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Las deudas pendientes con la Escuela de Frankfurt


Por Roberto Follari

La Escuela de Frankfurt ha sido denostada en los estudios sobre comunicación, debido a una radical incomprensión de su intrínseca dimensión normativo-crítica respecto al capitalismo, a la vez que a la pretensión de reducir el alcance de esa teoría a una exclusiva concepción acerca de los medios masivos.

Ya lo sabemos bien: la escuela de Frankfurt tiene mala prensa en la teoría de la comunicación latinoamericana. El fácil mote de “apocalípticos”, en su brutal simplicidad, pretende dar cuenta rápidamente del legado de una de las líneas de pensamiento que más se abrió, desde la tercera década del siglo XX, a la comprensión del horizonte de visibilidad que se constituía hacia el futuro.

De tal modo que los malentendidos abundan, como sucede al creer que se ha dicho todo de la Escuela de Frankfurt cuando se ha aludido a la cuestión de la industria cultural, como si la Teoría crítica se limitara a proponer una noción descriptiva de la cultura, cuando no “de la comunicación”. En tales casos, no sólo se desconoce la amplitud temática de lo trabajado por Adorno, Marcuse y Horkheimer como principales miembros del grupo, sino que además se deja de lado la dimensión intrínsecamente normativa que los autores alemanes planteaban para su teoría, la cual, en cuanto es abandonada no permite evaluar el sentido de sus enunciados.

Bien se sabe que ninguna ideología es más efectiva que la que no se presenta como tal, aquella que pretende responder a la callada voz de lo real mismo; nuestros autores asumen, en cambio, la dimensión axiológica presente en su propia posición, pues de lo que se trata en una teoría crítica es de desenmascarar las posiciones ideológicas en pro de lo dominante. Hay, por ello, que proponer explícitamente la cuestión de la ideología, una sana costumbre epistémica que muchas escrituras en boga entre los autores latinoamericanos han dejado de sostener, con lo cual se ahorran la complicada tarea de dar cuenta de los efectos sociopolíticos de su propia textualidad.

Un Walter Benjamin reinventado

Encontramos otros equívocos altamente difundidos, como aquel lugar común de los “estudios culturales” por el cual Benjamin habría sido un adversario declarado y total de Theodor W. Adorno, a la vez que un abierto partidario de la cultura de masas; incluso (vaya a saberse cómo) afín a la “actual cultura de masas”, mediática y virtual, por cierto muy lejana en el tiempo de la que le tocó experimentar a Benjamin.

Quien haya leído al autor alemán no dejará de reconocer su pasmoso conocimiento de la literatura universal, y no exclusivamente la de su época; y la filigrana con la cual son tratados por él todos los textos eruditos, diseccionados cuidadosamente con el escalpelo de un conocimiento a la vez minucioso y agudo. El reconocimiento de Benjamin hacia la “cultura culta” o “cultura de élites” no requiere –por ello– ser explicitado, pues aparece de facto en su producción; es ésta misma un proceso inherente a ese tipo de cultura.

El planteamiento sobre la “reproductibilidad” técnica de la obra de arte no puede ser analizado fuera de esta dimensión, esta atmósfera en la cual se ubican los textos del hombre que se suicidara en los Pirineos. No es ése un trabajo ajeno al conjunto de su obra, ni al estilo que predomina en ésta, exquisito y fragmentario. Estilo que mucho debe a las iluminaciones surgidas de la lectura de la teología hebrea y a la amistad con Schölem; iluminaciones de lo sublime, de lo irrepresentable, de la hendidura material de la eternidad como intensidad relampagueante que se apodera del tiempo y lo devuelve a una especie de suspensión del devenir.

A partir de esta clase de posiciones de Benjamin, ¿puede alguien creer que se tratara de un defensor de la televisión “realmente existente”? ¿Qué tiene que ver el universo mercantil que se despliega en la pantalla hogareña con la apelación teológica y la suspensión del tiempo? ¿Qué continuidad puede haber entre los programas cotidianos de cotilleos y la ruptura de la conciencia que lleva a la práctica revolucionaria?

La idea del arte

Es cierto que Adorno y su amigo Walter Benjamin –mayor que él– no pensaban igual sobre estos temas. Pero la suya era una oposición dentro de una concepción en buena medida compartida, no una oposición en condiciones de mutua exterioridad como se la ha querido presentar. Benjamin fue un maestro para Adorno, lo que bien se nota en algunos de los momentos de expresión sentenciosa y flamígera de parte del segundo (Adorno, 1987). Ambos compartieron la idea de que el arte constituye una vía de crítica social inmanente, a la vez que una experiencia de traslape del tiempo. Por ello, el arte se construye para ambos como una experiencia de salida fuera de lo dado y de lo habitual, un extrañamiento frente a la inmediatez que muestra a ésta –en la fase del capitalismo avanzado– como decadente y productora de infelicidad.

