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El papel de la familia nuclear en la recepción infantil


Por Luciano H. Elizalde

El objetivo del trabajo es plantear la relación de interdependencia entre la institución "familia" y la institución "televisión", desde el momento de la aparición de ésta hasta los años 90, década en que se redefinió el sector, desde el punto de vista económico, tecnológico y político.

Pensar en la programación televisiva infantil es pensar en la familia y en el papel que ésta jue­ga en la relación entre los niños y la televisión. La relación que los niños establecen con la te­levisión se encuentra condi­cio­na­da por el contexto familiar y es otra de las funciones que la familia cumple, como entorno en el cual, no sólo los más pe­queños sino todos los miembros de la familia en la actualidad, utilizan los medios de comu­ni­ca­ción pa­ra alcanzar diferentes metas. Una de las últimas encuestas realizadas por la consultora Gallup (2006) en la Argentina refleja con bastante claridad el estado de la situación: en el 75 por ciento de los hogares argentinos se sientan a cenar con la tele­vi­sión encendida, el 30 por ciento de los adultos no respeta el horario de protección al menor para sus hi­jos, el 65 por ciento de los adultos piensa que la televisión es negativa para los adolescentes; entre los en­trevistados adultos, el 57 por ciento, por otro lado, considera que la televisión “entretiene pero no educa”; y el 17 por ciento cree que ésta no hace nada: ni educa, ni entretiene.

Según Helena Meirelles (2005), de la consultora Multifocos, la situación en América Latina sigue un patrón similar. Las encuestas realizadas en la Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México mues­tran que hay más de 2,25 televisores por hogar; que el 50 por ciento de los niños mira tres horas o más de televisión diaria, y que el 40 por ciento de los niños mira televisión sin compañía de un adulto. El trabajo realizado en la región considera que la mayoría de los niños decide por sí sola qué mirar y que este índice aumenta en la medida en que son hijos o hijas de madres mayores o si son niños varones, entre 10 y 12 años y de nivel socioeconómico alto o medio alto, ya que tienen la televisión en su dormitorio.

De acuerdo con estos pocos pero reveladores datos, la pregunta central y que sin­tetiza el pro­ble­ma planteado en esta investigación se orienta a conocer más acerca de la evo­lu­ción que el pa­pel de la familia ha desarrollado en el proceso de exposición de los niños a la te­le­visión. Es decir, ¿qué papel ha cumplido y cumple hoy la familia en la expe­rien­cia mediática de la au­dien­cia infantil? ¿Cómo se ha desarrollado, cómo se ha es­ta­bi­li­za­do y qué características tie­ne la re­la­­ción entre la televisión y la familia? ¿Por qué sucede lo que sucede según estas en­cues­tas?

Para responder a estas preguntas, se analizará el proceso de desarrollo histórico que envuelve la relación entre dos agentes sociales: la familia como institución social y el cambio de relaciones en­tre sus miembros y el lugar de la televisión dentro de su evolución. De esta manera, podría al­can­zarse una imagen más clara del modo en que se configuraron y se forman las relaciones so­ciales de consumo televisivo ( 1).

La evolución y desarrollo de las configuraciones sociales de la familia en relación con la televisión

La actual forma en que la familia estabiliza y ordena la manera en que sus miembros utilizan a los medios y, sobre todo, los mecanismos y dispositivos sociales que se ponen en funcio­na­mien­to para organizar la forma en que los niños de la casa miran televisión (o uti­li­zan videojuegos, com­­­­putadoras, libros de cuento, re­vistas, etc.) es el resultado de un proceso de desarrollo his­­­­tórico, en el cual aparecen vin­culados, de modo complejo, los cambios de la familia junto con las trans­for­maciones de los medios de co­­mu­ni­ca­ción, como instituciones sociales, tanto desde el pun­­to de vista económico, como tec­no­ló­gico y cultural. El proceso normal de tensión entre los agen­tes individuales de la familia y las reglas y metas definidas por la “familia” como institución, por ejemplo, es una de las cuestiones que es necesario analizar para después delinear una imagen más detallada y realista del efecto de la televisión en la familia y, sobre todo, del efecto de la familia sobre la televisión.

