La ortodoxia dice que los medios son neutrales. Tal vez convenga irla poniendo en tela de juicio. La afirmación, ad nauseam repetida, de que los medios no son, en sí, ni buenos ni malos, cumplió ya su función. Corrigió las jeremiadas de quienes, sin más, los consideraban intrínsecamente malignos. Llamó la atención sobre la responsabilidad de quienes los usan, acerca de sus efectos benéficos o dañinos. No obstante, con tanta insistencia en la inocencia mediática, se ha conseguido que ésta se convierta en doctrina oficial. Es decir, se ha logrado que degenere en ideología.
Según esta doctrina, no sólo los medios, sino su resultado agregado, la mediasfera, no serían moralmente neutros sólo porque nosotros, con nuestras pasiones, intereses particulares y ambiciones inconfesables, los tergiversamos. Está por demostrar, empero, que la mediasfera (de la que cada vez, con mayor intensidad, dependemos) no posea una estructura moral específica, capaz de inclinar a los hombres a conducirse de un cierto modo y no de otro, y por ello con implicaciones éticas. Al fin y al cabo, si parece sensato pensar que cada orden dado (la sociedad de castas, el capitalismo, el tribalismo) fomenta ciertos vicios y ciertas virtudes, al tiempo que inhibe unas u otras, ¿por qué el orden mediático habría de escapar a esta condición? La pregunta parece pertinente si es cierto que, como algunos observadores vienen afirmando, moramos en una sociedad de la información o, por lo menos, una civilización edificada sobre los medios y en torno a ellos.
Si dividimos (simplificando mucho) nuestras actitudes morales en dos categorías, las que sirven a intereses privados, sectoriales o gremiales, por una parte, y las que sirven al interés general o común, por otra, observaremos que los medios intentan satisfacer unos u otros de modo distinto. Una película en vídeo, por ejemplo, es una mercancía que satisface a sus compradores o usuarios específicos: la comprarán los pornógrafos, o los aficionados a los dibujos animados, o los amantes del género lacrimógeno, según de qué vaya. Otros medios -los boletines de noticias, ciertos reportajes, las alocuciones presidenciales a la ciudadanía, los análisis económicos- pretenden en cambio servir al interés general. Ya han corrido los proverbiales ríos de tinta para demostrar (no menos ad nauseam) que quienes están detrás de estas informaciones, versiones y presentaciones de la llamada realidad tienen sus intereses especiales o sectoriales, que son a los que, ante todo, sirven. La cosa obvia. No obstante, aunque merecería mayores matizaciones, por lo menos en cuanto al grado de objetividad, no es esa la cuestión.
Lo pertinente es plantearse si la mediosfera, por sí misma, en las presentes condiciones de su desarrollo, es o no capaz de objetividad moral; es decir, si puede presentar los asuntos en los que entra la responsabilidad humana, de modo que incite el juicio independiente y racional de los ciudadanos. A mi entender, distamos mucho de poder dar una respuesta categórica a esta pregunta.
Pensemos, por ejemplo, en la presentación de noticias en la televisión. Una vez más, aunque la objetividad, como descubren los adolescentes un buen día, no sea posible, ello no significa que unas noticias no sean menos infieles a la siempre inalcanzable realidad, que otras. Así, parece evidente que los reportajes de la BBC son más fiables que los de la RAI y éstos mucho más que los de Radiotelevisión Libia. A algunos, por ejemplo, nos dejó menos insatisfechos la CNN que la televisión española en su relato de aquello que vino a llamarse Guerra del Golfo (la cual, contra lo que las malas lenguas dijeron, sí tuvo lugar). Tanto como la que hoy asola de nuevo los Balcanes. Y menos, claro, que la de Troya, que además consiguió tener a Agamenón,Héctor y Helena, por mentar sólo a tres de sus héroes. La cuestión que se impone, desde el ángulo desde el que aquí me enfrento, no es, pues, la de grado de objetividad, sino la de la imposibilidad de neutralidad moral a causa de la estructura mediática misma. Esta, en puridad, debería considerarse también al margen de la supuesta buena voluntad (la hay a menudo, pese a la opinión de los cínicos) de periodistas, productores, presentadores, cámaras, publicitarios y demás personal mediático. Debería considerarse estrictamente como clima moral, para decidir si es adecuado o pernicioso para la conducta responsable de las gentes; o si es, de verdad, indiferente en este terreno.
