, vol. 1, págs. 239-256 y Oyvind OSTERUD, The Structural limits to integration: Centralisation, sovereignty and democracy in the EU, informe no publicado, 1994.

(4) Philip SCHLESINGER, «Europeanness – A new cultural battlefield?», Innovation 5 (2) 1992, págs. 11-23. Ver también Josep LLOBERA, «The role of the State and the Nation in Europe», en GARCIA (ed.) op. cit., págs. 75-76.

(5) Ver Denis McQUAIL, Media performance: Mass communication [and] the Public Interest (Londres: SAGE Publications, 1992), capítulo 22.

(6) Arthur M. SCHLESINGER Jr., The disuniting of America: reflections on a multicultural society, Whittle Direct Books, 1991.

(7) Ver, por ejemplo, Benedict ANDERSON, «Exodus», Critical Inquiry, 20, 1994, págs. 314-327; Arjun APPADURAI, «Patriotism and its futures», Public Culture, 5, 1994, págs. 441-429.

(8) Ver Orvar LÖFGREN, «Materialising the nation in Sweden and America», Ethnos, 58 (3-4), págs. 173-174. A finales del siglo XIX, cuando los nuevos movimientos migratorios procedentes del sur y del este de Europa adquirieron un mayor relieve, la americanización de los recién llegados se convirtió en una cuestión política de gran importancia. El concepto de «actividades antiamericanas» data de este periodo, al igual que la extensión de ceremonias nacionales como el juramento de la bandera y la enseñanza de educación cívica [civics]. La construcción consciente de una nueva identidad histórica y la búsqueda de una cultura popular se produjo en el periodo anterior a la I Guerra Mundial. La americanización se concibió en aquella época como una especie de proceso de conversión antropológica totalizadora.

(9) Nuestra capacidad de subversión de las políticas mediante actos de consumo y procesos de interpretación puede desbaratar los criterios racionalistas que en las que se basa la gestión cultural en el ámbito del Estado nacional. En términos generales, esos criterios son los siguientes:

a. que los medios y los fines de la política cultural pueden identificarse sin ambigüedades, y que, por lo tanto, se puede actuar sobre ellos;

b. que un sector de actividad cultural puede ser transformado mediante la aplicación de una determinada política;

c. que el espacio donde se lleva a cabo una determinada acción política es limitado y relativamente predecible;

d. que se puede lograr un equilibrio viable entre la intervención estatal y el funcionamiento del mercado. Es bastante difícil lograr resultados predecibles en el ámbito del Estado nacional. Una gestión cultural a gran escala es aún más complicada en el contexto de una Europa supranacional, con unas fronteras político-culturales en continua mutación.

Un problema específico con respecto a un proyecto supranacional es que los Estados existentes dentro de la Unión Europea suelen ser poderosos focos de identificación cultural para sus poblaciones. En consecuencia, la elaboración de políticas concretas por parte de la UE, como agente cultural, es problemática en sí misma.

(10) Citado en Antonio-Pedro VASCONCELOS, presidente, Report by the Think Tank al Comisario europeo responsable de la DG X, marzo de 1994, p. 16.

(11) John CARVEL, «Euroluvvies cast Brittan as Hollywood stooge», Guardian, 29 de septiembre de 1993, pág. 8.

(12) Julian NUNDY, «France defends its heritage from Rocky III», Independent, 22 de noviembre de 1993.

(13) Mientras que las películas americanas acapararon un 93 por ciento de la recaudación de las taquillas británicas en 1992, en Francia la cifra fue del 58 por ciento. En los otros dos de los cuatro grandes Estados de la UE, Hollywood ocupó más del 80 por ciento del mercado alemán y el 68 por ciento del italiano. Film and Television Handbook 1994 (Londres: BFI Publishing), pág. 44. Cuadro 16.

