La instantaneidad, la simultaneidad y la discontinuidad se convierten en claves de nuestra cultura y nuestra estética.
La visión de un artista plástico sobre el arte y la comunicación de nuestra época evidencia esta primacía.
La instantaneidad como principio, como categoría conceptual en nuestra sociedad. Toda nuestra cultura se sustenta en la reverberación del instante. La velocidad como axioma de nuestra época.
Existimos en el fulgor del fragmento, en la fosforescencia de lo instantáneo. Un repertorio de signos veloces que se disuelven en la grafía del instante. La singularidad temporal grabada en la materia. La forma se concentra en la vivencia de lo inmediato.
El pensamiento se quiebra en una evolución discontinua, en la fragmentación, en la intermitencia. El nuestro es un universo disgregado, en continuo movimiento, lejos de la vieja linealidad.
Sabemos que existimos en el destello fugaz, huidizo, del instante efímero. Se trata de atrapar la impronta del momento, esa es la utopía propia de nuestra época: captar la vivencia del momento en un mundo sometido a una fuerte aceleración, a un vértigo histórico.
La vivencia de la instantaneidad en nuestra sociedad se manifiesta en el interes por la noticia última, por el acontecimiento, de la instantánea fotográfica al fax (ese emblema de la instantaneidad), de las noticias duras (hard news) del telediario, a un ritmo trepidante. a los servicios urgentes de transportes, del vídeo-clip al anuncio publicitario, emerge una estética discontinua. La celeridad es una premisa de nuestra época; se manifiesta, asimismo, en la toma rápida de decisiones que caracteriza a la vida moderna.
La velocidad aparece en nuestras vidas como un factor profundamente desestabilizador. Circulación veloz de cuerpos, mensajes, objetos y capital en un contexto de simultaneidad. Velocidad, instantaneidad y simultaneidad serían las tres claves que diseñan nuestra nueva consciencia perceptiva y reflejan la aceleración histórico-temporal que vivimos.
Tendríamos que hablar de un presente continuo, de lo que se podria definir como una instantaneidad incesante.
Por otro lado, como es bien conocido, no podemos hablar en términos conceptuales o filosóficos de pasado ni futuro, pues cualquiera de estas referencias estaría inevitablemente vinculada al presente mismo desde el que las contemplamos o nombramos.
Es muy frecuente hoy que cuando preguntamos a alguien: ¿a qué distancia vives de Madrid?, nos conteste: a 30 minutos, a 20 minutos, etc.; queda poca gente en los grandes asentamientos urbanos que siga midiendo la distancia que separa una población de otra en Kiómetros.
Se mide en tiempo. La espacialidad sustituida por la temporalidad que pauta nuestras vidas en una cadencia frenética.
Comentamos con satisfacción cómo esa distancia del viaje o traslado se acorta en tiempo a medida que se logran avances técnicos o mejoras en las carreteras. La premisa parece ser convertir al hombre en una flecha en el espacio; que todo sea instantáneo y simultáneo.
Al pulverizar el referente de espacialidad y de materialidad nos quedamos simplemente con el factor tiempo medido en el vértigo del instante. Más que de viaje, que está asociado a la memoria, habría que hablar de un traslado brusco, de un efecto shock como el vaivén psíquico derivado de los súbitos cambios horarios que acontece en los vuelos intercontinentales. Nosotros no heredamos una imagen del mundo sino en su disgregación. Una imagen del mundo atomizada, fragrnentada, hecha pedazos. Por eso el collage es consustancial arte contemporáneo.
Al no existir ideas coexionadoras que vertebren unos parámetros globalizadores. Ante la carencia de paradigmas o referentes totalizadores nos contemplamos en los cristales rotos del espejo de la contemporaneidad. Una estética fragmentaria que nos descubre una imago mundiplena en el más pequeño fragmento. La desintegración de la imagen que opera el arte contemporáneo y que arranca del impresionismo, obedece a ese descrédito de la realidad pulverizada por los avances de diferentes disciplinas cientificas.