La teoría del distanciamiento mediático

Si se considera la “recepción mediática” como un proceso complejo, no sólo es importante co­no­­cer los mecanismos sociales y psico-cognitivos de los niños en sus papeles de receptores, sino que es también central comprender el proceso de “dis­tan­cia­mien­­­to” que éstos soportan o gozan, de­­­finen, aceptan o se niegan a tener con los medios de comunicación, y es­­pe­cialmente con la te­le­­visión. “Dis­tanciamiento” es una categoría construida sobre la base de datos cualitativos y com­­­puesta con varias dimensio­nes; las dimensiones marcan el mo­do en que los receptores –ni­ños, jóvenes y adultos— es­ta­ble­cen relaciones de más o menos im­pli­ca­ción (emocional, cognos­ci­tiva, social) con todos los me­dios en general y con ca­da uno en par­ti­cular. La distancia, enton­ces, es la relación entre las personas sociales con los medios y es el me­­canismo de for­ma­ción social de los en­tornos mediáticos; es una relación social que establece un ma­yor o un me­nor grado de acercamiento o de alejamiento entre las personas so­ciales que forman un hogar y los me­­dios de comunicación que utilizan.

Esta ca­te­go­ría fue cons­truida de los relatos tomados de las en­trevistas de jóvenes (Elizalde, 1998a; 1998b; 1999a; 1999b); en estos rela­tos, los jóvenes na­­rraban el proceso de recepción (uso y reconocimiento de los medios) como una serie de de­ci­sio­nes tomadas en el marco de un sistema de relaciones sociales (entre las per­so­nas de su familia, de fuera de su familia y los medios) que los hacía definirse como “más o me­nos” mediáticos, es decir, más cercanos a los recursos, técnicas, tiempos y per­so­na­jes de los me­dios, o alejados a ellos; pero lo más interesante de estos relatos era que no siempre las decisiones personales y conscientes eran las determinantes de la posición que la persona tenía en relación con los medios. Al contrario, describían en sus relatos un equilibrio dinámico entre la definición unilateral o individualista del con­sumo y de la recepción de los medios y una definición social o colectiva de acuerdo con criterios del hogar. El distanciamiento permite compren­der, con un poco más de detalle, que el consumo de los medios –como otras relaciones so­cia­­­les— no está de­ter­mi­na­do ni por las decisiones individuales (gustos o atracciones) ni por las re­­glas grup­­ales, fa­mi­lia­res o escolares. Esto significa que es posible definir la recepción como un pro­ce­so de re­co­no­ci­mien­to (cognitivo y se­miótico), con­­­­di­­cionado y moldeado por el proceso de distan­cia­miento (aleja­mien­to-acer­ca­mien­to) de la per­­­­so­na con los medios, y que esta relación no es el resultado de una decisión com­pletamente cons­­­cien­­te ni absolutamente individual; pero tam­­­poco es una re­la­­ción determi­na­da com­pulsivamente por estructuras económicas o ideo­ló­gi­cas, edu­ca­ti­vas, re­­li­gio­­sas o familiares. El distanciamiento, como pro­ce­so so­cial que enmarca la recepción (atención, interpretación, eva­lua­ción, con­clusión), se define por una se­rie de dimensiones que se desarro­llan a lo largo de la historia de las per­so­nas, de las familias y de las so­cie­­dades; éstas son: los prin­cipios culturales que ordenan las decisiones de economía y tecnología familiar, las reglas so­ciales y los criterios personales que ordenan las decisiones relativas a la psiquis y al cuerpo de las personas.

El desarrollo histórico y biográfico de las relaciones entre la familia y la televisión

En los años 50, la entrada de la televisión en los hogares, según el relato de las personas de las fa­mi­­lias aco­mo­da­das de clase media, se comprende de acuerdo con criterios y decisiones económicas y tecnológicas originadas en el padre, jefe de la familia. La fa­mi­lia nuclear de clase media estaba organizada alrededor de la figura del padre, que tra­bajaba fuera de la casa por un salario o por una renta, y la madre que se quedaba en el hogar pa­ra cuidar de las actividades domésticas y criar a los hijos. Esta estructura familiar con­dicio­naba algunas decisiones centrales relacionadas con el uso de los medios de comuni­ca­ción. Por ejemplo, condicionaba en gran medida quién era y bajo qué criterios se decidía la entrada y el modo de uso de un aparato de televisión al hogar. En los relatos que expresan y narran el modo en que la televisión entró en la casa, es invariablemente el padre quien, por lo menos pú­blicamente dentro del hogar, asumía la responsabilidad de decidir si se compraba o no un apa­rato de televisión. La decisión estaba centrada sobre dos criterios: el gasto económico que se de­bía hacer y el gusto por lo técnico, es decir, por tener otro “aparato en casa”. Estos dos crite­rios o valores son cen­tra­­les en la decisión para comprar en los años 50 un aparato de te­le­visión. Algunas veces con cierto sacrificio y mucho cálculo económico, otras porque se cobra­ba un dinero extra o una herencia, y siempre porque el padre tenía cierta tendencia a llevar a la casa la tecnología novedosa.

