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El reto de la investigación


Por María José Canel Crespo

Ante las frecuentes descripciones negativas sobre el papel que juega la comunicación en la política, la autora se apoya en datos de percepciones ciudadanas y de profesionales para superar las visiones pesimistas. Apunta una serie de rasgos que, a su juicio, caracterizan el reto de adentrarse en la dinámica del “teatro de la Comunicación Política”.

A la demanda de ofrecer unas reflexiones sobre las tendencias, retos y problemas de la investigación en Comunicación Política, mi objetivo en estas páginas consiste en proponer como reto el de plantear si realmente existe comunicación en el escenario de la Comunicación Política. Como tantos otros investigadores, con frecuencia me topo con descripciones que caracterizan el mundo de la Comunicación Política de impresiones pasajeras, de banal espectáculo o de incompatibilidad con lo veraz; es decir, investigaciones que concluyen que no hay comunicación. Y como tantos consultores, he asistido a los problemas con que los profesionales (ya sean de los medios como de la comunicación de organizaciones) se encuentran cuando son instados por sus clientes o jefes a sobredimensionar realidades, a confundir al destinatario, cuando no a manipular más abiertamente; es decir, son profesionales que tienen bien experimentado que la manipulación deriva en ineficacia profesional, por lo que, asumen, manipular equivale a no comunicar.

Pero ¿es realmente cierto que lo que predomina en la Comunicación Política es la ausencia de comunicación? La razón por la que me parece interesante este reto es porque entiendo que tan nocivo puede ser el daño de los análisis de quienes pretenden ignorar la perversión que cabe en la Comunicación Política, como la parálisis en la que se cae cuando sólo se atiende a la potencial manipulación. Si bien no pretendo ofrecer aquí una respuesta (algo que sería osado a todas luces), aspiro a recoger algunas consideraciones con las que caracterizar el reto que creo que supone intentar ofrecerla.

1. Descripciones pesimistas: la comunicación, la bruja de la política

Aunque sean de sobra conocidas, comenzaré recopilando las críticas de quienes ven en la comunicación un peligro para la democracia.

En primer lugar, se ha diagnosticado de forma muy extensa el problema de la espectacularización de la política (por citar sólo algunos trabajos: Cappella y Jamieson, 1997; Sartori, 1998; Berrocal, 2003; Louw, 2005). Lo que el diagnóstico afirma en esencia es que con la comunicación, la política se ha vaciado de contenido, pues con ella pierde peso la ideología a favor de la técnica; una técnica que estimula las simplificaciones, los estereotipos y los clichés. Los políticos son forzados a recurrir a los “profesionales” (quienes en los análisis más drásticos son tenidos por artistas de la manipulación) para aprender a actuar en el escenario teatral de la ‘hype-politics’ –que, entre muchas formas, podríamos denominar política de “bombo y platillo”– (Louw, 2005: 18).

En segundo lugar, se ha acuñado el término “campaña permanente” para designar de forma peyorativa la comunicación que un partido lleva a cabo una vez que ha ganado el poder: no hace otra cosa que seguir en campaña (Blumenthal, 1980; Heclo, 2000). Al mantenerse en campaña, los gobiernos buscan obsesivamente la visibilidad, se afanan en los sondeos (que, además, son tenidos como exponentes de la legitimidad popular), despliegan un agresivo ataque al rival, se bloquean con lo inmediato y pierden perspectiva.

Estas dos críticas vienen a señalar una cuestión más de fondo: la comunicación de la política no consiste en otra cosa que en embalsamar, maquillar o adornar algo para que tenga fuerza persuasiva. En términos más conceptuales, esta crítica lleva consigo la consideración de que el fondo de la política se ha separado de la forma; es decir, que lo que algunos han denominado la dimensión substantiva (lo que tiene que ver con el contenido de la política, y que se concreta en políticas públicas) se ha separado de la presentación, o lo que se ha dado en denominar la dimensión simbólica –y que, como tal, añade algo de constructo, de ficticio o de falsedad– (Maltese, 1994: 219; Jones, 2001 por mencionar sólo algunas referencias).

En todo este escenario, la crítica concibe al ciudadano como un mero espectador, que padece las finas estrategias controladoras de políticos y periodistas, elites éstas conchabadas por la existencia de intereses comunes.