En este aspecto, como en otros, ambos autores estuvieron de acuerdo dentro del vínculo conflictivo pero cercano que sostuvieron (Jay, M., 1985). La diferencia radicaba, por ello, no tanto en qué tipo de arte sirve, como en qué llegada a la gran masa puede tener. Para Adorno, la pérdida del aura propia del arte clásico de autor llevaría a que la “sacralidad” de ese arte desapareciera, y con ella sus condiciones de ruptura con la habitualidad y lo “convencional-dado”. Para Benjamin, en cambio, allí radicaba la posibilidad de que los grandes grupos sociales excluidos de la historia pudieran acceder a un sentido diferente de ésta y, así, romper sus cadenas ideológicas de atadura al enemigo de clase. Ésa era su idea manifiesta de “politizar lo estético”, en contra de la “estetización” nazi de la política.

De modo que los partidarios posmodernos de la “estatización” generalizada de la existencia (notorios rechazadores de la política en su versión articulatoria del “todo” social) van en franca oposición con la letra misma de Benjamin, aunque pretendan a menudo refugiarse en su legado. Ello, además de que la idea de reproductibilidad técnica se asocia a las posibilidades de que lo sublime y lo rupturista llegue a todos, no puede ser leído en el curioso sentido inverso, según el cual todo lo que los sectores subordinados asuman es bueno de por sí. Se trataba de hacer llegar la cultura letrada a la de masas, atendiendo por supuesto para ello a las condiciones de esta última; pero no como hacen los estudios culturales, al “fetichizar” la cultura de masas efectivamente vigente para elevar sus dosis de alienación a la categoría de jurado universal, de modo que cualquier contenido de la cultura de masas debiera ser juzgado como necesariamente valioso.

De modo que, según la lamentable pero impuesta jerga acuñada por los “integrados” ideológicos al sistema capitalista actual, Benjamin fue también un “apocalíptico”. Su pertenencia a la Escuela de Frankfurt y a la tradición de ésta no puede ser puesta en duda, aunque muchos alumnos de carreras de comunicación simplemente la ignoren. De modo que si se apostrofa al conjunto de dicha escuela con los motes repetidos de “elitista”, “aristocrática”, etc., deberá asumirse que ello le cabe también a Benjamin. Porque si bien es cierto que este último fue “un excéntrico”, también lo es que lo fue “dentro de la Escuela”, y no siendo ajeno a ella.

No es que sea falso, a la vez, que haya un deje aristocrático en la noción cultural de Adorno y –en cierta medida- en la de Benjamin mismo. Pero en cada caso cabe analizar el sentido que dicho “aristocratismo” tuvo en el conjunto de la concepción del autor. Mientras exista una tensión entre el mundo existente y el deseable, se mantiene la base axiológica para la crítica y el rechazo de lo existente. Cuando, en cambio, se ha tirado la toalla y aceptado el capitalismo tal cual es como si fuera un destino –sin advertir ni asumir su necesaria historicidad ni los conflictos en la constitución de su continuidad–, resulta fácil apostrofar a cualquiera que haga una toma crítica de distancia respecto de lo dado.

No cuesta así ser populista y asumir la demagogia por la cual cualquier expresión proveniente de los sectores populares se presenta como admisible y con una tendencia “democratizadora”. Si ya no hay criterios exteriores a lo “real-dado” para tomar distancia y calibrarlo, todo lo que venga será aceptable sólo por el hecho de su existencia fáctica. Quienes se ponen en tales posiciones, por cierto muy encumbradas en la teoría de la comunicación latinoamericana, pueden reprochar sin problemas al “elitismo” frankfurtiano, pues han renunciado hace largo rato a los ideales de una sociedad mejor, que son los que llevaron a los autores alemanes a sostener su defensa de la “cultura culta”.

Contra la “descomplejización” del elitismo frankfurtiano

Es de señalar que algunos de los que nos hemos formado en el legado teórico-político gramsciano no coincidimos con los autores de Frankfurt en su rechazo unilateral de la cultura de los sectores populares; pero no podríamos asumir, ni mucho menos, el polo contrario de aceptación lisa y llana de lo existente. En el primer caso, los autores de la Escuela privan a su conciencia crítica de la relación necesaria con la vivencia cotidiana de los sectores populares, lo cual los mantiene exteriores al sistema pero también a las posibilidades de su modificación. Pero qué decir de los neopopulistas de mercado y aceptadores entusiastas de la televisión, que confunden lo masivo con lo popular, y han perdido todo horizonte crítico desde el cual establecer los criterios de su mutua distinción. En su caso, ya no se trata de una teoría que no encuentra su práctica de oposición al sistema. En cambio, hay la simple integración a éste y la renuncia a la comprensión política como base de una posible acción social transformadora.