Las investigaciones ópticas y luminicas en el impresionismo y el espacio representacional en el cubismo adquieren en lo fragmentario y en la simultaneidad otra nueva dirnensión, hasta conseguir en la pintura de un Miró o de un Pollock un mapa ingrávido de signos errantes, una caligrafia convulsa y nihilista de la época. Con Dadá y la respuesta feroz del azar el corte es de tipo epistemológico y marca una quiebra fértil, una ruptura fructífera, en la cultura contemporánea.
En la escultura acontece lo mismo que en pintura, el minimal focaliza la atención hacia los fragmentos urbanos, construyendo signos poderosos con hileras de neón o chapas de acero. Objetos que evidencian su carencia de interioridad y se transparentan en el espacio revelando la asepsia de un mundo secularizado. Espacios intersticiales que perforan la materia y la imbrican con el entorno circundante.
Aumento de volumen de ocupación espacial y pérdida progresiva de masa que parece ser una dominante de la escultura del llamado campo expandido. Proceso de estilización conceptual, de descorporeización que afecta a otras disciplinas artísticas.
Bergson y el llamado tiempo psicológico, el fenómeno de la duración (el espesor de la duración) son referentes importantes para entender esa estrategia del tiempo interno (interiorizado) que aflora en los relatos de Peter Handcke o en el cine de Wenders.
Robert Wilson es el creador contemporáneo que más conscientemente configura un lenguaje sustentado en la duración, en la asunción psicológica individual del llamado tiempo intenor, en esa lentitud ceremonial de gestos congelados. Una construcción de imágenes hipnóticas con el cuerpo humano pautado en las relaciones temporales que acotan el espacio.
Gestos reiterativos, simetrías y desdoblamientos enigmáticos que mantienen una recurrencia mecánica. Sociedad robotizada, engranaje de gestos medidos que tensionan matemáticamente el espacio en una suma de instantes ritualizados. Personalmente creo que esta tiene que ser la actitud, la estrategia del artista, ralentizar el tiempo en el espesor de la duración, ritualizar la vivencia individual introspectiva del tiempo y del espacio. Una experiencia sensorial subjetiva que se transforma en un ceremonial comunitario.
Sólo después de esa expenencia intenor, sólo después de ser isla, de la vivencia profunda de esa fijeza introspectiva se pueden construir signos poderosos, al detener el referente de temporalidad dilatando el tiempo en la vivencia del instante. El artista tiene, precisamente, que subrayar esos momentos donde reniega de lo social; en esa tensión en el borde, en el límite de lo social es donde tiene que conseguir el mayor fermento para poder materializar su trabajo. Un determinado espesor espiritual que sólo se puede conseguir en un exilio de lo real (en el fenómeno del extrañamiento).
Alejado del centro de lo social, del peso coercitivo de la normalidad patológica: no por extendido un mal es menos dañino. Sólo de esa manera podrá conseguir esa plenitud que como decía Giacometti sólo podemos alcanzar en la lejanía, en la visión a distancia. Para obtener esa perspectiva, esa distancia, es necesario detener la cadena de la temporalidad.
La sobresaturación, la complejidad y las contradicciones de nuestro mundo provocan una estética de la desintegración. El descubrimiento del átomo fragmenta los cuerpos llegando a una realidad disgregada. La teoría cuántica y la teoría de la relatividad establecen nuevos baremos perceptivos. El vacío existencial lleva a una destrucción nihilista del tema.
El psicoanálisis prosigue la labor de desmoronamiento del antiguo orden representacional, al transparentar al hombre en un flujo de deseos. Del descubrimiento interior del hombre, de las profundidades del apsique humana emerge una realidad psicologizada a través del subconsciente, se consuma una alteración, una distorsión de la manera de ver el mundo y la realidad configurando nuevas regiones perceptivas.
El inconsciente pasa a ocupar el centro de atención como objeto de investigación científica y artística. Los nuevos emblemas surgen de los márgenes de la conciencia, de las grietas del sentido en los límites de las fronteras psicológicas.
