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Reflexiones en torno a la credibilidad y al concepto de autor en el fotoperiodismo actual


Por José María Caminos MarcetFlora Marín MurilloJosé Ignacio Armentia Vizuete

La fotografía digital se ha implantando con fuerza en los medios de comunicación. Esta nueva tecnología ha hecho reverdecer sempiternos debates en torno a la credibilidad de la fotografía y ha puesto en cuestión conceptos clásicos como el de autoría.

(*) Este artículo está basado en un proyecto de investigación financiado por la Universidad del País Vasco.

En el año 1936 Walter Benjamin en su obra La obra de arte en la era de su reproducción mecánica nos hablaba de la contribución de la entonces todavía reciente fotografía, a la pérdida del aura de la obra de arte: «La técnica reproductiva desvincula lo reproducido del arte de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible» (Benjamin, 1989, p. 22). Esta forma de adueñarse de los objetos, de acercar espacialmente lo lejano, parecía marcar el final de ese halo romántico y tradicional que posibilitaba, al contemplar la obra de arte, ser consciente de esa trascendencia ante la manifestación de un algo irrepetible.

Sin embargo, la fotografía se impuso como un medio capaz de mostrar la apariencia de lo real, de dibujar la huella de la luz, y reproducir ese gesto casi hasta el infinito, pero manteniendo el negativo como la prueba irrefutable de esa presencia innegable de los tres actores imprescindibles para que el proceso culminase: el fotógrafo, el objeto y la cámara.

Paradójicamente aquella técnica incipiente, que según Benjamin no actuó sino en detrimento del valor de autenticidad de la obra de arte, derivó con el paso del tiempo en un medio alabado precisamente por ese mismo valor.

Ahora, esa autenticidad está en crisis porque aquel negativo que se erigía en garante de la misma ha sido sustituido por una serie de píxeles anónimos, huérfanos de padre y madre, y además expuestos a la piratería.

Esta orfandad es la que preocupa a muchos fotógrafos profesionales, que ven de esta manera vulnerados sus derechos, quedando su obra expuesta no sólo a la apropiación, sino también a la manipulación de propios y extraños. El perjuicio afecta tanto a los intereses económicos de los autores, como a sus intereses, llamémosles, artísticos.

Por supuesto que existen unas leyes que protegen esos derechos sobre la propiedad intelectual ( 1), lo difícil en el caso de la fotografía digital es cómo hacerlos respetar.

Ante esta situación, que es común a todo tipo de archivos digitales, algunos autores, sobre todo del ámbito artístico, se inclinan por una visión más optimista. Así, defienden la posibilidad que ofrece esta nueva tecnología para establecer un diálogo abierto, sencillo y ágil entre los espectadores y los creadores. Esta interactividad, entendida como una creatividad compartida, «posterga un autoritario, obsoleto, concepto de autoría, democratiza la información y la experiencia artística e incrementa la empatía» (Fontcuberta, 2000, p. 151).

Esta forma de enfocar la debilidad del autor ante los parámetros que impone esta nueva tecnología está supeditada al objetivo de la obra. De modo que aquellos trabajos fotográficos ligados tanto a criterios tradicionales de testimonio y reflejo de la realidad circundante, como a criterios económicos, de control y beneficio de la obra propia, quedarían al margen.

En cualquier caso esta reflexión sobre el autor nos puede ayudar a comprender la complejidad que subyace en la fotografía digital, la cual plantea constantemente nuevos interrogantes y debates.

El fantasma de la credibilidad en la fotografía digital

Una de las cuestiones más debatidas en los últimos años es la transformación del estatuto ontológico de la fotografía en su proceso digital.

La incuestionable calidad de huella o indicio, que autores como Dubois ( 2) expresaban con tanta contundencia, revertía con total naturalidad en la consideración de la fotografía como testimonio fidedigno de lo existente.

