Varios centenares de personas se reunieron en enero de 1992 en Glasgow, la ciudad más grande de Escocia, para participar en la formulación de unas directrices dirigidas a una orientación adecuada de la televisión y la industria cinematográfica escocesa. El encuentro reunió a realizadores de cine y televisión, ejecutivos de radiotelevisión y, en el campo cultural, a representantes de las corporaciones estatales, así como a educadores y académicos. Dicho encuentro forma parte de una serie de reuniones destinadas a crear una Carta Escocesa para las Artes con vistas al próximo milenio. Y tiene lugar en un momento en el que el papel de Escocia dentro del Reino Unido es una cuestión política y constitucional importante.
Lo más sorprendente para el observador fue la afirmación de la necesidad de establecer unas prioridades escocesas autónomas en las industrias culturales más importantes. El establecimiento de tales criterios está relacionado no sólo con el deseo general de desarrollar una representación madura de la identidad nacional en Escocia, sino también de reflejar, de una forma más completa, las diferentes culturas que componen el país, un proceso que ya ha empezado en relación con el gaélico. El punto de partida de una autoafirmación de este tipo implica una nueva valoración del peso cultural que Inglaterra ha ejercido durante tres siglos sobre la sociedad civil escocesa. Entre sus formulaciones más importantes, cabe destacar la implicación de una nueva reflexión sobre el lugar que ocupa un pequeño Estado-nación en un continente en transformación.
En Glasgow, el consenso empezó con la reivindicación de la delegación de poderes para Escocia o autonomía respecto del Reino Unido; para muchos de los presentes en aquella reunión, el objetivo iba aún más lejos, reflejando la creciente aspiración a un Estado escocés separado e independiente dentro de Europa.
La Europa en cuestión es, naturalmente, la Comunidad Europea (CE), la cual, en el despertar del final de la guerra fría y de la desintegración del bloque soviético, se ha convertido en el polo de atracción para todos los estados y naciones del continente. La evolución general de Europa en la próxima década influirá profundamente sobre la cuestión de la comunicación regional, en general, y el papel de las pequeñas naciones, en particular (con o sin Estado).
El nacionalismo alcanzará sin duda mayor protagonismo. En la Europa emergente algunas naciones pequeñas ya han empezado a aparecer en escena como Estados. Es el caso de Lituania, Estonia, Letonia, Eslovenia y Croacia, que se han convertido en entidades reconocidas por la nueva geopolítica; mientras tanto, otros candidatos esperan entre bastidores. Este renacimiento de las naciones está sucediendo al mismo tiempo que los doce miembros de la CE mantienen el supranacionalismo, un proceso que ha dado un paso más con motivo de la cumbre de Maastricht, en diciembre de 1991.
Así pues, hay que tomar en consideración que, al tiempo que los Estados reconocidos de la CE anuncian la vocación europea de una unión aún más estrecha, se levantan otras voces. Incluso en aquellos Estados europeos con fronteras más estables como España y el Reino Unido, o aquellos que pertenecen a naciones sin Estado miran al Este y empiezan a preguntarse: ¿por qué nosotros no?.
En este contexto, las aspiraciones de los productores culturales escoceses serán seguramente muy familiares para los que viven en Cataluña, el País Vasco y Galicia. Para nosotros, estamos hablando de sentimientos nacionales para algunos, sentimientos nacionalistas que descubren una nueva forma y aprovechan una oportunidad mientras el viejo orden de cosas empieza a desaparecer. Las olas políticas de choque que vienen del viejo Este donde el nacionalismo se ha convertido en la forma clave de identificación colectiva, están teniendo en la actualidad,sin duda, un impacto en la parte Oeste de Europa, donde los resurgimientos neonacionalistas han formado parte, en todos los casos, de la escena de la posguerra.
Por ello, es importante, para discutir sobre comunicación y regiones en Europa, entender este contexto más amplio y fijarse en cómo está cambiando. En este sentido, es interesante observar que no todas las regiones son iguales: algunas son especialmente diferentes, porque no sólo son regiones, sino que también son naciones. De todas formas, la mayoría de las regiones europeas no tienen este doble carácter, sino que responden más a un carácter administrativo que a un marcado énfasis de autoidentificación cultural única. Por lo tanto, cualquier discusión sobre regionalismo y comunicación en el marco de una Europa en transformación tiene que distinguir entre áreas cuyos límites son convenientes para las actividades de los Estados centrales y aquellas en las que existen aspiraciones de autonomía y de independencia respecto de un Estado central.
Evidentemente, en las regiones políticas dotadas de unas particularidades institucionales, históricas, culturales y lingüísticas con sus combinaciones posibles, la cuestión de la comunicación y su relación con la identidad colectiva se hace especialmente importante. Pero la influencia de cualquier proyecto o política cultural a nivel regional y sus posibilidades de éxito están determinados por los marcos político y económico más amplios en los que están situados. Y he aquí que el Estado-nación sigue siendo un elemento crucial, muy a pesar de la retórica dominante sobre la «europeización».
Naturalmente, Europa está emergiendo como la tercera fuerza político-económica del mundo, y a este respecto se puede suponer que competirá cada vez más con Estados Unidos y Japón. Un campo en el que dicha competición probablemente aumentará es el de la cultura; y un ejemplo de ello es la entrada de los japoneses en Hollywood a finales de los ochenta, que han conseguido reunir el fondo cinematográfico líder en el mundo, situándose como favoritos en la fabricación de tecnología de los medios de comunicación.
Durante un tiempo ha habido una clara percepción de la competencia global en Europa, que no puede ser más que reforzada por las tendencias más recientes. Las aspiraciones de la Comisión Europea y del Consejo de Europa de desarrollar un espacio audiovisual propio mediante proyectos como MEDIA y EUREKA, dan testimonio de ello. Los esfuerzos para determinar las estrategias de las industrias culturales no todos con buenos resultados han surgido de un deseo de defender un espacio industrial y cultural definido como europeo, pero que todavía es un hecho bastante heterogéneo y fragmentado, especialmente en lo referente a los principales grupos lingüísticos.
Junto a estos esfuerzos de política estatal para reformular el panorama de los medios de comunicación europeos encontramos la lógica económica de la concentración, que ha llevado al crecimiento de varios de los principales grupos transnacionales multimedios de Europa. Pero lo más sorprendente, en este punto, hasta ahora, es el fracaso en el intento de desarrollar medios de comunicación paneuropeos de una forma genuina, incluso en el caso de la televisión.
Teniendo en cuenta los cambios habidos en la Europa Central y del Este, habrá incluso más de una oportunidad para la construcción de un espacio cultural europeo. Sería razonable predecir que en los Estados sucesores de la Unión Soviética y en los antiguos Estados comunistas, estas políticas nacionales de comunicación van a tomar una mayor relevancia, paralelamente a la creciente importancia del propio nacionalismo. Pero aún está por ver cómo se articulará todo esto con el europeísmo.
Lo que sigue siendo sorprendente de Europa es la persistente diversidad en los sistemas de medios de comunicación nacionales, ya se trate de prensa, radiotelevisión o cine. Nos referimos tanto al nivel del Estado-nación como al de la región, y es probable que sea una fuente continuada de futura diferenciación.
Artículo extraído del nº 30 de la revista en papel Telos
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