¿Explota la información?


Por Aníbal R. Figueiras Vidal

Investigadores de la prestigiosa Universidad de California en Berkeley se afanan en medir la cantidad de nueva información que queda registrada –grabada en algún soporte físico– anualmente en el mundo. El pasado año fue de cientos de exabytes (un exabyte [EB] equivale a 10^18, o trillones de bytes), con un ritmo de crecimiento de un orden de magnitud cada doce meses. Cifras que dicen poco, puesto que los humanos tenemos dificultad para interpretar los órdenes de magnitud.

El concepto de información

Soportaré la tentación de recurrir ahora a equivalencias explicativas para dirigirme al asunto que quiero tratar; muchos consideran que tanto esta situación como su modo de evolucionar son el anticipo de una cercana catástrofe, y se habla de explosión de la información e incluso de “intoxicación”. ¿Debemos preocuparnos? En mi opinión, sí y no. No soy contradictorio: el término información, como muchos otros, es polisémico, y su sentido depende hasta del ambiente en el que se emplee. Empezaré aclarando cómo lo voy a hacer yo.

La presencia del lexema “forma” en la palabra revela que es posible considerar que información es “lo perceptible por los sentidos”; actualizándolo, “lo perceptible mediante los sistemas sensoriales”, es decir, incorporando el cerebro a la percepción (recuerden los caminos abiertos por George Berkeley –¿casualidad?–… Recuerden, mejor aún, la Gestalt). Partiendo de ello, encaja inmediatamente la posibilidad de que la información se transforme en conocimiento –mediante aprehensión y asimilación, como quería Jean Piaget–: información interiorizada –sin excluir las emociones–, sobre un soporte neural y no “exterior”. Obvia, pues, la figura literaria que asimila conocimiento a información “selecta”, porque me resulta insufrible aceptar que “noscere” tenga que ver inexorablemente con cuestiones de calidad. Y paso a resaltar que, de lo anterior, emerge naturalmente la segunda acepción que aquí me interesa: información es lo que puede aumentar el (nivel de) conocimiento; de quien la percibe, claro.

Como quiera que es el conocimiento –cuya elaboración puede generar nuevo conocimiento, incluso el nuevo y valioso que decimos proveniente de un acto creativo– lo que nos sirve fundamentalmente para establecer cómo tomamos las decisiones –proceso en el que, desde luego, se integran las emociones, así como directamente la información propia de cada caso–, que una fácil introspección permite que cualquiera verifique que él mismo es una “máquina de tomar decisiones”, y que resulta obvio que nuestro futuro depende, en una parte no despreciable, de esas decisiones –propias y ajenas–, merece que reflexionemos sobre lo que se refiere a la información: su evolución, su disponibilidad y su manejo. En realidad nunca se dio al olvido, pero en estos momentos las posibilidades técnicas para almacenar, manejar y transmitir información son tales que no puede extrañar que sea un tópico la mención de la “Sociedad de la Información”, que yo prefiero completar con “y del Conocimiento”, porque no me gusta separar lo que se distingue (en principio) por su soporte, pese a que, según sea éste, implique beneficios potenciales o de valor muy distintos. Evidentemente, el progreso sólo puede producirse por mejoras en el conocimiento.

Hacia la recuperación selectiva de la información

Preguntémonos otra vez: ¿Es excesiva la cantidad de nueva información registrada cada año? No hay una única contestación.

No parece que haya desbordamiento en la capacidad de los medios de que disponemos. Pero… ¿podemos los humanos vernos desbordados? Sí; la “trampa” en lo que antecede ya fue denunciada por Claude Shannon hace 50 años, poco después de proponer la medida (probabilística) de la cantidad de información: esa cantidad es un problema para la ingeniería, pero la comunicación –en el sentido de “poner en común” información– no es sólo un problema de transporte.

Ahora sí, es oportuno elucidar de qué órdenes de magnitud se habla. Impresiona pensar que tan sólo unas docenas de petabits por segundo equivalen a tantas señales de televisión de buena calidad como habitantes hay en la tierra. Cada uno de ellos tendría que escribir millones de páginas al año para cubrir su cuota de nueva información registrada; pero, en diametral oposición, sólo necesitaría grabar unas pocas horas de vídeo doméstico.

Pues bien; en esos contrastes está la clave. No es lo mismo el número de símbolos que la cantidad probabilística de información presente en ellos. Millones de páginas de cada uno de los miles de millones de individuos no es una versión real de La biblioteca de Babel, porque la escritura no es combinatoria; ni lo es el mundo, como Jorge Luis Borges sabía cuando demostró que, en caso contrario, sería una pesadilla ( 1). Además, para cada persona –u organización, si quiere el lector– la relevancia subjetiva de cada fragmento de información es lo importante, y éste suele ser un juez aceptable.

La imposibilidad física de buscar y seleccionar lo (más) relevante es otro asunto. Por eso la naturaleza nos ha dotado de “racionalidad limitada”, como postuló Herbert Simon y desarrolla hoy tan acertadamente Gerz Gigerenzer. Pero se puede recurrir a herramientas también para ayudarnos a ello –ya no cultivamos con las manos, ya no tenemos que viajar a pie–. Si bien lo que hoy denominamos buscadores –acertadamente: no son (buenos) “encontradores”, parafraseando a Pablo Picasso– son todavía útiles rudimentarios, la aparición de versiones mejoradas y personalizadas no se hará esperar … si se persigue; ni tampoco la de ingenios para la buena difusión selectiva de la información. ¡Ay de quienes no se incluyan; se precipitarán en las tinieblas de la auténtica brecha digital!

No obstante, es el sentido común aquél que nos evita prestar atención al movimiento de cada partícula que percibimos y, de ese modo, nos permite escapar a la locura de una información cuantitativamente insoportable; también es el que nos salvará, si lo aplicamos. Si se quiere (llamándolo, por seguir la moda, “buenas prácticas”) es igualmente la forma que toma cuando, a falta de experiencia propia, tenemos en cuenta la de otros, que es lo recomendable para surcar los océanos de bits que nos esperan.

De aplicar el sentido común y desarrollar y emplear herramientas apropiadas para satisfacer nuestras necesidades y anhelos hemos de preocuparnos; de laberintos de celdas hexagonales repletas de libros ilegibles, no; sólo permitir que de ellos goce nuestra imaginación.

Artículo extraído del nº 76 de la revista en papel Telos

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Aníbal R. Figueiras Vidal

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