Nuevas técnicas narrativas que permiten explorar el intrincado laberinto de la psique humana, sumergiéndonos en los campos de asociaciones libres y erráticas del monólogo interior.
Estética de la introspección, del ensimismamieto de la mente. La realidad fenoménica pasa a ser una realidad obvia, de segundo orden, episódica, frente a la inagotable mina de imágenes del mundo interior de la mente. Hay unas palabras esclarecedoras de Antonin Artaud cuando habla de los ríos, árboles y montañas que surcan el interior de nuestro propio cuerpo y añade que no hay necesidad de buscarlos fuera.
Es Joyce quien nos puede servir de paradigma de la escritura del flujo mental: al indagar en el interior de su propia mente descubre la imagen del laberinto. Realidad entrelazada del pensamiento («el pensamiento es el pensamiento del pensamiento». Ulises) de las frases unidas en secuencias reiterativas donde las imágenes no desaparecen sino en la continuidad de las siguientes.
Es interesante recordar también, con respecto al tema que tratamos de la imediatez, que el Ulises narra acontecimientos y pensamientos que suceden en 24 horas y condensa en sus páginas todo un flujo narrativo de la instantaneidad temporal. Samuel Beckett es otro buen representante de la narración del monólogo interior, con su universo del exilio interior y personajes a caballo entre el universo onírico, en su variante de pesadillas (parece descartar los suenos benignos) y todo un inventario de patologías diversas.
Si el monólogo interior, fiujo informe de pensamiento preverbal, es la técnica que el psicoanálisis ofrece a la literatura, el automatismo psíquico de la mente (conocido también como escritura automática) es la herramienta creativa que a través del surrealismo va atener más eficacia en relación con las artes plásticas, en el campo de generación de nuevas formas. Sólo tenemos que pensar en aquellos dibujos de creación colectiva espontánea que el grupo surrealista llamaba cadáveres exquisitos.
El camino que abre la escritura automática en cuanto a liberación energética y pulsional, se materializa en la pintura de acción, la Action Painting americana que sería el paradigma de la instantaneidad en la pintura modema. Pintura del gesto, del cuerpo en acción. Una auténtica ergografía a través de la acción veloz del trazo: grafía del cuerpo en un trazado convulso .
Pollock con la técnica del dripping construye un laberinto de senderos líquidos, un magma disgregado y atomizado en una gestualidad abierta. El cuadro es una superficie de inscripción territorial de signos errantes. El cuadro es un mapa ingrávido, un territorio alzado.
El hombre es un animal territonal y un animal simbólico simultáneamente; está polarizado siempre entre esos dos planos: el registro territorial y el simbólico. La pintura de pollock activa esa antinomia en la confluencia espacio-temporal. Los mitos están inscritos en la piel de la tierra; lo que hace la pintura es verticalizar ese plano horizontal. Toda la pintura de acción rezuma un aliento orientalista, la espontaneidad de acción que se evidencia en el trazo del ideograma, esa belleza del instante como categoría poética en la estética sucinta del haikú, donde se consigue una intersección fulgurante de las coordenadas espaciotemporales en la revelación del instante.
Para la sensibilidad modema del instante es importante analizar el fenómeno urbano, la ciudad con su saturación de estímulos; la experiencia perceptiva urbana que tan bien supo analizar Walter Benjamin; esa sensorialidad hipnótica del flaneur en la multiplicidad de estímulos y sensaciones. La figura del flaneur paseante anónimo por la metrópoli coleccionando instantáneas huidizas, construyendo mapas imaginarios de la ciudad.
Laberintos y diagramas: aprender a perderse (a extraviarse) en la ciudad como consigna. Convertir el tiempo en espacio. El carácter convulso de la ciudad aparece reflejado en esas imágenes fragmentadas, en esas vivencias discontinuas de recorridos aleatorios.