2. Investigadores: profesionales y ciudadanos tienen algo que decir

Pero ¿realmente es el ciudadano un espectador pasivo de la Comunicación Política? En un trabajo precedente (Canel, 2007) traté de sistematizar los resultados que diferentes investigaciones académicas, referidas a distintos casos y países, han arrojado al analizar lo que la gente piensa de los políticos y de las instituciones; son trabajos que estudian cómo influye en la evaluación lo que sucede en el entorno, por ejemplo, la guerra, los escándalos, el estado de la sanidad, la situación económica, la personalidad del líder o las catástrofes naturales. La revisión me permitió llegar a varias conclusiones, entre las que aquí destaco las siguientes.

Al público le influye tanto lo inercial como lo experiencial, es decir, tanto lo ideológico (si por ideológico entendemos ahora la identificación con un partido) como el contexto en el que vive (por ejemplo, la situación económica y política). Si bien es cierto que la pertenencia a un partido es una variable que explica por qué los ciudadanos valoran como valoran, no lo hace de manera exclusiva; es decir, hay datos que revelan que los ciudadanos juzgan críticamente las acciones de gobierno de aquellos por quienes optaron en las urnas: por ejemplo, votantes de izquierdas critican la gestión de gobiernos de izquierdas, y votantes de derechas juzgan negativamente decisiones de gobiernos de derechas. Los datos revelan también que estos juicios negativos se producen incluso cuando el líder cae bien. Y, finalmente, que los juicios negativos pueden derivar en un voto de castigo, es decir, en retirar la confianza al gobierno por el que inicialmente se optó. En definitiva, que cuando la gente juzga a los políticos y a las instituciones refiere el juicio a realidades del “entorno” tales como el estado de la economía o de la seguridad; en fin, a realidades relacionadas con la resolución de sus problemas.

Estos datos apuntan algunas consecuencias operativas interesantes para la práctica profesional de la Comunicación Política. Por ejemplo, que la popularidad del líder no es la panacea: al ciudadano le importa tanto la personalidad del líder como su capacidad de resolver los problemas; y le importa tanto el líder como el equipo con el que éste trabaja y gestiona lo público. En consecuencia, la visibilidad permanente del líder no es la mejor estrategia de comunicación pues, entre otras cosas, puede derivar en confusiones sobre la atribución de responsabilidades, en la identificación de lo que el político y las instituciones pueden, deben y tienen obligación de hacer. En definitiva, los datos muestran que los políticos y las instituciones no pueden comunicarse al antojo y a expensas de la realidad. Y hay trabajos que muestran que, cuando lo han hecho, el efecto ha sido negativo: la institución aparece como alguien que engaña o, cuando menos, que cree que el público no tiene criterio ni capacidad de evaluación. A los políticos y a las instituciones no les resulta tan fácil manipular las percepciones públicas.

No soy la única que ha podido advertir que lo que constatan estos trabajos académicos es también experiencia de la práctica profesional. Con frecuencia, profesionales y consultores se inquietan cuando observan que una determinada campaña o una línea editorial adoptan los derroteros de la tergiversación. Los profesionales intuyen que, además de los problemas que serían objeto de un debate normativo o ético, aquello presagia un entrampamiento del que sólo resulta ineficacia profesional. Lo cierto es que lo que partidos y medios ganan y pierden (votos y audiencias), con mucha frecuencia hay que atribuirlo a la (ausencia de) credibilidad que gozaron (o padecieron).

3. Entrar de verdad en el teatro de la Comunicación Política

No me es posible exponer aquí con detalle las reflexiones que realicé en el trabajo citado (Canel, 2007) para adentrarme en la comprensión de esta cuestión desde el punto de vista teórico conceptual. La esencia de mi reflexión gira en torno a la idea de que la relación que se establece entre las instituciones (políticas y mediáticas) y sus públicos es de transacción comunicativa: en la Comunicación Política, los ciudadanos juegan un papel activo por el que comprueban (pueden comprobar) si hay relación entre lo que los políticos hacen y lo que los políticos dicen que hacen. Apoyaba la reflexión en la revisión de la perspectiva dramatúrgica (entre otros, los trabajos de Kenneth Burke o la recopilación que hacen James E. Combs y Michael Mansfield, 1976) que, a mi juicio, no ha sido suficientemente explorada para el estudio de la Comunicación Política.