«La fotografía dice: esto, es esto, es así, es tal cual, y no dice otra cosa; una foto no puede ser transformada (dicha) filosóficamente, está enteramente lastrada por la contingencia de la que es envoltura transparente y ligera» (Barthes, 1990, p. 32). Ese lastre, como dice Barthes, es el que ha proporcionado durante años a la fotografía la autoridad suficiente para erigirse en testaferro de la actualidad, guardián de la historia y memoria de los recuerdos públicos y privados.

Su “autenticidad” estaba legitimada por la presencia ineludible del operador, del referente y la cámara. Referente que quedaba impreso como una huella dactilar en el negativo, y al igual que ésta pasaba a ser el garante de la identidad de lo allí representado. «Esta génesis automática ha trastocado radicalmente la psicología de la imagen. La objetividad de la fotografía le da una potencia de credibilidad ausente de toda obra pictórica. Sean cuales fueren las objeciones de nuestro espíritu crítico nos vemos obligados a creer en la existencia del objeto representado, re-presentado efectivamente, es decir hecho presente en el tiempo y en el espacio» (Bazin, 1990, p. 18).

Las fotografías como carnés de identidad aportaban la prueba definitiva de la existencia de objetos, personas y paisajes. Y así, frente al lado más romántico y nostálgico de la imagen, la fotografía llevó a la guillotina a los orgullosos sublevados de la Comuna de París (1871), reconocidos en las poses ingenuas que la fotografía reveló, o impactó las miradas de un público ignorante ante las calamidades de sucesivas guerras. Desde los campos sin muertos de Crimea, no por ello menos tétricos, hasta las imágenes –icono de Vietnam–, pasando por todos los desastres naturales y humanos que han proporcionado durante siglos material suficiente para anestesiar la mirada en los años venideros. Como “espejo de la realidad”, la fotografía tradicional ha sido para muchos autores y para el público en general una prueba irrefutable y objetiva.

Ignorando la manipulación que toda fotografía lleva consigo: desde la selección, la elección del objetivo, la transformación del color, las propias convenciones culturales que dirigen la mirada del autor y las del lector de la imagen, quien, obviando sus propios presupuestos de partida, cree estar haciendo la única lectura posible.

En realidad, como señala Fontcuberta (2000, p. 15), «toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera. Contra lo que nos han inculcado, contra lo que solemos pensar, la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve. Lo importante, en suma, es el control ejercido por el fotógrafo para imponer una dirección ética a su mentira. El buen fotógrafo es el que miente bien la verdad».

Este punto de vista, tantas veces obviado, es el que nos puede hacer comprender que la fotografía no es tanto un reflejo fiel de la realidad, como su interpretación; y si bien ello no cuestiona su autenticidad, sí pone desde luego en tela de juicio su imposible objetividad.

¿Qué es entonces lo que ha variado con la llegada de la fotografía digital? Si todo es ficción y mentira, quizás estemos ante una cuestión de grado.

Desde luego hay diferencias sustanciales entre la fotografía analógica y la digital. Mientras la fotografía tradicional se sustenta en procesos analógicos y continuos, la digital es una realidad discreta, codificada en ceros y unos, y subdividida uniformemente en una parrilla infinita de células, los pixeles.

En la fotografía analógica el soporte es el negativo, que evidencia la existencia de lo representado como algo exterior y real a la imagen, y al mismo tiempo permite al autor el control sobre su obra, legitimando la autoría de la misma a través de la posesión del original. La fotografía digital, al carecer de ese soporte “tangible”, dificulta la adscripción de paternidades, pero, por otra parte, facilita y mejora sustancialmente su almacenamiento y reproducción. Las posibilidades de copia, si bien no son infinitas, ni el soporte eternamente perdurable, sí supusieron en su momento un salto cualitativo y cuantitativo respecto a la llamada democratización de la imagen.

La credibilidad está intrínsecamente unida a la veracidad o autenticidad de la imagen, y es en este punto donde se ha centrado el debate en torno a la fotografía digital. La credibilidad de la fotografía analógica funciona como un crédito que el público da a la imagen, y esto pese a que teóricos y profesionales han valorado el concepto de realidad no tanto como una cuestión de automatismos, como de convenciones y puntos de vista.

