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El fin de las telecos para todos


Por Antonio Cordón

Que si son galgos o si son podencos, que si más competencia o más regulación, que si más legislación ex ante, o más ex post, el caso es que las telecomunicaciones europeas se han atascado en el peor momento; es decir, cuando tocaba invertir en una nueva generación de redes, y todos miramos hacia los reguladores, como si éstos se fueran a sacar un conejo de la chistera y resolver así el embrollo.

Es el peor momento para esta discusión, porque mas allá de quién tenga razón –y la verdad es que cada parte tiene sus razones y sus legítimos intereses–, la cuestión es que Europa se está quedando atrás, en una carrera que es más importante que los intereses y las razones de quienes discuten sobre el modelo de mercado a aplicar, en el tiempo de la Banda Ancha.

Porque lo que está en cuestión, más allá del derecho de cada operador a disponer de una posición ventajosa en este mercado de la Banda Ancha, es el derecho de los ciudadanos y de las empresas europeas a disponer de las herramientas de productividad y de competitividad, necesarias para asegurar su futuro en un mundo crecientemente globalizado.

La hoja de ruta de Lisboa

Y es ese derecho lo que debería primar en esta discusión, porque en medio de esta crisis monumental en la que estamos, no hay ninguna otra salida mejor que la de emprender sin dilación alguna el camino que se marcó en Lisboa hace años, y que pretendía situar a nuestro continente entre las sociedades mas competitivas del mundo. Si los países de la Unión Europea no consiguen incrementar de manera notable sus índices de productividad, nuestra salida de la crisis será lenta y dolorosa. Y esa salida depende en buena manera de nuestra capacidad para integrar las nuevas tecnologías en los procesos de producción de bienes y servicios.

Para llevar adelante los objetivos de la agenda de Lisboa, muchas tareas han de ser llevadas a cabo; por ejemplo, la formación de los ciudadanos (denominada broadband readiness) o la existencia de una oferta de servicios amplia por parte, entre otros, de las propias administraciones públicas.

Pero ni capacitación ni oferta de servicios serán suficientes sin la existencia de unas infraestructuras, fijas y móviles, capaces de transportar cantidades exponencialmente crecientes de información, y accesibles para la mayoría de los ciudadanos.

Esto lo saben en Corea o Japón, países que no han seguido el modelo de liberalización y desregulación emprendido en todo el mundo a partir de mediados de los años ochenta, y que trazaron hace mucho tiempo sus planes de despliegue de las infraestructuras de la Sociedad de la Información primero, de la Sociedad del Conocimiento después y ahora de la Sociedad Inteligente, denominaciones que serían sólo etiquetas si no tuviesen detrás inversiones, tecnología y sobre todo un objetivo nacional y la voluntad de alcanzarlo.

Como resultado, en Japón y en Corea sí hay Banda Ancha, y sus empresas y sus ciudadanos se benefician de ello. De hecho, el 43,6 por ciento de todos los accesos FFTx del mundo están en Asia Pacífico, y el 40,5 por ciento en el Sudeste Asiático.

Esto lo saben también en los Estados Unidos de América, donde después de producir el Big Bang de la desregulación, han consolidado un oligopolio de facto, que permite la existencia de las economías de escala que justifican las inversiones de las infraestructuras de fibra óptica encima de las redes de cable que ya se habían desarrollado en la etapa anterior.

Y en EEUU también hay Banda Ancha: el 6,2 por ciento de los accesos FFTx, y el 55,9 por ciento de los accesos por cable. Pero en la vieja Europa nos hemos quedado atrapados entre una pasión liberalizadora digna de mejor causa y la realidad de unos Estados nacionales que no permiten la consolidación del sector, lo que ha conducido a una regulación basada en la búsqueda de competencia a toda costa, y la realidad de unos mercados reducidos a las fronteras de los países y sus limitaciones.

Cuando esa fórmula se aplicó con acicates a la inversión y con tecnologías comunes que creaban espacios de mercado más allá de lo nacional, como sucedió en el móvil, los resultados fueron buenos, incluso espectaculares. Pero cuando se aplicaron a las antiguas redes de cobre y se primó la competencia sobre cualquier otra cosa, el resultado fue la emergencia de unos operadores minimalistas, incapaces de competir con los antiguos monopolios y de innovar, ni en tecnología ni en servicios.

