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Claves biológicas y arqueológicas de las lenguas


Por Francisco Marcos Marín

Un nuevo campo interdisciplinar se abre al futuro: la biolingüística. La vinculación de la arqueología con la lingüística y la genética abre perspectivas fantásticas.

Nos caracterizamos como seres humanos porque po- demos hablar lenguas naturales, conocemos el mundo a través de la lengua, que es más que un instrumento de comunicación: es un medio de organización de la experiencia. Puede ser una facultad innata específica o puede que sea consecuencia de un desarrollo social. Nos sentimos capacitados para opinar sobre ella por el mero hecho de hablarla y solemos ser impermeables a las opiniones de los técnicos. Cada hombre se siente dueño de su propia lengua, sin pararse a pensar que, como objeto, el idioma es un complejo tema de estudio, tanto considerado internamente, como las reglas y los elementos básicos que conforman su estructura y actividad, como considerado externamente, como un mecanismo que se presenta ante nosotros listo para el desguace y el examen.

En el conocimiento del hombre y en el de las lenguas hemos avanzado notablemente, si nos comparamos con el camino recorrido en los siglos anteriores. Si pensamos, en cambio, en los abismos de ignorancia que se abren ante nosotros y que la soberbia de las escuelas lingüísticas no logra ocultar, estamos tan sólo a la puerta de una investigación fascinante; porque nada subyuga más al hombre que el conocimiento de sí mismo. Por eso todas las culturas tienen variantes de lo que expresamos en la bella lengua de Terencio: homo sum et nihil humanum a me alienum puto (como soy hombre, nada humano me parece extraño a mí).

El sendero que ponemos ahora ante el viajero no es el acostumbrado, aunque tampoco es del todo nuevo. Viene de los griegos la tradicional relación entre lenguaje y lógica, o filosofía y lenguaje. También tiene solera la relación entre las lenguas y la medicina (y no me refiero ahora al examen de este órgano para estudiar manifestaciones de trastornos del aparato digestivo, sino al más moderno de los trastornos del lenguaje). Viejas son las relaciones de historia y lingüística y algo menos las de ésta con la psicología, revolucionarias en los últimos años, de la mano de la semántica conceptual.

Tres ciencias pondremos en relación con la lingüística; pero no del mismo modo ni con igual valor jerárquico: antropología, arqueología, biología. La primera, realmente, sería una rama de la tercera, así que muy bien podríamos decir que vamos a ocuparnos del estudio de las lenguas desde el punto de vista del hombre como ser vivo, en la cadena animal, por un lado y del hombre como ser cultural, a través de los restos suyos de épocas remotas, anteriores a la escritura, por otro. El nombre de biolingüística nos parece breve y compendioso; pero no hace falta ir a Shakespeare para saber que, en el fondo, no hay en un nombre nada que no ponga el hombre que nombra.

1. EVOLUCIÓN

Si nos contentáramos con decir que el hombre es una especie animal que aparece al final de un proceso evolutivo y que una de sus características específicas es tener un lenguaje articulado, no habríamos avanzado gran cosa. Comencemos a poner orden y rango, ocupándonos del concepto de evolución.
En un artículo, publicado en Nature en 1975, sobre la evolución no darwiniana y el progreso biológico, J.M. Thoday separó dos componentes de la teoría de la evolución. En primer lugar debemos considerar un concepto de evolución que postula que la diversidad de los seres vivos es consecuencia de la modificación sufrida a lo largo del tiempo por distintas líneas emparentadas genealógicamente. En segundo lugar, la teoría de la evolución se ocupa de los mecanismos concretos de cambio a los que ha incumbido la responsabilidad de esas modificaciones. Mientras que el primer componente es innegable: el estudio comparado de las formas nos lleva a ascender a orígenes comunes, el segundo componente es científicamente más débil, pues no sabemos casi nada de los mecanismos que causaron esos cambios morfológicos.
La presentación biológica que proponemos se basa en un campo muy reducido, el de la biología molecular y, en concreto, el del genoma eukariota, es decir, una serie total de genes que se conforma como estructura celular con núcleo. Nuestro planteamiento sigue el ofrecido por Bernard John y George L. Gabor Miklos, en 1988.
El genoma (y entendemos que se tratará del eukariota cuando no se especifique otra cosa) tiene una serie de componentes que no parecen contar ni en el metabolismo de la célula ni en su proceso de desarrollo; pero están ahí y sufren alteraciones. La pregunta es si cuentan en la evolución. Englobaremos a todos estos componentes en el cómodo rótulo de fracciones no codificadoras del genoma y señalaremos que, en efecto, la evolución va acompañada de cambios cuantitativos masivos; lo que se debe determinar es si estos fenómenos son significativos o si son, en cambio, accidentales e inevitables. Los autores creen, en principio, que los elementos móviles pueden reorganizar un genoma de modo que los genes de un circuito regulador puedan transferirse a otro. Esta visión de la evolución es justo la opuesta a la habitual: se pretende ver el fenómeno evolutivo desde las alteraciones de la célula, hasta llegar a la diversificación de las formas, la diferencia que se llama fenotípica. Lo habitual ha sido observar diferencias bien claras morfológicas y tratar de establecer qué alteraciones genéticas se han dado hasta llegar a ese punto de la evolución.

El ejemplo de la jirafa, que reproducimos, es suficientemente claro, a nuestro entender. Convencionalmente se admite que este animal desarrolló sus vértebras cervicales por selección natural: para sobrevivir tuvo que aprender a alimentarse de las hojas de las ramas altas de los árboles. A lo largo de siglos, se desarrolló este rasgo externo, esta característica del fenotipo. El planteamiento desde el otro punto de vista propondría, en cambio, el estudio de los circuitos genéticos que regulan el desarrollo del cuello, en relación con otras partes del cuerpo, para predecir cómo puede alterarse la comunicación en los genes y qué consecuencias morfológicas resultarían de esa alteración. La preocupación por los caracteres adaptativos ha dominado los estudios biológicos, impidiendo ver la otra vertiente del proceso. Desde el punto de vista lingüístico, claramente, esta visión desde el origen y no desde el resultado es preferible y coincide además con el descrédito general de las teorías marxistas. Tiene la ventaja de que elimina el peligro del racismo lingüístico, es decir, la pretendida superioridad de unas lenguas sobre otras.
La evolución, pues, además de estudiarse tradicionalmente como cambios duraderos en el fenotipo, puede estudiarse también en el plano molecular. En este nivel se ocupa de los mecanismos que producen cambios inevitables en el genoma para llevar a alteraciones ordenadas del desarrollo y, por ende, a las consecuencias de esas alteraciones en un conjunto de seres vivos. El genoma, dentro de una especie, es relativamente estable, aunque se halla en un estado continuo de flujo. El resultado del cambio, cuando se produce, es que una secuencia concreta de DNA logra una ventaja de frecuencia sobre otra y en un momento determinado la reemplaza. Los mecanismos que explican cómo se expanden y fijan las variantes en la línea genética pertenecen a uno de estos tres grupos: la selección natural, la deriva neutral y la dirección molecular.

