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La utopía después del “fin de las utopías”


Por Rafael Vidal Jiménez

La triple proclamación del fin de la Historia, las ideologías y las utopías requiere una reconsideración crítico-deconstructiva. Así, la definición fenomenológica-hermenéutica de lo ideológico y utópico podría ser el impulso para un nuevo pensamiento (dis)-utópico, desde una visión constituyente y anti-determinista de lo social hasta una concepción ética y concreta de la permanente resistencia del sí-mismo.

El tránsito al siglo XXI ha sido pensado, a instancias del pensamiento hegemónico oficial, desde tres fines complementarios y, hasta cierto punto, consecuentes: el “fin de la historia”, el “fin de las ideologías” y el “fin de las utopías”. En el verano de 1989, un funcionario del Departamento de Estado norteamericano, Francis Fukuyama, proponía la conclusión definitiva del proceso de devenir histórico universal. Dentro del contexto de desilusión producida por el fracaso de la última gran aspiración utópica contemporánea encarnada en el comunismo soviético, el autor apuntaba hacia un estadio histórico terminal definido por la culminación del proyecto moderno inspirado en la idea del progreso. A partir de una elaboración particular de las concepciones filosóficas de autores como Hegel y Kojève, Fukuyama confirmaba la definitiva conciliación de la humanidad consigo misma, esto es, reafirmaba la presunta inevitabilidad histórica de la implantación universal del mercado y de la democracia.

Perry Anderson ha señalado que Fukuyama, por un lado, toma de Hegel su principio constitucionalista basado en la superioridad de las instituciones políticas del liberalismo, así como su propia visión optimista acerca del fin concebido como proceso de realización de la libertad en el mundo, para el que dichas instituciones liberales representan una condición necesaria. Por otro lado, adopta de Kojève algunas ideas que no aparecen en la filosofía hegeliana: la posición central del hedonismo del consumismo moderno, y la superación de la concepción tradicional del Estado nacional. «La síntesis resultante es original, ligando la democracia liberal con la prosperidad capitalista en un nudo terminal y enfático» (Anderson, 1996: 98). Esto conecta, por consiguiente, el pensamiento del autor con la nueva cobertura ideológica de lo que Ulrich Beck (1998) define, frente a los conceptos de globalización y globalidad, como globalismo, esto es, la mundialización del mercado y la imposición de éste a los estados nacionales. Se trata, en resumen, de la exaltación del advenimiento, ese nuevo reino de la subpolítica, también descrito por Beck, desde la ruptura del viejo equilibrio de poder entre los gobiernos nacionales y los intereses empresariales. Esta subpolítica constituye en sí un tercer ámbito situado entre lo político y lo no político, donde la acción de las empresas y el desarrollo científico-técnico quedan, desde la óptica de su normatividad, fuera del radio de acción de los requisitos democráticos de legitimidad. En este tercer ámbito «el alcance de los cambios sociales desencadenados resulta inversamente proporcional a su legitimación» (Beck, 2001: 240).

Es necesario resaltar que, en contra de lo que algunos interpretaron como la propuesta de una mera cancelación de los acontecimientos históricos, Fukuyama (1990) ( 1) no cuestionaba la presumible aceleración futura de los hechos históricos; ni siquiera descartaba la posible proliferación de conflictos residuales en ese proceso ya anticipado de identificación absoluta de lo real con lo racional ( 2). Tan sólo se limitaba a promulgar, en su esfuerzo legitimador de las nuevas condiciones económico-sociales, políticas y culturales surgidas del fin de la Guerra Fría, la victoria absoluta del liberalismo económico y político como punto final de la evolución dialéctica y unidireccional de la humanidad. De hecho, en respuesta a los analistas que consideraron los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 como una refutación de esta tesis, y haciéndola compatible con la supuestamente contradictoria teoría del «choque de civilizaciones» (Huntington, 1997), el propio Fukuyama (2001: 210) recordaba: «mi observación, hecha en 1989, en la víspera de la caída del comunismo, era que este proceso de evolución parecía estar llevando a zonas cada vez más amplias de la Tierra hacia la modernidad. Y que si mirábamos más allá de la democracia y los mercados liberales, no había nada hacia lo que podíamos aspirar a avanzar; de ahí el final de la historia. Aunque había zonas retrógradas que se resistían a este proceso, era difícil encontrar un tipo de civilización alternativa que fuera viable en la que quisiera de verdad vivir, tras haber quedado desacreditados el socialismo, la monarquía, el fascismo y otros tipos de gobierno».

