Siempre me ha fascinado la teoría que he oído formular a los entendidos en el arte de la televisión: la cámara te quiere o no te quiere. Y si no te quiere,mejor que te dediques a otra cosa. Este es un problema que afecta no sólo a los profesionales de la televisión que hacen su trabajo delante de las cámaras sino también a los políticos y a las personas que tienen que comunicar algo a través de la pequeña pantalla. ¿Cuáles son las razones profundas de ese amor o desamor por las personas de un ser no humano hecho de metal y de vidrio como es una cámara de televisión? Nunca se sabrá.
Puede muy bien una joven ser una espléndida belleza vista al natural y, sin embargo, ser desdeñada por la cámara. O puede un hombre ser el más bien parecido y mejor plantado mozo del mundo y sorprender a los que le conocen personalmente al comprobar hasta qué punto puede llegar a odiarle el ojo de cristal del caprichoso invento.
Ya antes de que existiese la televisión se hablaba de personas fotogénicas y de otras que no lo eran. Me pregunto si esa fotogenia es del mismo orden que el cariño de la cámara televisiva, o, dicho de otro modo, si una persona fotogénica será necesariamente querida por la cámara de televisión. Alguna relación debe de haber entre ambas cosas pero, a poco que se piense sobre ello, se ve que someterse a la cámara de televisión es una operación mucho más compleja que la de ser simplemente retratado por una cámara fotográfica.
El fotografiado tiene ciertas posibles defensas que esgrimir ante su posible enemigo. Yo he conocido a gente que evitaba ser retratada, por ejemplo, por su perfil izquierdo, sabiendo por experiencia que el derecho era más fotogénico. Un fotógrafo inmisericorde puede, claro está, causar destrozos en su retratado.Así lo hizo un pintor genial, Goya, en sus retratos reales. Pero me da la impresión de que, quizá por el carácter estático de la fotografía, el odio de la cámara fotográfica a la persona retratada está muy condicionado por la mala intención del retratista.
¡Cuántas veces hemos visto, publicadas en los periódicos, fotografías de líderes políticos que muestran el aspecto más antipático o airado de su rostro o de sus actitudes y que el redactor jefe eligió para mortificarles!Con una cámara de televisión se pueden causar también estragos parecidos.
Pero el carácter dinámico del soporte impide fijar una imagen detenida en el tiempo que sea desfavorable al personaje que está ante la cámara. Aparecerá tal como él es, o como la cámara le ve. Y de ahí que el afecto o la repulsión de la cámara por su persona cobre, más allá de las intenciones del cameraman, especial relevancia.Lo que la cámara de televisión recoge de quien se pone ante ella no es sólo la imagen sino una compleja serie de elementos que redundan en su capacidad o incapacidad de comunicación.
Creo que el hecho de que un presentador, un político o cualquier otra persona que aparezca en televisión sepa o no comunicar depende en gran medida de ese extraño y poco estudiado fenómeno según el cual hay personas a las que la cámara quiere más que a otras.En un mundo televisado como el nuestro, esto adquiere una inmensa importancia.
La ventana de la televisión se ha convertido en la ventana de la realidad. Se podría decir que la televisión ha llegado a asumir un papel divino, en la medida en que concede a las personas o cosas que en ella aparecen nada menos que la existencia. Esto explica la ansiedad que manifiestan las personas que aspiran a tener una vida pública -y muchas otras que no tienen sino vida privada, como esos chicos que toman entradas de corner en los campos de fútbol en la seguridad de que serán vistos por sus parientes y vecinos-, por salir en la televisión.Lo que aparece en televisión existe. Lo que no, no.
Pero falta un elemento que atañe a la condición de esa existencia y que plantea el problema casi metafísico de si esa existencia favorece al sujeto o sería preferible que no gozara de la que la televisión le da.
Y la solución de ese problema radica probablemente no sólo en la manera de ser de la persona que sale en televisión, sino -¡oh arbitraria injusticia de la técnica!- de los buenos o malos ojos con que la televisión la mire.Políticos hemos visto que se quejan de no salir en televisión tanto como quisieran y menos que sus adversarios. De algunos de ellos puede afirmarse que, cuanto más salgan en la pequeña pantalla, peor librados saldrán.
A veces se acusa a las cadenas de televisión de dar más espacio a unos que a otros partidos y a sus líderes. En ciertos casos, el espectador llega al convencimiento de que alguno que ha salido poco ha tenido un trato de favor, y lo habría tenido aún más si no hubiese salido en absoluto.Pero tal es la fuerza de la televisión, que los políticos, y los que no lo son, están lampando por salir en ella, cualesquiera que sean las consecuencias que de su aparición se deriven.
El querer o no querer de la cámara es uno de los grandes arcanos de la comunicación. Un misterio al que se ha dedicado menos estudio del que merece. La actitud de casi todo el mundo ante esta cuestión parece regirse por aquel principio que expresaba el poeta Gutierre de Cetina en su bellísimo Madrigal. Sustitúyanse, al leerlo, los ojos de la amada por los de la cámara.Empieza así:Ojos claros, serenos,si de un dulce mirar sois alabados,¿por qué si me miráis, miráis airados?Y termina diciendo:¡Ya que así me miráis, miradme al menos!
Artículo extraído del nº 35 de la revista en papel Telos
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