La selección natural es el término que recubre todas las interacciones entre un organismo y su medio. La selección sólo se produce cuando se cumplen los requisitos de viabilidad y fertilidad, o sea en el momento en que se llega a un organismo como resultado, que esto significa ser viable, y cuando ese organismo resultado se reproduce o, lo que es lo mismo, cuando es fértil. Como los efectos raramente especifican sus causas, es difícil saber cuándo un cambio se ha producido para lograr una mejor interrelación con el medio, es decir, una adaptación. Sobre todo porque el proceso tiene ventajas e inconvenientes y no queda claro por qué en un momento dado las ventajas han sido mayores que los inconvenientes y se ha producido el cambio, que se considera tal cuando se refleja en el fenotipo: el cambio es siempre en el fenotipo, no lo olvidemos.

La deriva neutral requiere una consideración interna de la molécula, puesto que corresponde a una característica de los elementos químicos que la componen, los aminoácidos. Aun a riesgo de simplificar en exceso, trataremos de presentarlo de este modo: en la estructura de los aminoácidos hay unas posiciones en las que pueden aparecer unos elementos llamados nucleótidos u otros, llamados sus sinónimos. Es decir, no se exige que en esas posiciones haya unos nucleótidos concretos y precisos, sino que, dentro de una gama, pueden aparecer unos entre varios. Claro está que si se van produciendo posiciones de ciertos nucleótidos y no de otros, se puede llegar al punto de que unos se fijen y otros se pierdan y así encontrarnos, casualmente, con alteraciones que se traduzcan en cambios del fenotipo.

La dirección molecular es el tercer tipo de cambio y el más recientemente definido. Se trata de la necesidad de un mecanismo de homogeneización que controle la tendencia de una familia compuesta por secuencias reiteradas de DNA a comportarse como un conjunto, es decir, a sufrir en conjunto sus alteraciones. Como los hechos moleculares que ocurren dentro del genoma crean un medio ambiente en el cual surgen sin remedio secuencias de DNA capaces de promover su propia amplificación y dispersión, este mecanismo de homogeneización es imprescindible. Así se evitan las variables individuales y los cambios se producen en poblaciones enteras. Es el modo de mantener la cohesión genética de la población.

¿A dónde nos conduce lo anterior, desde un planteamiento que arranca de la lingüística? Simplemente a hacernos ver que la biología puede ayudarnos a establecer la estructura de la célula que explica el cambio; pero no está hoy todavía en condiciones de explicarnos el cambio mismo. No obstante,metodológicamente va más allá: nos muestra que hay tres tipos de explicaciones disponibles y señala su posible valor relativo.

2. ANTROPOLOGÍA BIOLÓGICA

El engarce entre el punto anterior y los dos siguientes corresponde a la antropología biológica: en un momento determinado y como consecuencia de una evolución, aparece la especie humana sobre la tierra. Como hemos visto, estudiando las alteraciones del genoma, leyendo el código comunicativo interior de la célula, podemos reconstruir con seguridad las alteraciones del código genético, dentro de márgenes amplios para la historia humana, que se mide por siglos, mínimos para la historia biológica, que se mide por milenios. El resultado parece llevar a una solución monogenética: en un momento determinado existió una pareja de la que descendemos los humanos. Nótese que no se discute la existencia de otras parejas y quizá lo más exacto fuera decir que existió una hembra, porque de otras parejas no hay descendencia conocida, luego son improbables.

Al contrario de lo que podría pensarse, esta solución no simplifica las cosas. Las preguntas sobre la diversificación racial, el carácter innato o adquirido del lenguaje, la relación entre dispersión genética y dispersión lingüística siguen estando ahí. Podemos fechar el género homo hace dos millones de años; pero eso no nos resuelve el problema de cuándo empezó a hablar el hombre. La cadena evolutiva pasa del homo habilis, que fabrica instrumentos elementales, al homo erectus, hace entre un millón y medio y un millón setecientos cincuenta mil años, que ya camina erguido o puede hacerlo si quiere, al homo sapiens del Pleistoceno Superior, hace medio millón de años, que desemboca en el hombre de Neanderthal, en quien ya se manifiesta un comportamiento inequívocamente humano, como el entierro de los muertos y las ofrendas fúnebres, que tenía un cerebro que le permitía, teóricamente, hablar, pero que no sabemos si hablaba, para llegar hace unos cuarenta y cinco mil años, al homo sapiens sapiens, contemporáneo del final de Neanderthal, al que acabó desplazando y que es nuestro antepasado inmediato, del que ya podemos suponer que hablaba y empezar a hacernos otras preguntas.

Del homo erectus conocemos ejemplares desde Africa Oriental a Marruecos, Pequín o Java; la dispersión se produce, pues, en ese período, a menos que supongamos que sólo una mutación de homo erectus dio lugar al homo sapiens y el resto continuó vagando hasta su desaparición. Los restos fósiles, la ayuda de la paleontología, son muy escasos, aunque el peor desastre para el investigador se produce cuando los hombres incineran a sus muertos, porque entonces nos privan de la posibilidad de investigar su historia genética, por falta de materia adecuada.

Desde lo que podría llamarse la formación biológica (no geológica) de la tierra hasta la aparición del homo transcurrieron unos seiscientos millones de años. El homo (contando como tal el grupo más antiguo posible antes del habilis) lleva sólo cuatro millones de años en el planeta. Los homínidos que podemos considerar, con un criterio muy amplio, como relacionados con nosotros, viven en él desde hace menos de medio millón de años. Nuestra madre común mitocondrial, nuestro antepasado genético continuado más antiguo, vivió hace ciento cincuenta o doscientos mil años. El hombre externamente como nosotros sólo lleva en la tierra unos cuarenta y cinco mil años. Nuestros registros históricos no van más lejos de unos seis mil años y eso con la mayor generosidad para el concepto de histórico y de registro.

Este es el gozne entre el planteamiento meramente celular y el estudio del hombre desde la información que nos proporciona de sí mismo por dos medios: sus propios restos, analizados arqueológicamente, y sus muestras sanguíneas, analizadas clínicamente. Estos factores son los que hay que poner en relación con el hecho de que las lenguas dispersas por el mundo, por muy distinto que sea el tipo al que pertenecen, son intertraducibles. El lenguaje, como fenómeno humano, es común a toda la especie. Queda por estudiar fundadamente si todas las lenguas descienden de una lengua antigua originaria o si se han ido formando por separado aprovechando esa característica humana específica de animal que habla.