Esta expresión ideológica de la supuesta superioridad cultural de la civilización tecno-científica occidental, basada en un enfoque reaccionario de la dialéctica hegeliana, enlaza, pues, de manera paradójica, con ese debate que se ha venido desarrollando desde los años 60 en torno al “fin de las ideologías”. Daniel Bell, en sintonía con las apreciaciones realizadas por Edward Shils acerca del declive de la figura del intelectual políticamente comprometido, y dentro del contexto del triunfo de la cultura y sociedad de masas, anunciaba, hacia el año 1962, el comienzo de una nueva era de resolución definitiva de los conflictos ideológicos que habían marcado la evolución del mundo contemporáneo (Bell, 1964). En El fin de las ideologías, incidiendo en el agotamiento de las ideas alternativas al proceso de modernización liberal capitalista, Bell inauguraba pues, esa nueva tradición política occidental que, anclada en la asunción de un nuevo ethos individualista y consumista, hoy tiene en la desmovilización, el consenso y el conformismo social sus actitudes más resaltables.

Finalmente, esta doble defensa del fin de las ideologías y del fin de la historia converge, siempre dentro del mismo ámbito cultural-simbólico, y, por tanto, ideológico en el que surge, hacia un cuestionamiento firme de las actitudes y pensamientos utópicos. Fernández Buey, consciente de los diversos sentidos que ha poseído el concepto a lo largo de la historia, sitúa el problema de la utopía en la capacidad que tienen las elites política y culturalmente dominantes para determinar y fijar el significado generalmente aceptable de términos como éste. Incide, pues, en la estrecha relación existente entre la posibilidad de cambiar el mundo y la capacidad para poner nombre a las cosas. De este modo, recalca que, en la actualidad, la palabra utopía tan sólo es pronunciable en la medida en que su uso quede restringido, en favor del nuevo realismo y pragmatismo políticos reivindicados por esas elites hegemónicas, a la manifestación, políticamente irrelevante, del deseo irrealizable de un mundo mejor, es decir, más justo, más igualitario y más habitable (Fernández Buey y Riechmann, 1997).

La muerte de la utopía, entendida ésta como exploración cultural de lo posible más allá de lo actual, tal y como es recogido por Paul Ricoeur, ya había sido intuida en los años 30 por un autor como Karl Mannheim, partiendo de la percepción de las tendencias conservadoras del socialismo reinante, de la progresiva burocratización de la propia utopía liberal, de la tolerancia y escepticismo crecientes y, ante todo, de «la reducción de todas las utopías a ideología» (Ricoeur, 1999: 299). Para el referido Mannheim, este declive de la utopía, en tanto nos arroja a un mundo que ya no está en proceso de realizarse, esto es, a un estadio terminal en el que la reducción de los niveles de inadecuación entre pensamiento y realidad social impide cualquier perspectiva de cambio futuro, encierra graves peligros que advierten de la esterilidad del último “triunfo” de la libertad. Entre ellos sobresale, fundamentalmente, la pérdida de un sentido global de la experiencia y del mundo. La desaparición de la utopía, por consiguiente, nos devuelve a un mundo tan fragmentado como inaprehensible, en el que la nueva actitud práctica constituye la vacía victoria de la congruencia: «La gente se ha adaptado a la realidad y por haberse adaptado a ella no tiene ilusiones; pero con la pérdida de las ilusiones los hombres también pierden todo sentido de la dirección» (Ricoeur, 1999: 300).

Pero, en mi opinión, lo que ante todo se pierde es la capacidad de resistencia ante el poder, o sea, la posibilidad de “salirse” de esos esquemas normativizadores del deseo, del ser y del pensar que circulan a través de las relaciones de poder dominantes y, en consecuencia, de constituirse abierta, plural y hermenéuticamente como auténticos sujetos. En este sentido, la urgente recuperación en nuestro mundo actual del sentido utópico de la existencia –entendida la propia utopía en los términos concretos que voy a tratar de delinear– ha de poner en juego un nuevo proceso de reapropiación simbólica de un sujeto autónomo deconstructor de los poderes que lo determinan. Para Deleuze (1996) ( 3), el auténtico sujeto debe ser devenir, proceso. En consecuencia, este tipo de pensamiento utópico debe propender hacia lo minoritario, considerado esto, en su acepción deleuzeana, como resistencia hacia cualquier acomodación al modelo vigente. Propongo, en resumidas cuentas, que este nuevo hombre, que podría sustituir al “último nombre” de Fukuyama, debe basar su identidad, no en la necesidad, no en la estabilidad de lo que ya es, sino en la infinita contingencia autocomprensiva de lo que todavía no ha llegado a ser.

