¡Innovemos!


Por Javier Echeverría

El desarrollo de los sistemas de innovación produce nuevas modalidades de innovación, además de las de carácter tecnológico, lo cual modifica el propio concepto de innovación y dificulta su definición y su medida. En este artículo se propone una definición general y otra específica para la innovación social.

Las últimas décadas han traído consigo grandes cambios tecnológicos que han posibilitado la emergencia de las Sociedades de la Información y el Conocimiento (SIC). La consolidación y difusión mundial de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) es una de las causas principales de esta profunda transformación, cuya relevancia casi nadie discute ya.

La Unión Europea aprobó en 2000 la Agenda de Lisboa, cuyo principal objetivo estribaba en convertir a la UE en líder mundial en las sociedades basadas en el conocimiento. Dicho objetivo no podrá ser alcanzado en 2010, pero el nuevo Plan i2010 no ha renunciado a la estrategia de promover la European Knowledge Society, aunque haya atemperado los ritmos y reestructurado los programas y acciones para ir en esa dirección.

Por su parte, la ONU convocó la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información, en la que participaron los gobiernos de todo el mundo y numerosas organizaciones internacionales, así como representantes del sector TIC y de las sociedades civiles de los cinco continentes. En dicha Cumbre, que tuvo una primera fase en Ginebra (diciembre de 2003) y una segunda en Túnez (noviembre de 2005), se consensuó una Declaración en la que se afirmaba repetidas veces que las TIC ofrecen grandes oportunidades para el desarrollo económico y social en los diversos países, así como para la educación y la cultura.

En los últimos años, dichas tecnologías han generado múltiples innovaciones que, al haber sido bien recibidas en la mayoría de países, particularmente por los jóvenes, han cambiado considerablemente la vida social, el sector productivo, los negocios y la propia Administración.

Un objetivo prioritario

Sobre todo, han cambiado las relaciones entre las personas, tanto físicas como jurídicas, al ser ahora posibles las interacciones a distancia y en red. Las TIC dan soporte a un nuevo espacio social, el mundo digital, en el que se desarrollan las Sociedades de la Información (SI). Internet aglutina esta profunda transformación, pero otras TIC (telefonía móvil, dinero electrónico, televisión digital, tecnologías multimedia, videojuegos, satélites de telecomunicaciones, etc.) también tienen un papel relevante en esta revolución tecnocientífica, que puede considerarse ya consolidada a principios del siglo XXI.

Dicha transformación económica y social está basada en el conocimiento científico y en los desarrollos tecnológicos (I+D), pero fomenta ante todo la innovación. Desde que en la década de 1980 comenzó a hablarse de los sistemas de I+D+i, la i minúscula ha ido cobrando un papel cada vez más relevante, hasta el punto de que, hoy en día, cabe decir que tanto la investigación científica como los avances tecnológicos tienen como objetivo último generar innovaciones que, en función de su aceptación social, tengan éxito en los mercados y aumenten la productividad y competitividad de las empresas en la emergente economía global.

Conforme se han ido desarrollando las SI, las finanzas y los mercados se han globalizado y los flujos de información por Internet y los medios de comunicación han interconectado entre sí a sociedades y personas que hasta entonces habían subsistido y convivido en ámbitos locales, regionales y locales relativamente aislados. Las TIC, al posibilitar los intercambios a distancia y en red, incluidos los procesos de compraventa, ha generado nuevos mercados, así como nuevos sectores de actividad económica y nuevos ámbitos de relación social.

Como resultado de todo este proceso, el conocimiento y la innovación se han convertido en «las nuevas fuentes de riqueza, poder y calidad de vida» (Castells, 2007, p. 20). Las SIC están sujetas a un nuevo imperativo económico y social: ¡Innovemos!

Modelos de referencia

Para innovar hay que poner en valor el conocimiento, y no sólo el científico e ‘ingenieril’. Los personajes clave son los trabajadores del conocimiento (Drucker, 1994), y en particular los expertos en gestión del conocimiento y la innovación. El modelo de Nonaka y Takeuchi (1995), que tanto éxito ha tenido en Toyota y otras empresas, intenta fomentar los flujos de conocimiento en el interior de cada empresa, de modo que el conocimiento tácito que muchos trabajadores poseen (habilidades, destrezas, know-how) implemente el conocimiento codificado que aportan los dirigentes, ingenieros, científicos y profesionales de la gestión. Así surgen las empresas innovadoras, en las que los múltiples conocimientos que tienen los diversos tipos de empleados son compartidos y puestos en valor mediante estrategias de gestión del conocimiento interno a la empresa.

