Fue justamente un escritor español, creo que Antonio Machado, quien advirtió que «antes de hablar, aclaremos nuestro diccionario». Quizá sea eso lo que haya que hacer antes de comenzar a preguntarnos sobre el poder y contrapoder en la prensa. Aclarar qué entendemos por prensa, en qué límites desarrolla su pequeño o gran juego de poder, y cuál es su relación con el público.
Tal vez tampoco sea esta una garantía de obtener alguna respuesta cierta, pero seguramente sirva para plantearnos, al menos, preguntas alrededor del tema.
Para nuestro análisis partimos de que la prensa, como medio de masas, surge de dos situaciones de cambio: la aparición de la sociedad industrial (no sólo la sociedad capitalista) y crea, como consecuencia, una mayor democratización y estandarización de la cultura en término extenso. Con la aparición de la impresión de Johanes Gutemberg en Alemania, las Sagradas Escrituras por dar sólo un ejemplo se hicieron accesibles al gran público en un idioma distinto al latín.
Este dato, que podría ser sólo una anécdota banal o religiosa, tuvo consecuencias políticas inmeditas: la iglesia romana dejó de tener la potestad, el copyright de la Biblia y la multiplicidad de interpretaciones no dirigidas que se lograron a través de la imprenta llevó a que muchos fieles desafiaran la autoridad y las interpretaciones de Roma. Este nuevo medio de comunicación abrió el camino para el protestantismo, que hasta hoy influye en la cultura profunda y en la vida cotidiana de Occidente.
Desde aquellos años hasta hoy para acudir a la ayuda de la publicidad- la prensa ha recorrido un largo camino. Quizá sea interesante relatar brevemente los prejuicios sobre la prensa y también citar alguno de los estereotipos argumentados por los defensores.
Los diferentes medios han sido acusados de:
1) Rebajar el gusto cultural del público.
2) Aumentar las tasas de la delincuencia.
3) Contribuir a un deterioro moral general.
4) Empujar a las masas a la superficialidad política.
5) Suprimir la creatividad.
Los defensores, por su lado, argumentaron que la prensa:
1) Denuncia el pecado y la corrupción.
2) Actúa como guardián de la libertad de expresión.
3) Aporta, al menos, cierta cultura a millones de personas.
4) Proporciona diversión inofensiva a las cansadas masas de la fuerza obrera.
5) Informa sobre los acontecimientos mundiales.
6) Enriquece el nivel de vida de los lectores y aporta, a través de la insistencia publicitaria, a la cadena de consumo.
Tanto Eco como McLuhan, al emprenderla contra los mass media, supieron sofisticar la crítica puntual: ambos aseguraron que los mass media no promueven una renovación de la sensibilidad del lector y tienden a secundar el gusto existente, que provocan emociones vivas y no mediatas evitando así cualquier proceso de racionalización, que están sometidos a la ley de la oferta y la demanda y que alientan una visión pasiva y acrítica del mundo.
Eco fue todavía más allá cuando aseguró que el poder real, en las sociedades capitalistas del siglo XX, reside fundamentalmente en los medios. Más adelante intentaremos, desde nuestra banal posición de periodistas, una crítica a esta crítica.
Otra interesante descripción de los diarios los asimila a un supermercado de mensajes. Se afirma que así como en los supermercados propiamente dichos sólo compramos lo que deseamos o necesitamos, cuando se trata del diario compramos siempre todo el supermercado, aunque no tengamos que consumir más que una pequeña parte.
La mayoría de los estereotipos argumentados en defensa de la prensa parten de la doctrina liberal de la información que, en nuestra opinión, cuenta con un error de base: creer que la prensa es sólo información, creer que es posible que la información sea objetiva, y creer que la prensa -aquel estereotipo del periodista con piloto blanco, fumando cuatro cajas de cigarrillos al día y enfrentándose a la telaraña de la Casa Blanca- constituye en efecto un poder independiente del resto de los poderes, económicos o del Estado, y que en este juego de presentaciones la prensa cubre el rol de defensa del público sólo porque es estimulada por la demanda y promovida por la buena fe.
En el otro rincón, los análisis neomarxistas sobre los medios de masas también inauguraron sus propios estereotipos: pensar que el público sólo quiere conciertos y no concursos de la RAI y que sólo se trata de pasar una y otra vez conciertos, que alguna vez se actuará por imitación, o intentar un traslado de la pequeña cultura de libros especializados a los medios de masas.
En algún punto ambas teorías son optimistas y racionalistas: afirman que el hombre es un animal racional que, colocado ante una buena y una mala información, elegirá finalmente la buena. En el curso de esta elección podrá haber tanteos, errores, pero finalmente la verdad triunfará, desde el momento en que la misma estructura de la oferta le haya permitido expresarse.
La doctrina liberal, a la vez, parte del supuesto que los técnicos en comunicación llamarían «elección del compañero en el intercambio»; esto es, podemos elegir nuestro diario, radio o cadena de televisión y podemos, a la vez, cambiar de compañero tantas veces como queramos.
Este supuesto ingenuo parte de otra base discutible: cree que existe una oferta totalizadora de tantas expresiones como hay en la sociedad. O, para decirlo de otro modo, cree que en una sociedad moderna todos los grupos tienen su expresión en los medios de masas. Basta con echar una ojeada a cualquier diario para ver que esto no es así.