Hacia una definición complementaria de utopía e ideología

Como se deduce de lo presentado más arriba, la recuperación de la utopía debe pasar por la consideración crítica de lo que representa la reducción actual de ésta a la ideología. ¿Qué significado pueden tener hoy las observaciones de Mannheim, rescatadas por Ricoeur, acerca de esa dilución de la utopía en la ideología? Para el mismo Ricoeur, siguiendo la actitud teórico-metodológica del citado Mannheim, la respuesta requiere un tratamiento conjunto de ambos aspectos, dentro de un mismo marco conceptual que remite a las estructuras fundamentales del imaginario social y cultural: «Mi hipótesis sostiene que hay un aspecto positivo y un aspecto negativo en la ideología y en la utopía y que la polaridad entre estos dos aspectos de cada término puede esclarecerse explorando una análoga polaridad entre los dos términos. Creo que esta polaridad entre ideología y utopía y la polaridad que hay en el seno de cada una de ellas pueden atribuirse a ciertos rasgos estructurales de lo que he llamado imaginación cultural» (Ricoeur, 1999: 45-46).

En síntesis, la polaridad que este autor establece entre ideología y utopía se resuelve en tres pares dialécticos que relacionan, de forma respectiva, los tres planos en los que funcionan uno y otro concepto. Para empezar, arrancando de la tradición abierta en los primeros escritos marxianos, la ideología se muestra como factor deformador de la realidad como praxis social ( 4). La ideología es, desde ese punto de vista, enmascaramiento de los auténticos procesos vitales en los que están insertados los miembros de la sociedad. Pero esta concepción crítica de la ideología implica un supuesto distanciamiento objetivo entre la teoría y la práctica, entre el sujeto y el objeto. Ricoeur (1999: 51) nos previene sobre el hecho de que la naturaleza problemática de este enfoque de la ideología radica en su reflexividad, por cuanto dicho concepto teórico participa de su propio referente: «Ser absorbido, ser tragado por su propio referente es tal vez el destino del concepto de ideología».

Es aquí donde estriba el anclaje que el propio concepto de ideología tiene en esas estructuras antropológicas del imaginario socio-cultural de las que forma parte de modo indisoluble. Por eso, Ricoeur acude, con la ayuda de la antropología fenomenológica de Clifford Geertz, a una segunda perspectiva específicamente cultural de la ideología. El intento de superar la oposición entre ideología y praxis obedece a la búsqueda de esas conexiones internas en las que el conflicto social sólo es perceptible desde el mismo sistema simbólico que permite su captación interpretativa. La imposibilidad de un espacio exclusivo desde el que determinar la deformación de la vida social como objeto significa, por tanto, que la experiencia de esa deformación es en sí misma ideológica. Siendo imposible cualquier tipo de percepción de la realidad sin la aplicación comprensiva de algún modelo, la ideología, en suma, está directamente relacionada, en este caso, con los procesos de integración socio-cognitiva y simbólica de la propia experiencia. Es, sobre todo, un orientador esencial de la vida en su aportación de sentido a la acción, determinando, como resultado, las posibles posiciones del individuo dentro de los ámbitos de coexistencia social en los que está emplazado.

Pero esta dialéctica entre el sentido expresamente crítico-político que toma la ideología en su primera acepción como “deformación”, de una parte, y el tono de neutralidad antropológica que adquiere en la segunda como “acción simbólica”, de otra, converge en un tercer significado. Éste lo encuentra Ricoeur, en diálogo con Max Weber, en el tema de la “legitimación de la autoridad”. La ideología se muestra, de esta forma, como una especie de realizador simbólico de la política. Remitiendo al universo simbólico del que emerge, y desde las estrategias de la persuasión que pone en marcha, la ideología constituye un potente aparato estimulador del consenso y la cooperación social ( 5). Tratando de paliar, es decir, de encubrir, la falta de racionalidad absoluta existente en cualquier sistema de legitimación política, la ideología ofrece el código de interpretación que garantiza la integración social. En síntesis: «La ideología debe superar la tensión que caracteriza el proceso de legitimación, una tensión entre la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad y la creencia en esa legitimidad por parte de la ciudadanía. La tensión se da porque, si bien la creencia de la ciudadanía y la pretensión de la autoridad deberían estar en el mismo nivel, la equivalencia de creencia y pretensión nunca es verdaderamente real, sino que es siempre más o menos una fabricación cultural. De manera que en la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad siempre hay algo más que en las creencias realmente sustentadas por los miembros del grupo» (Ricoeur, 1999: 56).

