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Territorio del pensar y del sentir


Por Belisario Betancur

«Si lo más esencial del alma es el pensar, si la diferencia exterior del hombre no son las risas ni las lágrimas, sino la palabra; si los pueblos no se acaban sino cuando su lengua acaba; podemos decir que el pensamiento es el alma, la palabra es el hombre, y la lengua es la patria».
Don Marco Fidel Suárez, ex presidente de Colombia.

El uso del idioma español y su valor económico y social nos llevan a desplazarnos por las palabras y la vida, por entre las gramáticas y las armas derivadas de los laberintos y los vínculos de los seres de Iberoamérica.

El alma de nuestros vocablos está asociada a su vecindad con el corazón, con las plantas, con los planetas y las realizaciones de la creación y de la mente humana; lo que permite reconocer en las expresiones del español una inmensa preocupación, en particular en Iberoamérica. Ya se sabe que es primera lengua en Puerto Rico, segunda en Brasil y primera para más de cuarenta millones de personas en los Estados Unidos. Y asimismo permite establecer en las expresiones del español, una enorme potencia de asombro, armonía y libertad.

Asombro fue lo que sintieron los descubridores españoles al llegar al Yucatán, la nueva España. Cuando los jefes mayas le dijeron causándoles cierta perplejidad: «Ah, ¿y es que los señores visitantes también tienen libros como nosotros?». Eran los mayas escritores, arquitectos, matemáticos, astrónomos.

¿Qué libros llevarían consigo los navegantes de los siglos XV y XVI? Tal vez sería el Imago mundi con más de ochocientas observaciones al margen en latín, que hacían las ensoñaciones del gran almirante de la mar océana y que él a nadie le enseñaba, ni siquiera a su hijo. Quizá el Cantar de Mío Cid, en la dulce lengua de Castilla, todavía balbuciente; en ningún caso el Quijote, cuya primera parte aparecería en 1605 en Madrid, y la segunda en 1615 también en esa ciudad, que más de una prueba demuestra que está enterrado en la Salamanca colombiana, que es Popayán, y que alguien ya ha elevado al ciberespacio catapultado por regios factores sociales.

De todas maneras, aquellos testimonios rendían homenaje al papel en que se escribían los libros y a la letra de imprenta con que se escribían; a pesar de que los comentarios que recogen los cronistas de los tiempos de la invención de Gutenberg en Maguncia en la mitad del siglo XV afirmaban que aquel invento fracasaría porque la gente no sabía leer.

Es hora de volver una mirada a la historia del papel y a la historia de la palabra escrita en la lengua de Castilla; y conviene centrarse en el papel del español en la sociedad iberoamericana en el siglo XXI. Empecemos por tanto hablando del papel como materia y elemento, en el cual se consigna el porvenir impetuoso del español. La difusión de la belleza y elegancia de nuestro idioma está asociada a un elemento que es regalo de la naturaleza y producto de dotes artísticas, de buen gusto y de la laboriosidad de los artesanos, me refiero al papel. Alfonso X, el rey sabio, escribió en sus Siete Partidas, que existen palabras para ser dichas y que otras palabras deben ser escritas «en pergamino de cuero y en pergamino de paño para que no se dispersen en la arena, en el polvo o en el agua». Así pues, las palabras se proyectan en la duración del tiempo a través de la forma de hojas que van constituyendo la estructura de los relatos y contenidos del español.

Esta aventura ha tenido momentos estelares. Uno de ellos fue hace más de dos mil años cuando Tsai Lun, ministro de economía del emperador de la China, inventó un procedimiento de maceración de cañas de bambú y cortezas de árboles para extraer materia escriturable. En Europa se comenzó a utilizar a finales del siglo XVIII, porque el invento se mantuvo secreto hasta cuando los árabes lo descubrieron por medio de sus prisioneros en Persia. España fue la primera nación europea que heredó este preciado material, el papel, desde que los musulmanes introdujeron su cultura en la península.

