Analizar un filme es como intentar hacerle un strip-tease. Desde luego, el verdadero strip-tease tiene, generalmente, un desenlace feliz. El strip-tease de una película nos revela, casi siempre, que el hábito era más importante que el monje.
Que el cine de hoy se llene de desnudos no quiere decir que, al fin, la realidad se muestra como es. Mientras más ropas se le quitan a los actores, más disfraces se le ponen a los personajes.
La búsqueda de un cine popular ha sido la vida, pasión y muerte de no pocos cineastas en el mundo. Alternativas frente a la industria masificadora, frente a tecnologías impositivas, frente a implacables estructuras que bloquean la circulación de ideas, frente a artistas que se enmascaran más allá de lo que exige el maquillaje; ha sido éste el camino azaroso por encontrar agua limpia en un mar cada vez más contaminado.
Cuando surgió el cine, surgió la esperanza de una legítima democratización de la cultura. El cine trata la posibilidad de superar la dicotomía entre una cultura del pensamiento y otra del sentimiento, es decir, entre lo que se pudiera llamar la alta cultura y la cultura popular. Pero los modernos fenicios asumieron la gestión privada con una agresividad digna de mejor causa. No sólo se declararon impotentes para superar la división, sino que llenaron de baratijas deslumbrantes a los indios de todos los continentes. Lograron, por obra y desgracia del control de los mercados, que un espectador medio hondureño en nada se diferenciara de un espectador medio parisino. A todos nos convirtieron en una especie de hermandad de tontos agradecidos. En su afán de responder a una demanda cada vez más creciente, el cine fue empantanando sus caminos más fértiles. Hubo una vez cinematografías nacionales, auténticas personalidades, pluralismo en el cine. Hoy las fronteras se han ido borrando para convertirnos en espectadores del mundo más que en ciudadanos del mundo.
El cine va a cumplir cien años y América Latina no cuenta todavía con cinematografías sólidas y estables.
Hace casi cien años América Latina viene clamando en el desierto su derecho a hacer cine. Lo único que ha ocurrido es que al cabo de cien años la Europa Occidental clame también por su derecho a hacer cine. Hoy resulta tan exótica una película inglesa como una película ecuatoriana. Hoy Europa trata de nacionalizar los modelos internacionales, intenta recuperar su propio mercado, reclama una autonomía económica y lucha por un espacio en las pantallas del mundo.
Igual que ha venido haciendo América Latina desde siempre. Ayer América Latina le pedía solidaridad a Europa. Hoy, América Latina le pide, pero también le ofrece solidaridad a Europa. América Latina viene tratando de hacer cine desde que se inventó el cine. Brasil acaba de cumplir 90 años de quehacer cinematográfico. Cuba está relacionada con el cine desde sus orígenes. En 1895 libraba Cuba su última guerra con España. Imágenes de esta guerra están recogidas en los primeros noticieros que se filmaron. En efecto, hoy seguimos siendo más objeto de información que de cultura.
Para algunos los años 60 no fueron de alegría sino de pánico. El reflujo no se hizo esperar. Los Faustos que en el mundo son (y no son pocos) vendieron su alma. Ni siquiera para ser jóvenes, sino para aparentarlo. Las apariencias volvían a ganar la partida. La economía pudo crecer en los países ricos pero divorciada, más que nunca, de una vocación humana. Era como si la realidad entrara en un espejo y saliera su imagen. Es decir, como si todo resultara al revés. El espíritu de retroceso apareció como espíritu de cambio. Se encendieron luces y lentejuelas para que nada obstaculizara el camino hacia la privatización indiscriminada. La derecha empezó a hablar con el tono del lenguaje de los radicales. Las pretensiones artísticas de la publicidad se hicieron más refinadas. El escepticismo fue una primera reacción. Después se abrió un espacio descarnado y descarado al cinismo.
Desde entonces se pretende medir nuestra inteligencia con nuestra capacidad para rendirnos. El colonialismo cultural más grosero intenta presentarse como un acto liberador. La familia audiovisual ha crecido y nos impone una implacable uniformidad, así como viejos y nuevos espejismos. La renovación de las costumbres surge como único superviviente de la revolución real. La moda se vuelve esencia y la esencia se vuelve moda. No asumir este mundo al revés es renunciar a ser modernos, hombres y mujeres del siglo XXI.