¿Qué es lo real?, ¿qué relación guarda la fotografía con la realidad representada? son cuestiones que desde diferentes perspectivas, tanto académicas como profesionales, han tratado autores tan ilustres como Gombrich, filósofos de la talla de Berkeley o reputados fotógrafos como Pedro Meyer.

Definir qué creemos que es real, hasta qué punto nuestros sentidos están limitados por nuestros prejuicios, conocimientos y expectativas para ofrecernos una percepción de la realidad que no es sino una proyección de nosotros mismos. Sería un trabajo interesante pero ímprobo el hacernos eco aquí de los diferentes puntos de vista que están en el trasfondo de este debate.

Incluso las imágenes que nacen con la vocación de ser fieles reflejos de nuestra realidad están también sujetas a cuestiones que trascienden la propia autonomía de la misma. El artista, el fotógrafo transcribe lo que ve, sujeto a los términos de su procedimiento, de su medio. «Ni la subjetividad de la visión, ni el peso de las convenciones –expresa Gombrich (2002, p. 78)– nos fuerzan a negar que tal modelo pueda construirse con cierto grado deseado de exactitud. Lo decisivo aquí es evidentemente el término deseado. La forma de una representación no puede separarse de su finalidad, ni de las demandas de la sociedad en la que gana adeptos su determinado lenguaje visual».

Es posible que fuesen esas demandas y esa finalidad las que hicieron que la fotografía tradicional, a pesar de sus evidentes manipulaciones formales (selección, color, escala, etc.), se impusiese como un testimonio de lo real. Estas expectativas han funcionado durante muchos años, y a pesar de que en ocasiones la manipulación ha cruzado el umbral de lo permisible, de lo intrínsecamente necesario, el valor de su credibilidad pocas veces se ha visto afectado.

Desde 1857 ( 3), la fotografía tradicional fue manipulada de forma ostentosa para dar lugar al fotomontaje como una nueva forma de expresión estética y significativa. El fotomontaje transforma la imagen fotográfica mediante técnicas variadas, integrando imágenes diferenciadas «para mostrar una situación espacio-temporal manipulada, con variable de verosimilitud, al servicio de una intencionalidad más o menos reconocible» (Segovia, 1993, p. 303). Esta intencionalidad y el grado de reconocimiento de la misma son los parámetros que habitualmente se tienen en cuenta a la hora de valorar el nivel de manipulación, así como las consecuencias que de él se derivan. La manipulación en la imagen fotográfica, ya sea a través del procedimiento del fotomontaje o de otros recursos, ha estado presente prácticamente desde los orígenes de la misma.

En el marco de los regímenes totalitarios, la manipulación de fotografías ha sido harto frecuente. Alain Jaubert recogió innumerables ejemplos de esta práctica en su libro Le Commissariat aux archives (1986). Con mayor o menor destreza, se trataba en la mayoría de los casos de suprimir mediante el retoque a todos aquellos personajes públicos que habían caído en desgracia. Esta reescritura de la historia pretendía a través de la imagen recrear una memoria colectiva desechando cualquier elemento incómodo para el régimen y fomentando el culto a la personalidad, a través del repliegue de todos los estamentos, y sobre todo los medios de comunicación, a sus más triviales caprichos. Así, por ejemplo «a Hitler le molestó que Stalin llevase un cigarrillo en la mano en el acto de la firma del pacto germano-soviético en agosto de 1939. [Creía que] la firma de un tratado es un acto solemne que no se aborda con una colilla. Por eso, la portada del Berliner Ilustrierte Zeitung eliminó el cigarrillo y el fondo, que tampoco le gustó» (Gubern, 2004, p. 290).

Stalin, por su parte, no sólo reescribió la historia del Partido Comunista en 1938 adaptándola a sus nuevos intereses, sino que manipuló también las fotografías y los documentales cinematográficos suprimiendo a todos aquellos personajes, como Trosky o Bujarin, que habían caído en desgracia.