En los relatos analizados, aparece la tecnología como punto de referencia para comprender la manera en que la televisión entró en las vidas fa­mi­liares y personales. La tec­nología del hogar era algo relativamente nuevo en la cla­se media. Pero el gusto y la valoración positiva de la incorporación de tecnología a la casa y a la vida familiar estaba con­dicionada por la capacidad económica de la familia. “Capacidad económica” no debería ser con­siderada bajo un criterio so­la­men­te objetivo. En familias de nivel socioeconómico alto es posible encontrar una desvalori­za­ción ab­so­lu­­ta de la tecnología en el hogar o indicar que no se percibía la necesidad de contar con el apa­ra­to en la ca­sa, y esto llevaba a que no se considerara con­ve­nien­te comprarlo. Por otro la­do, de acuerdo con los relatos de familias de clase obre­ra o trabajadora, con menos recursos y otros valores, el criterio objetivo del fac­tor económico apa­rece evidenciado en que les “hu­biera gustado” tener un aparato de televisión, pero no podían tenerlo.

Desde el punto de vista técnico y económico –un principio o valor cul­tu­ral de la clase media— la televisión es calificada de “lujo”, de “atracción” y de “novedad”. En esos primeros años, la televisión se asocia a la idea de tener otro “electrodoméstico” más en la ca­sa; pero no se la relaciona con ver programas (Varela, 2005:56). La televisión es un “lujo”, un ob­je­to de diseño lujoso y mo­der­­­nista, que una vez que entraba en la casa, todos los miembros de la fa­­­milia, poco a poco, que­­daban atrapados bajo su seducción. Los entrevistados explican racionalmente este hecho; sólo lo describen: re­cuer­dan que quedaban frente a la pan­ta­lla sin defensas, con el te­le­­visor encendido sin poder levantarse e irse, aun cuando la ima­gen fue­ra de bajísima ca­lidad. Si alguien de la familia no se acercaba a la televisión desde el mismo mo­­mento en que ésta llegaba a la casa, poco a poco se iba interesando en algún programa y ter­­­mi­naba por incorporar el hábito de ver televisión.

Según los entrevistados, en esa época, la familia en pleno mirada toda la pro­gra­ma­ción com­ple­ta del único canal que funcionaba (Canal 7, del Estado). La novedad y las pocas opciones llevaban a no seleccionar. Además de ser la “novedad” de la casa, tres cuestiones son cen­tra­les: po­ca can­ti­dad de horas de transmisión (cuatro o cinco), una pro­gra­mación pensada para la fa­mi­lia completa, padres, hijos y, a veces, abuelos mirando el mis­mo programa; tercero, una pro­gra­ma­ción orientada pa­ra una familia de valores conser­va­do­res y forma de vida convencional. Esto permitía que los padres se esforzaran menos por el con­­trol de los horarios de mi­­­rar televisión.

Entre 1955 y 1960, el grupo de familias más progresistas desde el punto de vista “tecnológico” ha­bían comprado un aparato de televisión (Elizalde, 2002:383-384). La forma de organizar las interacciones de la familia y sobre todo de los hijos con la televisión estaba centrada en que era un “entretenimiento familiar”. En estos años, la televisión era evaluada por los mayores como algo “inocuo” para los más chicos. Las personas no diferencian los contenidos producidos y distribuidos en la televisión con los de otros medios, de acuerdo con los efectos dañinos que podrían generar. En la medida en que avanza la década del sesenta, hubo un cambio de evaluación: poco a poco la televisión co­menzó a ser un “hecho moral” dudoso. En una primera etapa, los valores y prin­ci­pios culturales y morales de la producción y de la oferta de la televisión no son contradic­torios con los de las familias de clase media de estructura y forma de vida tradicional. Lo que percibían los padres era que la televisión podía ser una pérdida de tiempo para los hijos. Para los padres y abuelos de las familias de clase media, lo mejor para sus hijos y nietos era la lectura de diarios, de re­vis­tas o de libros (mejor aún); esta comprensión es parte de una “teoría del progreso perso­nal”: si se quería avanzar o superarse en la vida, la educación era el mejor medio. Sin embargo, los en­tre­­vistados no recuerdan que la televisión fuese definida por sus padres como algo negativo, co­mo una “mala influencia”; pero tampoco en ninguna entrevista aparece una referencia va­lo­ran­do positivamente la televisión y sus programas. Más bien, la televisión era un objeto curioso, un objeto que era motivo de hacer algo que llamaba la atención, pero que no era ni muy malo ni muy bueno. Esto cambiará para la familia media a lo largo de los pró­xi­mos veinte años.

