En 1993 se ha promulgado la Ley Orgánica sobre Regulación del Tratamiento Automatizado de los Datos de Carácter Personal, que dispara en mí, sin que pueda evitarlo, la idea refleja de que, en cuanto a los derechos humanos, en este mundo hay tres mundos, y de que sólo prescindiendo de los dos que no percibimos, cobran sentido ésta y otras leyes parecidas.
Es en el mundo nuestro, el de los países desarrollados y democráticos, donde se dictan estas leyes y donde se escribe esta revista. La seguridad y el confort constituyen nuestro marco vital. Tenemos tiempo para la especulación y el ocio. Más o menos metidos en la sociedad de la información, vemos cómo las leyes sobre protección de datos avanzan por generaciones, lo mismo que la tecnología de ordenadores, microprocesadores y redes.
Después hay un mundo mucho mayor, aunque desde aquí parezca muy pequeño, en el que los más elementales derechos humanos son pisoteados. Para vergüenza de la humanidad, en demasiados lugares las únicas leyes que caben entre las patas de los caballos del Apocalipsis son las de la supervivencia o de la mera subsistencia.
Y también tenemos otro mundo emergente, que ha nacido y crece en el seno del primero, pero que habita decididamente en la infosfera, esa red virtual enorme compuesta por todos los circuitos y posibilidades de la información.
Nos dicen que estos tres mundos y todos los mundos forman un mundo intercomunicado, y es verdad, sólo que los flujos de materia, energía e información, los tres componentes radicales del cosmos, dibujan un mapa de circulación monstruosamente insolidaria. Habitualmente, el grado de dominio económico y tecnológico sobre estos componentes determina el nivel de riqueza de una comunidad y al tiempo casi establece el mapa de asentamiento de los derechos humanos. Consumos ínfimos de materia y energía determinan derechos humanos ínfimos, mientras que su despilfarro coincide milimétricamente con derechos administrativamente bien establecidos en todo lo tocante a la vida material, con flujos crecientes de información y con el despuntar consiguiente de requisitos para regular esta nueva realidad.
El ciudadano medio de los países desarrollados ha adoptado una banda perceptiva que no capta o rechaza los fenómenos hirientes o complejos, y esto es particularmente cierto aplicado a los fenómenos derivados del paquete de tecnología invisible y ubicua formado por la informática y las redes de comunicación. El ciudadano medio tan sólo le pide a la tecnología que le proporcione más confort y que le amplíe y garantice -sin problemas, sin molestias, sin riesgos, sin sorpresas-todos y cada uno de sus derechos. Un imposible: se olvida del otro mundo y no comprende el nuevo que está creciendo alrededor.
Semejante actitud contrasta fuertemente con el ámbito de relaciones hipercomplejas que emergen en la interacción de la tecnología avanzada y el tejido social. Un mundo supertecnológico de economía global genera una red intrincada de problemas, en la que derechos más o menos fundamentales se desdibujan e interactúan en miles de combinaciones insospechadas y frecuentemente conflictivas. Trabajo, salud, propiedad, libertad, seguridad,intimidad y otros conceptos andan buscando nuevo acomodo -que será necesariamente contradictorio e inestable- en una sociedad tecnológica incomprensible, vulnerable y en estado de flujo. El legislador consigue a duras penas superar la amplitud de la banda perceptiva del ciudadano, pero, asesorado por especialistas ciegos a la realidad global multidisciplinar, tampoco puede llegar muy lejos.
Con el 4 por ciento de la población mundial, Estados Unidos consume la cuarta parte de la producción anual mundial de petróleo. El trabajador agrícola norteamericano produce 130 veces más kilos de cereales que el agricultor medio africano. En 1991, el PIB per cápita de Suiza fue de 36.300 dólares. Los de la India y Nigeria fueron de 360 y 278, respectivamente. La población mundial ha aumentado a un ritmo anual de unos 90 millones de seres humanos durante el período 1985-90. Los flujos de materia, energía e información han seguido creciendo hacia y dentro del mundo desarrollado. También, y «gracias a la desregulación de los mercados monetarios y a la revolución de las comunicaciones globales, los flujos electrónicos de capitales han experimentado un descomunal impulso, aunque, cosa curiosa, el 90 por ciento del intercambio de moneda extranjera no guarda relación con el comercio o la inversión de capital». Dice Kennedy (Hacia el siglo XXI), de quien he tomado los datos de este párrafo, que las tecnologías avanzadas amenazan con socavar las economías de las sociedades en vías de desarrollo. Cien millones de emigrantes se aprestan para ingresar en este nuestro mundo, donde, sobre una montaña transparente de materia y energía, se han construido millones de millones de datos, algunos de los cuales pueden afectar, eso sí, a algún apartado sensible de nuestra intimidad.
Y finalmente hay un número creciente de ciudadanos que se ven a sí mismos y operan como neuronas en la galaxia de las redes de información y de toda la tecnología asociada. Para ellos, el resto de la realidad que sostiene, habita o experimenta el efecto de la actividad de la galaxia se difumina, desaparece o, como mucho, pertenece a un orden inferior y subsidiario. Desde esta percepción, toda la realidad sólo contiene ese material intangible que llamamos información.
