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La magia de las redes


Por José de la Peña Aznar

En la primera década del siglo XXI, una de nuestras principales preocupaciones es estar conectados a una red, a Internet. Estar conectados ahora es sinónimo de relaciones, información, transacciones, de estar al día, etc.; mientras que estar desconectados nos relega al otro lado de la brecha digital. Aparentemente, todo el conocimiento puede de un modo u otro ser accesible con la ayuda de los buscadores y del propio criterio de lectura. La Red nos da un gran poder para mantenernos competitivos en el mercado laboral, para disfrutar del ocio y para ganar oportunidades a través de otras redes, las redes sociales.

Las redes de la historia contemporánea

Esto no es nada nuevo; hace 100 años, en la primera década del siglo XX, nuestros bisabuelos también querían permanecer conectados a la nueva red del momento, la que daba acceso a un nuevo mundo de ventajas y adelantos: la nueva red eléctrica. Esa red proporcionaba la energía necesaria para iluminar y para hacer funcionar un nuevo aparato –la radio–, que conectaba a los hogares de la época con el mundo, con los espectáculos, con la música, con las noticias, y todo sin salir del refugio del hogar.

Ésa fue la primera experiencia colectiva de que las barreras del espacio podían romperse por medio de la tecnología. También los pueblos y las ciudades habían peleado unos con otros unos años antes para que por ellos pasara otra gran red, la de ferrocarriles. Tener una estación era tener el potencial de ir a cualquier lugar cubierto por la red, incluso del extranjero; otra cosa es que uno tuviera el valor y el dinero para hacerlo, pero la red llenaba a esos pueblos de unas oportunidades que no tenían los que estaban más alejados de ella, desconectados. Los pueblos conectados a la red prosperaban a expensas de los otros, de los aislados. El valor de la red se plasmaba en esta riqueza sobrevenida.

Lo mismo pasaría años más tarde con la red de carreteras, con la red sanitaria, con la red educativa, etc. Una red dota a sus nodos de una riqueza enorme, de una riqueza potencial, sólo por pertenecer a ella. Es el valor de las oportunidades, que no necesitan siquiera hacerse realidad; el valor es un valor potencial, intangible.

El valor de las redes

Existe una ley teórica aplicable a las redes y que permite establecer matemáticamente su valor, la Ley de Metcalfe, que dice que el valor de una red de comunicaciones con n nodos aumenta proporcionalmente al cuadrado del número de usuarios del sistema (n²). Esta ley se aplica a redes telefónicas y a todo tipo de redes físicas y sociales, a usuarios de sistemas operativos o de aplicaciones, etc. Hay sesudos estudios que la cuestionan y aproximan más su valor a una función del tipo n*log(n).

No es mi interés entrar aquí en estos cálculos, pero lo que viene a mostrar esta ley (enunciada por primera vez por Robert M. Metcalfe, el inventor de Ethernet en la década de 1970) es el rápido aumento del valor de una red debido al aumento de sus nodos. Muchas de las desorbitadas valoraciones de empresas de Internet a finales del siglo XX, en la burbuja de las “puntocom”, se basaban en sus cálculos a partir de esta ley. Hoy, en pleno boom de las nuevas redes, las redes sociales (LinkedIn, Xing, Facebook, Orkut, MySpace, etc.), se vuelve a plantear el tema del valor de una red y de si dicha ley refleja o no este nuevo fenómeno.

Al mismo tiempo existe quien enuncia una ley inversa a la de Metcalfe, bajo la consideración de que la privacidad y la seguridad de una red son inversamente proporcionales al cuadrado de sus miembros. Es una clara alusión a uno de los principales problemas emergentes, la vulnerabilidad de los datos en las redes sociales.

Las propiedades emergentes son otro de los maravillosos resultados de las redes. Existen propiedades que no poseen los miembros individuales pero que sí emergen de la red; por ejemplo, una hormiga es un animal con un comportamiento bastante simple y con reglas muy definidas; sin embargo, un hormiguero posee un comportamiento complejo, muy flexible y fruto de la interacción entre sus miembros. Así, la teoría de la complejidad ha dejado de considerar el mundo en función del análisis de sus componentes individuales y ha pasado a entenderlo en virtud de sus redes y, sobre todo, de las interacciones de sus elementos.