Una vez definida la ideología desde estos tres niveles, Ricoeur, como ya he indicado, teniendo en cuenta el doble carácter positivo y negativo que también posee el concepto de utopía, aborda su definición dirigiéndose a su estructura funcional. Para ello arranca de la idea central de “ningún lugar” expresada en la propia palabra y en las descripciones de Tomás Moro. La utopía, así, representa un instrumento simbólico imprescindible para repensar nuestra realidad social. Es, en lo básico, un campo de exploración de lo posible, un ensayo imaginario de otras formas de vivir. Pero ello puede llevar asociada una clara tentación hacia la evasión y la fantasía. Las variaciones imaginativas que las utopías introducen en temas como los de la sociedad, el poder, la familia, la religión, etc., las convierten, en primer lugar, en la contrapartida de esa noción primitiva de ideología como deformación. En este nivel, la utopía queda relegada a la categoría de lo irrealizable, perspectiva que, como ya he señalado con la ayuda de Fernández Buey, compete a la complacencia casi “piadosa” con la que los grupos dominantes tratan hoy día cualquier tipo de manifestación de estas características. A pesar de todo, el significado de la utopía no se agota en el mero efecto literario de evasión fantasiosa. Lo utópico también se despliega como alternativa a los otros dos conceptos de ideología referidos.

Frente a la ideología como factor simbólico integrador del cuerpo social, la utopía funciona, desde ese punto de vista aludido del “ningún lugar”, como espacio de proyección imaginaria de lo posible. Enlazando, en mi opinión, con esa ontología del no-ser-todavía, con esa fenomenología de la conciencia anticipativa y con esa filosofía de la posibilidad desarrollada por Ernst Bloch en El principio esperanza (1980), ello otorgaría a la utopía el papel primordial de mediación entre el “paisaje desolado” de la realidad, y las expectativas y realizaciones de la voluntad humana. La fundamentación ontológica del pensamiento utópico, concebido éste en un sentido general, sería, pues, la materia procesual, el mundo y el hombre como realidades indeterminadas, como posibilidades. La utopía, en definitiva, como apuesta intencional por el porvenir, como esperanza abierta, constituiría, no sólo un rasgo esencial de la conciencia humana –el auténtico pensamiento siempre se sobrepasa a sí mismo, es continua superación del presente y tensión hacia el futuro, es pensamiento sobre lo que todavía no es–, sino también, en su aprehensión concreta, una determinación fundamental dentro de la realidad objetiva de la totalidad. La utopía como esperanza es una estructura esencial del ser humano ( 6).

Por último, llegamos a ese nivel donde, con anterioridad, se había propuesto el cruce entre lo ideológico como deformación y lo ideológico como integración cultural, el de la legitimación de las instituciones políticas sostenedoras del orden social presente: «Si la ideología es legitimación, la utopía es una alternativa del poder existente. Puede ser una alternativa del poder o una forma alternativa de poder» (Ricoeur, 1999: 325). El conflicto entre las distintas identidades ideológicas es correlativo, en última instancia, a las distintas formas de acceso a las instituciones y prácticas reguladoras de las relaciones de los individuos dentro de un determinado orden de jerarquía. La ideología, como ya se ha precisado, clasifica, distribuye, determina las posiciones relativas que los sujetos ocupan unos con respecto a los otros. Es desde aquí desde donde creo que puede ahondarse en el auténtico nexo existente entre aquélla y la utopía, y entre ambas y el sustrato simbólico del que emanan. Me refiero al tema central de la temporalidad. El intento de superación, desde el presente, de la distancia que separa la pretensión de legitimidad del poder de la creencia social en esa legitimidad posee unas radicales implicaciones temporales. Éstas suponen la proyección diferencial de los distintos niveles de incongruencia entre las intenciones sociales y la realidad hacia los horizontes de las experiencias pasadas y de las expectativas futuras. De hecho, el propio Karl Mannheim basó su tipología de las utopías en los comportamientos temporales que definen los distintos proyectos sociales que las conforman. Insertando, a su vez, cada una de ellas en una secuencia temporal que marcaría la dirección del cambio histórico de su “configuración utópica” general, acabó por deducir –ya se ha dicho– que «la historia de la utopía constituye una gradual ‘aproximación a la vida real’ y, por lo tanto, una declinación de la utopía» (Ricoeur, 1999: 299). Sin entrar en discusiones de fondo sobre los presupuestos teóricos sobre los que Mannheim estructura su esquema global del fenómeno utópico, sí creo, no obstante, necesario extraer las máximas consecuencias de dicha lectura temporal de la relación entre ideología y utopía.

