LA OPORTUNIDAD DE LA COMPETENCIA
Vivimos tiempos donde es difícil predecir futuros y esbozar estrategias para cabalgarlos. Y donde los astutos aconsejan gobernar la complejidad y sacar provecho de la paradoja permanente en que se vive. Como si ello, la gobernabilidad y la competitividad rentabilizando contradicciones, fuese sencillo y estuviese al alcance de cualquier tipo de gerentes. Máxime cuando a éstos unas veces se les recomienda que se fijen en el día a día y otras, en la visión de futuro. O se les advierte que nada harán si no cuidan los detalles, para luego y de inmediato recordarles que tienen que tener perspectivas globales; y atender antes a los procesos y sus finalidades que a los procedimientos parciales. Pues ya no interesa tanto el cómo sino el para qué y el por qué, ya que de la anticipación y del pensamiento lateral surgirán las ventajas competitivas.
De ahí que no se busquen nuevos estrategas que traten de ahormar el mañana con los moldes del ayer, sino que se reclamen líderes que sepan motivar y concitar ilusiones en pos de objetivos comunes; y que se pretenda que sus habilidades directivas imprescindibles añadan talantes que permitan visionar las tierras prometidas del mañana; o que dirijan más por entusiasmos que por órdenes y razones, a la par que definan lo que hay que hacer mediante criterios personales que hagan de cada decisión una innovación, y no una copia insulsa de otras anécdotas directivas.
Se pretende, en definitiva, conquistar los corazones pasando de las técnicas y las pautas de siempre a la integración de personas y equipos. Y en la que quepan tanto la creatividad de cada cual como su propio autocontrol para saber qué papel le toca desmpeñar en cada circunstancia y ocasión. Ello es tanto como mandar para aprender o dirigir aprendiendo; y exige tanto escuchar a todos como decidir a solas para luego tratar de acometer juntos y con todos los componentes de la corporación lo que se quiere hacer.
Pero, además, se necesita hacerlo sin perder la serenidad en momentos donde se derrumban viejos modelos y donde no cabe pararse a formular procedimientos estandarizados. La excelencia, que se trata de afianzar como un distintivo permanente de cada organización, exige saber hacia dónde se va, saber hacer las cosas con profesionalidad y que los clientes lo sepan; y saber qué es lo que conviene innovar en cada momento y tener la capacidad suficiente para ilusionar y coordinar a todos los protagonistas. Todo ello supone aplicar nuevos métodos que se tienen que diseñar con la convicción de que todo empieza en los mercados, y confiar en que, paralelamente, en la organización haya la suficiente comunicación interna y dinamismo estructural para que todos sepan cuáles son los objetivos esenciales.
Es más, si a ese tópico de la excelencia se le añadiese el nuevo de la calidad total, pronto se comprobaría que con ello el acento ya no se pone en la fiabilidad de los tornillos y los dispositivos, sino en la disponibilidad de ánimos para atender al cliente. En un proceso de mejora continua que no tiene fin, que compromete a todos los integrantes de la organización y que dé por sentado que para lograr tal identificación en el esfuerzo común hay que confiar en las gentes con independencia de sus niveles jerárquicos. Y fomentar, por encima de otras prudencias, su creatividad e iniciativa.
Pues, en definitiva, las nuevas claves de la gestión del futuro van más allá de los tópicos más manidos -excelencias, culturas corporativas, calidad total,etc.- para centrar la atención de los líderes en conseguir que haya visiones integradas, concepciones sistémicas y globales, trabajo en equipo, aprendizajes continuados, dirección compartida y satisfacciones personales por lo que se hace; o, lo que es lo mismo, que la preocupación deje de ser la innovación tecnológica para empezar a ser el desarrollo integral de cada una de las personas que constituyen el mejor activo de la empresa y que genéricamente agrupamos en lo que se ha dado en llamar los recursos humanos. Desarrollo integral que sólo es posible conseguir si se resalta el valor de cada tarea personal y se explicita que en una organización competitiva cualquier cometido es imprescindible para el éxito.