La mediosfera exige el perspectivismo, el impresionismo y la negación del discurso lingüístico analítico y parsimonioso. Permite casi siempre niveles muy bajos de matización. En teoría puede, y con frecuencia lo hace, contrastar situaciones que produzcan reacciones de complejidad moral: presentar casi continuamente la mansión del blanco sudafricano rico y las chozas del negro pobre, la opulencia del uno y la miseria del otro. Dicen que las imágenes espantosas de la guerra del Vietnam acabaron con ella en los Estados Unidos. Nadie va a poderlo probar, puesto que los horrores vistos y sentidos en otras atroces guerras no han conseguido pararlas. En todo caso, si concedemos que la visualización selectiva de la malignidad puede ponerle coto, nadie parece haber notado un aumento del discernimiento moral en los políticos norteamericanos tras el evento. Si juzgamos por las simplezas maniqueas con que nos regaló Reagan durante su presidencia, la representación mediática de aquel mediocre actor secundario de cine fue buena para los diagnósticos de que hizo gala su sucesor, George Bush, ante las cámaras, con motivo de los motines raciales de Los Angeles de 1992. Le emuló en ausencia total de sagacidad sociológica y de buen juicio ético.
El error estaría en creer que estos -y otros gobernantes- son necesariamente estúpidos. La estupidez moral, tal vez convenga ir pensando, proviene ella misma, por lo menos en parte, de la estructura mediática. Tener que satisfacer a una inmensa masa ignota, invisible, tiene que ser, por sí solo, una dificultad de tomo y lomo. Sobre todo si está hecha de electores potenciales. Pero si a ello añadimos la escasez del tiempo disponible (por exigencias de la publicidad, incapacidad del televidente para prestar atención seguida por más de algunos minutos -o segundos- necesidad de dar fotos o imágenes instantáneas, en vez de relatos), la incapacidad del medio para generar discurso moral parece asegurada.
No es cierto que una imagen valga más que mil palabras. Un millar, o un centenar de palabras, no pueden encontrar sustitutivo mediático si son fruto de la ponderación reflexiva de lo bueno y lo malo.
Hoy, más que nunca, nos compete saber cuáles son los intereses de todos frente a los de sectores circunscritos. Los medios, dícese, al exponer la variedad del género humano y plasmar la condición de cada cual -prostitutas, pobres, y parados, víctimas de la guerra, del hambre-, nos hacen conocer lo que la vida diaria o nuestra propia pereza y egoísmo nos ocultan y nuestra comodidad anímica nos hace evitar. Mas eso no es siempre cierto. No hay sociedad que mejor oculte sus males que la nuestra, que es la que está tan inmersa en su mediosfera y en su tecnocultura como pueda estarlo en su cada vez más precaria biosfera. Es la sociedad que oculta la muerte, la desazón, la soledad, la crueldad. La conversión de sus epidemias -el SIDA, la matanza rutinaria en las carreteras- en eventos mediáticos y banales no produce resultados de corrección de rumbo mayores que los que antaño (en la era progresista del siglo XIX, por ejemplo) se producían en la evolución de la civilización. De momento parecen mucho menores.
Frente a la etérea y discutible voluntad general, el interés común puede definirse como aquel haz de fines a medio y largo plazo que debe alcanzar la humanidad para que florezcan sus virtudes y, al tiempo, aumente su bienestar como conjunto de seres humanos autónomos, y no sólo el de sectores privilegiados. En su forma y dinámica presentes, no obstante, no parece que los medios (los controle quien los controle) fomenten preferentemente ese interés común.
No quiero ser demasiado tajante en este juicio. Tal vez en algunos casos ello no sea siempre así. La situación ecológica es grave, por ejemplo, y su teatralización quizás haya tenido algunos efectos beneficiosos sobre la conducta necesaria de los políticos en algunos países. Pero la causa principal del desastre venidero (a causa de la explosión de la población, en condiciones de modernidad energética) no parece encontrar un freno suficiente a través de la industria del entretenimiento general; es decir, en la manufactura mediática de la realidad.
Pero la cuestión permanece abierta. Hay que seguirse preguntando si los imperativos del formato mediático (titulares, ritmos caleidoscópicos, fragmentación de imágenes, impresionismo, inflación de palabras, sensacionalismo, incoherencia lógica y cosmética de la presentación), permiten realmente que mejore la conciencia ética de las gentes. Es decir, si fomentan, o no, su altruismo, su inclinación por reflexionar sobre principios y consecuencias antes de actuar. Si son capaces, o no, de hacer de nosotros buenos ciudadanos.
Artículo extraído del nº 31 de la revista en papel Telos
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