Se ha podido documentar, por ejemplo, que Abú Masaifa fue quien levantó la primera fábrica de papel en Xátiva, Valencia, en el año de 1004, empleando trapos viejos y paja de arroz. Antes del descubrimiento de América, la industria del papel llegó a ser tan importante entre los mexicanos, que había pueblos que entregaban anualmente, como tributo a sus reyes, grandes cantidades de papel.

Ante la presencia y función social del español en el mundo contemporáneo, vibran con vitalidad las palabras impresas en las fibras de uno de los primeros papeles elaborados en aquel otro lado del mundo: «Todo nuestro intento, cuando apretamos la prensa, es para ver si le damos entereza y lucimiento».

Hoy en día en Iberoamérica se confeccionan millones de manos de bellas hojas que, antes de recibir la impresión a la que están destinadas, constituyen un gozo para el tacto y para la vista. Es lo que hacemos en la pequeña colonia Barichara, población dormida desde comienzos del siglo XVIII en la cordillera de los Andes colombianos, en el taller de papel hecho a mano a base de plantas de la zona, como la hoja de piña y el tallo del tabaco que antes se quemaban y ahora los elabora a la usanza antigua de licuar la fibra a golpes secos una cooperativa de mujeres de origen indígena Guane.

En los pozos en donde aquella fibra licuada espera el molde cernidor, asoma la hoja de papel en la cual comienza a leerse una página de Don Quijote, o de Cien años de soledad. Segundo a segundo, las palabras del español van apareciendo, llamando y avisando, como tocando a la puerta de la cultura.

Así era en los comienzos del idioma. Cuando de la madrugada se decía en el Cantar de Mío Cid de esta manera «afuera cantan los gallos e quieren grabar albores», empezaba el español a leerse más y mejor, y se podía ir advirtiendo cómo a través del tiempo, resuenan las carencias en la interioridad de la palabra, pues siglos más tarde, García Lorca escribiría en su Romancero Gitano, su “Romance de la pena negra”: «Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora, cuando por el monte oscuro baja Soledad Montoya».

Los elementos y los movimientos de nuestro idioma lo revelan como un ser palpitante y cambiante, de tal manera que puede afirmarse que los distintivos propios del español del siglo XXI son la fluidez y la abundancia; y estos componentes tienen el calor necesario para la cocción de las palabras con las que expresamos nuestros pensamientos y sentimientos, que tal como escribió Lorenzo Palmerini en su vocabulario del humanista de 1569: «Se llama en el lenguaje común –habla– y en el lenguaje gramático, oración».

Los círculos de la vida van a dar en lo vivo y también en las riendas relacionadas con las viviendas, o lo que es lo mismo, con los alimentos que nos hacen vivir. Los discursos del idioma español nos inscriben a través de un recorrido en el que están muy próximos lo que decimos y lo que sentimos. Por ello nos es dado relacionar íntimamente esas vidas pequeñas que son las riendas con las constelaciones y con los fogones.

En esa relación de aquellas vidas pequeñas con las constelaciones, percibimos que el destino de la ciencia y de la tecnología y el destino de la lengua española que las interprete y exprese, al otro lado del mar, en América, dependen de que el ser iberoamericano, todavía en formación, sea capaz de encontrarse consigo mismo, con su propia dignidad, en el estuario de la solidaridad escueta, de la más tranquila y de la modernidad audaz de la lengua impresa.

La ciencia, universal por antonomasia, comparte con el lenguaje una hermandad que nace del compromiso del segundo de ser su intérprete. El científico debe utilizar un lenguaje claro para evitar la ambigüedad y las inexactitudes que puedan oscurecer sus descubrimientos y teorías. Pero sobre todo, debe expresarse en parlamentos transparentes para comunicar el conocimiento científico, el cual ha de ser público y no egoístamente privado.

En consecuencia, los niveles de estandarización del lenguaje científico exigen un manejo del idioma que supera su uso cotidiano, e impone restricciones en el uso de tecnolectos, y también de argot, que reclamen estudio y comprensión. Dado que el desarrollo mental del ser humano va unido al desarrollo progresivo de sus capacidades lingüísticas, de expresión y comprensión, son fundamentales la ampliación del campo nacional, el enriquecimiento del vocabulario y el uso adecuado y abundante de la lengua.

