La crisis de la industria audiovisual europea, en la que se enmarca las crisis del audiovisual español, se debe, fundamentalmente, a cinco razones:
1. a la hegemonía de los oligopolios norteamericanos sobre los canales de difusión;
2. al desplazamiento del consumo audiovisual desde la pantalla grande a la televisión doméstica, sin que tales canales retroalimenten a las factorías nacionales productoras de imágenes;
3. a las bolsas de fraude en las taquillas de los cines;
4. al bajísimo volumen de nuestras exportaciones audiovisuales;
5. a la subestimación del importante y expansivo mercado videográfico.
Cada una de las causas enumeradas tiene su remedio específico y no necesariamente imposible. La hegemonía norteamericana sobre los canales de difusión es una losa que Europa arrastra desde la Primera Guerra Mundial, cuando Hollywood ocupó el vacío dejado por la parálisis de la producción europea.
Pero sabemos que el cine español durante la Segunda República, o el cine francés moderno, han sido preferidos por los espectadores nacionales en relación con el cine norteamericano, lo que disipa cualquier fatalismo acerca del reto de Hollywood. La tacañería de las televisiones públicas y privadas españolas hacia nuestras factorías de imágenes es un problema que se resuelve con la imposición de cuotas de pantalla. Las bolsas de fraude en las taquillas de los cines se solventa con la informatización del despacho de billetes. Las exportaciones, incluso hacia Estados Unidos, no son imposibles, como demuestran títulos tan diversos como Nikita o Mujeres al borde de un ataque de nervios. Y la valoración comercial del mercado videográfico es una consecuencia de la lógica estratégica ante el mercado electrónico.
Pero, en la práctica, las cosas no son tan sencillas como aparecen sobre el papel. Las prácticas coactivas de los oligopolios de distribución norteamericanos están ahí, sin que las multas del Consejo de Ministros consigan frenarlas.
Los canales de televisión, cuando los ciudadanos contemplan sus pantallas tres horas y media diarias, se resisten a dejar de privilegiar las ficciones norteamericanas en su programación. Y el audiovisual europeo, que en las negociaciones del GATT resucitó la fenecida doctrina del NOMIC para defenderse de la colonización cultural por parte del imperio, demuestra su impotencia e hipocresía con la pésima circulación intraeuropea de sus productos.
Los alemanes no ven cine español, como los españoles no ven cine alemán. Y este desencuentro se reproduce en todos los países de la Unión Europea.
Esta es, desde luego, una consecuencia de la colonización norteamericana, que hace que un paisaje de Arizona nos resulte más cercano y familiar que la llanura danesa en que se desarrolla una cinta tan exótica y lejana para nosotros como El festín de Babette.
El cine europeo, que nos es más próximo geográficamente, nos resulta casi siempre más distante psicológicamente, porque su voluntad de personalización le lleva a quebrar los marcos de referencia del cine en el que nos hemos educado, que es el cine de Hollywood.
Pero hay que añadir que esta calamidad no es irreversible, y es bueno decirlo cuando la producción cinematográfica española ha alcanzado sus niveles más bajos desde 1946, desde el negro túnel de la autarquía.
No creemos, desde luego, que la solución del audiovisual europeo radique en imitar las fórmulas del cine de Hollywood, valiéndose de esas coproducciones múltiples acertadamente llamadas europuddings y que no son más que combinaciones multinacionales apátridas y culturalmente descafeinadas.
A la vista de estas insípidas fórmulas algebraicas no cabe sino dar la razón al Rossellini que pregonaba que el mejor filme internacional es un buen filme nacional, como corroboró espléndidamente nuestro Luis Buñuel.
La paradoja del audiovisual moderno consiste en que sus polos más vivos residen en sus productos más estandarizados y repetitivos -como las teleseries norteamericanas-, que cumplen el principio de ser siempre lo mismo, pero distinto cada vez, y los productos más personalizados y atípicos, orientados hacia la inmensa minoría internacional (Erice, Oliveira, August).
En esta distinción se reitera el tabique cultural que separa hoy a las masas de las elites. Pero para que la inmensa minoría internacional pueda ser abastecida de estas producciones singulares que le apetecen, es menester que sus canales de acceso no estén obturados por el poder tentacular del complejo distribución-exhibición norteamericano. Y es contra este poder obturador contra el que hay que clamar en favor de la libertad de circulación de los mensajes audiovisuales.
Artículo extraído del nº 39 de la revista en papel Telos
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