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La profesión publicitaria por dentro


Por Enrique González-Manet

De acuerdo con las estadísticas, el espacio que la publicidad ocupa en nuestras vidas convertido en promedios de mensajes recibidos diariamente, tiempo repartido con nuestras horas de ocio o cualquier otro indicador que se les ocurra a los magos del recuento y la proyección, es espectacular. Eso sí, cuando descendemos al individuo, estas cifras de vértigo han de relativizarse de acuerdo con imposibles coeficientes correctores relacionados con las convicciones que se profesan, el estado de humor que nos hace más o menos receptivos a los mensajes, los umbrales de cansancio y desconexión, en fin, la infinita capacidad de selección y almacenamiento del cerebro humano.

«Cultural schizophrenia occurs whenever society begins
to reinvent its vision on how it will conduct affairs in the future»
The Visionary’s Handbook, Watts Wacker y Jim Taylor

¿Y eso de qué va?

A lo largo de los años, al tener que declarar mi profesión por uno u otro motivo, me he encontrado muchas veces enfrentado a una pregunta cargada de curiosidad: ¿Qué hace un publicitario? Mi añorado padre, dedicado al pequeño comercio y con fuertes lazos que le ligaban al campo y a una familia que vivía de la agricultura, falleció sin entenderlo del todo pese a mis esfuerzos por explicárselo para ganarme algún día su beneplácito y disfrutar de su orgullo de padre. Demasiado abstracto, demasiado absurdo, demasiado improductivo. Tal vez si él me hubiera reconocido posando con una sonrisa dentífrica en los mismísimos anuncios…

Al ser formulada por gente de mi generación, he visto con frecuencia que la pregunta podía ir acompañada de un atisbo de temor o sorna, o servir para marcar inmediatas distancias. Creo que se le debe a Alfred Hitchcock la frase: «Si no tienes enemigos, los publicitarios pueden facilitarte unos cuantos». Algo que no sucede con la generación de nuestros hijos, urbana incluso en el campo, para quienes la publicidad, profesionalmente hablando, ha gozado de gran crédito y venido representando alguna clase de desiderátum. Habrá que ver qué pasa con la próxima generación ( 1).

Como tantas palabras que burlan los intentos de definición fácil y brillante, la que nombra la actividad conocida por “publicidad” y el término que etiqueta a quienes la practicamos –“publicitarios/as”– hacen todo cuanto pueden por escabullirse de los límites en que pretendemos encajonarlos –ya sea por ansia de rigor, ya por conveniencia– y nos sorprenden con facetas nuevas, o resucitando perspectivas desdibujadas de la historia de este siglo y medio de intensa consolidación de las comunicaciones comerciales, de interés público, institucionales y políticas en los espacios de pago de los medios de comunicación, espacios tarifados y fácilmente identificables como “publicitarios”. Quisiera subrayar este punto en un tiempo en que comienzan a proliferar fórmulas y más fórmulas de la, a veces medrosa, a veces alegremente llamada “publicidad encubierta”.

Como muchos otros publicitarios antes que yo, agradezco como una conquista irrenunciable para el público y para el desarrollo digno de la profesión la garantía de que la publicidad se presente reconocible como tal, a cara descubierta. Si los experimentos subliminales que en una época volcaron sobre la publicidad el estigma de dibujarse ésta como una amenaza al servicio de poderes aplastantes e intereses inconfesables de la industria y la política, y no prosperaron más allá del laboratorio y por poco tiempo, no veo por qué no considerar otra clase de subliminalidad –light si se quiere, pero en lo esencial no menos azufrada– la invasión de la comunicación comercial en los espacios no publicitarios hecha por la puerta de atrás, una práctica de dudosa validez y peor gusto en una sociedad abierta, democrática, que dice necesitar a la transparencia como su gran aliada.

Alegar en defensa de esta intrusión la necesidad de salir al paso del desgaste de los formatos clásicos (sin poner definitivamente en cuestión la inclemencia de las fórmulas de comercialización y programación de la publicidad por parte de los medios, sus guerras comerciales, el verdadero quid de la cuestión) y anteponer el discurso de la eficacia a cualquier otro, haciendo el supuesto de que representa un progreso de los tiempos amalgamar contenidos informativos o de entretenimiento con presencias y mensajes publicitarios en un tótum revolútum indiscernible a fin de atrapar a la audiencia, por fin, desprevenida, inicia una deriva regresiva de oscuro futuro.