La lengua española ha sabido aprovechar el acervo griego y latino para incorporar un tesoro lexicográfico que le permite crear palabras identificadoras de los avances científicos y tecnológicos llegados con la era digital. Lo que día a día leemos, escuchamos o vemos a través de los medios es el sistema lingüístico haciéndose y rehaciéndose; es la evolución en la cual participan las evoluciones lexicográficas y los cambios sintácticos y gramaticales que dejan en desuso fragmentos de la estructura lingüística cual despojos; es la energía del lenguaje en dinamismo, la fábrica del idioma en vibrante ebullición, como ocurre creativamente en los países hispanohablantes.

En ese movimiento perpetuo de la lengua, las academias desempeñan un papel normativo, al regular la adopción de los neologismos, el empleo de tecnolectos y el uso de dialectismos. La Real Academia Española, por boca de su director, don Víctor García de la Concha, ha expresado más de una vez que existe una tarea pendiente para las academias de habla hispana: recoger la terminología científica y técnica, para que cada nueva emisión del diccionario sea reflejo de la realidad del español en la era del conocimiento. Por ejemplo, en el nuevo diccionario de la Real Academia, se eliminaron catorce mil palabras obsoletas y se incorporaron veinte mil nuevas palabras, lo que demuestra la sincronización de nuestra lengua con el tiempo, en busca del vocablo certero y elegante, antes de que los extranjerismos se aclimaten como calcos, como préstamos o como senismos.

Estos testimonios son significativos para la conservación de la unidad y vitalidad de nuestra lengua, la cual se ha constituido en los albores del siglo XXI en el instrumento político de la integración dentro del sueño de la comunidad iberoamericana de naciones que alentamos desde el congreso anfitriónico de 1826 en Panamá, convocado por aquel soñador que fuera Simón Bolívar, y ya convertido además en elemento dinamizador de las economías iberoamericanas, en razón de las remesas de los emigrantes a los EEUU, que rondan los cincuenta mil millones de dólares anuales.

Dijo Einstein que «las puertas del santuario del conocimiento, sólo se abren para quienes buscan un mundo inteligible fundado en la razón y que están cerradas para quienes tocan a ellas con propósitos de codicia o vanidad». Nuestra vanidad y nuestra codicia de hispanohablantes están en libretos razonables que nos abren las puertas del conocimiento, porque es vanidad abierta y solidaria de la lengua que hablamos y codicia de que la hablen muchos más.

El poeta Pedro Salinas escribía: «Está el hombre junto a su lengua como en la margen de un agua, un estanque que tiene de fondo joyas y pedrerías, misterioso tesoro celado».

Cuando el latín tuvo su imperio, su uso partía de las lenguas nacionales y llegaba a lo universal imperial confiemos en que aquella experiencia de la historia nos ayude a asimilar sus enriquecedoras enseñanzas; a defender el círculo virtuoso del uso apropiado de la lengua española en todos los ámbitos de la ciencia y de la cultura; y a promoverla como lengua de la paz donde quiera, en su propio suelo y en África y Filipinas, en América y el Caribe, en la procela de Colombia, mi renaciente patria andina y caribeña.

Por cierto, que en la Fundación Carolina, se percibe ahora una súbita nostalgia por el español y por las humanidades por parte de estudiantes iberoamericanos que están cambiando sus anteriores predilecciones de universidades en inglés en los Estados Unidos por instituciones académicas españolas. Se aprecia así cómo pudo afectar la decisión de los Reyes Católicos de no atender al cardenal Cisneros, cuando éste les aconsejaba que retirasen sus miradas de América para fijarlas en las posesiones africanas y europeas.