Ulteriormente, se ha propuesto el modelo de la innovación abierta Open Innovation (Chesbourg, 2003 y 2006), en el que los procesos de innovación no se reducen al interior de la empresa, sino que se nutren de diversas fuentes externas, incluidas las empresas competidoras y la transferencia de conocimiento y buenas prácticas de unas regiones o sectores a otros. Aunque más tardíamente, también las administraciones han empezado a aplicar nuevos modelos de gestión del conocimiento en sus actividades, en particular al ir introduciendo las TIC (e-administration), que siguen siendo el principal motor de las innovaciones tecnológicas. Otro tanto cabe decir de la actividad científica, que no sólo ha evolucionado hacia la e-science, en la que diversos recursos computacionales son compartidos por las universidades, laboratorios y centros de investigación, sino que llega a integrarse en sistemas más complejos, como el que propone el modelo de la Triple Hélice, basado en la estrecha colaboración entre académicos, industrias y administraciones públicas (Etzkowicz & Leydesdorff, 2001). También en este caso, la investigación científica que más vale es la que acaba generando innovaciones, en particular si son de ruptura, como sucede en el caso de las ‘nanociencias’ y ‘nanotecnologías’.

«Es preciso que Europa se convierta en una auténtica sociedad basada en el conocimiento y que favorezca la innovación» (Günther Verheugen, Comisario europeo de Empresa e Industria). Este fomento generalizado de la innovación, en los distintos sectores y por diferentes vías, ha ido generando sistemas de innovación (Lundvall, 1992; Nelson, 1993) que pueden ser locales, regionales, nacionales o, en el caso de la UE, supranacionales.

En cualquier caso, la evolución de los sistemas de I+D en los últimos años ha estado marcada por el imperativo de innovar. En octubre de 2008, los Jefes de Gobierno de los Estados que integran la UE aprobarán un ambicioso plan en pro de una Europa innovadora, sobre la base del informe Aho de diciembre de 2006 (Creating an Innovative Europe). La evolución de las SI hacia sociedades basadas en el conocimiento requiere impulsar la cultura de la innovación en todos los sectores sociales, y en particular en los ámbitos de formación y educación.

Cultivar el conocimiento e innovar son los grandes leit motifs de las empresas de vanguardia, así como de las políticas públicas de los países más desarrollados. Finlandia, Suecia y otros países nórdicos lideran en el continente europeo esta main stream en pro de la innovación y el conocimiento, pero otros países están promoviendo importantes iniciativas al respecto. La reciente creación en España del Ministerio de Ciencia e Innovación va en este sentido, al igual que la creación en 2007 de la Agencia Vasca de Innovación (Innobasque), por mencionar un ejemplo autonómico.

Hacia una definición

Sin embargo, no es fácil definir qué es la innovación, y mucho menos medirla. La OCDE y el Eurostat publicaron en 1992 la primera edición del Manual de Oslo, que se ha convertido en el principal estándar internacional para los estudios de innovación, al haber propuesto un primer sistema de indicadores de innovación, orientado al sector empresarial. Conforme los sistemas locales, regionales y nacionales de innovación han ido creciendo, se ha comprobado que la innovación tecnológica, que para Schumpeter y para el primer Manual de Oslo era la principal fuente del crecimiento económico, no es la única modalidad relevante de innovación.

Pronto se advirtió que aquella primera caracterización, que funcionó bien para comparar la capacidad innovadora de las empresas manufactureras, dejaba fuera de su marco conceptual muchos procesos de innovación, en particular en el sector servicios. La segunda edición (1997) corrigió esa deficiencia, pero siguió sin dar cobertura a otros procesos de innovación. En la tercera edición (2005), el Manual de Oslo distingue cuatro tipos de innovación: de productos (bienes y servicios), de procesos, de organización y de mercadotecnia. Comienzan a publicarse estudios de casos sobre procesos de innovación organizativa y de comercialización, pero todavía falta bastante para que dispongamos de un sistema de indicadores que permita comparar en términos cuantitativos esas otras iniciativas innovadoras. Por tanto, los procesos de innovación son mucho más variados de lo que pensaron Schumpeter y sus seguidores, y no se reducen a la innovación tecnológica. Dicho de otra manera: a medida que se han ido desarrollando los sistemas de I+D+i, el propio concepto de innovación ha ido cambiando, ampliándose considerablemente.