El valor de la interacción

Lo que sí es evidente es que una red es más valiosa cuanto más interconectada está, puesto que permite más interacciones. Un ejemplo es el cerebro humano; el estudio de la fisiología de una neurona da pocas pistas sobre el verdadero potencial de un cerebro, del mismo modo que el estudio de un bloque de piedra nos dice poco sobre una catedral. Lo que verdaderamente nos da idea del valor de un cerebro es saber que en él existen cien mil millones de neuronas y que cada una de ellas puede tener hasta mil conexiones con otras, lo que da un valor de más de cien billones de sinapsis, de potenciales lugares de interacción química eléctrica, para almacenar recuerdos, tener emociones, procesar un pensamiento o una información, etc. Así, el consejo de la psicología actual, dada la plasticidad del cerebro, es estimular a éste con música, juegos, deporte, etc., en las etapas tempranas de la vida para configurarlo muy rico en conexiones, en nuevos caminos y, por tanto, hacerlo más apto para encontrar diferentes alternativas de interconexión, lo que debería configurar un organismo más rico en pensamiento y creatividad.

Internet hoy nos muestra un comportamiento similar. Las interacciones entre sus nodos, entre las personas que lo usan, se han multiplicado y con ellas ha surgido una creatividad fruto de la colaboración y la innovación en grupo, con personas situadas en diferentes lugares físicos del planeta. Grupos de no expertos pueden configurar redes con un potencial de conocimiento comparable al de centros de investigación. Esta idea me trae a la memoria una frase de un libro de Jorge Wagensberg, director del Museo de las Ciencias de Barcelona, a propósito de la colaboración y el diálogo: «Conversar es una buena idea porque, en general, no ignoramos lo mismo».

Así, las tecnologías actuales han multiplicado la conectividad y las interacciones. Antes de Internet, cuando un adolescente se encerraba en su cuarto con su ordenador se estaba aislando del mundo. Hoy cuando lo hace está más conectado con el mundo y es más dialogante que el resto de su familia que está viendo en ese momento la televisión, aunque aparentemente no lo parezca. El nuevo conjunto de tecnologías y servicios de Internet (blogs, wikis, redes sociales, etc.) que se ha venido a denominar con el “técnico” nombre de Web 2.0 como si fuera la fase 2 de algún proyecto, es sobre todo interacción, herramientas que facilitan el diálogo y la colaboración entre iguales.

Kevin Nelly en una charla sobre los 5.000 días de Internet ya pasados y los 5.000 próximos (véase http://www.Ted.com) valoraba las dimensiones de la Red en cifras de este modo: 55 billones (millones de millones) de enlaces entre páginas; 100.000 millones de clics por día; 8 terabytes de tráfico por segundo (media biblioteca del Congreso de los EEUU, 17 millones de libros, pasando por la Red cada segundo); 1.000 millones de chips de PC conectados por Internet; 2 millones de correos electrónicos por segundo y 1 millón de mensajes instantáneos por segundo.

Pensar en términos de red

En términos físicos y meramente comparativos, Nelly consideraba que en el año 2040 la capacidad de la Web superaría la capacidad de procesamiento de la humanidad, de todos los cerebros juntos de los seres humanos vivos. De este modo, la Red se convierte en la mayor y más fiable máquina creada jamás por el hombre en su historia. Una red que ya consume casi el 5 por ciento de la electricidad mundial y cuyo camino tecnológico la conduce a una deslocalización progresiva de los procesadores desde el interior de las máquinas (PC, móviles, automóviles, televisiones, etc.) hacia el exterior, hacia todos los elementos que nos rodean (relojes, puertas, ventanas, camas, farolas, semáforos, etc.), hasta conseguir una “Internet de las cosas interconectadas e interactivas”. Ésta sería la última frontera de las redes, la Internet de las cosas, la nube de procesadores, dentro de la que viviríamos y con la que interaccionaríamos en cada momento, no sólo cuando, como ahora, nos decidimos a conectarnos a Internet.

Tenemos mucho camino tecnológico por recorrer que es difícil de prever. Lo que sí parece cierto es que las redes van a ser el elemento clave de esta evolución. Hay que planificar y pensar en términos de redes y de propiedades emergentes, no sólo de individuos. Las empresas que estén detrás de estas redes, que sean importantes para ellas, serán imprescindibles en el futuro y ésta puede ser una de las claves de la supervivencia. ¡Larga vida a las redes!

Artículo extraído del nº 78 de la revista en papel Telos

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