La dictadura franquista tampoco fue ajena a estas prácticas. Así, el 23 de octubre de 1940 con motivo de la célebre entrevista de Franco y Hitler en la estación de Hendaya (Francia), la Agencia EFE (1999, p. 132) difundió una fotografía en la que aparecían ambos dictadores pasando revista a las tropas que les rendían honores. En ella la figura de Franco con el brazo levantado junto a Hitler había sido tomada de otro acto anterior y pegada sobre el original de Hendaya. En la misma imagen aparecen dos militares detrás de Hitler que tampoco existían en el original. El objetivo de estos retoques es de suponer que fuese resaltar el atractivo y la presencia del dictador.

Si ampliamos el fenómeno de la manipulación a la puesta en escena, la intervención que el fotógrafo hace sobre la propia realidad buscando conseguir unos efectos controlados, nos debemos remontar prácticamente a los orígenes del medio.

Descartando de esta manipulación la fotografía pictorialista, pues ésta no oculta la intervención en aras de un efecto estético, los ejemplos serían incontables. Desde la fotografía de Alexander Gardner, Home of a Rebel Sharpshooter ( 4) (1863), hasta la “cuestionada” instantánea obtenida por Joe Rosenthal de los marines estadounidenses izando la bandera sobre el monte Suribachi, el 23 de febrero de 1945, símbolo del mejor fotoperiodismo. En esta misma línea habría que enmarcar la polémica desatada en los foros especializados y en los medios de comunicación a raíz del despido del fotógrafo Brian Walski por el diario Los Angeles Times. El lunes 31 de marzo de 2005 ( 1), Los Angeles Times publicó en portada la imagen de un soldado británico dirigiendo a un grupo de civiles iraquíes en Basora. Los editores del diario de California no se dieron cuenta de que las personas que aparecían en el fondo de la fotografía estaban repetidas dos veces. Ese mismo día, por teléfono, el fotógrafo confirmó a su periódico que había mezclado dos imágenes, dos ángulos del mismo instante, captados a distancia de segundos, para obtener un resultado de mejor calidad, una imagen que tuviera más fuerza. El rotativo señaló que su política «prohíbe alterar el contenido de las fotografías informativas».

Mientras muchos fotógrafos profesionales, sobre todo del campo del documentalismo, alabaron la actitud del diario en aras de que prevaleciese la credibilidad en su oficio, otros autores, como Pedro Meyer (2000), calificaron estos comportamientos de “doble moral”: «La distorsión central estaba en considerar que todos los otros medios (palabra escrita, audio, vídeo) estaban aparentemente menos sujetos a los peligros de la manipulación que aquellos planteados por la fotografía. Extraer unos cuantos minutos de una hora de audio o de una entrevista grabada en vídeo era a los ojos de estos periodistas una actividad legítima. Sin embargo, si un fotógrafo ejecutaba una acción equivalente, por ejemplo, eliminar una cajetilla de cigarros o un poste telefónico de una fotografía, él o ella había incurrido en un grave pecado».

La facilidad de la fotografía digital, no sólo para encubrir la manipulación, sino incluso para que ésta se convierta en una de sus señas de identidad ha sido el detonante que ha hecho saltar las alarmas.

Desdeñar los recursos que la tecnología pone en manos del fotógrafo es nadar contra corriente. A estas alturas, ningún profesional se cuestiona si el uso de un objetivo u otro, la utilización de determinados filtros o simplemente la selección del punto de vista modifican la realidad representada. La reflexión teórica en torno a la realidad y al hecho fotográfico nos ha llevado a cuestionar ambas, y a entender la fotografía más como una interpretación subjetiva de la realidad que como una copia exacta de la misma. Sin embargo, y pese a estos matices, la fotografía analógica sigue manteniendo en sus señas de identidad el valor de lo autentico, el testimonio de lo “real”.

Cuando la tecnología digital incrementa el control del proceso fotográfico en función de los intereses del autor, se llega incluso a hablar de una ruptura tal que pone en tela de juicio el propio termino de fotografía, para denominar a este tipo de imagen.