Temporalidad(es) y pensamiento(s) utópico(s)

Basándose en las aportaciones de Niklas Luhmann y Reinhart Koselleck, Beriain (1990) afronta la dimensión ideológica de la idea moderna del progreso unilineal y, por ello, su elemental ambigüedad, desde un “esquematismo temporal-social”. En tanto “regla de conocimiento”, este esquematismo se apoya en un concepto diferencial temporal de las identidades ideológicas, permitiendo concebir el tiempo como doble condición de posibilidad de la continuidad y discontinuidad de dichas identidades con respecto a las instituciones dominantes. De este modo, en tanto el proyecto ideológico esté pendiente de su definitiva adecuación a la realidad que pretende atrapar y gobernar, en tanto todavía no exista una absoluta identificación entre los códigos de conducta política y de comportamiento social que expresa, por un lado, y el orden social que le pre-existe, por otro, toda ideología debe contener, según yo creo, algún tipo de componente utópico previo que trate de trascender los límites de ese presente inacabado. En tanto predisposición al cambio, la utopía se corresponderá con el motor de realización en el tiempo de las identidades ideológicas que complementa. Esa trascendencia temporal del presente podrá adoptar modalidades distintas de acuerdo con las interpretaciones que se hagan del mismo con respecto al pasado y el futuro y, como se ha indicado, con el propio diagnóstico temporal que se haga en cuanto al grado de coherencia logrado, en esa actualidad de referencia, entre proyecto y realidad. Y ello puede entrañar que en el momento en que dicha correspondencia se perciba como consumada, la actitud utópica deje de tener sentido, puesto que la vocación esencial de la ideología no es el cambio, sino su perpetuación como realidad cristalizada. La ideología aspira, en fin, a la neutralización de cualquier alteración del estado social alcanzado.

Propongo, de esta manera, la aplicación en el análisis del pensamiento utópico del enfoque fenomenológico de la temporalidad elaborado por Niklas Luhmann. Éste considera el tiempo desde esa interpretación del presente desde una determinada diferenciación entre el pasado y el futuro, que ya he anunciado más arriba. Tratando de dar respuesta al problema sociológico de la relación entre la experiencia temporal y la dinámica de los sistemas sociales, Luhmnann (1992: 170) piensa el presente como un elemento articulador del tiempo y la realidad, atribuyéndole, en la misma medida, un estatus especial como «conjunto de constricciones de cara a la integración temporal del futuro y el pasado». La cuestión estriba, pues, en la valoración de lo que significa la condición del pasado y del futuro como horizontes del presente. Con respecto al segundo, el autor concluye que «el futuro no puede empezar». Lo que, en mi particular estimación, implica, de igual manera, que el pasado está siempre siendo. Ello debido, precisamente, a que futuro y pasado constituyen mecanismos de regulación de la selección de acciones realizadas en el presente; es decir, su calidad de horizontes los convierte en pantallas de proyección de una experiencia que sólo es comunicable en una secuencia infinita de actualidades. Por lo que cualquier alusión a procesos que se ponen en marcha, o que se consideran concluidos, siempre se hará a través de un uso iterativo de las modalidades temporales, que tienen en el presente su punto móvil de referencia: presente futuro, futuro presente, futuro pasado, etc. ( 7). En lo tocante al futuro como horizonte, que es lo que compete, en principio, a la utopía, podemos hablar, apoyándonos en Luhmann, de “futurización” y “desfuturización” en función del aumento o disminución de su grado de apertura desde el presente. La utopía supondría, de este modo, un esquema de integración temporal centrado en un futuro plenamente futurizado. En éste, el futuro presente estará abierto a presentes futuros diversos en los que se proyectan las esperanzas –tradicionalmente se sitúan aquí las utopías positivas de Moro, Campanella, Saint-Simon, Fourier, Cabet, etc.– y los miedos –en este caso, estaríamos ante las utopías negativas de Zamiatin, Huxley, Capek, Orwell, etc.– de una sociedad dada ( 8). Quiero resaltar que, desde este momento, trataré de valorar las utopías, no exclusivamente en virtud de la mera discrepancia con respecto a la realidad que en sí expresan, sino también por el modo en que cumplen ese requisito futurizador, es decir, esa extrapolación de la experiencia presente al plano temporal de lo que todavía no es.

Si nos atenemos, por ejemplo, a lo que se ha aceptado, en general, como el comienzo premoderno de la tradición utópica occidental concretado en obras como La República de Platón, la valoración de un futuro abierto resulta problemática. El predominio en la época premoderna de una concepción circular del tiempo, fundada en la eterna repetición de una identidad dada desde y para siempre, no permite una auténtica concepción prevaleciente del futuro como meta o esperanza, como horizonte de otras posibilidades del ser. En realidad, la configuración por parte de Platón de su sociedad ideal se basa en un principio espacial del tiempo, que responde a la subordinación de la sucesión lineal de los acontecimientos humanos al esquema jerárquico representado por la oposición entre la idea –el modelo– y la copia. Por tanto, esa estructuración mítica de la ciudad perfecta de los filósofos gobernantes, de los guerreros y del resto del cuerpo civil trabajador no significa otra cosa que la proyección, en el interior de la comunidad presente, de las cualidades arquetípicas del alma: la sabiduría de las ideas eternas, el valor y la moderación o autocontrol. Ello constituye, en suma, la elaboración de una identidad ideológica de tipo reactivo que, en contra de la realidad presente de la democracia ateniense –el fin de toda estabilidad y todo respeto de los valores–, reenvía la sociedad presente al pasado primordial personalizado en la aristocracia, en el gobierno del filósofo, el que «es a la vez el gobernante ideal y el hombre ideal, y posee también el conocimiento de la realidad suprema» (Grube, 1973: 414).