En resumen, en general los entrevistados coinciden en que los principios culturales que guiaban la or­ga­ni­za­ción de sus familias, no alejaban a sus miembros de la televisión, pero tampoco eran va­­lores que mo­tivaran de una manera directa hacia el acercamiento, sea estéti­co, técnico o de con­tenido.

Distanciamiento social

La aplicación de una serie de de­cisiones prácticas son los verdaderos “medios so­ciales” de ges­tión de la re­la­ción entre la familia y la te­levisión, como también de las relaciones entre sus miem­­bros y los de otras familias. El aparato de televisión era instalado, por lo general, en la sala de estar (living). En muy pocas casas el televisor estaba en el lugar en el que se co­mía y menos aún en el dormitorio. Los pa­dres y las madres compartían el criterio de que nadie de la fa­mi­lia podía que mirar te­­levisión mien­tras se compartía la comida y que nadie, ni los propios padres, debían mi­rar tele­vi­sión en el dor­mi­to­rio. El espacio social del hogar estaba organizado por los padres; so­bre todo, por la madre que era la que estaba permanentemente en la casa; y eso permitía que la decisión del lugar en el que se debía colocar el aparato de televisión era una decisión feme­ni­na, pensada para la de­co­ra­ción de la casa y para su funcionalidad cotidiana.

A fines de los años 50 y durante gran parte de los años 60, el tiempo social de la ca­sa estaba diferenciado de manera más sencilla que en los próximos años. Los niños veían te­le­vi­sión sólo después de que hi­cieran la tarea o los deberes de la escuela. Y solos dejaban la te­le­vi­sión, ya que la programa­ción infantil no duraba más que una o dos horas a lo sumo. La función so­­cial de los contenidos de la televisión para la familia y sobre todo para la madre, que era quien es­­taba en el momento de mirar televisión de los niños, era la de entretenerlos. La televisión, en esa época, podía ser reem­plazada con relativa facilidad, para los padres y para los hijos, por jue­gos no mediáticos, ya sea dentro como fuera de la casa. La po­si­bi­lidad de jugar al aire li­bre, in­cluso en las ciudades, era una opción realista en esos años. Con lo cual, después de ver un pro­grama in­­fantil, era posible encontrarse con amigos para jugar al fútbol, andar en bicicleta o su­bir a los ár­­boles. De este modo, los medios de distanciamiento social definen una competencia entre en­tre las reglas y los hábitos ori­ginados en la fa­mi­lia y los que comenzaba a generar la televisión. Los adultos de la familia fijaban ciertas re­glas de con­vi­vencia para acercarse o alejarse de los me­dios, también de la televisión. Esto producía patrones de distanciamiento, que se transforman en los “medios de gestión social de la casa”. Es decir, son mecanismos y dispositivos sociales que sirven para llevar adelante el objetivo de la estrategia definido por el padre y derivado de un principio o valor cultural más o menos difuso, pero que se manifiesta en el momento de tomar una decisión en concreto (por ejemplo, comprar o no la televisión, decidir dónde se coloca, etc.). Estos “mecanismos” funcionan como “reglas” que fijan “acciones”, que luego se transforman en “hábitos” que definen:

a) cuándo mirar y no mirar;

b) en qué contextos o situaciones hacerlo o no;

c) con quién es posible mirar o no mirar televisión;

d) después, durante o antes de qué situación se puede o no mirar.

En esta época, todavía no aparece en el relato de los entrevistados el problema de “qué es po­sible” o “qué se debe” y “qué no se debe” mirar. El contenido no fue un problema para la familia tradicional argentina, por lo menos hasta los años 80. Los problemas que debían resol­ver los padres, según los entrevistados, no estuvieron relacionados con los contenidos y con los problemas sobre todo morales de los contenidos. La familia de clase media tradicional sólo debía ocuparse de que la televisión no interfiriera con otras actividades y tareas más serias e impor­tantes para el futuro de los hijos. Pero no se planteó hasta mucho tiempo después qué efectos morales generaba la televisión, sus contenidos y sus personajes.