3. PUEBLOS Y LENGUAS.

Antes de seguir, es preciso hacer notar desde este momento la falsedad del mito de la correspondencia entre pueblo y lengua, en todas las épocas históricas, al menos. Del mismo modo que los hombres se mezclan, se dominan, se matan, se conquistan, se esclavizan, se mueren, las lenguas sufren los avatares de sus hablantes y otro más, la contaminación, reducción al estado de lenguas mixtas, pidgines o criollos, incluida. Claro que la memoria humana es flaca e interesada. Si fuéramos a pedir responsabilidades por las alteraciones lingüísticas, no acabaríamos nunca.

La conquista romana es responsable de la desaparición de la lengua celta continental, hablada desde la actual Francia hasta Portugal, al igual que del ibérico, o del tartésico. Los germanos acabaron con lenguas eslavas, mientras que los eslavos, a su vez, barrieron lenguas latinas, como el dalmático de Croacia, entre otras. Los celtas habían eliminado lenguas y pueblos precedentes, especialmente en el norte de Italia, en época romana. Turcos, árabes, chinos, khmer, malayos, thais, miremos donde miremos, incluyendo los más aislados aparentemente, como japoneses y vascos, llegaron alguna vez a tierras donde había otras gentes que hablaban otras lenguas e impusieron las suyas, o se dejaron asimilar por la de los conquistados, que también pasa, como ocurrió con los conquistadores griegos en Persia o la India, por ejemplo. Si he puesto ejemplos eurasiáticos no es porque América o Africa permanecieran al margen, sino simplemente por razones de familiaridad cultural y porque los argumentos arqueológicos de Colin Renfrew que desarrollaremos ahora se mueven, sobre todo, pero no únicamente, en el terreno de los pueblos indoeuropeos. Es fácil añadir las migraciones de bantúes alrededor de la cuenca Níger-Congo, hasta Africa del Sur, o la imposición del quechua como lengua del imperio incaico, para completar esta consideración general.

Otro punto previo que cumple explicar aquí es el de cómo se han concebido los estudios sobre el origen y evolución de las lenguas en los últimos dos siglos y algo más. El método desarrollado ha sido el histórico-comparativo y arranca de una célebre alocución presidencial a la Asiatic Society de Bengala por el juez Sir William Jones (1746-1794), del Tribunal Supremo de Calcuta, quien, en 1786, señaló explícitamente la riqueza estructural del sánscrito, la antigua lengua de la India, así como su afinidad con el latín y el griego, que no podía haberse producido accidentalmente, y las relaciones de las tres lenguas con el alto alemán antiguo, el celta y el persa antiguo. En 1788 se publicó la teoría en la nueva revista Asiatic Researches y en 1813 el investigador inglés Thomas Young bautizó a este grupo de lenguas como indo-europeas, aunque hasta hoy los investigadores de expresión alemana han impuesto también el término de indo-germánicas. El nombre buscaba expresar la amplitud de su territorio, que en realidad era más extenso, pues se hablaron lenguas indoeuropeas en el mundo antiguo desde el occidente de la China actual hasta Irlanda y la Península Ibérica. Con el descubrimiento y civilización de América y la conquista y colonización de Africa, Asia y Oceanía las lenguas indoeuropeas, especialmente el español y el inglés, seguidos de portugués y francés, se convirtieron en lenguas universales.
Cómo surgen, cómo se dividen y cómo se expanden las lenguas es una pregunta que los pensadores se han hecho durante siglos. Por mucho tiempo se han manejado argumentos basados en una interpretación errónea de los textos religiosos, que acortaba tanto el lapso de vida en la tierra que no daba lugar a una explicación satisfactoria científicamente. Esto no ocurría precisamente en los países católicos, sino en los protestantes: el arzobispo James Ussher (1581-1656), experto semitista, calculó, en una serie de trabajos publicados en torno a 1650, a partir de la interpretación literal de la Biblia, que el mundo había sido creado el año 4004 antes de Jesucristo. Cuando Charles Darwin publicó en 1859 El origen de las especies se enfrentó a una crítica mundial, cuyos ecos todavía persisten.

Otro aspecto vinculado a errores de interpretación religiosa o, lo que es peor, a prejuicios racistas, es el que concierne a la lengua primigenia. La lista de las que se han postulado como tales sería ridícula si el fanatismo no la hiciera trágica: hebreo, árabe, latín, vasco y hasta el castellano han ascendido alguna vez a ese podio de la insensatez glotológica. Hoy ni siquiera podemos demostrar convincentemente que las lenguas actuales derivan de una lengua primigenia (tesis monogenética), frente a la tesis poligenética, cuya pretensión es que surgieron varias lenguas independientemente, de las que derivaron otras. A medida que conocemos mejor la estructura de las aproximadamente seis mil lenguas censadas en el mundo, sin embargo, estamos más cerca de la tesis monogenética. Reconozco, sin embargo, que en esta conclusión puede haber unos gramos de preferencia personal, basada en mi radical convencimiento de que todos los hombres hemos sido creados iguales.

Otra buena pregunta es por qué cambian las lenguas. Quizá podamos tomar como mejor explicación la que, a propósito de la evolución, llamábamos deriva neutral y, de hecho, el término deriva tiene una brillante tradición lingüística, desde su uso por el norteamericano Edward Sapir en los años veinte. En el seno de toda lengua hay multitud de elementos que son inestables, el precario equilibrio se rompe en favor de una nueva inestabilidad, pero en ésta los elementos inestables, que siguen existiendo, se distribuyen de otra manera. Estos elementos van desde clases de sonidos que pueden pronunciarse realmente en una banda amplia (la s chicheante de los castellanos frente a la plana y espesa de andaluces, canarios o americanos, la l muy posterior de los catalanes, sobre todo final de sílaba, entre muchos ejemplos), hasta formas verbales (preferencia por vino frente a ha venido en Hispanoamérica), pronominales (vosotros sustituido por ustedes, alteraciones castellanas de le, lo, la) o de derivación, entre muchísimas opciones posibles, que afectan también al léxico. Este último es el que se considera más, por ser el más aparente; pero no es muy significativo, porque admite con facilidad formas prestadas. El préstamo léxico es amplísimo y afecta a palabras que al común de los hablantes les parecen totalmente patrimoniales: ningún hispanohablante aceptaría sin argumentos que azúcar, monja o jardín son palabras tan extranjeras como parking y me pregunto si para muchos palabras como gol han perdido ya del todo su marbete de extranjerismo.

