Hace no muchos años la película Juegos de Guerra logró una buena aceptación entre el público. En ella se contaba la historia de un joven apasionado por la informática que lograba introducirse, desde su ordenador doméstico, en las redes de computadoras del Pentágono, estando a punto de provocar un conflicto nuclear. La película, como ya hiciera Julio Verne con muchas de sus obras, se adelantó a su tiempo. Recientemente hemos tenido conocimiento del juicio celebrado en el Reino Unido contra Paul Bedworth, un joven inglés de 19 años que a través de un sencillo microordenador logró infiltrarse en los sofisticados sistemas de computadoras de la Casa Blanca, la red de misiles de la Alianza Atlántica en Gran Bretaña, el sistema informático de la Comisión Europea, el zoológico de Tokio y la central telefónica del Financial Times, entre otras instituciones. La criatura generó una cuantiosa factura telefónica que hábilmente distribuyó, mediante sus precisos conocimientos informáticos, en la cuenta de las instituciones donde logró colarse.
Paul Bedworth ha sido absuelto por el tribunal que le juzgó, a pesar de que las pruebas aportadas por Scotland Yard fueron irrefutables, ya que el jurado aceptó las consideraciones de la defensa: el acusado tenía una adicción a los ordenadores que le hacía irresponsable de sus actos. Bedworth vivía materialmente pegado a una computadora, no tenía amistades y no se relacionaba más que con otros dos compañeros, tan chiflados como él por los ordenadores. Ambos se encuentran también pendientes de juicio por el mismo delito de bandidaje y conspiración informática.
Este episodio, a pesar de sus perfiles cinematográficos -una vez más, la realidad supera la ficción- no debe echarse en saco roto. No estamos ante algo sorprendente y extraordinario. En muchos hogares españoles está gestándose una generación de adictos a las tecnologías de vanguardia con la pasiva complacencia de los padres que ven cómo los niños se recogen en sus habitaciones equipadas como la torre de control de un aeropuerto: radio cascos, CD, ordenador, videojuegos, vídeo, televisior y otros ingenios electrónicos. A nadie debe extrañar, por tanto, que se produzcan conductas como la referida, que los médicos comiencen a detectar patologías asociadas al abuso en la utilización de videojuegos u ordenadores, que los psicólogos adviertan trastornos en la personalidad de los niños o que quienes nos dedicamos a la enseñanaza tengamos que enfrentarnos, cada año más, a unos jóvenes que se expresan con un lenguaje monosilábico, que no tiene las lecturas más elementales y cuyo universo se concreta en el consumo de productos audiovisuales.
Estas consideraciones no pretenden ser un alegato contra algo tan vital y decisivo para el progreso y el bienestar como son las nuevas tecnologías de la información y sus múltiples aplicaciones. Bien al contrario, reivindico y reclamo la extensión de su uso y las ventajas que de ello se deriva. Sin embargo, habrá que convenir que una utilización desmesurada y descontrolada produce daños, que en algunos casos pueden ser irreparables. Obviamente, también los adultos están expuestos -y se han dado casos-, pero son los niños y los jóvenes los más vulnerables.
Resulta evidente que no es fácil poner puertas al campo y que la tardía incorporación de España a la sociedad electrónica o informacional, según expresión utilizada por el profesor Castells, no significa que ahora andemos a la zaga. Bien al contrario, las nuevas tecnologías de la información han protagonizado un boom extraordinario, coincidiendo al propio tiempo con el reforzamiento del hogar como escenario vital prioritario, tal y como se pone de manifiesto en el estudio patrocinado por la Universidad complutense, La sociedad española 1992/1993, dirigido por el profesor Amando de Miguel. El hogar electrónico es un hecho irreversible, donde se combinan y complementan una batería de ingenios que hace no muchos años formaban parte del escenario de la ciencia ficción. Así, en torno al liderazgo del televisor, encontramos el vídeo, el equipo de alta fidelidad, aparatos de radio, sistemas de televisión interactiva, ordenador personal, teletexto, videotex, contestador automático, cámara de vídeo, aparato de fax, teléfono portátil y algún otro artilugio que sin duda olvido o ignoro. Y todo ello no es patrimonio de los colectivos más favorecidos económicamente, puesto que la característica de esta gran revolución tecnológica es la rapidez en su extensión y su uso por parte de amplios sectores de la sociedad, de suerte que se produce una gran homogeneización en este aspecto. Otra cosa es la utilidad o el rendimiento que se saca de estos potentes parques tecnológicos domésticos, que en cierta medida hacen realidad aquella sentencia de McLuhan: «Funciona, luego ya no sirve». Pero esto nos desvía del objetivo de estas consideraciones.
En este escenario nada tiene de extraño que el joven viva inmerso y cautivado por lo tecnológico y lo audiovisual. Su curiosidad, su gran capacidad para asimilar el funcionamiento y las propiedades de las máquinas, su mayor disponibilidad de tiempo libre, le convierten en un privilegiado usuario del hogar electrónico. Al propio tiempo, la dinámica de la vida familiar propicia, por lo que tiene de cómodo, un cierto aislamiento de los más pequeños. Nada más útil que poner a los niños una cinta de dibujos animados o proporcionarles una consola a través de la cual eliminar marcianos. Al poco tiempo, les hemos construido su habitáculo electrónico donde se aíslan y crean su propio mundo. Pronto tendremos un náufrago doméstico que navega por todos los mares y en todas las condiciones.
Llegados a este punto sería bien sencillo aportar un gran número de testimonios y pruebas sobre los efectos perversos que padece el náufrago doméstico. Desde toda la documentación que ya ha sido contrastada respecto a la dependencia de los videojuegos, hasta el reciente caso de las 903, pasando por los estudios sobre los efectos de la TV o el tema que apuntaba al principio, el juicio al joven Bedworth. Acaso la televisión, por su protagonismo e influencia en el hogar electrónico, sea el medio de referencia más denostado. Como ha señalado el norteamericano Neil Postman, autor de varios libros sobre el tema, «la televisión está acabando con la niñez como etapa de inocencia, asombro y de lenta iniciación en la vida. El medio televisivo permite el acceso simultáneo de la población infantil a todos los contenidos del mundo adulto».
Naturalmente, se podría aportar también un buen número de razones, innumerables evidencias, de las ventajas y beneficios que nos ha deparado la revolución tecnológica a la que aquí se hace referencia. ¿Dónde estriba la clave del tema? A mi juicio, en esto, como en casi todo, en la prudente e inteligente utilización de los medios que la técnica ha puesto a nuestro alcance, evitando que la dependencia se altere y nos veamos esclavizados por las máquinas.
Tenemos la responsabilidad de evitar la proliferación de nuevos casos Bedworth y para ello es fundamental que todos participemos de la idea que ha inspirado este artículo, que no es otra que evitar una formación unidimensional, donde queden marginados los valores humanísticos y los hábitos que los amparan y propician: la lectura, las bellas artes, el diálogo e intercambio de pareceres, el contacto con la naturaleza. Todo esto está al otro lado de la pantalla. No hay más que buscarlo. La Galaxia Gutemberg, nos lo recordaba Umberto Eco en la Complutense, no ha desaparecido. Se ha adaptado al ritmo de los tiempos.
Artículo extraído del nº 34 de la revista en papel Telos
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