Se aprecia también cómo es de acertada la convocación de grupos internacionales de reflexión sobre el destino de la lengua española, como los que ha convocado Fundación Telefónica. En marzo de 2007, con la asistencia de SS. MM. los Reyes de España, tendremos en Colombia, en la ciudad de Medellín, el Congreso de las Academias y en la ciudad de Cartagena de Indias el cuarto Congreso Internacional de la Lengua Española.

Evoco en este momento una anécdota personal: alguna vez, como embajador de Colombia en España, hablé con Dámaso Alonso, entonces director de la RAE, sobre la inequidad del diccionario de la Real Academia, cuando con arrogancia sutil, califica de americanismo o colombianismo o mexicanismo o argentinismo, entre otros, las innovaciones, modismos o barbarismos que cometemos en el otro lado del mar con nuestro lenguaje, con el lenguaje de la lengua de Castilla, pero pasa por alto la Academia, y hasta canoniza, disonancias españolas que con igual lógica debería calificar de barbarismos o españolismos.

Me pidió Dámaso Alonso algunos ejemplos españoles, y se los di: «Suba para arriba, baje para abajo, entre para adentro, salga para afuera». «Salir –le dije– es siempre para afuera, subir es siempre para arriba y entrar siempre para adentro»; y eso por no hablar de la horrenda unión de las preposiciones “a” y “por” para denotar direccionalidad en expresiones como “a por ellos”, jamás usadas por nosotros en América.

Don Marco Fidel Suárez, presidente de mi patria, en su discurso del centenario de la independencia de mi país reveló que tenía escritos ciento veinte significados de las palabras “marrullero” o “redomado”. Igualmente, los cambios de sentido que se producen con la palabra “mayor” según que se anteponga o posponga a los vocablos “ días, edad, fuerza”; el vocablo “santo”, antepuesto o pospuesto a oficio, padre, días, tierra.

Asimismo, las mutaciones de frases hechas, y de refranes trasladados de España a América, y al contrario, por ejemplo nuestro “el mono de la Pila” es en España “San Juan de los Reyes”, y nuestro “ensillar antes de traer las bestias” es en España “aún no ensillades que ya cabalgades”. Otro tanto ocurre con los acentos americanos de frase, por ejemplo, el superlativo de “hallé una flor más linda” equivalente a “hallé una flor lindísima” o los adverbios formados en el Caribe colombiano: “Así gracias a diosmente, sin dudamente” y todo lo anterior, sin caer en la situación delincuencial de los prevaricadores del habla que evocara Cervantes.

Quizá con esos modismos o americanismos, de los que nos sentimos orgullosos, máxime al aparecer diccionarios como el de Construcción y Régimen iniciado en mi patria por don Rufino José Cuervo a finales del siglo XIX y concluido cien años después. Quizá por eso recuerde el escritor español Juan Cruz que, antes del auge de los escritores latinoamericanos, los editores españoles se negaban a editar aquellos autores porque carecían en España de traductores.

¡Oh paradoja!, era la lengua común que en apariencia nos desune, según expresión del novelista chileno Jorge Edwards. Lo cual explica aquella anécdota tantas veces evocada, cuando los poetas españoles, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Agustín de Foxá y el colombiano Eduardo Carranza por los años cincuenta del siglo XX iban de Bogotá a la colonial Tunja por el lomo del altiplano Andino, y se detuvieron en una fonda campesina a atemperar el frío con recios aguardientes. El campesino que atendía en la fonda, los interrumpió así: «Ah, los señores son españoles».«Sí. –contestó Luis Rosales– ¿Y usted cómo lo supo?». El campesino replicó sin vacilar: «Pues por el dialecto que hablan».

Pienso ahora que, sueltas, mis palabras anteriores son tablas yertas; y que unas con otras, hilvanadas tienen toque de singladura, perfil de embarcación y un cierto aire de velámenes que viajan a través de las cartografías en busca de expansión, como nuestra lengua. Todo idioma tiene una historia y una geografía. El español, nuestra lengua, es un viaje de penetración en otras hablas como lo estamos percibiendo ya en el habla inglesa de Estados Unidos. Porque la tierra fue redonda primero en español.

Artículo extraído del nº 71 de la revista en papel Telos

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