A principios de junio se celebró en Madrid la Conferencia Internacional sobre Comunicación y Cultura Este-Oeste, organizada por Fundesco y el Instituto de Europa Oriental, que durante dos días analizó la virtual existencia de un nuevo espacio, cultural y comunicativo, europeo.
Se efectuaron aproximaciones desde el dominio de las políticas culturales y de la cooperación interestatal, las nuevas tecnologías de la comunicación, la industria publicitaria, y no faltaron análisis y exégesis políticas de los procesos de transición en la región. Aquellas dos jornadas fueron, más que una reflexión focalizada en la cultura y la comunicación, un primer balance de las nuevas relaciones intereuropeas desde perspectivas políticas, empresariales y sociales en un sentido mucho más amplio que el objeto inicial del evento.
Medio año más tarde creo que sigue siendo muy pertinente recuperar esa perspectiva amplia para efectuar ciertas reflexiones respecto a la transformación de la Europa del Este y al vacilante proceso de integración con sus vecinos occidentales. Viejas reflexiones porque, más que los tres años que ahora se cumplen de la emblemática caída del muro berlinés, cuando comenzaron a oirse las primeras advertencias sobre ciertas interpretaciones perversas del cambio en el Este, parece que hayan transcurrido tres décadas; y nuevas, sin embargo, porque la mayor parte de la información que se metaboliza en occidente sobre Europa Central y Oriental sigue plagada de un montón de lugares comunes que no son otra cosa que la evidencia de una ignorancia y un desinterés ciertamente dolosos.
Desde un punto de vista político, si bien es cierto que en la mayor parte de los países de la región se dan unas suficientes garantías democráticas respecto a los procesos electorales y al desenvolvimiento de la vida política, no lo es menos la debilidad de esas democracias, las cuales siguen necesitando un apoyo decidido de los países libres y desarrollados, no por altruismo sino por una mera cuestión de prevención y anticipación histórica.
Hungría, por ejemplo, uno de los países con mayor desarrollo económico de los que constituían el antiguo COMECON, que incluso está pagando religiosamente su deuda externa, vive una creciente tensión con algunos de sus vecinos, especialmente con la futura República Eslovaca, a causa de los casi cinco millones de húngaros que habitan fuera de las fronteras del estado húngaro, cuyas consecuencias son imprevisibles. El problema de las minorías, no sólo en Centroeuropa, sino también en la antigua Unión Soviética, sigue siendo el más agudo y la principal fuente de conflictos entre los jóvenes estados democráticos. La lacerante guerra en Bosnia, tampoco puede hacernos olvidar los centenares de muertos que en las últimas semanas se han producido en Tadahikistán, Georgia, Azerbaidhán…
La euforia por el final de la guerra fría ha sido seguida por el sonrojo que produce la incapacidad de los organismos internacionales para atajar las guerras reales que la han sucedido. Podría decirse, incluso, que el propio Derecho Internacional se ha vuelto obsoleto en la medida en que había sido diseñado para un mundo bipolar que ahora ya no existe, pero que ha desplazado sus tensiones hacia una serie de microámbitos en los que parece que los instrumentos de ejecución de esa doctrina internacional (ONU, CESCE…) resultan poco eficaces.
Desde la perspectiva económica, y aunque ésta es muy heterogénea en el conjunto de la región, la resultante común es el proceso de transformación de las economías nacionales hacia modelos de libre competencia. Tal proceso es irreversible en todos los países de Europa del Este. Sin embargo, a la luz de sus consecuencias, actualmente están siendo revisados algunos de sus principios. Sobre todo, aquellos que tienen que ver con el ritmo de las reformas y el ámbito de aplicación de éstas. En Rusia, por ejemplo, la política del primer ministro Gaidar ha representado la radicalidad reformista _privatícese, liberalícese… lo antes posible y en el mayor número de cosas posible_, frente a otra opción política, identificada con las tesis de Volsky y la Unión Cívica, que es partidaria de una desaceleración de las reformas, limitando éstas al sector de bienes de consumo y a los canales de distribución, y que preserve de una privatización incondicional al poderoso complejo industrial militar, a las industrias de extracción y transformación de materias primas y de los recursos agroalimentarios.
Esta postura que, sin demasiada duda, acabará imponiéndose y desplazando del gobierno ruso al actual primer ministro Gaidar y a su equipo, probablemente antes del nuevo año, puede tener una trascendencia muy superior al mero cambio de un gobierno, y puede marcar una nueva tendencia en el devenir político y económico del antiguo coloso eslavo.
Socialmente, las reformas en el Este son también, y afortunadamente, irreversibles. El panorama concreto de la comunicación y la cultura presenta, no obstante, un cuadro alarmante en muchos de estos países. Concretamente, en la antigua Unión Soviética la crisis del sector prensa ha supuesto el cierre de más de la mitad de los periódicos en los dos últimos años y la reducción drástica de las ediciones de los que han sobrevivido.
El aparato de comunicación e información del viejo estado soviético está aún por ser transformado de acuerdo con la nueva realidad multiestatal. La mayor parte de medios de comunicación están siendo gestionados de espaldas a los criterios de gestión más elementales. La publicidad aún no juega un papel determinante en la financiación de estos medios. La televisión reproduce los mismos esquemas de programación que en occidente, con el agravante de la incapacidad de la industria audiovisual para producir programas propios competitivos, lo que obliga a adquirir productos enlatados de baja calidad y coste.
Después de este viaje, un tanto tenebroso, por algunas realidades del Este europeo quizá fuera necesario un intento por apuntar un tímido happy end. No es mi intención, primero, porque la situación no es en modo alguno idílica y porque, y esto es lo más importante, los países del centro y oriente europeos no tienen nada que ver con el tercer mundo, por ejemplo, y su desarrollo debe estar asegurado por sus recursos humanos, muy cualificados en algunos aspectos, y por sus recursos naturales.
Son, además, pueblos con una poderosa identidad cultural y de ellos depende, y de nadie más, no mimetizar falsos procesos de gestión del desarrollo que la cercenan y sustituyen por simulacros culturales homogeneizadores, que no tienen otra legitimidad que la del mercado, ese mercado que quieren improvisar desesperadamente y que, esperémoslo, no sea el fin de una hermosa esperanza de progreso.
Artículo extraído del nº 32 de la revista en papel Telos
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