Lejos de hacernos a los publicitarios mejores y más indispensables, tiende una vez más a pervertir, o como poco intoxicar, la galaxia de las comunicaciones y trae consigo el “pan para hoy, hambre para mañana” típico de las soluciones que los aprendices de brujo pretenden mágicas. Y ya empezamos a tener una experiencia de los aprendices de brujo: con su ofuscación, menosprecian la creciente capacidad de oposición del individuo y de la ciudadanía a los intentos, más y menos sofisticados, de manipulación de la audiencia. Mi modesta aunque radical voz en el desierto propondría sobre este punto: “tolerancia cero”, en busca de una progresiva renovación de la publicidad concebida como una actividad que, aun financiada por anunciantes con intereses muy concretos, esté decididamente al servicio de los consumidores y no contra ellos. Selecciónese con criterio la mejor publicidad del mundo y podremos percibir ese valor, desde que el discurso publicitario comienza a salir de su etapa infantil.

Profesión de profesiones

Limitemos pues, mientras podamos, la publicidad a las actividades de creación, producción y difusión de un tipo de contenidos que aspiran a disponer favorablemente a las audiencias hacia productos, marcas, proyectos, programas, empresas, instituciones o personas, a través de “presencias” o mensajes insertados en los medios de comunicación, en formatos identificados y tarifados por cada medio como “publicidad”. O en soportes situados en espacios fijos y móviles, creados o habilitados para tal fin, desde las pantallas o pancartas de un gran estadio, al neón sobre un edificio o el autobús decorado de punta a punta con un mensaje comercial. O en objetos de la más variada condición, desde el coche de Fórmula 1 y el hipercomercializado traje de su piloto, hasta el más socorrido llavero, lápiz o carterita de cerillas que se constituyen en vehículo promocional y de presencia de las marcas. (Aquí vamos a dejar a los expertos abordar las sutilezas que pudieran separar conceptualmente la publicidad de la promoción. Por mi parte, no conozco a nadie que se sienta incómodo con la etiqueta de publicitario dedicándose a las actividades y comunicaciones que hoy se suelen puntear bajo el título relativamente moderno: below the line –no exento a su vez de detractores porque below induce a muchos a pensar en comunicaciones de segunda división y en absoluto es así–).

En cuanto profundizamos, nos encontramos con una pléyade de especialidades, podríamos decir profesiones, que se dedican a hacer posible la publicidad, y que hoy se ejercen animadamente en el seno de las empresas anunciantes, en los gabinetes dedicados a la comunicación de corporaciones, organizaciones e instituciones, en las agencias de publicidad de todo tipo y tamaño, de comunicación interactiva, promoción, marketing directo, marketing telefónico, regalos, activación de ventas y eventos; en los estudios gráficos, las compañías de artes gráficas, de producción cinematográfica, de sonido y de audiovisual, agencias de fotógrafos e ilustradores, hasta traductores publicitarios; en las agencias de artistas y modelos, las compañías que ofrecen consultoría estratégica, las agencias y centrales de compra de medios y, por supuesto, en los propios medios.

¿A quién llamamos pues publicitario o publicitaria? Las universidades y escuelas hacen un esfuerzo loable por abrir y a la vez acotar la profesión en los límites de sus programas troncales de estudios, y de atender a su disparidad ofreciendo creciente variedad de itinerarios o postgrados, “customizando” la carrera en función de la vocación o las aptitudes del estudiante y de las áreas que aparentan tener más demanda y por tanto más salidas profesionales. No obstante, todavía están lejos de responder al amplio arco de especialidades que la evolución de la actividad publicitaria va demandando a su paso, lo cual no tiene por qué representar especial motivo de alarma.

Si bien es importante que la carrera universitaria se ocupe a fondo de la publicidad, en respuesta a la demanda social y empresarial y sobre todo al peso cierto de la publicidad en nuestras vidas, y se comprometa con la generación, ordenamiento, transmisión, investigación y preservación de conocimiento de lo que podríamos llamar núcleo duro de la especialidad publicitaria, no es menos importante que la actividad abra las puertas a diferentes habilidades y conocimientos universitarios y extrauniversitarios, e integre en equipos a profesionales llegados de campos tan distintos como los estudios de empresa o los de arte, la informática o las ciencias sociales, la lingüística o la música. Oponerse al intrusismo profesional en nuestra actividad se me antoja una labor tan titánica e inútil como poner puertas al campo. Con un arco tan amplio de saberes y habilidades como el requerido para la práctica publicitaria y con un modelo de trabajo de equipo interdisciplinar, imprescindible para abordar la amplia casuística que se le presenta a la empresa que produce publicidad o se sirve de ella, lo mejor será confiar a la selección natural y al buen criterio de directivos y responsables de recursos humanos, el criterio último de quién vale y quién no vale, de entre los que llaman a la puerta de la profesión o son llamados a ejercer de publicitarios procedentes de otras carreras u oficios.