La diferencia, por supuesto, es de tiempo y de uso. Monja y jardín llevan ochocientos años en el léxico español, azúcar lleva todavía más. Gol es un vocablo más general que parking, como demuestra su adaptación gráfica (< ing. goal 'meta'). Ahora, estrictamente, todos ellos son préstamos.
Por esta razón los lingüistas que usan el método comparativo tienen que ser muy cautos y estudiar preferentemente las correspondencias en la estructura gramatical y luego las del léxico. En este caso se deben aplicar mecanismos rigurosos de correspondencia, que son las llamadas leyes fonéticas. Así, sabemos que una e breve con acento del latín origina un diptongo ie en español; pero no en francés o en italiano cuando la sílaba está trabada, cerrada, por una consonante y por ello sabemos que al latín terra corresponden el castellano tierra, con diptongo, y el francés terre, italiano terra, sin él. Examinando estas cuatro palabras podemos llegar también a la conclusión de que castellano e italiano conservan la -a final átona, que en francés pasa a -e (conservada en la escritura y perdida en la pronunciación). Palabras como en latín porta, en castellano puerta, en francés porte, en italiano porta, nos confirman esta tesis de la vocal final y nos llevan a inferir que, del mismo modo que la é originaba, en esas condiciones, ié en español, pero no en francés e italiano, la ó breve tónica origina ué. Así, de inferencia en inferencia, podemos reconstruir el complejo camino de la evolución lingüística.

Todas estas posibilidades de evolución, por supuesto en mayor y menor grado y mezcladas con muchísimos factores, constituyen una especie de magma inestable, del que algunos elementos sobresalen para imponerse a otros, que son eliminados. No es que los romanos lleguen a Hispania diciendo porta y los carpetovetónicos al día siguiente digan puerta. Son procesos de siglos, con inevitables avances, retrocesos e incluso evoluciones abortadas cuando parecían triunfar: en el siglo XVI parecía que el futuro de poner iba a ser porné; pero pondré, otra forma posible y existente, acabó imponiéndose, al menos por unos siglos, hasta hoy.

Junto con el método histórico-comparativo los lingüistas desarrollaron otro, el tipológico, que, en principio muy simple, pues dividía las lenguas, atendiendo a sus características morfológicas en flexivas, aislantes, aglutinantes y polisintéticas, ha ido refinándose y completándose hasta abarcar hoy todos los aspectos de la estructura lingüística. Ahora no nos interesa sólo si una lengua tiene declinación y conjugación (flexiva) o si carece totalmente de ella (aislante), sino si el sujeto se coloca antes del verbo y éste antes del objeto (SVO, como el español) o si el verbo va tras sujeto y objeto (SOV, como el vasco), o antes de los dos (VSO, como el árabe), si el adjetivo va delante o detrás del sustantivo al que modifica, si hay o no voz pasiva, cómo se expresan el agente o la causa, si los numerales van acompañados de palabras clasificadoras y si el orden es numeral-clasificador-sustantivo, como en chino, o sustantivo-numeral-clasificador, como en thai, entre un vasto etcétera.
Un tercer factor que se añade al genético y al tipológico es el geográfico o areal. Las lenguas se hablan en áreas o territorios determinados. Es más, el factor territorial es mucho más constante que el racial o histórico. Una lengua puede estar más vinculada a un territorio que a unos hablantes, como vemos por la expansión de las lenguas indoeuropeas tras el Renacimiento o, antes, del árabe por el sur del Mediterráneo. Un hablante nativo de español hoy puede ser de cualquier raza: negro antillano o ecuatoguineano, filipino, indio americano, blanco caucásico o semita, por ejemplo. Ahora bien, en condiciones originales, sin actuación de fuerzas externas, las lenguas se distribuyen por áreas geográficas coherentes, o sea, junto a una lengua esperamos que se hable otra próxima genéticamente a ella. Así, en principio, cuando nos encontramos con lenguas vecinas, lo primero que investigamos es si, además de estar una junto a otra geográficamente, se relacionan genética o tipológicamente.

Cuando, por ejemplo, el espacio lingüístico germánico se interrumpe en Hungría con una lengua no indoeuropea, el húngaro, urálica fino-ugra, podemos suponer que ha habido una acción histórica disgregadora: en efecto, se trata de la invasión y asentamiento de los magiares a finales del siglo IX d.J.C. En escala inversa es lo que ocurre con el español, inglés o portugués en América.
Metodológicamente, como señalaba Roman Jakobson, la clasificación lingüística opera, por tanto, con tres criterios, el de parentesco, para la genética del método histórico-comparativo, el de isomorfismo para el tipológico y el de afinidad para el geográfico-areal.

La conjunción de métodos permite lograr unos resultados que, sumados a los proporcionados por la biología y la arqueología, podrán cambiar en muy poco tiempo nuestras ideas sobre el desarrollo de las lenguas.
El método histórico-comparativo, en efecto, permitió llegar a notables resultados en el caso de las tres familias lingüísticas cuyos restos antiguos se remontan a muchos centenares de años antes de J.C., la indoeuropea, la afroasiática (o camito-semítica) y la sino-tibetana. Para la indoeuropea, el descubrimiento de las inscripciones hititas en Anatolia y su desciframiento posterior fue la clave para pasar al segundo milenio a.J.C. Las principales lenguas indoeuropeas ofrecían un material riquísimo, desde el Indico al Mediterráneo. Eslavos, baltos, celtas y germanos siguen siendo los menos favorecidos, por la falta de escrituras antiguas. Aunque no está claro que existiera lo que llamaríamos un proto-indoeuropeo unificado, entre otras razones naturales, porque la fragmentación pudo haber comenzado en la lengua antecedente, sí es indudable que existen las lenguas indoeuropeas y que conocemos bastante bien sus características, posiblemente mejor que las de cualquier otra familia lingüística.

La conjunción entre método histórico-comparativo y tipología nos permite, como decíamos antes, avanzar un paso más. Los comparatistas nos autorizan a reducir esas seis mil lenguas a unas doscientas familias. Un número verdaderamente pequeño si se tiene en cuenta que hay lenguas como el japonés, el vasco y el ainu que, por sí solas, constituyen una familia y otras, como el coreano, que probablemente también. Si nos limitamos a los grandes bloques, las familias lingüísticas más relevantes hoy serían sólo éstas: afro-asiática (árabe, hebreo, etiópico y beréber), altaica (turco, mongol),amerindia, australo-aborigen, austronesia (malayo, indonesio, filipino, malgache), caucásica, dravídica (Sur de la India), esquimo-aleutiana, indoeuropea, indopacífica (Nueva Guinea), japonesa, khoisan (Africa del Sur), na-dene (indios del Canadá y N.O. de los EEUU), níger-congolesa (bantú, principales lenguas africanas), nilo-sahariana, paleo-siberiana, sino-tibetana (chino y, probablemente, el thai) y urálica (húngaro, finés, estonio). La clasificación no se agota, obviamente, y quedan problemas graves sin resolver, como la discusión sobre la clasificación del thai en un grupo austro-thai, con las lenguas austronésicas, o con el grupo sino-tibetano, como siempre han defendido los lingüistas chinos.