Por ejemplo, a fines de los años 50, en las casas que hacía poco tiempo que había llegado la televisión era común que se privilegiara la situación de mirar que la situación de atender a las visitas. Si alguien llegaba a la casa mientras se estaba mirando televisión, era normal en algunos hogares que los visitantes fueran invitados a sentarse a ver televisión junto con la familia, sin que nadie hablase; pareció normal –por lo menos hasta que la televisión en sí misma se transformó en normal—que fuese más importante mirar televisión que atender a las personas extrañas a la casa.

La relación entre adultos y niños en la casa en función de la televisión aparece en los relatos co­mo una situación no conflictiva. Y esto es posible comprenderlo por medio del contexto que los en­­trevistados describen. En primer lugar, no existía conflicto porque todavía, en ese momento, las re­­laciones familiares en la Argentina, dentro de las familias de clase media acomodada, de men­­ta­­­­lidad tradicional, se acepta de un modo “pacífico” la función de dirección que el padre, en pri­­mer lugar, y la madre en segundo, cumplían dentro de la familia. Por otro lado, como se dijo an­tes, los recuerdos de los entrevistados acerca de los contenidos, programas y figuras de per­so­nas que aparecían en la te­­­levisión, no generaban conflictos de puntos de vista dentro de la fa­mi­lia. Según los en­tre­vis­ta­dos, los contenidos de la televisión eran perfectamente compatibles con la mirada fa­mi­liar del momento. Los pro­gramas de la televisión eran: o compatibles con la moral familiar tradicional o indiferentes y abu­­rridos para los niños o menores de edad de la casa. En ter­cer tér­mi­no, es­ta relación asimétrica re­co­no­cida y acep­tada también generaba como re­sul­­ta­do que los más chi­cos emularan la imagen de los “mayores”. Esto llevaba a que la lectura de dia­rios, de revistas y de libros, por ejemplo, se considerara metas o ideales a seguir por ellos, se­gún el relato de los entrevistados. Difícilmente se pueda evaluar con completa certeza este asun­to, pero los entrevistados reconocen que, después de una pri­mera atracción “casi irresisti­ble” hacia la televisión, la falta de contenidos variados, la mala calidad de la técnica y de la estética televisiva, fueron disolviendo o debilitando el hábito de mirar diaria­men­te televisión. Esto, por otro lado, les dejaba tiempo social suficiente y energía corporal y psí­quic­a para leer diarios o revistas o libros.

En esta época, se vislumbra en los relatos otro motivo de alejamiento social de los niños en re­la­­­ción con los medios y sobre todo de la televisión; al tener que asu­mir otras responsa­bi­li­da­des co­­­­mo alumnos de la escuela secundaria, genera otros hábitos en aquellos que se habían en­con­tra­do con la te­le­vi­­sión durante su infancia. Esto afecta el proceso de gestión del tiem­po social y con el modo de administrar, de modo personal o familia, la ener­gía corporal con­centra­da en dificultades cognitivas que restan fuerzas para mirar te­le­vi­sión. No significa, sin embargo, que los pro­pios niños-adolescentes asumían cons­cien­te­men­te la res­pon­sa­bi­lidad de la escuela. Sólo que los asuntos, las rutinas, los problemas y las di­ver­siones generados por la escuela ocu­pa­ban un cierto tiempo social y personal de los menores. Y una vez que estas rutinas eran apren­di­das por los niños, se generaba un hábito que competía con los hábitos televisivos.

En esos años, como lo recuerdan los entrevistados, sus padres –de familias de clase media tra­di­cio­­nal— debían te­ner menos controles sobre el desempeño de los hijos en la escuela en re­la­ción con las dis­trac­cio­nes e interferencias que generaba la televisión. Al contrario, de un mo­do casi na­­­tural, es­pon­tá­neo y también inconsciente para los propios protagonistas, según sus relatos, des­­­­pués de cier­to tiempo “imposibilitados de ver televisión”, se encontraban alejados, des-impli­ca­­­dos de los pro­gra­mas y personajes que seguían en el momento que tenían tiempo para ha­cer­lo.