Ya tenemos un atisbo de la dificultad que se nos presenta ante un DNI que estampe la palabra “publicitario/a” en el apartado profesión, para saber a qué se dedica de verdad la persona que acabamos de conocer, cosa que sucede en menor medida con profesiones consolidadas por la historia como la de médico, maestro, arquitecto o militar. O con oficios como el de escultor, pirotécnico, cura o librero.

Oficio versus profesión

Me gustaría reclamar la atención del lector para resituar estas dos palabras, profesión y oficio, e intentar entender mejor la razón de la ambigüedad de la imagen actual del publicitario. Confío en que ello arroje cierta luz sobre “la publicidad por dentro”. He de anticipar que tras 35 años en esta actividad, me siento igualmente estimulado y obligado por ambas ( 2).

Desde el punto de vista etimológico y de uso, las diferencias entre ambos términos parecen claras en latín, aunque a veces pueden superponerse. De entrada, officium tiene más solera que professio, que es un término más bien tardío. Pero lo más importante es que officium está más ligado a la esfera de las virtudes públicas y a la noción de deber, de trabajo bien hecho que cualquiera puede apreciar y evaluar, mientras que professio está más vinculada con el dominio de la técnica, la especialización y la propia transmisión de ese saber técnico (un saber o una habilidad que hay que prometer o declarar, puesto que su control y evaluación queda a priori fuera del alcance del común de las gentes).

Vivida la actividad desde dentro y tras cruzarme, encontrarme o intimar con tantas personas de valía en muy diferentes campos que confluyen en la publicidad, siento que “profesión” y “oficio” en sus acepciones más nobles se encuentran y entrelazan en la esfera publicitaria, sin permitir que podamos pronunciarnos a ciencia cierta sobre cuál ocupa más espacio o es más importante. Tras la contienda por que prevalezca una u otra de las palabras para definir nuestro quehacer se adivina la vieja polémica, en verdad nunca pasada de moda, sobre la disyuntiva ciencia versus arte, que tanta tinta ha hecho verter en la literatura del sector, tanto juego ha dado en encuentros y debates, y tanto ha terminado por aburrirnos dada la tendencia a defender, tras la apuesta por una u otra, intereses más inmediatos o tangibles que los que pudieran esperarse de una desapasionada discusión para la clarificación intelectual del asunto. Clarificación muy necesaria si queremos no sólo relanzar en firme la idea de que la creatividad, entendida desde la perspectiva que ahora nos abren las nuevas ciencias, ha de asumir como nunca el papel central del proceso publicitario, sino también recuperar su hoy depreciado valor mercantil. (Con una seria erosión para la empresa publicitaria en España entre la comunidad anunciante se ha ido entronizando la percepción de que el producto creativo puede ser naturalmente demandado a coste cero en multitud de ocasiones. A su vez las agencias, en un entorno hiper-competitivo, optan por ofrecer gratuitamente pensamiento y trabajo creativo con tal de tener ocasión de ser considerados, una y otra vez, como opción entre muchos. Y la pescadilla hace años que se muerde la cola).

Al otro lado del espejo

La publicidad nos proporciona, con un éxito extraordinario a juzgar por los recursos que le destinamos en el primer mundo, los espejos en que queremos vernos. Pero ¿qué hay al otro lado del espejo? ¿Cómo es la profesión por dentro? Variopinta, si nos atenemos a lo dicho hasta ahora. Encontraremos en ella a generalistas y especialistas, a gentes de muy diversas procedencias y currículums, a juniors y seniors que conviven por lo general en organizaciones que tienden a organigramas horizontales en detrimento de verticales, a catalizadores que nadie sabría decir muy bien qué hacen ni cómo lo hacen pero que son indispensables. Conjuntos más cercanos a los roles de vendedores, artistas y productores culturales que al de intelectuales o ingenieros de la conducta.