LA OPORTUNIDAD DE LA COMPETENCIA
Pero, después de estas consideraciones, que son de fácil aplicación en la mayoría de las corporaciones, siempre cabe la duda de si serán viables en los viejos operadores, donde la concepción del servicio universal y público o el paraguas del monopolio natural hacían más débiles las exigencias del mercado, o demoraban la consecución de rentabilidades financieras inmediatas de algunas inversiones. Por lo que no estará de más preguntarse qué está induciendo la desregulación y atisbar si con ella se abren horizontes de oportunidades o se multiplican las amenazas que en los períodos anteriores sólo se entreveían.
Y es que la creciente globalización de los mercados de telecomunicaciones, así como la desregulación y apertura que en los mismos se viene produciendo como consecuencia, por una parte, de las innovaciones tecnológicas y, por otra, de las nuevas exigencias de los clientes, que alientan la aparición de nuevos operadores más ágiles y sobre todo más baratos, plantea retos e incertidumbres insospechados. Lo cual, como no podía ser de otra manera, está provocando la formulación de nuevas estrategias de los operadores de telecomunicación en un intento de estabilizar el mañana. Tales estrategias, orientadas más nítidamente hacia el mercado y menos amparadas en las tradicionales defensas que confería el ya aludido monopolio natural, se articulan en torno a los conceptos de cliente y beneficio económico, posponiendo un tanto los de usuario, servicio público y oferta universal,y con subvenciones cruzadas.
Como consecuencia de todo ello, y también de la aparición de esos nuevos competidores que disputan determinados huecos del mercado, es preciso un cambio decisivo en las culturas corporativas, en el aprendizaje de aptitudes profesionales y en la adquisición de capacidades y competencias para el desempeño de funciones tanto tecnológicas como gerenciales. Es más, a las tareas formativas tradicionalmente centradas en enseñar los procedimientos necesarios para la funcionalidad de redes y prestación de servicios hay que añadir otras que afiancen las nuevas actividades que requieren el operar en mercados en competencia.
En tal sentido, hasta ahora se había pensado que los procesos formativos eran un nuevo elemento del desarrollo estratégico; pero la aceleración tecnológica, la variación de las barreras de entrada en el sector y las nuevas exigencias de los clientes, obligan a plantear en el centro de cualquier estrategia la potencialidad de los recursos humanos. Y, como consecuencia de ello, la estructuración de las corporaciones atendiendo a los nuevos criterios de las organizaciones aprendientes.
Con la ventaja, por paradójico que sea, de que tal tipo de estructuras va a ser más sencillo y eficaz si se parte de organizaciones que hayan tenido unas sólidas culturas corporativas y unas visiones donde el peso de los sistemas tecnológicos, y la interrelación de los subsistemas que los conforman,sea más evidente; lo cual se cumple sobradamente en los grandes operadores de telecomunicación, y determina que su verdadera ventaja corporativa no radique, por extraño que parezca, en sus activos tecnológicos, sino en las personas que dan vida a sus organizaciones.
Y es que los operadores tradicionales vienen gestionando un sistema técnico de una complejidad creciente y que ha obligado a ir asimilando, como tareas ineludibles para la funcionalidad de aquél, la innovación de dispositivos, la ampliación de la oferta de servicios y la formación continuada de los operarios. Induciendo, además, a que la cultura corporativa se articule en torno a la idea de organización coordinada, donde cada especialidad desempeña un papel imprescindible, si es que se quiere dar un servicio adecuado y uniforme a un universo creciente de usuarios y contribuyendo, con ello, a que los programas de calidad total sean de implantación fácil, pues no es complicado pasar de la continuidad permanente del servicio a la atención diligente de lo que requiere cada cliente.
Tal sencillez hay, no obstante, que matizarla. Pues el creciente dinamismo que se observa en los mercados de telecomunicaciones está configurando unas nuevas realidades de negocio donde no cabe ya escudarse ni en las fronteras nacionales ni en las regulaciones que salvaguardaban los viejos monopolios naturales. Las barreras de entrada en el sector, que antaño se suponían insalvables con las técnicas de entonces, se hacen asequibles en más de un flanco, a la par que el monoservicio clásico se convierte en un conjunto multiservicio, donde caben diversidad de operadores que se afanarán por atender a cada cliente según sean sus particularizadas demandas.