Los borradores de nuevos códigos éticos, las normas de autocontrol, la censura por parte de algunos medios no son sino síntomas de una preocupación latente en el ámbito de la fotografía y que afecta sobre todo a la fotografía documental y al trabajo del fotoperiodista.

Desde la teoría la cuestión no es sencilla, ya que nos enfrentamos a posturas muy encontradas que abren paso a un sinfín de interrogantes: ¿hasta qué punto se puede hablar de manipulación, en un sentido claramente peyorativo, cuando el fotógrafo interviene en la imagen para modificar el color de la misma en aras de un mayor atractivo estético o una mayor legibilidad?, ¿existe manipulación si este color es manejado a posteriori en la pantalla del ordenador o en el momento de obtener la imagen con la ayuda de determinados filtros?

Brian Walski fue acusado de cambiar sustancialmente la realidad cuando utilizó dos imágenes preexistentes para obtener una composición más expresiva. Si en lugar de esto hubiese dispuesto a los protagonistas de la imagen de manera que su pose respondiese a las intenciones buscadas por él, probablemente su foto hubiese pasado desapercibida y exenta de críticas.

¿Es cuestión de un antes o un después de apretar el clic de la cámara? ¿Es menos manipulador el pie de foto que acompaña a la imagen invistiéndola de un sentido ajeno a ella, que el retoque hecho en la misma para llegar a significar lo mismo? ¿Se trata de una cuestión de grado? ¿Se puede por tanto hablar de imágenes más o menos manipuladas?, o simplemente ¿debemos desechar taxativamente cualquier recurso para intervenir sobre la imagen que no sean los convencionalmente admitidos en la fotografía tradicional, dejando las herramientas de las cuales disponemos estrictamente para el uso o la intervención en las fotografías de corte artístico?

Las primeras manipulaciones digitales en la prensa datan de finales del siglo XX, y algunas aparecen recogidas en los libros de texto como parte de la historia. En el año 1989, por ejemplo en el St. Louis Post Dispatch una lata de Coca-cola light desapareció de una fotografía bajo el pretexto, según se mire hasta elogiable, de separar la publicidad del periodismo. Algunos casos ya legendarios serían el ennegrecimiento de la cara de O. J. Simpson en la revista Time o el acercamiento en el National Geographic de una pirámide de Gizéh a una foto “de baja forma” para poder así publicarla “en lo más alto” de la primera página. El Guardian Weekly, también en el año 1989, aclaró el pezón de una adolescente con el objetivo de “no ofender” a sus lectores. La lista sería muy extensa, y como vemos la justificación para estas manipulaciones también. Quizás sea este el quid, o al menos uno de ellos, de la cuestión: el fin perseguido por la manipulación.

Si el objetivo es artístico nadie va a sentirse escandalizado por la evidencia de que lo allí representado no se corresponde con una interpretación “fiel” de la realidad. Si el objetivo es censurar o “proteger” al lector, quizás esta manipulación fotográfica no deba ser interpretada sino como una variante más de las muchas posibilidades de manipulación que los medios utilizan constantemente.

Cuando el objetivo es mentir, construyendo una realidad diferente a la que el fotógrafo tuvo en ese instante delante de la cámara, lo que se pide en algunas instancias al autor o al medio, como responsable último de lo que allí se publica, es que dé las suficientes claves al espectador para que sea consciente de esa manipulación.

Pedro Meyer, por ejemplo, pone fechas a sus fotografías para que el lector pueda ser consciente de los diferentes cambios que han sufrido a lo largo del tiempo. Este autor alega que esta práctica es corriente en la restauración de edificios, sin que nadie se escandalice al constatar las diferentes manipulaciones que la obra arquitectónica ha sufrido a lo largo del tiempo, afectando claramente al resultado final.

En el ámbito del periodismo esta opción alertaría al lector de esa intervención, aunque convertiría la visión de fotografías en un trasunto del juego de búsqueda de divergencias que exigiría, como en el pasatiempo, la publicación del antes y el después de la imagen. No decimos que no pudiese resultar divertido, pero desde luego sería poco práctico.