Conforme la economía se ha ido orientando hacia la innovación como objetivo, han surgido diversos tipos de innovación (Faberbeg, Mowery & Nelson, 2005). Antes nos referimos al modelo de la innovación abierta, actualmente muy en boga, pero también podría mencionarse la innovación distribuida (von Hippel, 2005), en la que las innovaciones no sólo surgen de los departamentos de I+D de las empresas o de los fabricantes y productores, sino que tienen diversas fuentes, incluyendo el sector servicios, la Administración y la propia sociedad civil. Parece plausible presentar modelos pluralistas de innovación (Echeverría, 2006), en los que se distinguen diferentes tipos, escalas y fuentes de innovación.

No sólo es cuestión de tecnología

La Young Foundation británica propuso en 2007 (en su informe Social Innovation) una definición muy general de innovación que puede resultar de interés, precisamente por su generalidad. Para Mulgan y sus colaboradores, las innovaciones son «ideas nuevas que funcionan» (new ideas that work), definición que ha sido adoptada casi literalmente por el Gobierno británico en su reciente informe Nation Innovation (DIUS, marzo 2008). Según dicho Libro Blanco (p. 12), la innovación es la «explotación exitosa de nuevas ideas que funcionan».

Dichas propuestas innovadoras pueden referirse a los más diversos sectores y ámbitos, no sólo a los tecnológicos, y ni siquiera sólo a las empresas. Por ejemplo, puede haber innovaciones relevantes relacionadas con el urbanismo, con las industrias culturales o con la asistencia social. Los sistemas de indicadores del Manual de Oslo no son adecuados para estudiar, y en su caso medir, esos procesos innovadores. Por eso la también británica NESTA habla de una innovación oculta (hidden innovation).

Cabe decir que las definiciones y los indicadores del Manual de Oslo, precisamente por su origen exclusivamente tecnológico y empresarial, sólo llegan a la punta del iceberg. La cultura de la innovación puede ser promovida y dar resultados valiosos en muchos ámbitos sociales, no sólo entre las empresas, ni mucho menos sólo entre las empresas de I+D. Existen varios sectores en los que, sin ser propiamente tecnológicos (aunque utilicen las TIC), los procesos de innovación pueden ser fomentados e impulsados. Las tesis de Von Hippel a favor de la innovación distribuida van en la misma dirección. En suma, cabe hablar de sistemas expandidos de innovación, en los que no se sólo se apoyan los procesos de innovación tecnológica, sino también otras modalidades de innovación.

Estas consideraciones nos llevan a proponer una nueva definición de innovación, que pensamos puede mejorar en algún aspecto la de la Fundación Young. Al cabo, también puede haber innovaciones conceptuales que sean útiles, en la medida en que proporcionen marcos de comprensión más amplios y más flexibles. Conviene disponer de una definición mínimamente operativa, sobre todo a la hora de definir estrategias empresariales y políticas públicas. El propio Manual de Oslo, antes de introducir sus sistemas de indicadores, precisaba el marco conceptual en el que dichos indicadores eran propuestos y aportaba una definición bastante precisa de la innovación que iba a ser objeto de estudio y análisis en dicho Manual.

A nuestro entender, la propuesta británica puede ser útil, porque permite distinguir los diversos tipos de innovación en función de los objetivos y valores de lo agentes que promueven los procesos de innovación. Sin embargo, es mejorable en algún punto. Por eso proponemos la siguiente definición de innovación: «Desarrollo y explotación de ideas nuevas que satisfacen objetivos valiosos».

La aceptación social como medida del éxito

Dicha definición comporta la delimitación previa de una serie de objetivos de las actividades innovadoras y, por ende, la existencia de agentes intencionales que promueven la innovación en base a esos objetivos y en el ámbito que sea, allí donde actúen. Además, pone en relación los procesos de innovación con los distintos sistemas de valores que cada agente, institución, organización o grupo social considera relevantes. Si dichos agentes son empresas u organizaciones que pretenden obtener beneficios económicos gracias a sus actividades de innovación, estaríamos en el modelo inicial de Oslo, midiéndose el éxito o el fracaso en los mercados.

Pero puede haber otros agentes sociales (culturales, políticos, etc.) que también hagan propuestas innovadoras en sus respectivos ámbitos de acción, midiéndose el éxito o el fracaso, por ejemplo, en base al grado de aceptación social (cultural, política, etc.) que obtengan. En casos así, estaríamos ante innovaciones sociales, culturales o políticas, y también podría haber innovaciones en el ámbito jurídico o en el artístico, por mencionar otros dos sectores en los que las innovaciones, sin estar orientadas en principio a la obtención de beneficios económicos, sí logran satisfacer determinados valores en mayor grado que las propuestas precedentes.