Cuando llegamos a este grado de simplificación, es obvio que lo que tenemos que preguntarnos es si podemos ir más lejos y cómo. En la década de los cincuenta, Vladislav M. Illich-Svitich y Aarón B. Dolgopolskii empezaron a responder a esta pregunta afirmativamente, comparando la familia indoeuropea con la altaica, urálica, afroasiática, dravídica y caucásica. Joseph H. Greenberg, por su parte, trabajaba en los Estados Unidos sobre lenguas indoamericanas fundamentalmente. Los lingüistas soviéticos (Illich-Svitich murió y Dolgopolskii emigró a Israel) desarrollaron la hipótesis de una etapa lingüística anterior a las seis familias comparadas, el nostrático. Greenberg llegó a la conclusión, en 1987, de que las lenguas de América se podían reducir básicamente a tres grupos, una conclusión muy atrevida, si se tiene en cuenta que muchas de estas lenguas difieren entre sí superficialmente tanto como el español y el suahili, o el vasco y el chino.

Nostrático y amerindio se han convertido en banderas que se izan o arrían con un calor que nadie imaginaría en personas aparentemente tan provectas como sus propugnadores y debeladores. Dolgopolskii, al menos, respeta externamente las reglas del juego, o sea las leyes fonéticas, mientras que Greenberg, por su parte, juega una partida diferente. El intenso atractivo de sus propuestas es innegable, sobre todo para los especialistas que proceden de otros campos, y es aquí donde ya podemos entrar en la discusión arqueológica, en la que, por supuesto, es nuestro turno de ser acusados de preferir las soluciones simples.

4. LINGÜÍSTICA Y ARQUEOLOGÍA

La reconstrucción de la vida de los indoeuropeos primitivos a partir del léxico se basa en una premisa aparentemente obvia: si tomamos las palabras comunes en las lenguas indoeuropeas, parece lógico inferir que los referidos por esas palabras eran conocidos por el indoeuropeo primitivo, lo que nos permitiría reconstruir el mundo indoeuropeo primigenio desde los nombres de los objetos comunes. No sólo de los objetos, se puede añadir, también de las instituciones. Gustav Kossinna, en 1902, fue el primero en intentar correlacionar sistemáticamente los datos arqueológicos y filológicos: los pueblos indoeuropeos se identificaban así con sus lenguas. Cuando los hallazgos arqueológicos implican que ciertos elementos culturales se van desplazando, se tiende a ver también un desplazamiento de los pueblos y, consecuentemente, de sus lenguas. Se desarrollan así esos típicos mapas llenos de flechas de un lado a otro, flechas que tienen nombres de lenguas, con lo que parece que éstas se desplazan por los continentes en un inestable y continuo bamboleo.

La arqueología refleja hoy un estado de cosas notablemente anterior a lo que se suponía y, en consecuencia, la pretensión de reconstruir la cultura madre de los indoeuropeos a partir del vocabulario común es ahora mucho más arriesgada y, posiblemente, inexacta. Hay que estar de acuerdo con Renfrew, en todo caso, cuando nos previene contra los riesgos de basar la interpretación arqueológica en los resultados de los análisis lingüísticos. Ambas disciplinas, sin ser interdependientes en el mismo grado, son complementarias: una empieza donde la otra acaba y se necesitan mutuamente para impulsar sus tesis privativas.
Lo primero que no queda tan claro es el concepto de pueblo y, evidentemente, no hay correspondencia biunívoca entre este concepto y el de lengua. Este dato, que se olvida frecuentemente por razones no siempre diáfanas, nos volverá a ser de utilidad cuando planteemos la cuestión genética. Por ejemplo, la aplicación del término celta lleva a mezclar inextricablemente cuatro conceptos distintos: 1) el pueblo así llamado por griegos y romanos, 2) un grupo de lenguas, 3) una cultura arqueológica y 4) un estilo artístico. La solución para ponerlo todo junto cuando era necesario se encontraba en la tesis de las «oleadas migratorias». Otra solución era la difusión de ciertos objetos; llevados de un lado a otro por su utilidad o belleza, transportaban en sí nuevas ideas o motivos que iban arraigando en zonas distantes.

Tendríamos así dos tipos de movimientos compensatorios: las oleadas, grandes masas que de pronto cambian el panorama completo, y la difusión, rápida y puntual: la ola y el relámpago.
En términos de historia humana, Europa, sin ir más lejos, es una realidad mucho más compleja.