En el modelo clásico de agencia de publicidad encontramos tal vez los estereotipos más acabados de publicitarios. Pero ha de subrayarse que no sólo en ellas encontraremos a los publicitarios, ni sólo en las agencias progresa la profesión hacia su futuro por más que históricamente sean ellas las que más capítulos memorables hayan permitido escribir del libro de la publicidad. Después de algunas décadas, los más grandes entre los anunciantes están recuperando a los publicitarios en sus organizaciones, no para hacer los anuncios (y en campos como el de la moda, también) sino para la gestión de las marcas desde la vertiente comunicacional. Con todo, es de agencias de lo que me siento impulsado a escribir, pero hacerlo exhaustivamente sería quimérico: un censo un poco completo de agencias nos enfrentaría a su sorprendente diversidad. Y luego está la idiosincrasia: he escuchado a anunciantes decir: «no hay dos iguales».

De entre la fauna que puebla las agencias tal vez venga a cuento reparar en algunos de sus representantes más conspicuos, comenzando por aquellos que nominalmente reciben el encargo de crear las piezas, anuncios o campañas: los responsables últimos de transformar los objetivos que el marketing encomienda a la publicidad, en propuestas concretas de comunicación para unos u otros medios y soportes: la gente de creación. Toda la agencia gira alrededor de su cocina: el departamento creativo.

¿Creadores? ¿Creativos?

He de confesar, y así ya lo he expresado en escritos y charlas, que esta designación o apropiación del término “creativo”, para describir –como adjetivo– un departamento clave de la agencia y a la vez etiquetar –como sustantivo– a las personas que lo integran, siempre me ha producido una cierta frustración. Como si excluyera de la gloria a todos los que participan en el proceso y, a la vez, les descargara de la responsabilidad de contribuir desde su cometido concreto con ideas que impulsen desde la publicidad el negocio de los clientes. Desde este punto de vista, estricto si atendemos a los usos del castellano actual, encontraría más bien una impostura y un exceso llamar “departamento creativo” a los integrantes de un grupo de trabajo que no diera mayores muestras de creatividad. ¿No resulta pretencioso adjudicarse personalmente el sustantivo “creativo” («yo soy creativo, el músico es mi hermano») –y convertirlo en una denominación estándar («éste es el piso de los creativos»)– antes de obtener reconocimientos mayores en ese campo? Acabo por suponer que el problema está sin resolver a satisfacción al no haber quedado todavía meridianamente claros los límites que separan las palabras “creación” y “creatividad”, tanto que la segunda todavía no ha merecido la atención de nuestra Real Academia. La Academia se toma su tiempo y la publicidad corre a toda prisa.

Roles emblemáticos

El llamado departamento creativo de las agencias de publicidad se ha venido organizando alrededor de dos figuras o funciones complementarias; la que asume la responsabilidad del discurso textual y la que tiene a su cargo la imagen y la formalización definitiva del mensaje: el redactor y el director de arte.

Estas figuras, que no han perdido peso hasta la fecha como parejas nucleares en torno a las cuales gira en cierto sentido toda la vida de la agencia, provienen, sin embargo, de una época hace años superada: la larga etapa en la que el trabajo publicitario para el medio prensa y, en general, el resto de los medios gráficos, conformaron la estructura de las nacientes agencias de publicidad. Pues es evidente que la gráfica requiere ambos talentos complementarios, pero la radio ya no, la televisión o el cine podría requerirlos de forma distinta y la publicidad interactiva, también.

Los escritores

El redactor publicitario (copywriter en su acepción anglosajona) procede de la época dorada de la publicidad gráfica. Andando el tiempo tuvo que someterse al arduo aprendizaje del uso de la palabra en otros medios, fundamentalmente a través del guión, que como es sabido, precisa de otras claves. Sólo los dramaturgos más excelsos escriben también poesía, novela o ensayo.