Esta confesión por parte del fotógrafo, lo situaría en un evidente agravio comparativo respecto a sus compañeros plumillas, que manipulan, interpretan o construyen la realidad, según criterios propios o ajenos, y movidos por intereses muy variados, sin por ello tener que autoinculparse.

La manipulación, formal o implícita, es hoy, o quizás siempre lo haya sido, una práctica tan común en el ámbito periodístico que de alguna forma y según los matices que impongamos a la misma parece inherente a los medios. Sin embargo, su asunción, la revelación de ésta a través de innumerables libros e investigaciones ( 5) no entra aparentemente en contradicción con la credibilidad que el lector o espectador da a los medios elegidos por él para informarse.

¿Por qué entonces el fotógrafo debe desvelar su procedimiento, sus intenciones, sus trucajes, si los hubiese?

Los criterios ético-deontológicos de los que se habla como una salida para reforzar los lazos de credibilidad entre el público y el fotógrafo pueden volverse en contra de este último, al poner en entredicho el trabajo de todo un colectivo, como si se tratase de una práctica extendida.

Además, la tolerancia de los editores fotográficos de los periódicos, al menos de los estadounidenses, según descubrió Sheila Reaves (1995), depende de la categoría de las fotografías. En el caso de las spot-news serían intolerantes, pero en las shotnews serían mucho más tolerantes, llegando al grado máximo de tolerancia en el caso de las photo illustrations.

Al día de hoy, al menos en el ámbito periodístico, no creemos ni que la manipulación de la imagen digital esté tan extendida, aunque evidentemente nos ha podido pasar desapercibida, ni que en el caso de existir, interfiera de forma tan flagrante en la “realidad”, como para exigir criterios específicos de regulación. «La manipulación, por tanto, es también de orden subjetivo, pues se acomoda a la formación de cada periodista, pero no en el intento de substraer la realidad, luego la objetividad se convierte en el punto de vista particularizado, pero no por eso puede afirmarse que el fotógrafo de prensa manipule a conciencia –salvo en ciertos casos y por determinados reporteros– la realidad a la cual se enfrenta, es como pedir a un pintor que no exprese sus ideas y se convierta en un robot junto con los demás, ya que todos plasman lo que ven de la misma manera. Es necesario, por tanto, diferenciar entre la creatividad, formación y manejo de la técnica y lo que supone manipulación manifiesta de la realidad» (Alcoba López, 1988, p. 214).

En cualquier caso, nos encontramos todavía en un proceso de adaptación de los fotógrafos de prensa, y de los medios de comunicación a esta nueva tecnología.

¿Crisis del fotoperiodismo?

La incidencia de la fotografía digital en el ámbito del fotoperiodismo ha sido de tal envergadura que en los últimos diez años ha vaciado de equipos analógicos las redacciones de revistas y periódicos.

«En algunos sectores de la fotografía las nuevas tecnologías tomaron por asalto a los fotógrafos, un caso específico es el fotoperiodismo. En México (y me atrevería pensar que en gran parte del mundo), todos los periódicos, agencias y revistas trabajan ya con equipos digitales, desde luego este fenómeno no es producto de una reflexión conceptual sino que, en la mayoría de los casos, es producto de una decisión administrativa, contundente por cierto, es más barato, es más rápido y se produce más. Aquí, hay poco que agregar» (Mata, 2003).

Ante la siempre omnipresente competencia televisiva, la fotografía digital recorta las distancias ganando en velocidad. Su capacidad de almacenaje y distribución han crecido geométricamente ahondando en las diferencias respecto a la fotografía tradicional.

Algunas de sus desventajas ya han sido comentadas: la pérdida de credibilidad, la falta de control sobre la obra ( 6) e incluso en la práctica la exigencia de unos recursos básicos (fuente de electricidad para recargar las pilas), de los que en ocasiones el reportero gráfico no dispone.