Distanciamiento personal: la psiquis y el cuerpo de la persona

Este distanciamiento social, sin embargo, no abarcaba ni controlaba todas las decisiones. Siem­pre (Elizalde, 1999b) existen de­ci­sio­­­nes que marcan diferencias individuales de gustos, de ac­ti­tu­des y de relaciones particulares de cada miembro de la familia con los medios. Esto se puede observar y comprender cuan­do los entrevistados relatan las di­­fe­ren­­cias que existían entre ellos y sus hermanos, entre ellos y sus amigos o compañeros de es­­cue­la de similares condiciones eco­nó­micas, sociales y, evidentemente, educativas. También la hi­­­­pótesis del distanciamiento per­so­nal, es decir, del hecho de que en el marco de la familia tra­di­cio­nal de los años 50 y se­sen­ta era posible mantener pautas individuales de consumo de me­dios, se en­cuentra si se com­paran casos de personas con diferentes condiciones económicas, de estatus so­cial y de nivel o ti­po diferente de educación, con las mismas decisiones mediáticas. En iguales con­diciones socio­eco­nó­­micas y educativas, diferentes decisiones personales; en diferentes con­di­cio­nes es­truc­tu­ra­les, las mis­mas decisiones personales.

De acuerdo con los relatos de vida, si definimos los gustos por la categoría de dis­tan­­­ciamiento, entonces, es posible considerar que había diferencias entre padre y madre, entre hijos y padres, entre hermanos, entre miembros de la familia y otras personas externas. Y estos pro­­cesos de alejamiento y de acercamiento no estaban definidos específicamente por ningún otro fac­­tor instrumental que no fuera el gusto, lo agradable o lo desagradable que le parecía a al­guien mirar televisión, mirar cierto programa o hacer algo con cualquier otro medio.

De la televisión natural a la televisión inmoral: los años 70 y 80

Los años 70 en la Argentina son años difíciles, de muchas contradicciones y conflictos po­lí­ti­cos y sociales. La televisión y la familia cambian y, por supuesto, se transforma la rela­ción en­tre ambas instituciones. Se podría decir que hay un proceso de re-institucionalización en ambas entidades sociales. La familia deja de ser un agente con tanta autonomía para que la ga­ne el individuo, sobre todo aquellos que habían mantenido menor soberanía sobre sus decisiones: las mu­je­res y los jóvenes. También ganan, en centralidad y en atención familiar, los niños: las familias se dedicarán no tanto a regularlos, a controlarlos, como a satisfacerlos, a concederles buenos mo­mentos, satisfacción en sus necesidades lúdicas, por ejemplo.

En primer lugar, hay un acercamiento casi masivo hacia la técnica de la televisión desde finales de los años 60 hasta la década de 1970. Los últimos, los más rezagados tecnológicamente, den­­tro de las clases medias acomodadas, también compran sus aparatos de televisión. Y por lo tan­to, aquellos que estuvieron a la vanguardia en los cincuenta, compran el segundo aparato. No es normal, en la clase media, pensar en casarse, formar una nueva familia, un nuevo hogar, y no considerar que es necesario un aparato de televisión para su casa. Cambia, junto con el papel de la mujer en la casa –que es ya más común que trabaje fuera, por un salario–, el hecho de que ahora no siempre ni necesariamente es el padre el que decide el cambio o la actualiza­ción del aparato de televisión.

Desde el punto de vista del distanciamiento cultural, la familia ha aprendido algo importante de la te­levisión, algo que al principio no sabía: puede ser un objeto que demanda y consume mu­chí­si­mo tiempo productivo de grandes y chicos. Aunque la crítica en esos años provenía sobre todo de la intelectualidad (Varela, 2005:59), los relatos dejan entrever cierta desconfianza sobre los efectos de la televisión comparados con la cultura clásica. El conflicto entre padres e hijos acer­ca de los contenidos se mantendrá latente en este periodo. Esto no significa que no existieran diferencias, sino que no se manifestaban abiertamente en la casa, es decir, no había peleas cotidianas en relación con esto. Los motivos son varios. Primero, la oferta de programas es mayor –desde el mediodía se puede ver televisión–, pero sigue siendo po­bre para llamar la atención y hacer que los niños abandonen otras actividades no mediáticas por la televisión. Se­gun­do, aunque el hábito de mirar televisión es ya observado como algo que puede ser per­ju­di­cial para los niños en tanto los retira de otras actividades, los contenidos no eran contra­rios a la for­­mación de la familia tradicional. Esto se profundizó en los años 70, en el momento en que los gobiernos militares controlaban la televisión e imponían una representación tradicional, “a-conflictiva”, de la estructura y de la vida familiar. El problema de las familias no eran los niños en relación con lo que podían ver en televisión, sino más bien los jóvenes. Las relaciones en­tre la familia y la escuela se caracterizaban por un “acoplamiento positivo”, es decir, rela­cio­nes complementarias, orientadas hacia los mismos objetivos y representaciones públicas, por am­bas instituciones; esto permitía más compatibilidad y un mayor reforzamiento entre ambas ins­ti­tuciones. En cambio, la familia encontraba un problema con sus miembros más jóvenes en la medida en que asistían a la universidad. Mientras que la relación familia-televisión-escuela era una tríada compatible desde el punto de vista interno, la que formaba la familia-televisión-universidad ge­ne­raba contradicciones que eran experimentadas, por los jóvenes y también, a veces, por los padres, como pro­ble­mas y tensiones en la convivencia.