El tiempo interrumpido en la secuencia, en el fragmento, el poder evocador del instante como fragmento temporal. Reinventar el mundo en la acción del instante. La noción de fijeza, de tiempo interrumpido. El continuum del tiempo homogéneo interrumpido por lo que Benjamin llama el jetztzeit, el tiempo-ahora. Estética urbana de la saturación de los sentidos.
Percepción distráída por el exceso de estímulos, efecto narcosis por la multiplicidad de sensaciones simultáneas. Universo alegórico de Benjamin archivando fragmentos. «El hombre en la ciudad lleva una existencia breve, fugaz», de sombra huidiza que se transparenta sobre la matena. El perfil de la ciudad es una mezcla de electricidad y geometría. Tipografía veloz y parpadeante de luces de neón. Realidad centrífuga de cuerpos arracimados. La ciudad es geometría habitada.
El lenguaje geométrico del hombre (ese edificio conceptual) convertido en un escenario antropocéntrico. La ciudad es una suma de la sintaxis conceptual del hombre, donde se superponen todos sus códigos y lenguajes. Como en Protágoras: el hombre medida de todas las cosas. La sociedad tecnológica como una segunda piel de la naturaleza del hombre.
La experiencia urbana aparece reflejada en televisión como un sismógrafo que recoge con precisión el latido del instante y toda la agitación del momento. Esa instantaneidad del acontecimiento televisivo y de los media hace que la realidad pase a ser lo que sucede en los medios, que generan una inscripción sígnica en la realidad, un anagrama sintético, un tatuaje instantáneo que se superpone sobre lo real y en cierto sentido lo eclipsa o lo sustituye. Hay un plano de realidad que es el que sucede en los media y lo otro pasa a ser una sub-realidad, una realidad secundaria y episódica. Con la televisión el poder escribe la historia al instante.
La televisión con su letanía de sonidos e imágenes construye un universo caótico de realidades fragmentarias. En pantalla las verdades duran 20 segundos; ese es ya nuestro umbral de percepción.
El zapping, con su espectacular carnicería de imágenes, es el reflejo de la ansiedad contemporánea por destruir todo tipo de referencias, sobredosis de imágenes desmembradas para anular toda remota posibilidad de significación, para desintegrar todo resquicio último de sentido. Búsqueda de una sensorialidad abstracta; el resultado, por otro lado, no es muy diferente a la disolución del yo oriental. Los signos quedan vacíos en la errancia de significados, como si significado y significante siguieran caminos divergentes y sólo coincidieran en contadas ocasiones y de manera fortuita.
El zapping permite a la gente hacer cubismo con el televisor, un puzzle caótico para destruir el antiguo espacio representacional de la linealidad del relato, en busca de una lógica escindida y multidireccional. La televisión engancha porque está sustentada en la atracción por la luz. La fascinación hipnótica del hombre por la pantalla de luz reproduce la atracción ancestral por el fuego en la hoguera primitiva o en la contemplación de la luna en la noche; a lo que hay que añadir el reclamo del cinetismo, del movimiento de las imágenes. Magia de luz y movimiento.
Como decía Baudrillard, un test Rochard de manchas proyectivas, perpetuo. Proyección de sombras en una estrategia de simulación, de sustitución de la realidad como en el Mito de la Caverna (no en vano Platón podria reivindicar derechos de autor por la idea): la realidad pasa a ser, a ojos de nosotros, los nuevos esclavos, la proyección de sombras en la pantalla.
Serialidad, recurrencia, el movimiento como premisa. La nuestra es una sociedad fascinada por las imágenes en movimiento. Vivimos en una especie de iconosfera sensorial. Se subrayan los aspectos dinámicos, cinéticos, cinestésicos. La vida como sinónimo de movimiento para huir de la pulsión de muerte (la fijeza), el principal elemento de la angustia existencial del hombre.