La acomodación del discurso textual del anuncio a la forma del artículo periodístico (con titular, cuerpo de texto y firma) ha pasado de hornada a hornada de redactores conformando en cierta medida la escritura publicitaria. Pero al buen copywriter se le ha venido pidiendo que adapte su escritura a todos los medios y géneros publicitarios, que sea un camaleón y un todoterreno. No tan sencillo. En compensación la nomenclatura que otorga el título de “redactor” al especialista de la palabra que tiene a su cargo el texto del anuncio de prensa o el cartel, el guión de la cuña o microprograma de radio, el guión del spot de televisión, la redacción en suma de la literatura comercial, desde el folleto hasta el libro, se ha ido quedando corta y, sin atrevernos a adoptar la palabra más precisa, pero no sé si mejor, de “escritor publicitario”, hemos ido sustituyendo “redactor” por “creativo”, creando una ambigua y a todas luces inapropiada adjudicación del término a los escritores.

Si mi memoria no me falla, diría que esta corriente es particularmente empujada por las primeras agencias españolas que prescinden de los directores de arte en sus plantillas para adquirir sus servicios free-lance. No resultando del todo convincente o comercial presentar en público departamentos creativos sólo de redactores, descargan al completo sobre los hombros de los escritores de la casa la púrpura de la creatividad y les bautizan “creativos”. Sin dejar de ser así, el uso del apelativo se habría extendido hoy a aquellos que dan muestras de capacidad para proponer enfoques, ideas, argumentos, historias valiosas, y que otros con pluma más experta o dominio de lenguajes más especializados pueden ocuparse en una fase posterior de formalizar. Primero, las ideas. Luego la forma… a no ser que no haya ideas. En ese caso, la forma vendrá a salvarnos. Si puede.

Los directores de arte

La dirección de arte es una disciplina compleja o, si se prefiere, la integral de una suma de aprendizajes, ninguno menor. Durante años se accedió a la dirección de arte tras largos meritoriajes en los que el aspirante con estudios de arte o diseño gráfico, o saliendo de «limpiar pinceles, cortar cartón y dibujar letras a mano» en los estudios de las compañías de artes gráficas, las publicaciones o las mismas agencias, emprendía un camino que le llevaba a enfrentarse progresivamente a pecho descubierto con los secretos de la tipografía, el color, la ilustración, la fotografía y la mise en page, a hacer pareja con el redactor para: a) producir ideas, o “bajarlas” del limbo, en versión platónica postmoderna; b) desarrollarlas, primero en proyectos inteligibles capaces de obtener el placet del anunciante, y a continuación dirigir el talento interno o atraer talento externo para su realización, y c) supervisar la producción y controlar paso a paso la calidad del proceso de materialización del anuncio.

Desde el advenimiento de la era digital el director de arte cuenta con la eficacísima ayuda de los ordenadores y un sofisticado software a su disposición allá adonde mire, tanto para el tratamiento de la imagen como del texto; incontables bancos de imagen fotográfica y en movimiento accesibles a través de la Red y muchas otras ayudas. Otro giro copernicano para su trabajo lo está representando la fotografía digital en cuanto a accesibilidad e inmediatez. En cierto modo, como el músico que domina los sintetizadores, el director de arte se ha vuelto exponencialmente más autosuficiente. ¿Experimenta más e imagina menos? A veces, ante determinados aprendizajes o determinadas búsquedas, he llegado a convencerme momentáneamente de que el peligro existe, pero pronto me he arrepentido de dar cabida a ese pensamiento. El mundo digital abre tan vastos territorios a la experimentación como a la imaginación. El quid de la cuestión estriba siempre en lo mismo: el talento personal y el efecto multiplicador sobre el talento personal que ejercen los grupos bien avenidos y motivados por la calidad y no por la autocondescendencia.

Estrategas y negociadores de medios

Aunque con el transcurrir del tiempo las gentes de los departamentos creativos de las agencias se convirtieron en los publicitarios más inmediatamente reconocibles como tales, los primeros no debieron ser ellos sino los que entendían de medios y hacían el puente entre el medio y el anunciante: promotores de espacios que acabaron por saber cómo facilitarle a su cliente no sólo el continente sino el contenido. Yo diría que hoy, constituyendo una fuerza especialista en un carril paralelo al de las agencias de publicidad, perteneciendo a florecientes empresas hiperprofesionalizadas, las gentes que se dedican a los medios retoman la posición protagonista de los primeros tiempos, impulsados por la gran explosión de la oferta del espacio y el tiempo publicitarios, el acceso a un mejor conocimiento del consumo de medios y otros hábitos de la audiencia, la continua búsqueda de nuevas fórmulas de comercialización del espacio y el peso que han adquirido las negociaciones y acuerdos con medios, cadenas y grupos de comunicación. La innovación en el uso de los medios por tanto surge a resultas de propuestas innovadoras del propio medio a los anunciantes y agencias como, a la inversa, de sugerencias de las agencias de medios, centrales de compra y, cómo no, de las agencias de publicidad al medio.