Distanciamiento social

El proceso de distanciamiento social se modificó en este periodo. Comenzó a formarse, poco a poco, un hábito más denso y más estructurado, de consumo televisivo, un hábito reforzado por una mayor cantidad de opciones en la programación y por el hecho de que los mayores en los hogares analizados, las madres sobre todo, se habían formado como madres –y tal vez como hi­jas— en el proceso de mirar televisión. Además, el nuevo hábito está condicionado por la apertura de nuevos espacios sociales de la casa habilitados para el consumo te­­levisivo. La televisión pasa a los dormitorios –primero de los padres y, en al­gunas casas, tam­bién de los hijos–. Y esto hace habitual y común el hecho de que se acepte que se pueda co­mer, de día y de noche, mirando televisión. En relación con esta costumbre hay una diferencia entre las mismas familias de clase media. En las familias con más capacidad económica y más orgullo y sen­tido de sus tradiciones, la comida con la televisión no será un hábito aceptado hasta mucho tiem­po después, momento en que es normal que la familia no comparta la comida. En cambio, en las familias de clase media, con padre y madre que trabajan fuera, o con una madre de­­dicada a las tareas domésticas (sin ayuda de empleados en la casa) y a la crianza de los hijos, comienza a ser una opción aceptada y legitimada dentro de la familia, comer al mis­mo tiempo que se mira televisión. No hay un tabú en este sentido.

En los años 80, en las familias de clase media, comienza un cambio de papeles en relación con la televisión. Quienes habían sido hijos en el comienzo de la televisión, ahora son padres; y quie­nes eran padres, ahora son abuelos. La construcción social de las identidades de estas per­so­nas es central para comprender cómo experimentaban los niños la relación con la te­le­visión. Los padres actuales, que habían sido hijos del comienzo de la televisión, tenían una vi­sión poco actualizada del medio. Habían visto una televisión familiar, inocua sobre ciertos va­lo­res tradicionales de la familia, que ahora había dejado de serlo. Su televisión ya no existía. El co­mien­zo de la democracia en la Argentina (1983) generó un gran cambio de contenidos en la pro­gra­mación televisiva (Elizalde, 2002; Varela, 2005:55; Buero, 1999:667 y ss.). Este cambio de contenidos introdujo, en la oferta de pro­gra­mas, representaciones simbólicas de la familia, de la persona, de la mujer, del sexo, de la re­li­gión, que podían competir entre sí, que eran diversas y contradictorias. Los padres necesitaron modificar sus papeles o roles en la gestión social de la relación entre sus hijos y la te­le­visión. La televisión había dejado de ser parte del “paisaje natural” y se había transformado en un problema moral.

La absorción televisiva de la vida cotidiana: los años 90 y el comienzo del siglo

Los años 90 están marcados por cambios en el principio cultural que afecta a la tecnología. La vi­da y la técnica son dos procesos casi indiferenciados. La tecnología está condicionada a un cam­bio constante, técnica y económicamente motivada. Ya no es posible un capitalismo de “guardar lo viejo”, ni siquiera en el capitalismo de países con economías emergentes o débiles. Las fa­mi­lias de clase media se encuentran dentro de una burbuja tecnológica que les permite trabajar en ca­sa, disfrutar, aprender, acceder a lo prohibido y a lo normal. La tecnología es un me­dio de en­tra­da a la cultura como nunca antes lo había sido. Las familias argentinas gastan, en pro­­medio, lo mismo en cultura y en entretenimiento que en salud (INDEC, 1999: 267). El distanciamiento cul­tu­ral se or­ga­niza alrededor de tres parámetros: el tecnológico, el de la calidad cultural y el eco­nó­mico.

El técnico o tecnológico lleva a que se cambien las relaciones entre hijos y padres. Mientras en que los años 50 son los padres los introductores de la tecnología novedosa en el hogar, ahora son los hijos: jóvenes, pero también niños. Son los primeros que conocen cómo manejar com­pu­ta­­doras, la Web, teléfonos celulares, DVD y televisores, cámaras y, sobre todo, las interfaces de to­­das estas tecnologías (Elizalde, 1998b:135 y ss.). Los padres se autodeclaran incapacitados de entrar so­los en la tecnología digital. Y si bien esto no está directamente relacionado con la televisión, per­mite comprender un cambio importante en las relaciones entre padres e hijos en función con las tecnologías mediáticas: de la asimetría a favor del padre en el primer periodo, se pasa a un equilibrio entre la madre y el padre, que termina en un modelo de asimetría o de equilibrio a favor de los hijos.