De cualquier modo, los autores de “estudios culturales”, tan leídos en la teoría de la comunicación latinoamericana deben a la Escuela de Frankfurt mucho más de lo que son capaces de admitir. La importancia del análisis de la cultura en la sociedad capitalista avanzada es un punto que estos autores advirtieron con anterioridad a Williams, Hall y otros fundadores de la problemática. Pero a la vez, su decisiva diferencia con estos últimos autores que trataron las modalidades de las culturas populares, es que los frankfurtianos se centraron en el lugar de la cultura dentro de los mecanismos globales de reproducción del sistema capitalista y advirtieron en qué medida estos últimos se hacían cada vez más deudores del peso ganado por la cultura en la constitución económica e ideológica de conjunto.

Es decir: cincuenta años antes de que algunos latinoamericanistas encontraran en la cultura un lugar decisivo de desciframiento de lo social, ellos ya lo habían hecho. Proféticamente, aunque con las armas seculares del concepto y la teoría. Sólo que –a diferencia de lo que hoy sucede con los estudios culturales (Mattelart et al., 2004; Grüner, 2002)– los frankfurtianos no estaban llevados por la nueva forma del capitalismo a ser su síntoma (es decir, a hablar de cultura porque en el capitalismo actual la cultura se ha vuelto una fuerza material y simbólica predominante –Jameson, 1999–), sino que estaban resueltos a hacer su análisis crítico y señalar su prospectiva probable.

Pocas veces se estima suficientemente este aspecto por el cual Horkheimer y los suyos se anticiparon a las tendencias que luego el tiempo histórico haría evidentes, pero que entonces eran por completo inaparentes. Desde este punto de vista, toda la teoría y descripción del universo cultural posmoderno debe mucho a la Escuela de Frankfurt, según el mismo Lyotard dejó claro con sus repetidas referencias a Adorno (Lyotard, 1990).

Es que lo que podemos llamar proceso de “crisis de la razón” (Gargani, 1982; Follari, 1990), que se inició a fines del siglo XIX-comienzos del XX y que encontró baluartes en las vanguardias literarias y artísticas en general y en filósofos como Nietzsche primero y Heidegger después. Pero a nivel de teoría social, sólo Max Weber había hecho antes alguna aproximación importante sobre el tema y, retomándolo, Horkheimer y Adorno produjeron la primera interpretación social sistemática al respecto, a la vez que la dotaron de corte crítico.

Los frankfurtianos, primeros anunciantes de los nuevos tiempos

Hoy resulta común hablar de la crisis de lo universal, de tópicos como las diferencias, lo fragmentario y lo local. De manera muy temprana en el tiempo, los autores de Frankfurt fueron los que abrieron espacio a versiones iniciales que luego desembocaron en estas problemáticas actuales. La crítica de la razón instrumental fue pionera en mostrar los malos pasos de la razón, dentro de la función dominante que ésta ejerce; y sin duda la Dialéctica del Iluminismo, que achacaba al racionalismo la culpa del surgimiento de los nazis, fue un atrevido producto donde se reivindicaba lo sensible, el cuerpo y el goce, en una tradición que abrevaba en Nietzsche y en Freud, por entonces considerados demonios por la izquierda oficial.

El camino que llevó a la desestructuración del prestigio de la “razón homogeneizante” tuvo en ellos, entonces, un tirón decisivo. Incluso el mismo Foucault –totalmente contrario a las posiciones neohegelianas de la Escuela– confesó en su lecho de muerte cuánto debía su teoría de los saberes como “disciplinamiento” a la posición de la Teoría crítica sobre la progresiva “tecnoburocratización” de la existencia. Ello permitió advertir cuánto de una mal entendida astucia había existido en el silenciamiento sistemático de ese legado. De modo que muchos actuales partidarios de los microanálisis sociales debieran saber que los frankfurtianos fueron pioneros para abrir senderos en su misma dirección.

Claro que los abrieron sin renegar de la totalidad social, ni huir hacia el conformismo que se ufana de las bondades del mercado y del consumo. Ellos criticaron la razón, pero sólo la instrumental, salvando la función de la razón sustantiva. Es decir, criticaron una razón unilateral e “intelectualizante”, y sostuvieron otra que discutiera cuál era la vida que valía la pena vivir y que de tal modo se ocupara de los fines (los cuales, por cierto, suponían para ellos una vida donde el goce sensible alcanzara su pleno lugar “racional”).

Y se impusieron la apertura al fragmento, tal cual fulgura en la sentencia tajante de Adorno: «El todo es lo no-verdadero» (Adorno, 1987). También se aprecia la asunción de lo sensible como individual y contingente, del mundo de lo inmediato que no quiere perderse en la abstracción generalizante o en lo platónico de los universales.