Tales mutaciones están transformando paralelamente, como se dijo, las estrategias y tácticas empresariales para moverse en estos mercados. Y, consecuentemente también los lenguajes con que aquéllas se explicitan y las maneras de hacer con que se concretan. Y así, pierden comba las especificaciones técnicas y la comparación de características funcionales de los sistemas y servicios, frente a las prestaciones que buscan los clientes y los plazos en que los usuarios finales quieren disponer de estos medios. Que cada día se ven, dicho sea de paso, como más relevantes para su calidad de vida o su ventajosa diferenciación empresarial.
De ahí, por tanto, que las fiabilidades, méritos y calidades técnicas de antaño tengan que ser sopesadas según su mayor o menor contribución a la competitividad con que se quiere tener aseguradas unas cuotas de mercado de rentabilidad creciente; y que en vez de seguir hablando de la bondad de los productos y servicios sea imprescindible empezar a valorar si sus funcionalidades son, o no, soluciones para el cliente. Soluciones que, además,puedan ser escogidas y aplicadas por aquél al colmar, más que otras, sus expectativas.
Coherentemente con ello es fácil colegir el interés que la calidad total tiene para un sector acostumbrado a cuidar al máximo y desde sus inicios las características técnicas de su oferta, obligado como estaba a mantener la permanente continuidad de los servicios y la interconectividad creciente y automatizada de los múltiples puntos desde los que los usuarios satisfacían sus demandas. Pues hablar de calidad total es ir más allá de tener, o no, aseguradas unas prestaciones mecánicas, para contrastar que tales niveles de respuesta y atención postventa son los que quieren comprar los clientes.
Pero abrir un diálogo sobre esta temática es tanto como iniciar una reflexión sobre las estrategias de futuro de un sector donde ya no habrá ligaduras oferta-demanda permanentes; sino que los clientes y los fabricantes y operadores que quieran conquistar su voluntad de compra, van a ser conscientes de que contarán, cada día más, con una mayor libertad de elección y con una mayor exigencia de acompasar sus catálogos y precios a lo que aquéllos busquen y estén dispuestos a pagar. Por lo que las estrategias que se instrumenten para conseguirlo tendrán que formularse desde la plataforma de una calidad en cuyo resultado influyen las performances de las máquinas, pero sobre todo la motivación de unos equipos humanos en pos de la excelencia.
Y es que si no hay tal motivación, si no hay una sensibilización que cambie la visión tecnológica propia de la preocupación por la funcionalidad de la red sobre la que se asentaba el monopolio natural, por la perspectiva del cliente, de nada serviría el aquilatar procesos y materiales. Ya que la calidad total no es un objetivo que se pueda fijar al margen de las personas, ni quepa alcanzarlo si antes en ellas no se ha imbuido algo más difuso y a la vez tan esencial, en esta hora de lo que se ha dado en llamar desregulación, como es el espíritu de calidad. O, para ser más pertinentes, la voluntad de atender al cliente con la máxima agilidad y en las mejores condiciones para todos.
La clave está, por tanto, en las personas, en sus capacidades, aptitudes y actitudes. Lo primero, es decir las habilidades y experiencias, es de consecución relativamente asequible para cualquier operador. Lo de las actitudes, o los talantes, si se quiere, es más complicado y mucho más difícil para los nuevos que para los operadores tradicionales. Aunque éstos pueden perder sus ventajas si no se aprestan a transformarse de inmediato en operadores aprendientes, si es que no lo eran ya; o si no se llegan a convencer de que para actuar como tales sólo tienen que afianzar aquellas cualidades tradicionales que permitieron extender los servicios a cualquier potencial usuario, y a la vez retribuir convenientemente los capitales invertidos y actuar de motor de desarrollos industriales y tecnológicos relacionados con la actualización permanente y modernización de sus redes y sus ofertas.
Esa debiera ser, en consecuencia, su estrategia más inmediata y obvia; y quizás, por su evidencia, la más difícil de acabar instrumentando con eficacia. Pues, quizás, para llegar a ser auténticas organizaciones aprendientes, lo primero que habrá que enseñar a todos los componentes de sus organizaciones es que existe el mercado. Y que éste, como dijo Ciro Alegría del mundo, suele ser ancho y ajeno. Sobre todo ajeno.
Artículo extraído del nº 31 de la revista en papel Telos
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