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Ascenso y crisis de la metamarca Hollywood


Por Juan Menor Sendra

El presente artículo describe la construcción histórica de la metamarca Hollywood: condensadora de significaciones que van más allá de esta o aquella película. Actualmente, la apuesta de los grandes estudios pasa por la producción de experiencias totales que se prolongan en el tiempo, signo de los tiempos de una nueva cultura visual digital.

Si hay aldea global, más allá de la nación, ¿por qué habla en inglés, viste pantalones vaqueros, bebe Coca-Cola, come hamburguesas y reconoce a James Dean y a Bart Simpson? La pregunta de Gitlin, que es la de los viejos teóricos del imperialismo cultural, sigue vigente, y no es fácil de responder porque las imágenes no se imponen por la fuerza (Gitlin, 2005 : 213).

¿Por qué domina EEUU las industrias culturales? Para algunos se trata de la superioridad de sus contenidos o de la capacidad que éstos tienen de apelar a un público universal (Liebes y Katz, 1993, desarrollaron el programa más ambicioso realizado jamás en la historia de la investigación de audiencias para probarlo). Pero para la mayoría no es más que la consecuencia de la enorme diferencia de recursos que invierten unos y otros en la producción y explotación de las obras (Buquet, 2005).

Queremos aquí proponer la hipótesis de que existe una interrelación entre los factores económicos y los estilísticos, no sólo desde el punto de vista de los modos de organización fordista o posfordista, que sería el planteamiento clásico de la economía política (Borwell, Steiger, Thompson), sino también desde el punto de vista del marketing: cómo países y sistemas de organización industrial mediática consiguen establecer metamarcas difusas de enorme poder de atracción para los públicos.

A estos efectos es relevante la definición de Sinclair (2002) de los centros supranacionales (Hollywood, pero también Bollywood, Miami, Hong-Kong,…) simultáneamente en términos de condiciones industriales y de mercado (flujos comerciales, lingüísticos, migratorios, poder de compra, volumen) y de condiciones simbólicas: capacidad de los centros de generar una “mística” en torno a los contenidos que producen o distribuyen, pero que en cualquier caso “etiquetan”: la telenovela sudamericana, la película de acción de Hong Kong, el musical Hindi.

Nacionalización y globalización

Las industrias culturales se caracterizan por la producción a una escala cada vez mayor de materiales simbólicos, y por la fabricación de canales que los hacen accesibles a individuos dispersos. El hecho de que los destinatarios se encuentren separados y no compartan un mismo lugar físico constituye la novedad más importante traída por los nuevos medios de masas. A través de bienes simbólicos “reproducibles” (Benjamin), esto es, industriales, los públicos se emancipan de su fijación a un tiempo y lugar (Bustamante, 2003 : 23). El ferrocarril permitió tanto nacionalizar el periódico y llevar a las compañías de actores y de músicos a todo un país (el movimiento empieza en Inglaterra), como trasladar enormes cantidades de familias del campo a la ciudad. La llegada del cine coincide con las nuevas posibilidades de circulación cotidiana de las personas, gracias, sobre todo, a la bicicleta y al tranvía, anticipo de la era del coche y de la televisión.

En términos históricos, es factible concebir al Estado-nación como una idea aceleradora del proceso de globalización (Robertson, 1995). Esto sigue la estela de la formidable investigación de Anderson sobre la nación como comunidad imaginaria construida a través del “capitalismo de imprenta” (la mercantilización de los libros y el fenómeno de los periódicos), que normalizó, diseminó y estabilizó la lengua. La nación rompe los contextos locales de pertenencia, “eleva” a las gentes, las interconecta entre sí y con sus elites en espacios mediáticos interclasistas. Geenfeld ve en la primera nación moderna, la inglesa, un ejemplo de providencialismo popular, un pueblo ascendido a la condición de elite, estimulado en su alfabetización y en su orgullo, primero por su capacidad de leer y de interpretar la Biblia vernacular y, más tarde, por la literatura de masas (2003 : 51-87). El final del siglo XIX es además la era de las leyes que establecieron la escolarización general en Inglaterra, la Alemania unificada, la Francia republicana y, finalmente, en toda Europa. El sistema escolar, como sabemos desde E. Weber, culmina la formación de identidades discretas, nítidas, que se convierten en algo tácito, de sentido común. La nación es un imaginario de iguales que comparten una historia que aprenden en el colegio, un acontecer que siguen en el periódico y unas prácticas de entretenimiento elevado que “prolongan” el canon literario enseñado en las escuelas.

