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El caso de las empresas españolas


Por Juan Manuel Eguiagaray Ucelay

En los tiempos que corren, la confianza se ha convertido en un bien especialmente precioso. Una idea blanda, una de las numerosas que informan o presiden las relaciones amistosas y afectivas entre personas, grupos sociales e instituciones, se ha transformado en una pieza crucial, en una idea dura, de las que constituyen el presupuesto básico del funcionamiento de los mercados y del conjunto de las economías.

En los tiempos en que su ausencia no era tan clamorosa como ahora, otros factores, otras carencias, ocupaban la mayor atención en el debate público: los precios, las regulaciones, el papel de los gobiernos o el peso de las orientaciones ideológicas o políticas predominantes en la sociedad. Hasta que tan relevantes asuntos pasan a segundo plano, porque la atención se desplaza casi en exclusiva hacia el más escaso y sensible de los factores indispensables para la acción colectiva de los seres humanos: la confianza.

El valor de la confianza

Reconozcámoslo, hacía tiempo que no era tan explícita la carencia de confianza social o tan clara la responsabilidad de su ausencia en el deterioro económico del mundo. De igual modo que no era tan patente la zozobra generada por esa ausencia ni tan urgente la necesidad de restaurarla a niveles compatibles con la marcha normalizada de los asuntos económicos. La confianza, por si alguien no lo había advertido, es un ingrediente indispensable de la vida social en todas sus facetas. Sin ella no hay sociedad propiamente dicha, sino desnuda lucha por la supervivencia y mucho menos cabe un gobierno democrático, ni tampoco la existencia de mercado; no –en todo caso– de uno que funcione sin serios rozamientos y con una mínima eficiencia.

La crisis financiera y su corolario de recesión generalizada en la economía mundial han puesto de manifiesto, como nunca antes a esta escala, la trascendencia de las instituciones financieras como aglutinantes o cimentadores de las relaciones sociales en un mundo globalizado. Si la savia que conecta las distintas partes del mundo –la que hace interdependientes a los países, a los grupos sociales, a las empresas y a los consumidores del conjunto del planeta– queda infectada por el virus de la desconfianza, las relaciones se detienen, los muros se alzan para defenderse del contagio y una buena parte de la actividad social se paraliza. En ello seguimos, a la espera de que las excepcionales medidas puestas en marcha por los gobiernos del mundo entero sean capaces de aislar el problema, primero; de consolidar al sistema financiero, después, y de reanimar paulatinamente la recuperación de la actividad perdida por el colapso colectivo en la confianza.

El valor de la regulación

Una consecuencia importante del debate sobre lo ocurrido ha sido la reconsideración del papel de los gobiernos en general y de algunas instituciones en particular, en el buen funcionamiento de las relaciones individuales y colectivas. La resurrección de un Keynes nunca del todo enterrado, pero convenientemente oculto en los últimos años, tras la abrumadora hegemonía del pensamiento neoliberal en economía, no ha hecho sino volvernos a confrontar con ideas elementales, a veces olvidadas. La principal es que los incentivos individuales vigentes no son siempre los idóneos para producir como resultado agregado el socialmente deseable. La vieja doctrina de los ‘fallos del mercado’, la existencia de mercados incompletos, de asimetrías u otras imperfecciones en la información, de externalidades, de bienes públicos, hace tiempo que venían justificando con solidez argumental la necesidad de una buena regulación, aunque fuera unida a la indispensable cautela para no ignorar los –en ocasiones clamorosos– ‘fallos del gobierno’ y de la intervención pública. Pero, más allá de la discusión técnica y de oportunidad, el discurso dominante había convertido en victoriosa la ideología que –para simplificar– podríamos llamar ‘de la autorregulación’.

Los agentes privados son capaces –postularán algunos– de integrar en sus comportamientos los argumentos relativos al interés general, de modo que el propio mercado, libremente, depurará las conductas inadecuadas y, por el contrario, recompensará las más acordes con las preferencias sociales. Con la ventaja añadida –añadirá este discurso– de que el resultado será más eficiente que las intervenciones reguladoras en términos de recursos utilizados y también más conforme con las preferencias sociales.