Durante largos años la agencia de publicidad se había responsabilizado ante el anunciante de la estrategia conjunta creatividad-medios, algo lleno de sentido. Tras la fisura que representa el nuevo orden, donde el anunciante escucha a instancias separadas hablar de medios y de creatividad, y se ha de encargar él mismo de la sintonización, parece que algo se hubiera perdido, no por la falta de interés o de conocimientos específicos del anunciante para la tarea, sino por las posibilidades que se abrían para el mensaje cuando gentes de medios y de creación trabajaban juntas, aunando criterios y esfuerzos, y cuando las agencias tenían un contacto “caliente” con los medios y podían calibrar cuánto de importantes podían ser para el mensaje las novedades que los medios ofertaban o con cuánta complicidad del medio podían contar para estudiar fórmulas innovadoras.

Tengo para mí que esto se está tratando de reinventar todos los días con mayor o menor fortuna y que las centrales de compra de medios, que en su momento convencieron al anunciante de la excelencia de una compra de los servicios dividida, hoy se dirigen con vientos favorables hacia el reinvento de la agencia de publicidad. Es lógico: continente y contenido forman, desde McLuhan al menos, parte indisoluble del mensaje. Vueltas del péndulo e ironías de la vida.

Las esforzadas gentes de Cuentas

Protagonistas muy destacados de la vida de la agencia son los profesionales dedicados a tender el puente diario entre ésta y el anunciante. El retrato ideal de la persona llamada “de Cuentas” –y las cuentas, como en otras empresas de servicios, son los clientes, en este caso las marcas o los anunciantes a quienes estos profesionales atienden– es el de man of two worlds. En la primera división, se trata de conocedores profundos del negocio de su cliente y de los avatares del mercado en que se desenvuelve, capaces de vivir ese negocio como suyo y de trasladar a los equipos internos de la agencia encargos nítidamente orientados. Pero a la vez comunicadores que se saben en la agencia y no en el anunciante, que trabajan de tú a tú con los equipos creativos, con las gentes de medios, con los planificadores estratégicos cuando los hay, con un espíritu orquestador y una visión holística de las operaciones. La estrategia de fidelización de los clientes a las agencias tiene en ellos un gran asidero.

Los planners

La planificación estratégica, ya arraigada en algunas agencias y a disposición sobre todo de los clientes mayores y más complejos es, llamada así, una función relativamente nueva. En su alumbramiento vino a decirse que la figura del planner ( 3) equivalía a la del ombudsman dentro de la agencia: el responsable de que el consumidor estuviera sentado “en la mesa donde se negocia el mensaje”, no fuera que el resto de figuras se olvidaran de él, en exceso tensadas ya fuera por la dureza de los mercados en que se desarrollaban los negocios de los clientes, ya por la extrema competitividad de la arena creativa.

Yo diría que hoy el planning trata de incorporar al equipo de trabajo una perspectiva de “onda larga”, no ceñida a las urgencias y agonías del aquí y ahora, y que, en el fondo, se ocupa de reflexionar y aportar luz sobre el alcance y las direcciones del cambio en un escenario que redispone los muebles a una velocidad cada vez más vertiginosa: desde los movimientos de la población y los vaivenes demográficos hasta la estratificación social, las tendencias en el consumo, la cultura, la moda, la ideología, los cambios de profundidad en la exposición de las audiencias a los medios, etc. A propósito de esta función se ha dicho con buen tino que los planners pueden ser más o menos prescindibles en la vida de las agencias, no así el pensamiento estratégico, que siempre ha dado soporte al mejor trabajo publicitario, y que más ha contribuido a la construcción de marcas y a darles robustez; a la multiplicación de la venta y con ella al retorno, multiplicado, de la inversión; a la creación de valor; a la creación de futuro…

Elogio de la diversidad

Dejaremos aquí la enumeración de estas figuras, que no agota la diversidad de cometidos y currículums que se da en el seno de las agencias de publicidad, pero suministra una primera aproximación a las personas no familiarizadas con el mundo publicitario. Entre los grandes atractivos de la publicidad está sin duda la riqueza de interlocución e intercambio entre gentes muy diferentes, ya sea personal interno, clientes, colaboradores externos o proveedores. El arco de especialidades con las que se entra en contacto es ciertamente extenso y lleno de interés: sectores, corporaciones, industrias, empresas y negocios de todo tipo, el mundo de los medios de comunicación, la industria publicitaria de apoyo surtida de profesiones artísticas, artesanas y técnicas, los consumidores a quienes se estudia y se escucha de diversas maneras y con diferentes metodologías.