Lo que podríamos denominar una “sociedad civil hegemónica” (una clase media alta en ascenso que se legitima en términos populares) tutela el desarrollo “imperfecto” de las industrias culturales y promueve formas diversas, a veces discursiva o militarmente enfrentadas, de nacionalismo. Un nuevo mundo interclasista sustituye en todo Occidente al viejo orden estamental. El pueblo se construye como tal, en parte desde la demanda concreta de productos simbólicos (la cultura popular que intelectuales y poetas “descubren” y “elevan”), pero sobre todo, desde la oferta, desde su capacidad de materializar una cultura popular elevada, de realizar “para sí” lo que ya es “en sí”.

Pero la industrialización simbólica avanzó en todas partes siguiendo los gustos populares y no respetó el guión de los manuales escolares (y para disgusto de muchos, el teatro y la literatura serios quedaron como reductos de distinción). Y, sin embargo, el culto al pueblo como religión etnosecular penetró en el tejido social con una enorme fuerza fijadora y estabilizadora (Moore, 2005). En casi toda Europa las masas nacionalizadas participaron en ciertos tipos de ocio interclasista. España es un buen ejemplo de esa tensión simbólica e industrial entre oferta y demanda, ya que desarrolló líneas de entretenimiento nacional de mucha potencia: fueron los años del éxito espectacular del cuplé y del mayor desarrollo de los espectáculos taurinos, uno de los sectores más tempranamente mercantilizados de Europa y objeto de culto intelectual a principios del siglo XX (Uría, 2003 : 11-28 y 77-109).

La globalización “nacional” se detenía en las fronteras culturales e incluso en las estatales. El idioma es el activo intangible más importante de las industrias simbólicas. El proceso de vernaculización de la cultura es la expresión histórica de la dispersión de los centros comerciales y políticos en Occidente. Pero a partir de un determinado momento es también el resultado de una fuerte voluntad política (y no sólo por el citado efecto de codificación y masificación), hasta el punto de que se “resucitan” lenguas sin tradición escrita reciente (y, por lo tanto, sin una industria cultural detrás) como sucede con el bielorruso, el estonio, el noruego, el finlandés o el yidish moderno. La nación es el gran centro de todas las industrias culturales hasta la llegada del cine mudo.

¿Dónde está la globalización supranacional a principios de siglo XX? Las agencias de noticias, citadas como primera globalización vernacular, siguen las líneas imperial-nacionales de la época –Reuter-inglés, Havas-francés, Wolf-alemán– (Sinclair, 2000). Hay una cierta homogeneización de la vida artística y literaria (Dugast, 2003, pág. 15), las vanguardias artísticas se intercomunican. Aparecen algunos lugares de esparcimiento y vedettes del espectáculo que hacen giras internacionales (pág. 103), ferias y parques de atracciones como el parque del Prater en Viena o el Coney Island de Nueva York (104-6); el deporte, sobre todo las carreras ciclistas, el boxeo y el fútbol; las exposiciones universales, en las que la ciencia y la técnica se convierten en espectáculos y en formas de diversión populares.

Mientras que las industrias vernaculares siguen más o menos las fronteras cultural-nacionales, las atracciones y la tecnología están muy globalizadas. No es extraño por ello que el primitivo “cine de atracciones” (Gunning) sea la primera gran industria de masas que atraviese con gran facilidad los obstáculos lingüístico-culturales. Fascinaban las imágenes en movimiento por sí mismas, las “vistas”; y «tan fascinante era una película de las pirámides de Egipto para un espectador parisino como una vista de los bulevares de París para el público de El Cairo» (Benet, 2004 : 31).

Cuando se pasa de la “atracción” a la narrativa, el cine mudo opta por una fisicalidad bastante internacionalizable. El slapstick es un caso claro (en España, sin tradición de farsa, Peladilla copiará directamente a Charlot). De ahí que los historiadores del cine empiecen ahora a dar más importancia al peso del melodrama (más intenso emocionalmente, más efectista, menos burgués, menos lingüístico) en los orígenes del cine de relatos propiamente dicho (Gunning, 1991).