(14) Michel CIMENT, «Wide angle on Europe’s cinema crisis», Observer, 12 de diciembre de 1993, pág. 5; David ROBINSON, «A case of Hollywood – or bust?», Times, 16 de diciembre de 1993, pág. 31.

(15) Frances WILLIAMS, «Europe baulks at Hollywood’s onslaught», Financial Times, 10.11.93, pág. 7; David DODWELL, «US opts to bide time on audio-visual battle», Financial Times, 15.12.93, pág. 6.

(16) Christian MOERK y Michael WILLIAMS, «Nat GATT-flies: Recession and Eurocrats can’t nix global ties», Variety, 20.12.93, 1 y 62.

(17) Jeffrey GOODELL, «The French revolution», Premiere, mayo 1994, 26. En la actualidad serían todos menos cuatro estudios, en caso de tener éxito la iniciativa más reciente. Ver Mark TRAN, «Hollywood’s new moguls unite to shoot down film’s big seven», Guardian, 13 de octubre de 1994, pág. 1, y «Treading the footsteps of Chaplin and Mary Pickford», Guardian, 14 de octubre de 1994, pág. 17; Alice RAWSTHORNE, «Silver screen glows gold», Financial Times, 15-16 de octubre de 1994, pág. 9.

(18) Citado en New Media Markets, 16 de diciembre de 1993, pág. 5.

(19) Citado en Jeffrey GOODELL, «The French revolution», Premiere, mayo 1994, 26.

(20) Ian JARVIE, Hollywood’s Overseas Campaign: The North Atlantic Movie Trade, 1920-1950 (Nueva York: Cambridge University Press, 1992), p. 251.

(21) «Por criterios tácticos, el Reino Unido no quería pedir que las películas fuesen tratadas como un bien comercial excepcional, ante el temor de que otros países presentaran otros bienes como candidatos para un trato excepcional similar; se temía que la aplicación de una exención general a las cuotas cinematográficas impulsase a otros países a poner en vigor cuotas que pudieran constituir una barrera para las películas británicas; por tanto, el Reino Unido dudaba en pedir la exención de la legislación actual, dado que eso les ataría las manos en caso de imponerse cuotas más elevadas. Se consideró que la mejor opción era dejar las películas totalmente fuera del GATT». JARVIE, op. cit., págs. 251-1. Los americanos estuvieron en desacuerdo y finalmente se llegó a un compromiso.

(22) Como señala JARVIE, [op. cit., p. 17], una parte de la política general ha consistido en «utilizar el poder y la influencia económica de Estados Unidos para forzar a otros países a aceptar las políticas del desarrollismo liberal: acceso igual y abierto al comercio y a las inversiones, y énfasis en la propiedad privada frente a la pública».

(23) Ver Susan HAYWARD, «State, culture and the cinema: Jack Lang’s strategies for the French film industry 1981-93», Screen 34 (4), 1993, págs. 380-391.

(24) Pero, después de todo, este punto de vista no es compartido por todo el mundo en América del Norte. Para una analogía pertinente de la respuesta europea, debemos fijarnos en Canadá, en sus recientes negociaciones comerciales con Estados Unidos. La exención cultural a que aspiraba la Unión Europea había estado, al parecer, influida por consejos basados en la experiencia canadiense, en el anterior acuerdo de libre comercio Canadá-Estados Unidos y en las negociaciones del acuerdo norteamericano de libre comercio con Estados Unidos. Las industrias culturales canadienses quedaron al margen del NAFTA, con un argumento cultural absolutamente explícito, a saber, con el propósito de impedir la estandarización cultural de los contenidos y el completo control extranjero de la distribución. Ver Colin HOSKINS, Adam FINN y Stuart MCFADYEN, «Television and film in freer international trade environment: Why the US dominates and what Canada should do about it», documento presentado ante la Conferencia Internacional Media, culture and free trade: NAFTA’s impact on cultural industries in Canada, Mexico and the United States, 3-5 de marzo de 1994, Austin, Texas. Esto está en consonancia con la función explícita de garantizar el pluralismo cultural, asignada a los medios de radiodifusión canadienses, así como el deseo de resaltar su diferencia cultural con respecto a Estados Unidos. Pese a la mayor complejidad y a la mayor escala de la Unión Europea, es inconfundible la similitud del principio implícito a este lado del Atlántico. Ver Marjorie FERGUSON, «Invisible divides: communication and identity in Canada and the US», Journal of Communication, 43 (2), 1993, págs. 42-57.