Dicen los actuales gestores de Bruselas que la competencia genera inversiones. Y eso es verdad cuando los competidores son semejantes, como sucedería en una UE con tres o cuatro grandes operadores, no cuando entre los que –supuestamente– compiten hay un mundo, y cuando se permiten modelos de negocio que sólo están basados en el bajo coste.

La Banda Ancha o el fin de la igualdad de oportunidades

Con todo esto, la realidad es que en Europa, la Banda Ancha es una rareza: Europa Occidental representa tan sólo el 3,4 por ciento de los accesos FFTx, y el 17,5 del cable. Y nos contentamos con liderar el mundo menor del xDSL con un 33,8 por ciento. El efecto de este retraso no es sólo que los ciudadanos de la UE hablemos de los diez megas cuando los demás hablan de los cien, ni que nos estemos quedando atrás en la carrera por disponer de las infraestructuras del futuro. Lo peor es que este retraso está produciendo un efecto perturbador y de gran trascendencia para el futuro de la Unión, que es el del fin de la integración social y territorial, que las telecomunicaciones han estado asegurando durante más de cien años.

En materia de Banda Ancha, la incertidumbre regulatoria y la inactividad inversora consecuente están produciendo un efecto “sálvese quien pueda”, que tendrá consecuencias duraderas.

Los ciudadanos de Estocolmo se cansaron de esperar hace años. También los de Ámsterdam. Muchas ciudades francesas han tomado también la iniciativa y otras ciudades y regiones les seguirán.

Mientras los políticos discuten en Bruselas cuál es el mejor modelo para garantizar que los europeos dispongan de acceso a las herramientas de comunicación del siglo XXI, y mientras las compañías que tendrían que llevar a cabo tal esfuerzo inversor discuten sobre bussines cases y retornos, capital privado y público forman sociedades destinadas a cubrir lo que la iniciativa privada no asegura, y lo hacen no solamente en regiones necesitadas de planes de activación económica, sino en regiones ricas y desarrolladas.

En su libro Viaje al futuro del imperio, el periodista y escritor de libros de viajes Robert Kaplan nos hablaba de las diferencias que se pueden observar entre los distritos centrales de las grandes ciudades norteamericanas, abandonadas a su suerte en materia de todo tipo de infraestructuras, y los nuevos suburbios de la clase media educada, bien abastecidos de autovías de fibra óptica, para que sus habitantes pudiesen participar de las ventajas de la globalización y de las oportunidades de una sociedad abierta.

Cuando leí el libro de Kaplan hace unos años, pensé que en Europa podríamos mantener un sistema diferente en el que primase la integración sobre el sistema del ganador que se lo lleva todo.

Pero la realidad es que parece que la Banda Ancha representa el fin de la igualdad de oportunidades para los europeos, al menos en materia de telecomunicaciones, y mucho más en una situación de créditos restringidos y dificultades para encontrar financiación.

Las discusiones sobre las modificaciones al marco regulatorio de las telecomunicaciones resultan exasperantes, los planes de inversión se retraen y los propósitos de la agenda Lisboa se quedan en bonitas palabras.

Y mientras, los asiáticos con sus procedimientos, que aquí llamaríamos intervencionistas, y los americanos con la potencia de sus mercados, despliegan a toda velocidad los sistemas básicos de una sociedad abierta, en un mundo totalmente intercomunicado.

No creo que podamos extrañarnos de que los ciudadanos de ciudades europeas tradicionalmente abiertas al mundo y a sus influencias hayan decidido que no pueden esperar a que los políticos y los empresarios de las telecomunicaciones se pongan de acuerdo, y han tirado para adelante.

¿Qué pasará en el resto de la UE? ¿Qué pasará en un país como España, en el que parece que los munícipes sólo ven en las telecomunicaciones una fuente de ingresos?

Artículo extraído del nº 78 de la revista en papel Telos

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