Pero el cine tampoco escapaba a la dinámica de la épica nacionalista. El cine francés tenía dos protagonistas principales: Napoleón y Juana de Arco. Las películas italianas Los últimos días de Pompeya o Quo Vadis? no son muy diferentes en sentido nacional a Birth of a Nation, ejemplo relevante del programa nacionalizador norteamericano, de cierre físico y moral definitivo de sus fronteras, que pasaba por integrar a los sureños y por curar las heridas de la guerra civil

Pero aunque el cine mudo tiende la globalización, los americanos no lo controlaban. Antes de la I Guerra Mundial, Francia dominaba el mercado. En 1908, Pathé vendía en EEUU el doble que todas las productoras americanas juntas. El mercado americano suponía entonces las tres cuartas partes de los beneficios de las principales productoras europeas. En 1910, los franceses producían el 70 por ciento de las películas que se exportaban al mundo (Gorman y Malean, 2003). En cualquier caso, la consolidación del cine como industria avanzó a buen paso en todos los países desarrollados: no sólo en Francia y en EEUU, sino también en Italia, Alemania, Dinamarca, Suecia y Gran Bretaña (Benet, 2004 : 175).

Tampoco los americanos han sido los “descubridores” de las estrategias de comercialización internacional. Cuando empezaron a desplazar la tradicional hegemonía francesa en el mundo utilizaban sus delegaciones de Londres, y Hollywood tardó varios años en eliminar intermediarios a la manera en la que lo venía haciendo desde hacía mucho Pathé Frères (Elena, 1999 : 23).

El programa nacionalista: Una marca genuinamente americana

Según un planteamiento puramente economicista, en un determinado momento se impone la lógica de la fuerza del mercado interno americano. Su gran tamaño (volumen demográfico y de consumo elevados) permite economías de escala. Y cuando surgió con el sonido la barrera idiomática, disfrutaba de la ventaja de su propia homogeneidad lingüística. El inglés es además la lengua dominante del mundo, puede explotarse como plataforma de exportaciones audiovisuales para el resto del mundo angloparlante, funciona como lingue franche en muchas partes y protege al propio mercado.

Y, con todo, el dinero no es lo único importante. Hay una “mística de los contenidos” (una “estética americana”) relacionada con la perspicacia que tuvieron los judíos de origen alemán o europeo-oriental, que fundaron Hollywood. Los Laemmle, Zukor, Goldwyn, Loew, Fox, Mayer, los hermanos Warner… (los llamados independientes) desarrollaron no sólo sistemas de integración vertical (el control de los procesos de producción, distribución y exhibición que llevaron a cabo las Big Five en los años 30 y 40), sino que articularon la industria en torno a todo un conjunto de relatos de cortejo y de aventuras más o menos relacionados con el llamado sueño americano (Gorman y Mclean, 2003).

Pero esta mística de los contenidos no deriva de un programa industrial deliberado. Fue, en parte, el resultado de una lógica de ensayo y error que atendía no sólo a la demanda de un público ávido de meritocracia popular, sino también a las exigencias, desde el lado de la oferta, de un cuerpo amplio de elite, una sociedad civil hegemónica (es decir, unas clases medias altas en ascenso que se autolegitiman en términos morales y populares) que se tomaba en serio los significados nacionales y las definiciones de respetabilidad. Hollywood americanizó el mercado potencial de los Estados Unidos con sus estrategias agresivas de comercialización, bajo la atenta mirada de predicadores, reformadores, autoridades locales y todo tipo de asociaciones cívicas y religiosas.

Las acciones ilegales (sus actos agresivos de piratería) con las que Hollywood se impuso al monopolio vigente fueron toleradas porque sus enemigos carecían de legitimidad. Ahora Hollywood, desde su recién conquistada posición de dominio, va a sacrificar la demanda popular de películas violentas, sensuales y atrevidas, con el objeto de construirse una respetabilidad. En un país sin periódicos nacionales, con una radio que se nacionalizaba lentamente con la compra de estaciones locales por parte de las incipientes networks, tan diferente en todo ello a los grandes países europeos, Hollywood construyó una red nacional de distribución y exhibición de cine. EEUU, que hasta ese momento había mantenido una concepción democratista, instrumental y laxa de su unidad (el espíritu de Jefferson) venía experimentando desde el final de la guerra civil un proceso tardío pero intenso de nacionalización de las masas, siguiendo el modelo europeo: desde el orgullo por la bandera a la enseñanza de la historia (Huntington, 2004). El western era la gran mitología nacionalista, siguiendo la tesis clásica de Turner de la historia norteamericana como historia de la colonización del Oeste. La meritocracia y el amor puro (que culmina implícitamente en la familia no problematizada) formaban parte del ideario moral de los colonos anglopuritanos (Greenfeld, 1993). La educación cívica y política se ejercita de forma directa en las «películas que explican el funcionamiento de las instituciones, biografías de grandes personajes y cine histórico» (Sánchez Noriega, 2002 : 379).