De esta manera, pretendemos corregir el sesgo tecnológico y economicista que han tenido los estudios de innovación desde su origen y, por otra parte, tratamos de expandir los estudios y los propios sistemas de innovación, al sugerir que la cultura innovadora es plural, no sólo tecnológica o empresarial.

Conviene señalar asimismo que, a diferencia del informe británico, unos estudios de innovación basados en esta propuesta no sólo tendrían en cuenta las iniciativas exitosas, sino también las que fracasan y son abandonadas, algo muy frecuente en el campo de la innovación. Los estudios de innovación deben interesarse por las dos caras de la moneda, puesto que determinar por qué un proceso innovador no ha acabado teniendo el éxito esperado puede ser vital para orientar ulteriores estrategias y políticas de fomento de la innovación. La cultura de la innovación no sólo incluye éxitos, sino también fracasos.

Modelo de innovación distribuida

Otra característica, y acaso ventaja de nuestra propuesta, consiste en que puede aplicarse a diversas escalas, es decir, puede resultar útil para analizar los procesos de innovación en microcosmos, ‘mesocosmos’ o macrocosmos. Ello permite recoger la distinción clásica entre sistemas de innovación local, regional, nacional y supranacional, pero también investigar las actividades innovadoras a nivel mucho más micro, de grupo, o incluso de individuo. Detectar las personas y grupos innovadores y creativos puede ser muy importante para los sistemas de innovación, del mismo modo que detectar la excelencia es algo básico en los sistemas de investigación científica o en las actividades artísticas (creatividad, originalidad). Al depender nuestra definición de los objetivos y de los valores, las actividades innovadoras pueden ser estudiadas independientemente del tamaño del agente que las promueva. La cultura de la innovación incluye muchas pequeñas innovaciones, no sólo innovaciones de ruptura.

Por último, nuestra propuesta puede ser implementada fácilmente mediante el modelo de innovación distribuida (Democratizing Innovation) de Eric von Hippel (2005), quien siempre ha insistido en que las innovaciones no sólo las hacen los productores o fabricantes, sino también los suministradores, distribuidores y usuarios, entre otros agentes de la cadena funcional de valor.

En suma, un marco conceptual y una definición que pueda ser útil para estudiar la innovación expandida a la que nos estamos refiriendo, ha de tener en cuenta, como mínimo, los diversos agentes, tipos, fuentes y escalas de la innovación.

Innovación social

Ejemplifiquemos las propuestas anteriores en el caso de la innovación social, que constituye una de las modalidades emergentes de innovación que más pueden favorecer la cultura de la innovación en un país, región o ciudad. La razón de ello consiste, como dijimos al principio, en que cualquier tipo de innovación ha de tener un cierto grado de aceptación para llegar a serlo, sea a través de los mercados o por otras vías. En el caso de las innovaciones sociales exitosas, el hecho de haber pasado el filtro de la aceptación social, sea a nivel macro o micro, facilita la posibilidad de que dicha innovación evolucione y adopte otros formatos, incluido el económico y empresarial.

Las encuestas de usuarios, de actitudes y de percepción social de la ciencia y la tecnología, por ejemplo, confirman este hecho, al indicar tendencias en la demanda. Poner en valor económico y tecnológico una demanda social corroborada es mucho más fácil que incentivar esa demanda con procedimientos de mercadotecnia, siendo ésta otra de las modalidades de innovación.

En su estudio al respecto, la Young Foundation británica define la innovación social de la manera siguiente: «Son las actividades y servicios que surgen para satisfacer alguna necesidad social y que son predominantemente desarrolladas y difundidas por organizaciones cuyos objetivos son prioritariamente sociales» (Young Foundation, 2007, p. 8).

Como puede verse, lo determinante para caracterizar una innovación como ‘social’ es el agente (organización) que la genera, así como los objetivos que pretende lograr al promover dicha iniciativa. Por nuestra parte, definiríamos de manera similar las innovaciones culturales, políticas, jurídicas o artísticas, modificando quizá el término ‘necesidad’, que es muy estricto, y sustituyéndolo por ‘preferencia’, ‘demanda’ o ‘problema’. Resultaría entonces que las innovaciones (sociales o de otro tipo) serían nuevas actividades y servicios que surgen para satisfacer las demandas o problemas (sociales o de otro tipo), y que son predominantemente desarrolladas por agentes cuyos objetivos son prioritariamente sociales. Esta nueva definición, que precisa la dada anteriormente, podría valer para otro tipo de demandas y problemas, incluidas las innovaciones científicas, tecnológicas (en sentido estrictamente ‘ingenieril’), militares, ecológicas y hasta morales y religiosas, aunque aquí no vayamos a entrar en estas cuestiones. Lo importante es que, al ser el tipo de agente quien caracteriza la innovación propuesta, hay diferentes modalidades de innovación, y no todas ellas son reducibles a innovaciones tecnológicas o empresariales.