El tamaño de las agencias puede influir decisivamente en la forma de vivir la profesión. Organizaciones grandes sirviendo a clientes de gran volumen tenderán por necesidad a la especialización de sus gentes y a que esa riqueza pueda vivirse más en términos de cultura compartida de compañía que de job concreto, en el trabajo del día a día. Organizaciones menores consiguen con más facilidad compartir proyectos del más diverso signo y sentir al unísono el engranaje de la maquinaria publicitaria, siempre interesante, tantas veces apasionante. Pero cuando hablo de “grandes” no me refiero exactamente a agencias que operen en el mercado español –la mayor de todas no sería tan grande a fin de cuentas– sino a los trasatlánticos de las compañías multinacionales en Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Londres, Frankfurt o Tokio con plantillas por encima de los 500 empleados, donde la organización del trabajo puede más fácilmente «encerrar a los equipos o a las personas en un solo juguete».

Hace muchos años conocí a una redactora publicitaria en Nueva York que escribía exclusivamente cuñas de radio promocionales para una conocida cadena de fast food. Esa monotonía en España es improbable que se dé. Pero también puede ser, no indagué lo suficiente, que esa tarea representara una riquísima experiencia dada la extrema segmentación de públicos en el melting pot norteamericano y el más que probable encargo de dirigir mensajes muy precisos a segmentos diferentes: estados, minorías, grupos de edad, categorías de consumidores. Recuerdo que me regaló una cinta magnetofónica, que todavía debo conservar, con un excelente jingle repetido una y otra vez en interminables adaptaciones musicales a todas las corrientes de la música popular, las tradicionales y las de nuevo cuño, desde el sonido Motown a la música cajoon, desde el bluegrass al primitivo rap, que entonces comenzaba a asomar la nariz.

¿Cada cuánto hay que reinventar la rueda?

Se ha convertido en lugar común hablar de la aceleración del cambio en los tiempos que vivimos y de la falta de adaptación existencial del individuo al vertiginoso ritmo de mutación de sus referentes. Algo similar sucede con muchas organizaciones. Las agencias de publicidad que, con los anunciantes, han inventado la profesión y la han llevado a una madurez espléndida, están resistiendo con dificultad los ataques a su protagonismo ya centenario en el área de las comunicaciones de empresa y tal vez han descuidado más de la cuenta un asunto fundamental: indagar en profundidad en el armazón teórico de su trabajo, protegerlo de la erosión que puedan infligirle sin base científica otras instancias convocadas a evaluarlo, saber comunicar su especifidad. No parar de reinventarse desde dentro es, con certeza, una tarea indispensable. Regatearle méritos a las agencias y oscurecer su contribución histórica a la generación de valor y de intercambio entre anunciantes, medios de comunicación y ciudadanos es, simplemente, ignorancia… o estrategia calculada de venta. Hay razones para seguir en la brecha con la cabeza alta y tratando de aplacar el riesgo de esquizofrenia.

1. Anuncio publicado en 1868 por una de las agencias pioneras de la publicidad norteamericana. En él se ofrece el envío de una lista con los cien primeros diarios del país y se incluye la carta de agradecimiento de un cliente favorecido por esta información. Veinte años después de la publicación de este anuncio, Georges P. Rowland creaba la legendaria revista Printer’s Ink.

2. A lo largo de varios años, Daniel Solana, autor de un artículo de este Cuaderno Central, hizo la heroicidad de crear semanalmente la página «Creatas y ejecutas» para la revista Anuncios, en la que caricaturizó entre la saña y la ternura, con gran inteligencia y sentido del humor, las desventuras de una agencia de publicidad de perdedores, entrañable por su proximidad y por su indefensión (Cortesía: D. Solana y Anuncios).

3. Una reputada agencia con sede en St. Louis se presenta en la Red con ayuda de atractivas imágenes de la vida cotidiana entre sus paredes (Cortesía: Zipatoni).

Artículo extraído del nº 64 de la revista en papel Telos

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