Repetida como un mantra válido para cualquier asunto, momento o circunstancia, lloviera o hiciera frío, las indudables ventajas de la economía de mercado se convertían así en argumento para reducir a mínimos el papel de la regulación y recluir a los gobiernos a sus funciones más básicas, la seguridad, el orden público, la justicia, etc. Con manifiesto olvido (entre otras cosas no menos importantes) de que los mercados –todos ellos y especialmente los más complejos– son instituciones sociales que no surgen espontáneamente ni se reproducen por esporas como los champiñones y cuyo funcionamiento cabal es siempre, sin excepción, el resultado de alguna forma de regulación, consuetudinaria, convencional o legal, surgida y perfeccionada por la experiencia y la adaptación a las cambiantes circunstancias.

RSC y confianza

En el marco de esa reflexión circunstancial, enfatizar la confianza como factor fundador de la responsabilidad social resulta aún más sencillo. La Responsabilidad Social Empresarial no es sólo, ni siquiera predominantemente, una expresión de virtud cívica o social surgida en las empresas sino, de manera primordial, una manera de alinear los intereses sociales y los propiamente empresariales. Como ha expresado con acierto The Economist (17 de enero de 2008), se trata de una forma ilustrada de cuidar el interés propio de las empresas de la que, sin duda, se derivan también importantes beneficios sociales. Pues bien, pocas dudas puede haber sobre la influencia que la confianza social despertada por las empresas sobre sus grupos de interés (stakeholders) desempeña en el alineamiento de los objetivos sociales y los resultados empresariales.

El ‘neoinstitucionalismo’ americano –no ya el de Th. Veblen, sino el de sus continuadores modernos– ha destacado el papel de la confianza en la generación y la facilidad para llevar a cabo transacciones en los mercados ( 1). Al final todas ellas son contratos cuyos beneficios esperados para las partes han de ser asegurados; cuando no lo están de modo suficiente, o los riesgos son excesivos para alguna de ellas, las transacciones no tienen lugar. Pero igualmente, si hay que protegerse frente a comportamientos eventualmente oportunistas y desleales, las partes ven incrementados sus costes de transacción y el volumen de intercambios –de actividad– decae, llegando a hacerse imposible en el límite.

Como es conocido, si los intercambios son frecuentes, es fácil que surjan mecanismos que limiten esos costes, como muestra la Teoría de Juegos. La cooperación se hace mutuamente beneficiosa frente al eventual engaño o el comportamiento oportunista. De modo similar, la existencia de una reputación es un factor positivo de diferenciación en el mercado que tiene un valor económico y, a la vez, es una barrera frente a los comportamientos oportunistas. Pero la reputación hay que preservarla. Naturalmente, hablamos de la confianza pública de clientes, proveedores, inversores, trabajadores, etc. Hablamos, pues, de RSE.

Beneficios sociales de la confianza

Otras perspectivas analíticas también se han hecho eco de la importancia de la confianza en las relaciones sociales. Las reglas estrictamente económicas –las relativas a precios y otras consideraciones mercantiles– no son las únicas que presiden las relaciones interpersonales. A veces son valores no lucrativos o motivaciones no materiales los que las inspiran, como sucede, por ejemplo, en la comunidad familiar o en un grupo de amigos. Algo nada infrecuente, tampoco, en otros ámbitos singulares, desde ciertas actividades deportivas hasta organizaciones sociales, políticas o religiosas, en las que se dan cita evidentes elementos cooperativos.

Las ventajas de adoptar algunos de estos valores son obvias para las empresas, si eso genera mayor fidelidad de los clientes, la lealtad de los trabajadores o simpatías colectivas del público en general. Claro que el paso de un sistema de valores a otro no es posible hacerlo arbitrariamente, y mucho menos jugar con dos órdenes de valores. Con frecuencia no es posible estar a las duras, sin estar, al tiempo, a las maduras.

Así pues, si la generación de confianza puede ser un vector de competitividad para las empresas, del que la sociedad también se beneficie, existen todas las razones para promover su expansión, en apoyo de una economía de mercado eficiente, al tiempo que alineada con las preocupaciones sociales. El juicio específico de las formas diversas que tal promoción adopte –no siempre todo lo plausibles o adecuadas que sería deseable– no puede sustituir al que merece la RSC como ingrediente renovador de la función empresarial en una economía avanzada y como factor distintivo de la idoneidad de su buen gobierno.

Y ¿qué pasa con las empresas españolas?

Entendida la RSC como el conjunto de señales –en forma de actividades y conductas– enviadas por las empresas a sus grupos de interés con el objetivo de generar confianza social, no hay duda de que la profusión de señales –en ocasiones ruidosas, otras veces confusas– ha aumentado en los últimos años. Lo que es más difícil de valorar es si la confianza ciudadana ha mejorado con ello.