La República platónica acabó inspirando una tradición utópica occidental que cristalizaría fundamentalmente en el siglo XVI. Ahí hemos de situar la descripción de ese “ningún lugar” ideal realizada por Thomas Moro en su celebre Utopía (1516), la Civita solis imaginada por Tommaso Campanella, ya en 1623, como un nuevo reinado de la verdad espiritual que liberase al hombre de los bajos instintos que le aprisionaban, e, incluso, el sueño milenarista de Thomas Münzer, concretado en la revuelta campesina antiluterana del periodo 1521-1525 ( 9). Pero, al margen de los niveles de discrepancia entre pensamiento y realidad que estas obras expresan, el modo en que sus configuraciones imaginarias de un mundo mejor son referidas a un futuro, que enlaza atemporalmente con una identidad mítico-religiosa ya completada en el pasado, dificulta, creo, la posibilidad de hablar de utopía en ese sentido futurizador al que me refiero. La mera nostalgia por un pasado prototípico no es, a mi entender, compatible con ese concepto de utopía plural e infinitamente progresiva que estimo más plausible.

Frente a ese tipo de utopía reactiva premoderna, la modernidad, estimulada por la nueva categoría del progreso unilineal, será la oportunidad para la construcción de nuevas identidades ideológicas sobre la base de un pensamiento utópico menos desfuturizador. Incitadas por esa idea de progreso –ésta actúa como mediadora entre los principios de la recurrencia circular de la identidad y de la sucesión continua de las diferencias socio-culturales–, las nuevas utopías liberales y socialistas inauguran una singular preocupación histórica por el futuro. Sin embargo, el sentido utópico de ambas versiones del pensamiento moderno va a estar mediatizado temporalmente, como ya he adelantado, por el grado diferencial de adecuación entre idea y realidad que vayan adquiriendo a través de los procesos revolucionarios protagonizados. En el contexto histórico del absolutismo moderno, base política del sistema económico feudo-mercantil y de la sociedad estamental, la naciente ideología liberal sólo era expresable en términos utópicos. Como reflejo de las aspiraciones políticas y económico-sociales de la burguesía, el liberalismo, con todas sus promesas ilustradas de libertad, igualdad, bienestar material y de conocimiento pleno de la realidad, tenía su razón de ser como conciencia anticipadora de un futuro transformador de ese orden social presente sostenido por la nobleza hegemónica. En este sentido, la identidad quedaba proyectada, no hacia lo que es, sino hacia lo que pretende llegar a ser. La experiencia histórica ha podido demostrar sin embargo que lo que, en un inicio, se había formulado dialécticamente como una auténtica alternativa utópica a la ideología absolutista, se ha ido poco a poco ideologizando a sí mismo hasta el punto de que dicho componente utópico ha sido estratégicamente abolido. La consumación de la revolución liberal, la universalización creciente del capital y la democracia han supuesto, como reflejan las nuevas tesis de “el fin de la historia” y del “fin de las ideologías”, el triunfo de una ideología dominante que, en su misma pretensión de eternidad, ha dejado de mirar al futuro para retrotraerse a sí misma. Ello permite el afloramiento del sustrato mítico que el pensamiento utópico venía conservando desde sus orígenes premodernos.

Lo mismo se puede decir de la utopía marxista. En respuesta a los resultados relativos que la revolución liberal había ido alcanzando desde finales del siglo XVIII, el marxismo se erigirá a mediados del XIX como un nuevo proyecto social global alternativo. Esta nueva utopía, contrautópica a la vez, en tanto se expresa por y a través de su adversaria liberal dentro de ese dinamismo con el que Mannheim define su noción de “configuración utópica”, será una nueva manifestación de discordancia; esta vez, entre sus propios códigos de conducta y organización social, y las instituciones liberales en proceso de consolidación. Así, cuando Engels operó esa desviación del pensamiento marxiano hacia posturas de carácter economicista determinista, las expectativas futurizadoras del socialismo fueron paulatinamente reduciéndose hacia esa consumación terminal que representó el comunismo soviético. Engullido por sus mismas denuncias –realizadas en pos de su supuesta cientificidad– del carácter ideológico y utópico de las ideologías rivales, ese marxismo ortodoxo ha devenido en ideología fracasada. Fracaso empíricamente deducible a tenor de los resultados históricos de esa experiencia soviética. Fracaso ya contenido potencialmente en su propia formulación determinista, en su deseo de dejar algún día de ser utopía anticipando, de forma unilateral, el advenimiento de su propio “reino” de la armonía y la conciliación universal.