Hace 850.000 años había ya homínidos en Europa. Hace 85.000 años tenemos ya útiles clasificables con seguridad como del homo sapiens neanderthalensis, tallador de piedras, y hace 35.000 años tenemos ya al homo sapiens y sus lascas de piedra cortantes. Estos últimos, cazadores recolectores, se extendieron por la mayoría de Europa, extendido el Sur de Gran Bretaña. Hace diez mil años acabó la última glaciación, la que abrió la gran masa centro-continental y nórdica a la migración humana, a la vez que redujo las masas glaciares alpinas, facilitando los pasos pirenaicos, alpinos, carpáticos y urálicos. Seis mil quinientos años a.J.C. tenemos ya asentamientos agrícolas en Grecia e inmediatamente después en Iberia. Cuatro mil años a.J.C. se trabaja el cobre y dos mil quinientos a.J.C. el estaño, que permite, en aleación con el cobre, fabricar bronce. Alrededor del 2000 a.J.C. surge la cultura cretense, la primera civilización europea con su escritura. También es una cultura crematoria, lo que nos priva de restos humanos que estudiar en términos bioquímicos. Hacia el 1000 a.J.C. estamos en la edad del hierro. Seiscientos años antes de J.C. se empiezan a extender las colonias griegas por el Mediterráneo y comienza una era de intercambios activos.
De esta situación general y de las observaciones apuntadas a propósito de la relación entre pueblos y lenguas puede irse deduciendo que debemos corregir la tendencia a suponer que había un pueblo indoeuropeo o ario que hablaba una lengua indoeuropea. Lo adecuado es hablar de una cultura indoeuropea y discutir los métodos de esclarecimiento de sus características, incluidas las lingüísticas.
La aplicación del método del protoléxico, es decir, suponer que la existencia de palabras comunes en varias lenguas de una familia para objetos e instituciones comunes nos permite extrapolar los datos y reconstruir el paisaje físico o la estructura social es, como dijimos antes, un error, no porque no pueda llevar a resultados positivos, sino porque puede llevar a resultados erróneos. Es decir, no debe utilizarse si no se acompaña de otro tipo de datos y nunca debe ser la base principal de la demostración. No es sólo por el problema de la dificultad para reconocer los préstamos, sino porque el mundo reflejado puede deformarse también por defecto.
Los indoeuropeístas han señalado la comunidad terminológica para rebaño, vaca, oveja, cabra, cerdo, perro, caballo, lobo, oso, ganso, pato, abeja, roble, haya, sauce, grano y deducido que se trataba de nómadas. Se suma que no hay términos comunes, en general, para los metales y se llega a la conclusión de que la comunidad indoeuropea era un grupo del neolítico tardío establecido al norte del Mar Negro desde el quinto milenio antes de Jesucristo. A. B. Keith ya ha señalado que los datos lingüísticos coincidentes nos llevarían, por sí solos, a la conclusión de que los indoeuropeos primigenios conocían la mantequilla, pero no la leche, tenían pies, pero no manos y vivían en un mundo en el que nevaba pero no llovía.
Los arqueólogos están hoy más de acuerdo en que no se puede postular una etapa arqueológica intermedia entre el nomadeo del cazador-recolector y la agricultura. El pastoreo, que sería tal etapa, supone en realidad la existencia de contingentes de animales domésticos e implica el establecimiento previo de la compleja estructura agrícola. Pastores y granjeros son interdependientes, porque la dieta del pastor contiene gran cantidad de ingredientes suministrados por el agricultor, no por la recolección. La domesticación de los animales es paralela a la de las plantas, por decirlo así.
¿Qué ocurriría si reconstruyéramos una parte, al menos, del mundo romano con esta metodología del vocabulario común? Siguiendo a Fraser, Pulgram y Renfrew obtendríamos este espléndido panorama, en el que ponemos entre paréntesis los términos comunes que permitirían la reconstrucción):

Este pueblo de guerreros (guerra) a caballo (caballum), dirigido por sus prestes (presbiter) y obispos (episcopus), a las órdenes de sus reyes (rex) que formaban un gobierno monárquico (monarquicus) con los emperadores (imperatores) pasaba el día en el café (café) mirando el humo del tabaco (tabaco).

Si no fuera por las lenguas iberorrománicas podríamos añadir que bebiendo cerveza (birra).
Guerra, caballo, presbiter, episcopus y, por supuesto, café, tabaco y birra (o tomate, también común) no son palabras latinas ni usadas en latín con ese valor. República es también común (res publica) lo que pone en duda esa estructura monárquica; pero al menos ahí tendríamos un valor dudoso o discutible. En fin, el ejemplo no requiere mayores aclaraciones, es suficientemente explícito de los riesgos de la paleolingüística.
La teoría de las oleadas, por su parte, implica un grave riesgo, convertido desgraciadamente en realidad en la segunda guerra mundial. Esas masas humanas que, de pronto, se lanzan fuera de sus fronteras a la conquista de nuevos territorios y que se imponen, aparentemente con facilidad, a los pueblos que sustituyen, se explican mejor desde la creencia de que pertenecen a una raza superior. Es el mito ario.
Ahora bien, si es así, cabe preguntarse por qué esa superioridad sólo se muestra en ciertos momentos y de golpe y cómo es que permanece acallada tanto tiempo, contenida en los límites del sur de Rusia. El argumento demográfico no parece tener sentido, el del control por una minoría requiere una sociedad jerarquizada que los datos arqueológicos no demuestran.

La discusión sobre el establecimiento, expansión y eventual fragmentación de una comunidad lingüística ha de basarse mejor en un conjunto de procesos. El cambio lingüístico en un área concreta requiere tres tipos de procesos, que Renfrew escalona así:

1) colonización inicial, referida a la ocupación de zonas previamente deshabitadas;
2) sustitución, que supone una o varias lenguas previas, desplazadas por los invasores, lo que suele implicar un período de adyacencia y
3) desarrollo continuado, consecuencia de procesos educativos y culturales, mecanismos sociales que alternan entre arcaísmo e innovación, con los resultados de convergencia, divergencia e interacción.

Cuando el contacto entre pueblos con lenguas emparentadas es escaso, la interacción es baja y las fuerzas divergentes pueden actuar, aunque esa posibilidad no implica que la divergencia se tenga que producir: si las fuerzas conservadoras son fuertes, la lengua puede mantenerse estable incluso durante siglos, como testimonian el hebreo, el latín o el antiguo indio.

La sustitución de una lengua por otra sigue uno de los modelos posibles: espontáneamente nadie deja de hablar su lengua. El modelo I corresponde a la correlación entre demografía y subsistencia. La presión demográfica hace que la población vaya a zonas de más baja densidad, en una economía agrícola; pero no en una economía industrial, donde la tendencia se invierte. La introducción de la agricultura permite que subsista una población mayor en un territorio anteriormente de cazadores-recolectores. La razón es de un cazador-recolector cada diez kilómetros cuadrados a cinco agricultores por kilómetro cuadrado, es decir, un 5000 por ciento más. El modelo II, por su parte, no tiene que ver con mejoras tecnológicas, sino que se vincula a la llegada de un grupo coherente y organizado, con una lengua distinta, que domina militarmente a la población original. El territorio pasa a ser bilingüe y puede seguir así, incluso con reinversión, al menos parcial, de la situación, como en Inglaterra tras la invasión normanda y la recuperación del inglés. La arqueología detecta bien la organización social que debe subyacer a este modelo.

El modelo III es el colapso del sistema. La inestabilidad de las sociedades primitivas puede llevar a una especialización unida a una gran complejidad social. Cuando se producen desastres naturales o se agota la fertilidad del suelo, la estructura social no tiene la flexibilidad necesaria para controlar la situación y reorganizarse. Se produce el caos y cada uno tiende a la autarquía; es lo que parece que sucedió a la civilización maya de las Tierras Bajas a partir del 890 d.J.C. Los movimientos posteriores al colapso tienden a ser del modelo II, con intentos de predominio elitista.

La movilidad, por supuesto, representa un papel notable en el proceso. El caballo, que amplía hasta seis veces el radio de acción de los grupos humanos, es el animal esencial, incluso sin estribos, desconocidos antes de los siglos IV-V d.J.C.; su domesticación está vinculada al movimiento de los pueblos indoeuropeos. El carro, junto al caballo, tiene un papel fundamental.
Los procesos sociales coadyuvantes al cambio lingüístico no se detienen en los modelos señalados. Podemos añadir el desplazamiento restringido de población, el caso de los refugiados, que puede afectar a millones de hablantes, la coexistencia de nómadas y sedentarios, imprescindible para entender el desarrollo de las lenguas túrcicas y su coherencia desde Siberia al Mediterráneo, o el sistema económico de equilibrio entre donante y receptor en términos de población: los semitas de la Península Arábiga acuden a Mesopotamia desde el tercer milenio a. J.C.