(25) Quisiera referirme aquí a un argumento planteado por el filósofo político estadounidense Sheldon WOLIN, quien sugiere que, históricamente, el federalismo de EE UU ha creado una nueva cultura política, al apartar a los ciudadanos de sus fidelidades locales y reconstituir sus fidelidades fundamentales en el ámbito nacional, por supuesto no sin conflictos (incluida la guerra civil). Pese a los profundos cambios ocurridos, la reinterpretación de la Constitución, «mediante palabras o por la fuerza», ha sido un elemento constitutivo esencial de la americanidad, definiendo una sucesión de relaciones entre el pueblo y el poder político. Ver The presence of the past: Essays on the State and the Constitution (Baltimore & Londres, The Johns Hopkins University Press, 1988).

(26) Estos son temas que he abordado ampliamente en los últimos años. Ver, entre otros, mis ensayos en Media, State and Nation: Political violence and collective identities (Londres: SAGE, 1991). Al hablar en estos términos, por cierto, permítanme dejar totalmente claro que soy consciente de que ni la cultura ni la identidad nacionales son términos libres de toda sospecha, y que ambos son contestados y contestables con arreglo, por ejemplo, a diferencias de raza, religión, sexo o clase. Por otra parte, las naciones sin Estado de Europa constituyen una base adicional de diferencia con respecto a la cultura de los Estados nacionales. En aras del argumento general, no obstante, dejemos a un lado estas complejidades.

(27) Ver Comisión Europea, Strategy options to strengthen the European Programme Industry in the context of the audiovisual policy of the European Union, abril de 1994, p. 17 y p. 35, donde se hace referencia a este aspecto como objetivo infraestructural. Ignoro si este cambio de terminología, que supone un replanteamiento de la visión de las cosas, ha sido señalado y comentado anteriormente de forma explícita por otros.

(28) Con posterioridad a la exención cultural de facto del año pasado, en círculos del Ministerio de Cultura francés se reconocía que lo único que se había ganado era tiempo y que era necesario pasar de las concepciones defensivas, materializadas en cuotas y subvenciones, a una política industrial de carácter más global, un aspecto que parece tener una mayor resonancia en el debate posterior. Ver Michael WILLIAMS y Adam DAWTREE, «GATT spat wake-up on Yank market muscle», Variety, 27 de diciembre de 1993, págs. 46 y 49.

(29) Strategy options, op. cit. Según algunos informes, los intereses industriales de EE UU han considerado que la sugerencia del grupo de expertos del Comisario Bangemann, consistente en emplear medidas fiscales, en lugar de la cuota, como medida de apoyo para fomentar la producción audiovisual. Sin embargo, no ha suscitado un entusiasmo incondicional en Europa, en cuyos Estados nacionales no se acepta que haya una «industria europea» que apoyar, sino más bien una serie de industrias nacionales. No obstante, la lógica implícita en esta sugerencia de cambio es que las cuotas serán eludidas mediante los medios multimedia, que pueden dar pie a situaciones de abuso (hay, ciertamente, indicios de que su cumplimiento no es ni mucho menos completo) y que representan una defensa incompleta o, si lo prefieren, un agujero en el dique.

(30) Report by the Think Tank (Informe del Grupo de expertos; presidente, Antonio-Pedro VASCONCELOS), Bruselas, marzo de 1994.