La revisión de la perspectiva dramatúrgica permite comprender un poco mejor que hablar de una dimensión teatral de la Comunicación Política no equivale a afirmar que la comunicación es un mero espectáculo. El teatro no es ficción en el sentido de falsedad o ausencia de contenido. Visto desde la perspectiva dramatúrgica, en la relación transaccional que se da entre instituciones (mediáticas o políticas) y ciudadanos, aquéllas cuentan, sí, con el escenario; pero lo que en éste se desarrolla es un espectáculo que refiere a una realidad que se puede experimentar directamente. Por eso, en el “drama” de la Comunicación Política se encuentran los actores, entre quienes el ciudadano no es un simple espectador sino alguien que participa. Lo hace pudiendo “monitorizar” al político: tiene la capacidad de seguir al detalle todos los gestos y actuaciones del personaje público. A través de los medios, puede ver si el político titubea en un razonamiento, si se pone nervioso ante la acusación de su rival, si se cae al subir a un estrado o si mira el reloj por cansancio en un debate. Pero además, los ciudadanos están en condiciones de contrastar esa comunicación con los efectos de la política en sus vidas personales, pues después de ver la televisión, acuden a comprar el pan, pagan su hipoteca o tienen que soportar largas listas de espera para la cita médica. El ciudadano no es tan manipulable como pudiera parecer; por lo que, como afirmé en un trabajo precedente (Canel, 2006), considero que más que de público-espectador habría que hablar de público-inspector.

Estas son algunas de las consideraciones que realiza John Thompson (1995) para explicar su concepto de “nueva visibilidad” (recogido también en el presente número). Si bien es verdad que los políticos adquieren con los medios nuevas oportunidades de escenario, esta nueva visibilidad, afirma este autor, es una espada de doble filo que los políticos han de blandir con precaución; pues toda la potencialidad que tiene la comunicación de dirigir expectativas públicas es, a su vez, potencialidad de fracaso.

Esta cuestión está en relación con otras de igual complejidad, como la de la relación entre realidad e imagen. La perspectiva dramatúrgica permite atisbar que entre fondo y forma, entre sustancia y presentación, o entre dimensión sustantiva y dimensión simbólica, no hay un salto insalvable, sino más bien una relación de inherencia. Es otra forma de decir que el estilo con el que alguien (aplicado al caso, un político, un partido o un gobierno) se comunica, es inherente al “quién es” (aplicado al caso, al proyecto político que se tiene). Y por eso también, cuando no hay proyecto, cuando no hay realidad, no hay tampoco forma o presentación; o, más bien, la presentación (las ruedas de prensa o declaraciones grandilocuentes) transmite oquedad. Desde esta consideración se entienden bien afirmaciones como la de que «Cuando se dice que un político tiene un problema de imagen, probablemente sea que hay un problema en la realidad» (Izurieta, 2003: 242).

Llevando la cuestión al extremo, cabría preguntarse si el discurso o la comunicación de algo puede estar separado de su hacer. Y como han afirmado muchos y muy diferentes autores (Costa, 1999; Capriotti, 1999; Heath, 2001; etc.), porque comportamiento y discurso se superponen en la percepción del público, acción y discurso se retroalimentan. En definitiva, que políticos y periodistas actúan en un teatro en el que la actuación versa sobre la vida personal del espectador. Y ¿quién mejor que éste puede contrastar la versión de lo que allí se representa? ¿Quién mejor que el ciudadano puede controlar si, por ejemplo, realmente se redujo el precio de la luz, tal y como en su día se había prometido? Por eso, se podría decir que el teatro de la Comunicación Política tiene unas reglas de juego por las cuales el falso actor quedará expulsado de la escena. Y manipular, separar el fondo de la forma o inflar realidades es… no saber de teatro.