Aunque las ventajas parecen ganar la batalla a favor de la imagen digital y beneficiar, por tanto, a la práctica periodística, la palabra crisis está en la boca y en la pluma de muchos profesionales y teóricos. La crisis del fotoperiodismo es, para los más optimistas, una readaptación del medio a las nuevas tecnologías digitales. Otros aluden a una crisis más general que afecta a todos los medios de comunicación, y que no es sino la consecuencia de la concentración mediática por parte de los grandes poderes financieros y sus extensiones políticas. Concentración que deriva en un tratamiento de los contenidos regidos más por los criterios mercantiles y publicitarios que por los informativos. «La miseria de la comunicación visual de la prensa de casi todo el mundo no es sólo producto de la insuficiencia de sus responsables periodísticos: si a los intereses de los grandes grupos que controlan los medios mundiales les conviniera un periodismo visual de calidad, los jefes de redacción se ponían las pilas en cuatro días. Pero la calidad, la libertad, la creatividad y el riesgo en la producción de los contenidos visuales se convertirían en espejo de la pobreza de los contenidos mercenarios de la publicidad y por tanto la eficacia de ésta bajaría muchos puntos. Así que no es casualidad si tenemos una imagen publicitaria de excelente calidad formal y una imagen periodística barata, estereotipada, descuidada y consecuentemente despreciada, dentro y fuera de la profesión» (Baeza, 2005).

Sin minimizar la importancia de estos factores económicos, otros autores, como Clemente Bernad, cargan las tintas en las propias rutinas profesionales que en su andadura histórica han ido perfilando una mirada exótica y espectacular que ha privilegiado y premiado durante años la violencia más visible, y el sufrimiento más pornográfico. «A base de la sistemática publicación de ciertas imágenes que accedieron rápidamente a la categoría de mito, se ha instaurado una forma de trabajar repetitiva y monótona, casi tautológica».

No faltan tampoco los que achacan al auge de la televisión de finales de los años sesenta y principios de los setenta el inicio de esta crisis que se vería agravada con la incorporación de Internet. «Obviamente, el directo de la pantalla de televisión o el de la Red (más recientemente) influye negativamente en el diferido de la foto impresa soporte papel» (Falces, 2001).

La fotografía digital, liberada de las ataduras del periódico impreso y sus condicionantes e incorporada al periódico on line, podría llegar, si no a competir a nivel de igualdad con el medio televisivo, sí a erigirse en determinadas circunstancias en un digno rival en cuanto a rapidez y cercanía.

La falta de libertad de expresión, la autocensura por parte de los fotógrafos y las limitaciones impuestas a su libertad de movimientos son otros factores que se citan cuando se habla de la crisis de esta profesión. La Guerra del Golfo se señala como el acontecimiento que marcó el momento de inflexión más significativo respecto al tratamiento informativo desempeñado por los fotógrafos de prensa. Si bien es cierto que desde los conflictos bélicos de Las Malvinas, Granada y Panamá la cobertura visual ya estaba dando muestras de profundos cambios.

El control explícito o implícito de los fotoperiodistas en conflictos bélicos está poniendo en entredicho el “derecho a ver”, un derecho que sería básico en la labor periodística. Este control no afecta en exclusiva a la fotografía de prensa, sino que se extiende a todas las imágenes disponibles a través de los medios de comunicación.

Jorge Pedro Sousa constata que ante estas nuevas circunstancias se ha revalorizado la fotografía de retrato en la prensa, así como la foto ilustración e institucional en detrimento de la fotografía de impacto que ha perdido fuerza y presencia. Frente a esta visión pesimista, Sousa (2003, p. 244) llama la atención sobre la proliferación de trabajos de autor: «Curiosamente frente a una producción rutinaria de la fotografía periodística cada vez más industrializada, sujeta a parámetros de inmediatez y globalidad, el fotoperiodismo de autor, sobre todo aquel ligado al campo documental, está ganando en adeptos y prestigio».