América Latina vio con estupor cómo en los años 70 y 80 se derrumbaban cinematografías europeas que habían enriquecido nuestras vidas. Ahora estamos presenciando el hecho insólito de que el problema de la cultura nacional ya no es sólo un problema tercermundista.
La multiplicación de los medios (televisión a color, vídeo, cable, satélite) más que ampliar las posibilidades del cine como extensión de realidades múltiples y específicas, ha servido para proyectar, con más escarnio que nunca, la doble moral del cine.
La diversidad de canales de televisión no es más que un disfraz para la uniformidad de la programación. Las innovaciones tecnológicas sirven para simular innovaciones del lenguaje. El cine populista se disfraza, más que nunca, de cine popular. El cine de arte finge desconocer que está sostenido por un estercolero de películas inmundas. El cine aparenta ser cine, cuando no es más que novela barata, vaudeville de ocasión, circo pedestre. La alta cultura y la cultura popular nunca se sintieron más divorciadas.
Lo mejor del cine norteamericano también ha sido víctima de esta voracidad sin límites, de esta dinámica económica que sólo beneficia a un porcentaje muy pequeño de la fuerza de trabajo y del talento artístico. Hollywood vive un fatalismo sin regreso, una incapacidad total para hacer un cine adulto. Hitchcock decía: «El cine no es una rebanada de la vida, es un pedazo de pastel». Y Samuel Goldwyn: «Los mensajes son para la Western Union». En verdad se podría apostar al simple entretenimiento si tal entretenimiento no nos obligara de por vida a un gusto históricamente condicionado. Sexo, acción, estrellas y efectos especiales, recetas indispensables para el éxito. Dan ganas de gritar: «Cineastas fracasados del mundo entero, uníos».
Decía en una ocasión un cineasta africano: «Como no tenemos industria del cine, no estamos obligados a hacer un cine comercial. Como no tenemos un cine estatal, no estamos obligados a hacer un cine de propaganda. Pero el problema es que no tenemos cine».
Joaquín Pedro de Andrade murió sin filmar la película por la que había esperado siete inútiles años. Pueblos enteros esperan para hacer su primer largometraje. Privado, estatal o mixto. No importa. Lo que importa es que el debate no sea exclusivamente entre los grandes. Se empieza a hablar de la cuarta edad del cine, cuando aún no se ha terminado de hablar de que la mayoría de los países no cuentan con la más modesta producción cinematográfica. Los cien años del cine no debían ser magnificados con incuestionables delirios tecnológicos, sino con la posibilidad de que todo el mundo pudiera hacer cine, con la garantía de que todo el mundo pudiera ver cine.
El proyecto social que empobrece a América Latina se presenta como la imagen futura de nuestra propia abundancia. Si Bolívar, en su tiempo, pudo plantear que no nos pidieran hacer bien en tan pocos años lo que los demás, durante tantos no habían hecho precisamente bien, hoy sencillamente se nos pide que dejemos de hacer.
Hamburguesa viene de Hamburgo. Según Mattelart, la hamburguesa aparecida en la Edad Media en el Báltico fue importada a los Estados Unidos por los emigrantes alemanes. Hoy vuelve a su tierra impregnada de una imagen de modernidad y universalidad. Es decir, las transnacionales presentan a los pueblos sus propias tradiciones envueltas en celofán.
El cine, la prensa, los medios en general, son los grandes cómplices de esta cultura del retroceso, las banderas más impúdicas de la doble moral.
El mundo no hará su giro fundamental con la electrónica, lo hará, para beneficio de la cultura y de la economía, con la liberación definitiva de los pueblos del Tercer Mundo, con el acceso a la vida plena de los más de cuatro mil millones de habitantes de Africa, Asia y América Latina.
Cineastas empeñados en estas utopías no se dejan encandilar por los anzuelos del éxito. Saben que hoy un cine popular es un cine de minorías. Saben que tener hoy poco público es la única garantía de tener mañana un público adulto, liberado y con un irrenunciable respeto por sí mismo. Saben que romper la barrera de los tontos complacientes es ir tejiendo la alternativa futura del cine. Saben que la búsqueda de un cine popular es hoy la posibilidad de acabar con la doble moral en el cine y en la vida.
Artículo extraído del nº 34 de la revista en papel Telos
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