Decía Arthur Koestler que «aunque no existan los valores absolutos, debiéramos actuar como si existieran». Sólo en ese marco puede tornarse verosímil el concepto de objetividad tal como se lo presenta desde la teoría liberal de la información. Los que trabajamos en una redacción sabemos que el contenido de una crónica depende de elementos tan lábiles como el dolor de estómago del cronista. El proceso de selección de la información es esencialmente arbitrario -no podría ser de otra manera y sólo a través de una ingenua buena fe por parte de quien la ejerce y de quien la leerá al otro día durante el desayuno, puede pensarse que la información será lo más objetiva posible.
Las figuras de compensación existentes en los países del Norte mayor chequeo de las fuentes, el ombudsman representando a los lectores y a sus intereses- resultan menores ante una reunión de edición en la que se decidirá qué tema irá a tapa y porqué. La necesaria estandarización de un producto que se renueva día a día también conspira contra la aparición de nuevos elementos en la cadena informativa y, por último, contra la objetividad en la edición. Toda cultura en las sociedades industriales tiende a la estandarización.
En el caso de los diarios tradicionales, los protagonistas de la información se repiten todos los días y las funciones narrativas son igualmente estandarizadas. La estandarización del contenido resulta condicionada por la amplitud del mercado: los mass media se enfrentan con una oferta dirigida a segmentos disímiles que agrupan a la clase baja, toda la clase media y sectores importantes de la clase alta, que necesitan como consumidores potenciales de anuncios; los intersticios por los que dirigirse se estandarizan necesariamente y, en la mayoría de los casos, vuelven anodina la forma de comunicar la información.
Por otro lado, se encuentran cercados por las escasas posibilidades de renovación formal o de contenido: la sanción económica es en ese caso inmediata y brutal. Fuera del campo de comunicación de masas la sanción es más social que económica: un erudito que publique un mal trabajo podrá vender menos libros, pero raramente esto incidirá sobre su carrera: los errores de los mass media pueden significar la desaparición del producto.
Quizá también sea necesario aclarar el valor relativo que tienen muchos de estos conceptos cuando se trata de aplicarlos en el Norte o en el Sur del mundo.
Una simplificación de la estructura económica de España mostraría que dos tercios de la población se encuentran dentro del circuito económico, gozan de la liquidez y de los beneficios de una sociedad desarrollada, y un tercio ha quedado definitivamente fuera de ese circuito: se trata de los parados, jóvenes en la mayoría de los casos, que en el Norte están parcialmente asistidos por el Estado.
En el Sur la proporción de la reconversión industrial es inversa; existe un tercio de la población dentro del circuito y dos tercios fuera.
Ante esa realidad conceptos como el de libertad de prensa resultan una prerrogativa importante, pero sólo detentada por los sectores medios. En un país como Argentina, con nueve millones de personas por debajo del límite de pobreza, la realidad cotidiana muestra que no se accede mayoritariamente a los diarios, que no todos poseen televisor o cuentan con dinero para ponerle baterías a la radio.
Citábamos antes dos definiciones cercanas a la teoría liberal sobre los medios: que los mass media eran el verdadero poder en la sociedad moderna y que representaban al cuarto poder o poder-puente entre el público y el Estado.
Creo que la primera definición confunde medios con información. Efectivamente la información aplicada -fundamentalmente al campo de la decisión económica- consolida al poder real. Sin embargo no se trata de los medios de difusión masiva sino de información habitual confidencial, proyectos empresariales, datos de Bolsa, tráfico de influencias, que confluyen sobre el poder real.
En ese sentido, creemos que -aun cuando resulte mucho más anónimo que a principios de siglo y se encuentre mucho más expandido entre los miles de accionistas de una empresa multinacional- el poder real se sigue ubicando en las grandes empresas productoras de know how o bienes, y no en los mass media.
El concepto de cuarto poder o de poder-puente resultaría cierto si los periódicos no contaran con las contribuciones de la publicidad y pudieran financiarse exclusivamente con el aporte de los lectores. Un buen ejemplo de ello es el semanario francés Le canard enchainé.
También en este caso habría que mencionar las diferencias entre el Norte y el Sur: si bien es cierto que en las sociedades capitalistas desarrolladas la publicidad se basa fundamentalmente en la tirada de medios y no necesariamente en la coincidencia de intereses políticos con el mensaje del periódico, es ingenuo suponer que los intereses publicitarios no ejercen ninguna presión sobre el medio emisor del mensaje.
En el caso del Sur la evidencia es aún más atroz: Argentina no es todavía, ni siquiera, un país capitalista: tiene las características de un país precapitalista del siglo XIX y la burguesía local ni siquiera está convencida de las ventajas de la democracia formal. Así, la publicidad de las empresas locales está estrechamente vinculada a la adhesión con los postulados ideológicos del medio, y poco importa que el mensaje se transmita en un house-organ o en un medio de comunicación de masas.
En cuanto a las relaciones con el poder político y con los diversos organismos del Estado, el medio actúa intercambiando o defendiendo intereses, ya se trate de una licencia para televisión, de una onda de radio o de la reducción de un impuesto. En este sentido el medio actúa como un poder independiente, pero no como un poder-puente: actúa defendiendo intereses propios y sólo a través de la buena fe puede explicarse que, en una segunda etapa, esos intereses reviertan en favor del público.
Artículo extraído del nº 33 de la revista en papel Telos
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