Estas consideraciones tienen, a mi juicio, importantes consecuencias operativas para, por ejemplo, la comunicación de gobiernos. Comparto los aspectos negativos de la “campaña permanente” que señalan los críticos y que he recogido arriba. Pero considero que la estigmatización de los sondeos como práctica nociva de las instituciones que esta crítica lleva consigo puede dificultar la apertura a la interacción con los públicos; interacción que es la única vía por la cual incorporar el juicio de las personas a la toma de decisiones. Interacción por la que, además, se puede concebir la comunicación de gobiernos de una manera profesional. Como afirma Izurieta (2003), lo que hace un profesional de la comunicación no es crear la realidad a través de la imagen, sino trabajar para que la percepción de la gente se acerque aún más y con mayor precisión a la realidad (Izurieta, 2003: 243). Independientemente de que hay realidades que pueden llegar a sobrepasar cualquier esfuerzo de la comunicación, será buen profesional aquel que acierta en escoger aquellos elementos de la realidad que ayudan a proyectar una imagen más fiel y a evitar los elementos que proyectan una imagen equivocada.

Soy consciente de la complejidad que tiene abordar el núcleo de lo que aquí se está apuntando. Soy consciente, también, del sabor de ingenuidad que algunos lectores pueden estar experimentando con estas líneas. Pero es que considero que los datos de percepciones ciudadanas así como las experiencias de los profesionales constituyen un aviso tanto para políticos como para investigadores. Para los primeros, el aviso de que los ciudadanos no son tan fáciles de manejar como pudiera parecer. Para los segundos, el aviso de que, porque quizá haya también en la Comunicación Política algo distinto de la manipulación, lo que hace falta no es sólo diagnosticar cuando ésta se produce, sino además estudiar la buena aportación que la comunicación puede suponer para el desarrollo de la sociedad y de la democracia. En definitiva, considero que hacen falta análisis más profundos de lo que significa la “actuación que se desencadena en el teatro de la política”.

4. Para abordar el reto

Las que expongo a continuación son algunas de las características que entiendo tiene el reto de dar una respuesta a lo que supone la comunicación en la política (algunas de ellas las expuse en un trabajo precedente, Canel 2006). Por una parte, explorar qué significa que el “espectador” sea alguien activo. Sería una ingenuidad ignorar que el espectador (los ciudadanos) están en desigualdad de condiciones que otros actores más poderosos (políticos y periodistas) para emitir mensajes. Pero es que considero que la investigación debería ser más sutil en llegar a lo que significa la interacción entre políticos, periodistas y ciudadanos; como mencionaba antes, considero interesante que buena parte de la causa de la pérdida o ganancia de votos y audiencias esté en la presencia o ausencia de credibilidad de las instituciones políticas y mediáticas.

La práctica de la Comunicación Política necesita que los investigadores abordemos esa sutilidad tanto desde de la Teoría de la Comunicación como desde la Psicología y la Sociología; necesita estudios que apunten hacia una concepción de la estrategia de comunicación de las instituciones políticas desde la interacción que se produce entre organizaciones y sus públicos; estudios que expliquen el procesamiento de información que se realiza en las redacciones de los medios tomando como eje la interacción entre periodistas y políticos y entre periodistas y audiencias; estudios que apliquen, como sugiere Sádaba (2006), el planteamiento del interaccionismo simbólico en los procesos de elaboración de la noticia; y estudios que expliquen los efectos de los medios desde una concepción interactuada del proceso de Comunicación Política. Un reto parejo a éste es el de encontrar las metodologías de investigación que son más adecuadas para abordar un proceso que ya no es considerado lineal.

En segundo lugar, identifico en la perspectiva dramatúrgica una rica vía para abordar no sólo los planteamientos sino también las acciones (ruedas de prensa, inauguraciones, discursos, debates, ceremonias oficiales, etc.) a las que se recurre para la comunicación de la política. La perspectiva dramatúrgica puede ayudar a profundizar en la representación que los medios hacen de la política; a observar la condensación de información con un sentido o enfoque que supone la noticia (teoría del framing); a analizar mejor los escenarios dramáticos que construyen los políticos para transmitir realidades; o a explorar el concepto de “liderazgo simbólico” en toda su extensión –como interacción entre políticos y público– (Klapp, 1964; Denton y Woodward, 1998).

En tercer lugar, me parece interesante recuperar el concepto de mediación para la representación del papel que los medios juegan en la sociedad. Comparto con Mazzoleni y Shulz (1999) la necesidad de distinguir la mediatización de la mediación. No sólo porque éstos sean dos conceptos distintos, sino además porque considero que confundir la mediación con la mediatización mina la capacidad de realizar análisis más realistas (no se puede huir del hecho de que los medios median) y precisos sobre el papel que los medios están jugando en la sociedad.