Ello no impide –sino todo lo contrario– que las innovaciones sociales puedan acabar generando innovaciones tecnológicas, o incluso empresas o servicios innovadores. De hecho, en los numerosos ejemplos de innovación social que la Young Foundation aporta (Open University, Amnistía Internacional, Greenpeace, diversos sistemas de atención y ayuda sanitaria surgidos de la propia sociedad civil, el software libre, etc.), resulta muy frecuente que las innovaciones sociales evolucionen hacia otras modalidades de innovación; pero, en su origen, los objetivos y valores que impulsan dichas actividades son de índole predominantemente social, al igual que los grupos, organizaciones y movimientos sociales que las promueven.

A partir de dicha definición, la Young Foundation ha orientado sus investigaciones y estudios a ‘mesocosmos’ y macrocosmos, centrándose en las organizaciones. Aunque reconocen que también los individuos, los grupos y los movimientos sociales pueden ser agentes de innovación social, su interés primordial se orientó hacia aquellas innovaciones que fueran replicables, es decir, transferibles. Por ese motivo, sus estudios se han centrado en las innovaciones sociales promovidas por organizaciones, aunque también aceptan que las Administraciones, e incluso algunas empresas, pueden ser agentes de innovación social.

Siendo interesantes estos planteamientos, no habría que olvidar lo que podríamos denominar ‘micro-innovaciones sociales’, por ser básicas para analizar el interés de una sociedad por la innovación y, por ende, la impregnación de la cultura de la innovación. Por tanto, la definición propuesta por la Young Foundation y tal y como la hemos modificado, puede ser válida para analizar procesos de innovación muy distintos. Eso sí, sería preferible no circunscribir las agencias innovadoras a las organizaciones y analizar también otro tipo de agentes socialmente innovadores, que a veces pueden ser de muy pequeño tamaño.

La difícil tarea de medir

Si aceptamos estas dos definiciones, la general y la específica (centrada en agentes), aunque sólo sea a título heurístico, el siguiente paso a dar consiste en introducir algún sistema de indicadores para medir la innovación social. Puesto que es posible investigar empíricamente las actitudes, las preferencias y los problemas que una sociedad considera relevantes, en principio no parece irresoluble la cuestión de habilitar estándares para medir el grado de aceptación de las innovaciones sociales propuestas. De hecho, algunas de ellas encuentran rápidamente un apoyo considerable, aunque también puedan suscitar oposición.

Tanto cabe decir en el caso de otro tipo de innovaciones. Una innovación científica revela su nivel de aceptación mediante la opinión de los expertos en la materia, por ejemplo en forma de citas (ISI Thomson). No hace falta un mercado para poder medir el grado de aceptación de una propuesta innovadora en cualquier disciplina científica, y todo ello sin perjuicio de que la actividad investigadora también genere mercados competitivos.

En cuanto a las innovaciones políticas, también tienen sus procedimientos para evaluar el mayor o menor grado de aceptación. Valgan las encuestas de opinión y las propias elecciones como sistema de medición de las preferencias. Las reformas jurídicas disponen también de sistemas de evaluación que llegan a cuantificarse; por ejemplo, los Parlamentos. Y en el caso de algunas propuestas culturales (o artísticas) también resulta viable cuantificar dicho grado de aceptación, sea en función de los niveles de audiencia o asistencia, sea en función de los expertos cualificados en la materia (críticos, comisarios, expertos).

Podemos concluir que las definiciones anteriormente mencionadas pueden ser implementadas, al menos en principio, mediante procedimientos operativos que permitan ordenar las preferencias de los destinatarios de las innovaciones, e incluso cuantificarlas. Ampliar el Manual de Oslo a otras modalidades de innovación es una tarea difícil y compleja, dada la gran variedad de procesos de innovación, pero en principio posible.

Todo ello nos permite afirmar, aunque sea a título provisional, que es factible expandir el concepto de innovación, definirlo con bastante precisión e implementarlo mediante diversos procedimientos de evaluación del mayor o menor éxito de las propuestas innovadoras. Queda mucho trabajo por hacer, pero los estudios de innovación pueden adaptarse al rápido ritmo de cambio del concepto mismo de innovación.

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Artículo extraído del nº 77 de la revista en papel Telos

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