El otro principio de organización del consumo mediático en los niños es la concepción cultural que los padres tengan. Algunos padres, con experiencias culturales alternativas a la cultura de la te­­levisión y de los medios, proponen otras formas y se niegan a aceptar en bloque la cultura me­diá­­­tica televisiva. Sobre todo son personas que se identifican con alguna práctica o cono­ci­miento de la cultura considerada “elevada”: asisten al conservatorio, son escultores o pintores, pro­fe­so­res universitarios o personas que han incorporado desde niños una cultura tradicional y aca­dé­mi­ca, por lo menos en algunos aspectos; es decir, en el sentido de que sus prácticas se rea­lizan só­lo al ser aprendidas en centros especializados. Por lo general, las familias que se guían por es­te principio lo llevan a cabo generando un alejamiento social de la televisión.

Finalmente, el tercer principio cultural es económico. Independientemente de la necesidad tan­gi­ble, aparecen casos de familias que se negaban o se niegan a gastar dinero en algo que no les pa­rece relevante, sea por el motivo tecnológico o por el cultural, o por ambos. Sin embargo, también, las personas declaran que les gustaría tener acceso a otros canales de cable y no pueden hacerlo por falta de recursos económicos.

El proceso de distanciamiento social se produce por medio de relaciones más complejas entre los propios padres (o la pareja de la casa), entre los padres y los hijos, entre los hermanos, pero también entre miembros de la casa y las personas externas a ella. Por lo general, la función que los padres (también las parejas de los padres que viven en el mismo hogar) y las personas con­tra­­tadas para cuidar a los niños conceden a la televisión es fundamentalmente de “apa­ci­gua­miento”. El control emocional de los niños, la posibilidad de conseguir que no se peleen entre hermanos, y sobre todo, que les conceda el tiempo necesario y suficiente, a los mayores, para cumplir sus objetivos y tareas con más independencia.

La relación entre los niños y la televisión se ha modificado sobre todo desde el punto de vista de las pautas sociales. Las reglas familiares para mirar televisión se han modificado en gran me­di­da, no sólo como resultado de los cambios internos o de nuevos valores culturales. La si­tua­ción creada es más compleja en tanto más cantidad de modelos televisivos (estética, técnica, moral y políticamente) y diferentes tipos de familias (Wainerman, 2005:185 y ss.; INDEC, 2004:210).

Conclusiones

El papel de la familia en la experiencia mediática de los niños ha ido cambiando en la historia de la relación entre la familia y la televisión de acuerdo con varios fac­to­res. Primero, la familia se ha ido adaptando a la estructura de la oferta mediática, lo que sig­ni­fi­ca adaptarse y seleccionar las oportunidades de conocimiento y de tecnología, de en­tre­te­ni­mien­to y de información que los me­dios en general y que la televisión en particular han producido a lo largo de su historia. La reac­ción de la familia ante la televisión es interdependiente con los cambios de la economía po­lítica, de la cultura política y de la cultura de la intimidad realizada por la televisión como ins­ti­tu­ción de alcance colectivo.

Segundo, la familia ha adquirido y ha transformado la televisión en un objeto social que le per­mite realizar mejor otras actividades propias: trabajo, educación, crianza de los hi­jos, entretenimiento a bajo precio, pasatiempo rápido y seguro. La televisión, entonces, se inserta en tres tipos diferentes de “eco­­­nomías” de la familia: “monetaria” (gastos de dinero para tener un aparato y ­ciertos con­te­ni­dos), “temporal” (ahorro de tiempo o inversión de tiempo necesario para la vida social) y “emo­cio­­nal” (control y re­go­cijo emocional de sus miembros).

Finalmente, es necesario darse cuenta de que este proceso de interdependencia de la estructura televisiva en el nivel colectivo y de la incorporación que la familia hace de la televisión como objeto social en un nivel interpersonal generan en sus miembros, adultos, jóvenes y niños, “hábitos” que se vuelven incons­cientes, y que terminan por ser los generadores de los patrones de sentido que forman las certezas del conocimiento común.

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Artículo extraído del nº 73 de la revista en papel Telos

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