El Informe sobre la Responsabilidad Social Corporativa en España 2008 de la Fundación Alternativas ha tratado de aproximarse a ese interrogante mediante la realización de una encuesta, a cuyos resultados me refiero a continuación (ver gráfico ( 1)).

La primera aproximación que ofrece el estudio es que la confianza en las empresas (grandes y pequeñas) no es muy grande, pero tampoco es mucho menor que la que ofrecen los partidos políticos y se halla situada –en un parecido bajo nivel– al de los medios de comunicación social. En este sentido, la confianza social parece ser patrimonio de instituciones como las ONG y organizaciones altruistas o menos ligadas a intereses específicos.

Lo dicho no obsta para que los encuestados reconozcan la mejora experimentada en materia de RSC: el 83 por ciento considera que en los últimos cinco años las empresas actúan de un modo más responsable, aunque con intensidades diferenciales en estas opiniones, dependiendo del colectivo (empresarial o no) al que pertenezcan los encuestados (ver gráfico ( 2)).

También resulta claro que la generación de confianza está muy ligada al sector de actividad de la empresa, bien por su naturaleza o bien por las prácticas llevadas a cabo en cada uno de ellas. Los sectores del agua, alimentación y tecnología se sitúan muy por encima de los demás, a los que habría que añadir el turismo, la hostelería y el ocio entre los que superan el 50 por ciento con valoración positiva (ver gráfico ( 3)). Y, sin generalizar comportamientos ni percepciones, resulta claro que merecen un juicio mucho más severo en cuanto a la atención que prestan al interés general (por contraposición al suyo propio) los sectores del pie de la tabla. No debe ser fácil abrirse camino en ellos, dada la impresión general registrada.

Y, sin embargo, los datos recabados vienen a confirmar el valor económico de la confianza generada, en línea con los estudios internacionales disponibles. La falta de confianza tiende a ser penalizada en los mercados de producto, de trabajo o de capitales (ver gráfico ( 4)).

La diversidad de acciones –señales, las hemos llamado antes– que derivan de las prácticas de RSC no tienen, desde luego, el mismo valor en la generación de confianza. Tanto los expertos del mundo empresarial cono los que provienen de otras áreas ofrecen valoraciones bien diferenciadas sobre lo que importa de verdad o lo que es meramente cosmético o más accesorio.

El mundo de las relaciones laborales y la responsabilidad social acreditada en las relaciones con los propios empleados parece ser la condición sine qua non de una percepción positiva en este terreno (ver gráficos ( 5) y ( 6)). Pero los encuestados parecen tener claro que la comunicación o la creación de imagen mediante asociaciones externas positivas no pueden sustituir a las responsabilidades sustantivas derivadas del ejercicio de la actividad principal.

En suma, la impresión que se obtiene del informe comentado es que la relevancia de la confianza social es reconocida por las empresas y valorada por los ciudadanos. Las compañías españolas han venido haciendo notorios esfuerzos en este campo que, sin embargo, están lejos de ser suficientes para colmar las expectativas sociales. Los sectores económicos son percibidos de modo muy distinto en sus comportamientos y la atención prestada o los medios empleados para aumentar la confianza resultan no sólo insuficientes sino también, en muchos casos, inadecuadamente orientados al logro de los fines pretendidos. Nada tiene de extraño, por todo ello, que no sean ni la comunicación empresarial ni la elaboración de sus informes de RSC los mejores vehículos para ampliar la credibilidad de las empresas cerca de sus grupos de interés.

El impulso de los poderes públicos

Si la RSC es un modo ilustrado de cuidar el interés propio de las empresas, la pregunta que surge es ¿por qué los poderes públicos habrían de dedicar esfuerzos a esta actividad? La respuesta básica es bastante obvia: si el interés social se ve respaldado por las prácticas responsables de las empresas, es razonable incentivar estas actividades para que su producción se ajuste a los deseos sociales. Sobre todo, en tanto en cuanto sigan existiendo obstáculos e imperfecciones varias –sobre todo informativas– que limitan la incorporación de esos objetivos en la función de comportamiento de las empresas. Ahora bien, esa conclusión no equivale a la convalidación de cualquier forma de activismo público como razonable.