A esta semblanza del fotoperiodismo y de los retos a los que debe enfrentarse en la actualidad no son ajenos los periódicos digitales, que mantienen sus propias particularidades respecto a los medios impresos y cuyos cambios en los últimos años no nos pueden pasar desapercibidos.

Conclusiones

La fotografía digital se ha impuesto sin lugar a dudas tanto en las prácticas y usos profesionales como en los ámbitos privados. No se trata en este caso de elucubrar sobre futuribles, sino que el presente y sus números dan por sentado el triunfo de aquélla frente a lo analógico.

Las consecuencias de este cambio de escenario y la consiguiente necesidad de adaptación han desplegado ante teóricos y profesionales un sinfín de dudas e interrogantes.

El concepto de autoría se ve subvertido por esta nueva tecnología que permite que la obra original esté a disposición de propios y extraños para ser alterada a gusto del consumidor, haciéndola incluso irreconocible para el propio autor. Esta potencialidad permite una doble lectura: enriquecedora desde el punto de vista de los artistas o autores más vanguardistas y nefasta e incluso peligrosa para los profesionales del fotoperiodismo. Los primeros aprecian y valoran las potencialidades de una imagen que permite la contribución del público en la creación o la posibilidad de un autor colectivo que libere a los fotógrafos de los corsés tradicionales. Los segundos ven amenazada su obra, tanto desde un punto artístico como crematístico, ya que se dificulta el reconocimiento de los derechos de autor. Tanto unos como otros pueden ver satisfechas sus reivindicaciones, ya que en el ámbito artístico las potencialidades de la imagen digital abren un campo casi ilimitado para la experimentación; y en el terreno más práctico la aparición del formato raw y su implantación responde a esos profesionales deseosos de controlar su obra con un formato que, aunque abierto a todo tipo de manipulaciones, al menos protege la autoría de la imagen primigenia.

La credibilidad es otro de los frentes abiertos por la fotografía digital. Aunque siempre estuvo ahí, la tecnología digital se nos antoja por su sencillez y por sus innumerables recursos, como una invitación irresistible a la manipulación y al engaño. Desde diferentes perspectivas se han propuesto alternativas que intentan salvaguardar este preciado don. Hay quien apuesta por códigos deontológicos que a modo de autocensura restrinjan las posibilidades de manipulación de la imagen; otros abogan por salidas más imaginativas, fechando las obras antes y después de la manipulación, no con el ánimo de evitarla sino con la intención de advertir al lector de la verdadera identidad ontológica de la fotografía.

Cualquiera que sea la medida adoptada, para nosotros lo único que hace es encubrir un debate mucho más profundo sobre la manipulación y la desinformación que atañe no sólo a la fotografía digital, sino a los medios de comunicación en genera, sean del tipo que sean.

En la actual coyuntura, donde la credibilidad de los medios informativos convencionales y no convencionales es una y otra vez puesta en entredicho, donde el periodismo de investigación y la práctica tradicional de contrastar las fuentes e informaciones han desaparecido, el miedo a tergiversar la realidad a través de la fotografía digital no es sino un grano de arena más en este desierto de rigor informativo.

Ni los datos reales de manipulación fotográfica son tan abundantes como para alarmarnos, ni creemos que los fotoperiodistas recurran a las herramientas que esta nueva tecnología pone a su disposición, con el ánimo ni la intención de engañar al lector, más allá de los límites admitidos.

Respecto a los ecos de crisis, hemos de decir que ni la fotografía digital, ni su implantación en los medios tradicionales, ni el uso escasamente imaginativo que se hace de ella a través de la prensa en Internet son factores a tener en cuenta en un potencial despliegue del fotoperiodismo actual.

La crisis como muchos autores apuntan tiene más que ver con circunstancias globales que afectan, al igual que la credibilidad, a los medios de comunicación en general. La concentración mediática, la falta de libertad de expresión, la autocensura, el enquistamiento en rutinas profesionales poco imaginativas y reiterativas son algunos de los factores apuntados.

Bibliografía

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Artículo extraído del nº 75 de la revista en papel Telos

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