(31) Discurso inaugural del profesor Joao de DEUS PINHEIRO, Conferencia europea sobre política audiovisual, Parlamento Europeo, Bruselas, 30 de junio de 1994, pág. 3.

(32) Ver Report, capítulo 2, y Strategy options, capítulo 2.

(33) Europe and the global information society: Recommendations to the European Council, Bruselas, 26 de mayo de 1994.

(34) Op. cit., pág. 11. Ver también «Europe lays down infobahn foundation», Media Policy Review, julio de 1994, pág. 9.

(35) Emma TUCKER, «Brussels setback for media owners», Financial Times, 22 de septiembre de 1994, pág. 2.

(36) Después de escribir este artículo, me intrigó encontrarme con el siguiente comentario de Bruno de Witte: «la diversidad lingüística es percibida no como un valor en sí mismo, sino más bien como un posible obstáculo para la integración económica transnacional, que debe ser cuidadosamente examinado por la Comisión Europea y el Tribunal… La distinción original… entre la esfera económica y la cultural está desapareciendo como resultado del desbordamiento de la integración europea… pero la Comunidad Europea sigue sin ofrecer recursos constitucionales para lograr un equilibrio meditado entre las necesidades de ambas esferas de actividad». «Cultural legitimation: Back to the language question», en GARCIA (ed.), op. cit., pág. 164.

(37) Report, pág. 24: «En nombre del derecho de las minorías culturales y lingüísticas a expresar su identidad, Europa, hacia finales de los años 60, aceleró la tendencia centrífuga de una industria cuyos fundamentos económicos exigían la concentración [empresarial]… Los dirigentes rara vez fueron capaces de vencer… la contradicción entre… la dimensión local del tema y la necesaria transnacionalidad de las audiencias».

(38) Tomado de Report, pág. 57; el resto del párrafo es mi interpretación del significado general de su argumentación.

(39) Es preciso estudiar con mayor detenimiento las radicales implicaciones de la decisión de dar igual tratamiento al legado audiovisual que a otras partes más consagradas del patrimonio cultural europeo, como la escultura y la pintura. La misma línea de argumentación es adoptada por el grupo Bangemann, op. cit., p. 10-11. Ver también John E. PUTNAM II, «Common markets and cultural identity: Cultural property export restrictions in the European Economic Community», The University of Chicago Legal Forum, 1992: 457-476.

(40) Ver Report, pág. 64. Ver también Strategy options, p. 10.

(41) Ver Report, pág. 64.

(42) Strategy options, pág. 12.

(43) Ver Cathy STEWART, Julian LAIRD, The European Media Industry: fragmentation and convergence in broadcasting and publishing (Londres: Financial Times Business Information, 1994), pág. 5.

(44) Ibid. pág. 57.

(45) Como ha sido reconocido de pasada en el Report, pág. 63, y Strategy options, pág. 53.

(46) Para el grupo de expertos, la expansión de servicios «en áreas como la educación, la formación y la información pública» tiene que ver, principalmente, con la rentabilidad y con el suministro de programas informáticos explotables en un «entorno plenamente multimedia e interactivo» (Report, pág. 62).

(47) Ver Comisión de las Comunidades Europeas, Pluralism and media concentration in the internal market: An assessment of the need for Community action, COM (92) 0480 Final, Bruselas, 23 de diciembre de 1992.

(48) Report of the Committee on Culture, Youth, Education and the media on the Commission Green Paper Pluralism and media concentration in the internal market, COM (92) 0480 – C3-0035/93). Ponentes: Ben Fayot y Dieter Schinzel, A3-0435, 5 de enero de 1994, pág. 8. El Parlamento Europeo se ha declarado a favor de una directiva contra la concentración de medios y en favor de medidas europeas para garantizar la libertad de información, la ética profesional y la independencia de los periodistas.

Artículo extraído del nº 41 de la revista en papel Telos

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