Pero todo esto se hizo sin abandonar la dialéctica, es decir, sin dejar de tener en cuenta a la totalidad social como horizonte de inteligibilidad. Ésa es la gran diferencia con los intentos posmodernistas, para los cuales todo es fragmentario y cabe advertirlo sólo en dimensiones “micro”. Los defensores de la diferencia y la minucia deben a la Teoría crítica mucho más de lo que suelen suponer; pero también le deben mucho aquellos que hoy, como bien hace Jameson, en la mejor tradición del marxismo muestran que el concepto es siempre “concepto de un real-social”. Y que, por ello, si hay fragmentación en la conciencia es porque la hay en la sociedad misma.

De modo que lo fragmentario es la forma que hoy adopta el “todo”, en tanto que está fuertemente segmentado y disperso en los eventos y estructuras que lo constituyen, por lo que su captación se esfuma por completo de la inmediatez sensible. Siendo así, tendemos a creer que tal totalidad no existe, en tanto que su formalización conceptual no nos resulta asequible, y mucho menos su intuición directa.

Ello explica los actuales y permanentes rechazos a la totalidad y la insistencia maniquea en lo micro, en el mundo de las diferencias y de las pequeñas agrupaciones. Quienes así se ubican renuncian a explicar, prefiriendo quedarse en la superficie y apariencia, en las cosas tal cual hoy se nos representan. En Teoría de la comunicación abundan estas posiciones, sobre todo a la hora de analizar la cultura. Tribus urbanas, identidades “citadinas”, miedos por la inseguridad cotidiana, se despolitizan en cuanto a sus relaciones con el Estado y con las clases sociales y se convierten en problemas sólo “culturales”, legibles en términos cuasi-antropológicos, donde las durezas de los ajustes neoliberales sobre la economía y la liquidación de la protección social en nuestros países se dulcifican o desaparecen. No es casual que algunas de estas teorías provengan de los EEUU, donde tales durezas llegan a una mucha menor proporción de la población respectiva.

Además, la Escuela de Frankfurt en su malamente difundido “pesimismo” (el mismo que Gramsci recomendaba para la inteligencia) se mostró más convincente que muchos autores “optimistas”. El optimismo frente a la desgracia es obtuso o ciego, carece de toda función que no sea la de ocultación. Y si el mal social está oculto, no se lo puede combatir, de modo que no todo optimismo resulta admisible; para demostrarlo, basta con remitir al optimismo ramplón de las comedias estadounidenses.

Ha habido y hay razones para el pesimismo, al menos si miramos el presente inmediato, aun cuando en Latinoamérica hayan aparecido algunos fulgores de política nueva a nivel de gobiernos como los de Argentina, Bolivia o Brasil. Durante alrededor de quince años tuvimos que soportar la vigencia del “pensamiento único”, la suposición de que ya no había modelos alternativos y de que la política ya no existía; la imposición del modelo capitalista dominante como una fatalidad cuasinatural, la cual sólo se podía gestionar mejor o peor, pero sin salir nunca de sus límites.

Ya Marcuse en El hombre unidimensional había dicho mucho al respecto, cuando el fenómeno comenzaba a insinuarse y la mayoría no lo advertía, y menos aún se le podía poner nombre. La homofonía entre lo “unidimensional” y lo “único” del llamado “pensamiento único” no es casual. En ambos casos se hablaba de lo mismo: sólo que Marcuse lo dijo treinta años antes. Nada menos.

Conclusión

Es notorio que –en atención a todo lo desarrollado– podemos sostener que la abierta denigración de la Escuela de Frankfurt que se practica en buena parte de los estudios latinoamericanos de comunicación es una muestra evidente de desconocimiento y de maniqueísmo. Lo cual no obsta para que tal denigración haya permanecido mucho tiempo, y quizás para que vaya a continuar vigente: como se sabe desde Bachelard, los obstáculos epistemológicos resultan tan recurrentes y ajenos al tiempo como lo es el inconciente.

Bibliografía

Adorno, T. (1987). Minima moralia. Madrid: Taurus.

Follari, R. (1990). Modernidad y posmodernidad: una óptica desde América Latina. Buenos Aires: Aique-Rei-IDEAS.

Gargani, A. (1982). Crisis de la razón. México: Siglo XXI.

Grüner, E. (2002). El fin de las pequeñas historias (de los estudios culturales al retorno –imposible– de lo trágico). Buenos Aires: Paidós.

Jameson, F. (1999). El giro cultural. Buenos Aires: Manantial.

Jay, M. (1985). La imaginación dialéctica. Madrid: Taurus.

Lyotard, J. (1990). La posmodernidad (explicada a los niños). México: Gedisa.

Marcuse, H. (1969). El hombre unidimensional. México: Joaquín Mortiz.

Mattelart, A. et al. (2004). Introducción a los estudios culturales. Barcelona: Paidós.

Artículo extraído del nº 76 de la revista en papel Telos

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