La tesis de Renfrew para el crecimiento y dispersión de los indoeuropeos está vinculada al desarrollo de la agricultura. No fueron necesarias las migraciones organizadas: los individuos fueron ocupando tierra a un ritmo de cuarenta a sesenta kms. por vida. El 6500 a.J.C. llegó la agricultura organizada desde Anatolia a Grecia, en el 3500 a.J.C. se había extendido a toda Europa, según los análisis de radiocarbono. La combinación de crecimiento de la densidad de población (de 0’1 a 5-10 por km2) con movimientos de 20 o de 30 km. permite explicar la extensión de la población agrícola por toda Europa en este lapso. En algunos casos no habría población que sustituir, en otros, como en la costa portuguesa o bretona, se produjeron períodos bilingües prehistóricos, en otros, como el caso del vasco, o el etrusco, la lengua anterior pudo llegar a la época histórica. Esta tesis coincide en muchos aspectos con la de don Pedro Bosch Gimpera.

Desgraciadamente, los instrumentos lingüísticos que poseemos para medir el tiempo de diversificación de las lenguas son muy imperfectos. El primero de ellos fue la glotocronología, un método que se basaba en el principio del carbono 14: la velocidad constante de la alteración de un objeto, en este caso el léxico de la lengua, que se considera el sector de ésta que está más difícilmente sujeto a cambios globales. Se establece el léxico básico de varias lenguas y, según sus divergencias y similitudes, se va retrocediendo en el tiempo hasta calcular el período en el que se separaron. La lexicoestadística es un avance sobre la glotocronología desde los mismos principios básicos: estabilidad general del léxico, índice constante de mantenimiento del vocabulario básico, índice constante de pérdida del vocabulario básico en todas las lenguas, que permiten teóricamente establecer el lapso de tiempo transcurrido desde que dos lenguas compartían un vocabulario común hasta el momento en el que las lenguas se analizan. Pero el principio de construcción de tablas de elementos léxicos para el cálculo de su divergencia a través de los siglos se basa todavía, en la elección de esos elementos para construir las tablas, lo que da márgenes amplios de error y produce furiosas reacciones en contra.

Lingüísticamente, la tesis de Renfrew exige que la lengua hitita de Anatolia, actual Turquía asiática, sea indígena de la región, desarrollada a partir de una base indoeuropea temprana. La arqueología no está todavía en condiciones de explicarnos cómo se habría producido la expansión hacia el Este, también de tipo agrícola. Las lenguas antiguas de Mesopotamia no tienen préstamos del indoeuropeo, lo que nos lleva a suponer que la expansión oriental de éste no se pudo producir antes de mediado el segundo milenio a. J.C. La opción alternativa sería no un movimiento agrícola, sino de nómadas en carros y caballos. Esta opción se basaría en el modelo de dominio elitista.

Los lingüistas soviéticos Gamkrelidze e Ivanov han apoyado la tesis de una muy temprana presencia indoeuropea en el este de Anatolia, que se remontaría al séptimo milenio a. J.C. La tesis, naturalmente, ha sido objeto de críticas, especialmente de I. Diakonov, no coincide con Renfrew en la parte arqueológica y en la tesis de las migraciones; pero es un buen argumento en favor de un establecimiento indoeuropeo temprano precisamente en la zona esperable.
La diferenciación lingüística, por otra parte, es un fenómeno que tiene un requisito previo: que exista una lengua que se pueda diferenciar. Llegamos así de nuevo a la cuestión de la lengua originaria y nos aprestamos al retorno a las cuestiones de biología evolutiva. Una cosa es la capacidad lingüística y otra la existencia de lenguas concretas. Los datos que hemos manejado hasta aquí nos permiten llevar el antecedente de las lenguas indoeuropeas hasta ocho mil años antes de Jesucristo, basados en hipótesis coherentes, no en pruebas definitivas. La implicación lingüística de que la diferenciación dialectal del indoeuropeo pudo empezar hace diez mil años es apasionante, pero no imprescindible. Tampoco podemos dejar de preguntarnos qué ocurrió en los treinta mil años anteriores. Y todavía una pregunta más inquietante: ¿y antes?

5. BIOLINGÜÍSTICA

Las relaciones entre las lenguas, los restos arqueológicos, los datos histórico-culturales, la etnología y la sociología,en conjunto, nos permiten reconstruir una impresionante parcela de nuestro pasado. La biología puede llegar ahora para completar este esfuerzo, siguiendo un camino no exento de baches, como también señalaremos.

El análisis de la materia orgánica permite a los biólogos establecer relaciones genéticas. El código genético, como sabemos, lanza un mensaje que podemos interpretar. Se puede medir el parentesco entre las poblaciones humanas y reconstruir así el árbol genealógico genético de la humanidad. Es tentador poner en relación los genes, los pueblos que los poseen y las lenguas que estos pueblos hablan. Tentador y peligroso: todavía hoy no una realidad, pero sí una hipótesis esencial de trabajo. Los cálculos de Luigi Luca Cavalli-Sforza y su equipo son, a veces, de una simplicidad convincente; su correlación con los datos lingüísticos es ya menos segura.

Tomemos su ejemplo del factor Rhesus, el Rh negativo, del que tenemos millones de datos de todo el mundo, como consecuencia de los avances de la ginecología. Si sabemos el porcentaje de individuos de una comunidad que poseen Rh negativo, podemos calcular su proximidad genética a otra comunidad, simplemente restando los porcentajes. Así entre ingleses (16 por ciento) y vascos (25 por ciento) hay nueve puntos, mientras que entre ingleses y asiáticos orientales (0 por ciento) hay dieciséis. Esto significa que primero se separó el antecesor de asiáticos orientales del común de vascos e ingleses y mucho después se separaron genéticamente estos dos últimos. La distancia genética aumenta con el tiempo.

En los últimos cincuenta años se ha acumulado información de más de cien caracteres hereditarios distintos de unas tres mil muestras, tomadas de mil ochocientas poblaciones. La masa es abrumadora y las conclusiones por ello se imponen, en lo que concierne a la biología.