Aunque sabemos que el concepto de realidad virtual se aplica con propiedad a cierta situación técnica, en la que el usuario, conectado a un instrumental informático dotado con sensores especiales, se mueve a través de un mundo simulado y puede, por ejemplo, aprender Anatomía practicando la disección sobre un cadáver virtual, merecería en cierta forma ser extendido a la esfera sociológica para designar a esta realidad compuesta sólo de información que a pasos agigantados secuestra y suplanta a la realidad completa y se convierte en La Realidad, tanto en el dominio operativo como -lo que es más trascendente-, en nuestras mentes.
En esta línea, siempre se cita como ejemplo el caso de la guerra del Golfo y la cadena americana de televisión CNN, pero más sutil e influyente, aunque de naturaleza similar, es el fenómeno de la economía global, que, según Drucker (The New Realities), es una economía simbólica, formada y activada por flujos electrónicos de dinero, que en gran parte controla a la economía real de los bienes y servicios. Como se ha dicho, el 90 por ciento o más de las transacciones económicas financieras no encaja en la racionalidad económica. Fijémonos que ya, en una etapa anterior, en la economía de bienes y servicios están prevaleciendo el conocimiento y la información sobre la materia, la fabricación se desacopla progresivamente del trabajo humano y la economía de las materias primas prácticamente se hace residual en términos monetarios. Ahora podemos entender por qué al estadio actual de la economía, incapaz de reducir los desequilibrios mundiales e incluso de mantener el Estado del Bienestar en los países desarrollados, se le llama economía simbólica, aunque mejor le cuadraría llamarle economía virtual. Muy virtual, y de rostro muy poco humano, para más señas. Parece un juego de espejos que, sin embargo, no es exactamente un espejismo, puesto que no se limita a ejercer su influjo sobre las mentes, sino que mueve el mundo.
Es un hecho que se está creando un ciberespacio informativo, en el que vivimos, pero que nos es ajeno a la mayoría de nosotros. No entendemos bien ni sus reglas de funcionamiento ni sus oportunidades, de manera que no resulta raro que nos llamen especialmente la atención casos negativos como los de Robert Morris y Craig Neidorf, moradores pioneros y controvertidos de un ciberespacio abierto donde la información, por su carácter intangible y ubicuo, no es propiedad de nadie y fluye sin barreras. Como es sabido, el primero soltó un programa lombriz en la red de investigación Internet, consiguiendo introducirse en 3.000 computadores e interrumpir su servicio, y el segundo, por haber publicado en su periódico electrónico determinada información extractada de un documento de la BellSouth, provocó que se invocaran cuestiones como la libertad de prensa, el derecho a la privacidad, la seguridad pública y la misma Constitución de los Estados Unidos. Estos y otros sucesos se han ido tomando, no por síntomas, sino por excentricidades técnicas circunscritas a ámbitos reducidos, cuando lo cierto es que se producen muchos miles, más o menos representativos de actividades sociales innovadoras en un territorio universal, emergente y prácticamente sin ley.
El Institute of Electrical and Electronics Engineers (IEEE), la más prestigiosa institución profesional en el campo de la electrotecnología (300.000 miembros) ha publicado en agosto de 1993 los siete grandes retos identificados por el IEEE New Technology Directions Committee para principios del nuevo milenio: a) hacer que cualquier persona, dondequiera que esté en el mundo, sea alcanzable, si lo desea, en cualquier momento, por métodos de comunicación independientes de los medios físicos de conexión; b) proporcionar acceso global instantáneo a las fuentes de información a través de tecnologías tales como bases de datos informáticas, enlaces de comunicación de alta velocidad, e interfaces y pantallas planas; c) permitir que cualquier persona pueda estar presente, a su voluntad, en cualquier lugar y momento, por medio de las tecnologías de realidad y presencia virtual; d) proporcionar a todo el mundo acceso a una fuente abundante de energía limpia, segura y manejable; e) crear sistemas de transporte y autovías inteligentes que permitan la navegación personal a escala global; f) convertir en realidad la oficina sin papel utilizando dispositivos como la pantalla plana y la tableta y el lápiz electrónicos; g) facilitar una sociedad sin moneda, en la que los efectos se almacenen e intercambien electrónicamente por medio de dispositivos como el monedero electrónico.
(Aunque probablemente a este prestigioso comité de técnicos se les haya pasado desapercibido el matiz, se nos hace evidente que cuando se escribe «cualquier persona dondequiera que esté en el mundo» se refiere ciertamente a una parte de las personas de una parte del mundo. Por eso es tan sintomático el texto que se acaba de transcribir).
Me siento confuso. No obstante, en el momento en que redacto estas líneas tiendo a pensar, intuitiva y resumidamente, que las leyes que protegen nuestros derechos humanos básicos en la nueva realidad pueden acabar siendo bastante virtuales también si no abarcan todas las realidades intercomunicadas. En este último supuesto sí que tendrían sentido pleno.
Artículo extraído del nº 37 de la revista en papel Telos
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