Estas dos utopías regresivas y autodestructivas, sujetas a sus respectivas autodeterminaciones cuasi míticas, esos dos discursos de la “tierra prometida” de la libertad futura, han quedado, en definitiva, reducidas a las cenizas de la explotación, la dominación y el sufrimiento humanos. Históricamente correlacionadas, han basado su auto-disolución en la osadía de inscribirse en el lugar privilegiado de un metarrelato, lineal o dialéctico, pero, al fin y al cabo, unidireccional, cuya pretendida conclusión tan sólo constituye la contrapartida a su incapacidad para responder a las expectativas humanas creadas. En consecuencia, con ellas no sólo se truncan unas esperanzas, sino que se acaba una forma histórica de entender el tiempo. Con su estrepitosa debacle no finaliza el proceso histórico. Éste habrá de tomar nuevos rumbos. Lo que realmente han terminado es un modo de pensar la historia, y, por consiguiente, el futuro, consistente en la presunción metafísica de la linealidad, de la reducción progresiva, en nombre del sujeto universal como meta final, de la capacidad por parte del hombre de elaborar su historia de acuerdo con las trayectorias múltiples trazadas por su propia circunstancialidad. Luis M. Sáenz es uno de esos autores, entre los que se pueden incluir a otros como Manuel Cruz (1991), o los ya citados Fernández Buey y Josep Fontana, que se han preocupado de delimitar con claridad las responsabilidades del propio Marx con respecto a las reelaboraciones de su obra emprendidas tras su muerte. En contraposición a la visión dialéctica-unidireccional y metafísica-determinista del proceso histórico que adoptó el marxismo en sus interpretaciones engelsiana, leninista y estalinista, Sáenz (1997: 154) defiende: «Quizá lo más importante de todo sea comprender que, en definitiva, la acción humana y otros factores incontrolables introducen un núcleo duro de indeterminación en la historia, no reducibles a las influencias de la economía, la ideología, la política u otros factores prefijados. La historia no hace nada. La historia no tiene otro sentido que el que, día a día, recibe del hacer humano. Y ese hacer puede aún sacar mucho partido de dos aportaciones de Marx: una radical comprensión de la naturaleza esencial de la sociedad moderna y una nueva visión del papel de la clase trabajadora en la transformación política y social de esa misma sociedad».

Futurización (dis)utópica y resistencia ético-política

Sin embargo, el balance histórico actual, más allá de las falsas expectativas creadas por los charlatanes neoliberales de la libertad global, no parece dejar, en principio, mucho margen para la ilusión. Atrapados en un mundo disgregado en el que cada vez resulta más difícil pensarse, abandonados a la suerte de una inquietante eternidad, es necesario, bajo mi punto de vista, revitalizar una nueva forma de actitud utópica que nos devuelva el viejo apego al futuro como fuente de la libre autorrealización. Ello reclama una nueva experiencia del tiempo que haga de ese futuro, no la mera consecuencia, ya anticipada, de las determinaciones contenidas en el momento presente, sino el verdadero espacio de la creación humana. La restauración de una idea tan erosionada como la de la libertad sólo será posible cuando comprendamos que ésta «es tarea por cumplir, problema por resolver. Tarea problemática para la que no podemos prescindir de la herencia de Marx o de la Ilustración. Ni prescindir de ella, ni limitarnos a ella» (Sáenz, 1997: 153). Es tiempo, por tanto, de recobrar la utopía, pero, como demandan el propio Luis M. Sáenz y el citado Juan M. Vera, en un sentido disutópico. En realidad, esa dis-utopía que proponen es, ciertamente, utópica, siempre que por utopía entendamos impulso renovador hacia el futuro. La alternativa a la misma que expresan con el prefijo “dis” es el toque de atención sobre la necesidad de reubicar dicha tradición utópica en esa nueva temporalidad abierta, plural, multidireccional, superadora del progreso unilineal, de la que hablo. Por tanto, su disutopía, conservando ese amplio margen de discrepancia con respecto a lo existente, nos coloca en el prisma de una radical resistencia post-revolucionaria, nos empuja hacia una sociedad infinitamente constituyente, protegida del advenimiento de mundos concluidos de cualquier clase, sobre todo, pienso, de los que tienen la orwelliana costumbre, como el nuestro, de sostener como eslogan: «La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza» (10).