El capitalismo se sustenta en esta sensorialidad hipnótica, por eso la televisión con su capacidad para transformar la realidad en espectáculo virtual es su arma. El capitalismo no es una ideología, por eso falló siempre toda alternativa de lucha ideológica en este terreno de la utopía revolucionaria. El capitalismo es sinónimo de cuerpo, de ese darle al cuerpo lo que quiere (que se ejemplifica en la máxima consumista del confort). El capitalismo está en el interior de nosotros mismos, en el tuétano de nuestros huesos.
Es el correlato amplificado de nuestro egoísmo e insolidaridad primordial, genética. Esta amplificación del cuerpo individual al cuerpo social se materializa en esa expenencia que llamamos capitalismo. El flujo del capital es ese flujo pulsional de deseos, y en la movilidad el capital sustenta su eficacia, la eficacia y la legitimidad de su discurso: en una opacidad móvil, en un laberinto atomizado de delegaciones y complicidades tácitas.
Esta fragmentación del poder en una trama tupida y multiforme la analizó muy bien Foucault en su genealogía, llegando al diagnóstico desesperanzado de la condición humana, de que el poder se sustenta en su reversibilidad.
Con ayuda de prótesis tecnológicas el hombre accede a su particular nirvana cibemético en el marco de la llamada realidad virtual.
El hombre desprovisto de territorio y con los sentidos aletargados abandona la vieja realidad fenoménica (anclada en el referente de la naturaleza) e inicia su exilio hacia la mente: el exilio interior.
Construye un universo mítico autorreferencial, donde todo está diseñado a su medida, pautado en función de su escala e instrumentalizado a su servicio. Orden y armonía cibemetica de la inteligencia artificial. El hombre rodeado de todas sus prótesis tecnológicas y de sus réplicas cerebrales. Realidad abstractizada en un consumo de imágenes simbólicas. Este exilio hacia la realidad virtual en un proceso de estetización y de hipercerebralidad creciente potencia un interés progresivo por la inmaterialidad. La energía inmaterial de las imágenes electrónicas con una vida fugaz en pantalla, el dinero convertido en un mero dato informático, todo tiende a convertirse en información. La energía sería como una nueva dimensión de nuestra sociedad, que a su modo revitaliza un cierto animismo. La inmaterialidad aparece entonces en arte como una energía silente. Podríamos hablar de la poética del vacío.
La actitud de Marcel Duchamp con su consigna de olvidar el arte para dejar hablar a la vida propició una actividad artística que consiste en nombrar fragmentos de realidad; focalizando la mirada en un ámbito de lo real para descontextualizarlo posteriormente. John Cage abandona la noción de música para dejar paso al azar (a Cage cuando se le preguntaba por qué no tenía equipo de música en su casa se limitaba a abrir las ventanas de su apartamento en Manhattan para que entrara el ruido de la ciudad. Y señaló en otra ocasión que cuando muriera seguiría habiendo música).
Beuys en su ecuación Arte=Vida llega a situar la actividad artística como una corriente de energía, como un puente que une lo visible con lo invisible.
Es Duchamp con sus experiencias infraleve el que refleja más nitidamente esta vocación de ingravidez, de desmaterialización de la experiencia artística. En sus anotaciones infraleves lo que hace es un inventario de hechos físicos que rozan el umbral de invisibilidad perceptiva por su liviandad: el vaho en el cristal, el calor que permanece en una silla momentos después de quedar vacía…
Todos podríamos recoger experiencias infraleves, personalmente, una de las más hermosas que conozco es: La sombra del aire en la hierba que es el título de un libro de poemas de Luis Pimentel.
Como vemos, la sensibilidad oriental, taoista o zen, sería (como casi siempre) pionera en esta concepción ritualizada de la más imperceptible sensación. No en vano la última respuesta (casi un auténtico testamento vitalista) de Duchamp en el libro de entrevistas de Pierre Cabanne fue: «mi principal actividad artística fue: respirar y vivir».
De alguna manera, ya con el vacío entre las manos, creo que es un buen momento para dar por terminado este texto.
Artículo extraído del nº 36 de la revista en papel Telos
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