De nuevo, entre el señalamiento de obligaciones directas en las empresas y la promoción de una cultura colectiva de RSC, evaluable y controlable, hay todo un abanico de actuaciones posible. Los pasos dados en nuestro país con la aprobación de diversos códigos para el gobierno corporativo empresarial pueden ayudar, sin duda ( 2), al igual que lo pueden hacer otras relevantes propuestas y decisiones surgidas del debate parlamentario, del diálogo y de la participación social ( 3). De similar modo, algunas iniciativas europeas en la materia también han actuado como acicate para un enfoque común entre los países miembros de la UE ( 4).

Sin embargo, lo más importante de la idea de responsabilidad social no es el enfoque normativo. Sin lugar a dudas, hay obligaciones legales que se imponen y son exigibles a las empresas en materia de derechos laborales, de obligaciones medioambientales, de pago de impuestos, de cumplimiento de contratos y de tantas otras cosas. Para poder asegurar su cumplimiento, hemos desarrollado una organización de la justicia y proclamado el imperio de la ley. Pero la responsabilidad social es mucho más que eso, aunque no puede ignorar lo anterior.

Frente a la idea reduccionista de la función de la empresa de Milton Friedman, recogida en el aforismo the business of business is business, la evidencia ha puesto de manifiesto que las empresas de éxito –y sobre todo las que lo han tenido a lo largo de más tiempo–, no se han limitado a crear valor exclusivamente para sus accionistas, sino que han dedicado una notable atención a sus distintos grupos de interés. Vale decir que han alineado sus intereses empresariales con otros más amplios del entorno en el que se mueven y han permanecido en sintonía con las preocupaciones sociales de su tiempo. Este alineamiento no es únicamente una cuestión de cumplimento normativo o de verificación de un sofisticado estándar, integrado por muchos ítems. Viene dado, sobre todo, por la capacidad de generar confianza social, un atributo escaso e inestable –como ahora resulta evidente– pero susceptible de convertirse en factor de diferenciación empresarial, de contribuir a la mejora de los resultados económicos y a la pervivencia a largo plazo de los proyectos empresariales que lo incorporan.

El Informe de RSC (2008) de la Fundación Alternativas confirma esos resultados. Sólo un 19 por ciento de los consultados entiende que las políticas públicas deberían abstenerse de intervenir en cuestiones relacionadas con la promoción de las RSC y, de modo consecuente, la mayoría se manifiesta a favor de que se ofrezcan incentivos a las compañías en los mercados de capitales y de empleo.

Así pues, junto con algunas normas básicas en la materia y con ciertos mecanismos generales de impulso, lo que parece más adecuado para la extensión de la RSC son los mecanismos de estímulo que favorezcan ese alineamiento tantas veces mencionado. Esto es, la extensión de una racionalidad empresarial que no ignore la importancia de la defensa ilustrada (social) del interés propio como factor de supervivencia y de éxito empresarial. Para conseguirlo, la buena información y el escrutinio crítico son requisitos indispensables. Permiten, en primer lugar, evitar que todos los gatos parezcan pardos en la oscuridad. Y además, impiden que el exceso de datos irrelevantes o la simple propaganda interesada consigan cegar la capacidad social para diferenciar a los que son responsables de los que únicamente pretenden parecerlo. Ante la sobreabundancia de información poco estructurada y no siempre fiable, éste es, seguramente, un campo privilegiado para el estímulo y la acción inteligente de los poderes públicos.

Bibliografía

Congreso de los Diputados (2006, 31 de julio). Informe de la Subcomisión Parlamentaria para potenciar y promover la responsabilidad social de las empresas. Madrid: Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados. Serie D, nº 423.

Consejo de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) (2008). Informe Anual de Gobierno Corporativo relativo al ejercicio 2007. Madrid: CNMV.

Fundación Alternativas (2008). Informe 2008. La Responsabilidad Social Corporativa en España. La confianza social en las empresas españolas. Madrid: Fundación Alternativas.

Parlamento Europeo (2006, 20 de diciembre). Informe Howitt, sobre la responsabilidad social de las empresas: una nueva asociación. 2006/2133 (INI). Bruselas: Parlamento Europeo.

Unión Europea (2006, 22 de marzo). Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo y al Comité Económico y Social Europeo para poner en práctica la asociación para el crecimiento y el empleo: hacer de Europa un polo de excelencia de la responsabilidad social de las empresas (2006, 22 de marzo). COM (2006) 136 final. Bruselas.

Artículo extraído del nº 79 de la revista en papel Telos

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