Este pensamiento disutópico, el cual ha de ser una respuesta a esas otras utopías reactivas y regresivas dirigidas a totalidades sociales superadoras de las contradicciones humanas, debe descansar, para Juan M. Vera (1997: 132), siguiendo a Castoriadis, Negri, y Prigogine y Stengers, respectivamente, en una concepción de la historia como proceso de construcción humana permanente, en la idea de un poder constituyente como forma política realizada en la complejidad filosófico-política y ética emergente, y, en suma, en «una consciencia organizante de la complejidad que ha renunciado a ofrecer proyectos terminados de ordenamiento social. Una disutopía constitutiva, disutopía en acción, forma de una nueva alianza entre la historia de los hombres, la historia de las sociedades y la aventuras del conocimiento». Un conocimiento, añadiré, que debe hacerse no en la necesidad, sino en la contingencia como modo de autorreconocimiento para ese sujeto-proceso cuyos horizontes de posibilidad sólo son condicionados, de manera relativa, por las estructuras intencionales de las necesidades individuales y colectivas. Esta disutopía casa pues, con esa “utopía concreta” que Fernández Buey (1997), haciéndose eco de la obra de Ernst Bloch, sitúa en un contexto moral individual ajeno al plano histórico lineal de las ideas políticas. Se trata de una utopía que se contrapone a esa otra “utopía abstracta”, que omite el momento de la mediación entre consciencia anticipadora y proyecto, que es extraña al auténtico contacto con la vida por parte de un hombre que está siempre por hacerse. Esa utopía concreta será, por el contrario, un “trascendente sin trascendencia”, una “esperanza desesperanzada”.

Una vez que comprendamos el valor ético-político y epistemológico de la sustitución de la Historia Universal por la multiplicidad de historias, esto es, del re-emplazamiento del Progreso por la variación temporal-histórica, por la repetición infinita de las diferencias, por el descentramiento con respecto al punto de fuga de una identidad universal imposible, estaremos en condición de recobrarnos en esa nueva utopía. La utopía después del fin de la utopía debe ser, en definitiva, un nuevo aliento hacia el verdadero cambio, hacia la incansable transgresión. Debe significar la intuición, desde un presente problemático, de un futuro abierto, el cual siempre habrá de diferir, de algún modo, de las posibilidades que represente dicho presente. Debe comportar una recuperación de nuestro propio tiempo, tiempo de diálogo, tiempo de encuentro, tiempo de satisfacción de las auténticas necesidades. Como señala Guy Debord (2002: 132), «El tiempo irreversible de la producción es ante todo la medida de las mercancías. Así pues, el tiempo que se afirma oficialmente en toda la extensión del planeta como el tiempo general de la sociedad, y que no tiene más significación que los intereses particulares que lo constituyen, no es más que un tiempo particular». Un tiempo particular, que, hoy inscrito en la nueva reversibilidad de los procesos informáticos desde los que se activan los nuevos modos de reproducción especulativa del capital financiero a escala mundial, se refugia en la eternidad global de un “fin de la historia” que no sabe de las oportunidades que cada pueblo, que cada cultura con historia propia puede y ha de reservarse.

Pensar un futuro abierto entrañará, pues, la proyección de las líneas de fuga y de las líneas de resistencia de Deleuze y Foucault, respectivamente. Será avanzar releyendo y reescribiendo una y otra vez la historia. Será la reconstrucción de una nueva racionalidad histórico-interpretativa proclive al diálogo horizontal entre las diferencias culturales, capaz de volcar nuestra radical finitud hacia el encuentro dinámico con la novedad del otro (11). Pensar un futuro abierto será tratar de superar el predominio actual de la ley del más fuerte como marco regulador de las relaciones internacionales. Pensar un futuro abierto será globalizar “desglobalizando”, territorializar “desterritorializando”, será la oportunidad para la redefinición de una nueva conciencia colectiva mundial que, como antídoto a la creciente atomización y desintegración de lo social, habilite nuevos espacios de decisión en conflicto con las elites tecnocráticas hegemónicas. Pensar un futuro abierto será el motivo para revivir una marchita cultura democrática diluida en la farsa de la vacía representatividad formal. Pensar un futuro abierto será educar no domesticando, no totalizando la obediencia irreflexiva. Pensar un futuro abierto más allá del progreso será, en conclusión, el reestablecimiento de una nueva relación no jerárquica, no dominadora, no meramente explotadora, con el medio ecológico. Al fin y al cabo, «lo que le acaece a la Tierra, les acaece también a los hijos de la Tierra. Cuando los hombres escupen a la Tierra, se están escupiendo a sí mismos. Pues nosotros sabemos que la Tierra no pertenece a los hombres, que el hombre pertenece a la Tierra. Eso lo sabemos muy bien. Todo está unido entre sí, como la sangre que une a una familia. Todo está unido» (12).

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Artículo extraído del nº 70 de la revista en papel Telos

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Rafael Vidal Jiménez