Como la separación genética entre africanos y no africanos es la mayor existente, se comprueba el origen africano de la especie humana. Los análisis de Allan C. Wilson y sus colegas de Berkeley sobre los genes presentes en el ADN de las mitocondrias, orgánulos celulares que metabolizan energía, permiten afirmar que existió una primera mujer, africana, hace unos 150.000 ó 200.000 años. Naturalmente, no tuvo que ser única; pero es la única cuyo linaje mitocondrial no se ha extinguido: es la Eva mitocondrial. Esto supone una fecha en el paso del homo sapiens al homo sapiens sapiens y un nuevo elemento añadido a lo que nos ofrecían los paleontólogos, un elemento anterior a los fósiles, por cierto. Si la población africana se separó de la asiática hace cien mil años, los asiáticos y los australianos lo hicieron hace cincuenta mil y los asiáticos y europeos hace treinta y cinco mil años, hemos de llegar a la conclusión natural de que los neanderthalenses hablaban, entre otras posibles.

Cavalli-Sforza y el arqueólogo Albert Ammerman han propuesto un modelo de expansión de los pueblos coherente con la expansión genética, el de ola de avance. Hay movimientos de pueblos, pero sólo en distancias muy cortas. El establecimiento de la agricultura supone un incremento inmediato de la población. El primer movimiento incremental es muy rápido, luego hay un descenso hasta llegar al grado de saturación.

Los agricultores van cambiando la situación de sus granjas lentamente, posiblemente siguiendo el agotamiento del suelo. El movimiento no sigue una dirección determinada, es al azar, pero las propiedades matemáticas de la onda implican un crecimiento regular del radio, desde el centro de origen. La expansión es lenta y continua. Con una densidad de cinco habitantes por km2 se alcanzan los tres mil kilómetros en otros tantos años. En la parte de crecimiento exponencial de la curva, la inicial, la población se dobla en dieciocho años. La actividad migratoria local alcanza dieciocho kms. en cada generación de veinticinco años, lo que resulta en ese índice global de 1 km. al año.
Se trata, por supuesto, de un modelo, sujeto a todas las alteraciones posibles por causas diversas: restricciones geográficas, alteraciones de población por guerras, calamidades y enfermedades, movimientos sociales, todo lo imaginable. Ahora bien, lo importante es que nos explica perfectamente la necesidad del movimiento de los grupos humanos. El modelo se reduce a la agricultura, aplicado a otras actividades daría radios diferentes, que habrían de combinarse con los agrícolas.

Aunque la combinación del modelo y los argumentos genéticos con la arqueología permite resultados aceptables, no ha ocurrido lo mismo con lo referido a los datos lingüísticos. La «sorprendente correlación entre distribución de genes y distribución de lenguas», presentada por Cavalli-Sforza en un artículo divulgativo publicado en Scientific American en noviembre de 1991 y en Investigación y Ciencia en enero de 1992 ha producido airadas reacciones de los lingüistas.
Cavalli-Sforza dibuja en el lado izquierdo el impresionante árbol de la distribución por genes, hasta llegar a las poblaciones, con una escala de la distancia genética. A la derecha figuran las familias lingüísticas, unidas a las poblaciones. Las familias, a su vez, se colocan como ramas de las superfamilias (nostrática, euroasiática como alternativa y áustrica no «austríaca» como dice la versión española, bastante desafortunada).

Es lástima que el rigor del análisis genético no se haya mantenido en la parte lingüística: no hay una rama sarda del indoeuropeo, sí del latín, tampoco hay una rama europea. Sardo y europeo son grupos genéticos, no lingüísticos. Chinos y tibetanos, muy separados genéticamente, pertenecen a la misma familia lingüística, que aparece partida en dos, inexplicablemente desde este punto de vista, aunque la razón de la división es, evidentemente, la necesidad de ajustar el cuadro genético. Los tibetanos son genéticamente una subrama asiática del noreste, más próximos a los coreanos que a otro pueblo, mientras que los chinos (del sur, que son los únicos que aparecen, por cierto) son asiáticos del sureste continental e insular. Sería interesante saber con quién se relacionan genéticamente los del norte. Chinos del sur, vietnamitas, camboyanos, thais, indonesios, malasios y filipinos, aunque lingüísticamente diversificados, están muy próximos genéticamente.

Las poblaciones laponas y samoyedas hablan lenguas de la familia urálica; deberían aparecer fineses, estonios y húngaros (¿se suponen en los europeos?), que son urálicos lingüísticamente, no indoeuropeos. Es discutible la relación de ainu y coreano con el grupo lingüístico altaico y ya hemos dicho anteriormente que es excesivo dar por segura la adscripción del thai al áustrico, con austronesio y mon-khmer (por cierto, ni «jmer», ni «jemer» ni «khemer», es una k aspirada).
La versión española tiene una (otra) lamentable errata: los asiáticos del suroeste (no del sureste como se dice) están genéticamente emparentados con los beréberes, con los que componen el grupo lingüístico afro-asiático (o camito-semítico). En este grupo lingüístico también están integrados los etíopes, que, sin embargo, genéticamente, están emparentados con los bosquimanos, de la familia lingüística khoisan, muy alejada de la afroasiática.

La sorprendente correlación (dejamos otros detalles) no existe, o no existe como Cavalli-Sforza la presenta. El número de correlaciones fallidas es muy elevado. Salvo para el caso del grupo genético americano, que corresponde a los lingüísticos de amerindio y na-dene (si se aceptan estas tesis, claro),en todos los demás grupos y continentes hay graves excepciones. La tesis biogenética-lingüística, en su formulación actual, es rechazable.
Sin embargo, el conjunto de hipótesis, pruebas, perspectivas y metodologías que hemos planteado hasta aquí es enormemente sugestivo. Es posible que la biología molecular y la genética estén experimentalmente más avanzadas que la lingüística. Es innegable que las lenguas pueden o no estar ligadas a genes, pues una población puede cambiar lingüística, pero no genéticamente. Una lengua es una opción no vinculante, los genes, en cambio,no se eligen.

El futuro nos ofrece, por tanto, un campo de trabajo sumamente atractivo. Un nuevo campo, el de la biolingüística, interdisciplinar, no sólo entre las disciplinas, sino en el interior de éstas. Nadie puede ser especialista en biología, arqueología, sociología y lingüística; pero tampoco en lingüística indoeuropea o afroasiática, ni casi sólo en una de ellas. La conjunción de esfuerzos obliga a una metodología que evite generalizaciones prematuras y excesivamente optimistas, y que permita la redacción de proyectos de investigación que aseguren un peso equilibrado a las partes, para la obtención de resultados fiables.
En el dominio de la comunicación, la posibilidad de vincular las voces mudas del mensaje arqueológico con el mensaje lingüístico de las lenguas naturales y el código riguroso y complejo de los genes abre unas perspectivas, que no podemos por menos de calificar de fantásticas. La prudencia aconseja extremar el rigor y contener la imaginación.

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Artículo extraído del nº 33 de la revista en papel Telos

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Francisco Marcos Marín

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