En cuarto lugar, creo que plantear la comunicación en el campo de la política lleva consigo trasladar los planteamientos de la comunicación institucional y corporativa a la comunicación de las instituciones públicas. Mientras que en la comunicación de organizaciones empresariales se ha dado un gran desarrollo de teorías y conceptos sobre qué es la comunicación organizacional, tal desarrollo no se ha producido en el ámbito de las instituciones públicas. Es decir, todavía se cuenta con pocos estudios conceptuales y prácticos que analicen cuestiones como qué es la estrategia de Comunicación Política, qué es la identidad y la imagen corporativa de una institución pública, cómo ha de construirse la relación entre organización política y sus públicos, qué es el carisma y el liderazgo político y cómo se proyecta, etc.

En quinto lugar, y como consecuencia de lo anterior, considero un reto avanzar en la profesionalización de la Comunicación Política. Los análisis críticos arriba mencionados consideran la profesionalización como un problema. Lo es, a mi juicio, en cuanto que relacionado con la “tecnificación”: la Comunicación Política como un conjunto de tácticas o técnicas que sirven para eludir cualquier compromiso. También considero que lo es en cuanto que relacionado con la “americanización”: la profesionalización como imposición de unos modelos comunicativos, propios de la cultura y sociedad americana, que transportados a otros países y culturas poco se respetan, y por tanto vulneran la naturaleza de éstos. Y, por supuesto, considero que la profesionalización es un problema cuando equivale a un mejor y más hábil desarrollo de las técnicas de manipulación para lograr el apoyo del ciudadano.

Pero creo que estos negativos análisis fácilmente pueden ignorar una realidad: hay democracias de países y contextos que están todavía lejos de gozar de una Comunicación Política cuya profesionalidad contribuiría a un mejor desarrollo tanto de la sociedad como de la democracia. La profesionalización de la comunicación no ha tenido como resultado sólo y siempre la manipulación. Y, en contrapartida, ha contado con importantes beneficios que se perderían aquellos que se quedaran sólo en los perjuicios.

En sexto lugar, necesitamos repensar la noción de efecto de la comunicación, pues considero que los esquemas de análisis que separan la razón de la emoción nos llevan por derroteros muy lejanos de lo que realmente sucede en las personas. Necesitamos profundizar en cómo conocemos, juzgamos y actuamos, teniendo en cuenta los elementos culturales y desde la perspectiva de la interacción. Mirar así la noción de efecto significa contar con los procesos evaluativos culturales relacionados con la formación de la opinión pública, con consideraciones históricas, con la observación del cambio social a largo plazo… Desde una revisión de la noción de efecto será más fácil interpretar, además, las evidencias mixtas (las que hablan, por ejemplo, de ciudadanos distanciados de algunas instituciones y políticos, pero a la vez implicados en problemas públicos) que tanto arrojan los distintos estudios, dificultando con ello los avances teóricos. En definitiva, el reto en cuanto a la noción de efecto consiste en definir qué es el efecto desde una perspectiva no lineal unidireccional sino interactuada y circular.

Por último, reconceptualizar la cultura política. Muchos son los trabajos que han tratado de definir la cultura política en relación con la Comunicación Política. Particularmente desde la perspectiva cultural se intenta integrar cogniciones con juicios y comportamientos, explicando las conexiones que hay entre la cultura, la estructura social y las instituciones políticas, e integrando, a su vez, un planteamiento psicológico con el sociológico. Pero Laitin (1995) considera que los modelos culturales no han tenido éxito en su empresa de integrar. La razón del “fracaso” de estos estudios, dice este autor, estriba en que no han incluido el enfoque etnográfico de “interpretación densa” de la cultura que propone Geertz, enfoque que sugiere tener como centro del estudio los símbolos de la sociedad y no las actitudes de los individuos que la componen. Se hace preciso, por tanto, desarrollar más los planteamientos culturales de Geertz mediante los métodos etnográficos que este mismo autor sugiere.

Considero que avanzar en estos retos permitirá abordar mejor las nuevas realidades que se le plantean a la Comunicación Política, tales como los efectos de Internet, los efectos del infotainment o los fenómenos globales como la comunicación y el terrorismo o la comunicación y los movimientos migratorios.

Bibliografía

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Artículo extraído del nº 74 de la revista en papel Telos

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María José Canel Crespo

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