Hollywood no se limitó a seguir sin más los gustos de los públicos americanos. No fue sólo el resultado de la aplicación pura de un modelo de demanda. Precisamente por su creciente penetración interna y por su importante función nacionalizadora, sufrió una creciente tutela por parte de la potente aunque diseminada sociedad civil hegemónica. Una dinámica de elevación cultural relativa afectó, no sólo de los contenidos (el sexo y la violencia, aunque gustaban, fueron reprimidos), sino a las condiciones de recepción (por ejemplo, la sustitución de los nickelodeon por los palacios, la imposición de la pasividad a los públicos). Esta configuración industrial de oferta tiene mucho que ver con las presiones y censuras que, desde puntos diversos (sorprendentemente dispersos, nada que ver con el concepto clásico de censura estatal) asociaciones y poderes civiles forzaron a Hollywood a una inestable y confusa autocensura (que sólo logra estabilizarse con el célebre Code Production de 1934), y que tiene mucho más que ver de lo que habitualmente se piensa en la codificación final del producto Hollywood como un modelo utópico de mítica clase media americana no problemática (Gorman y McLean, 2003). Los discursos civiles acerca de la respetabilidad han construido a la audiencia americana tanto como las prácticas (Butsch : 139-157). Hollywood creó una mística americana bajo la presión de una sociedad civil hegemónica embarcada en una dinámica nacionalizadora y moralizante, que culminará con la participación americana en las guerras mundiales.

El pluralismo étnico y el asalto al mercado exterior: la tesis del melting-pot

Gitlin explica parcialmente el dominio americano por su melting-pot, es decir, por su pluralismo étnico y cultural, de tal manera que el mercado americano aparece como una especie de miniatura aventajada del universo. Por ejemplo, dice Gitlin que la cultura popular americana es “preprobada” en un publico heterogéneo antes de ser lanzada al mundo. Su éxito es el resultado de la fusión de la tradición anglosajona con otras elaboradas por los descendientes de los esclavos africanos (la música y el baile), los judíos del este de Europa (el sentido cómico) y de su capacidad para comprar talento y absorber otras culturas.

Pero la clave no está tanto en la diversidad cuanto en la mitología modernista y el occidentalismo difuso compartidos por un grupo por primera vez étnicamente diverso de emigrantes (el periodo 1890-1914 marca el punto álgido) que se encuentran con el cine. La nación estadounidense nació ya moderna y su escasa mitología está en el progreso y en la técnica (Tuan, 2005 : 136). Este progresismo genera un trasfondo ideológico universalista (no un mero melting-pot), pero que también conecta con el lugar en el que este sueño se producía. Y el corazón simbólico de América, la nueva Inglaterra, era la cultura anglopuritana de los colonos (Greengeld, 1993 : 402).

Como reconoce Hungtinton, el célebre credo americano es algo más que un conjunto de principios; es un todo indisociable, entre otros elementos, de la lengua inglesa y de los valores de los protestantes disidentes, y se impone a los demás mediante la represión psíquica (2004 : 87). No es una meritocracia neutra. Los Estados Unidos se tomaron muy en serio primero que eran angloprotestantes (el primer Inmigration Act de 1882 limitaba la inmigración católica) y luego blanco-occidentales (prohibiendo o restringiendo la entrada de personas inferiores racialmente, es decir, de los asiáticos) (Bessis, 2002 : 65-70).

Hollywood fue bastante angloamericano y poco multicultural, pero se encontró a su favor con que el proceso de construcción de una cinematografía nacional en un mercado doméstico cada vez más potente coincidía con la aceleración de la dinámica asimilatoria de los grupos étnicos llegados a EEUU. El corte migratorio y la participación en las guerras mundiales resultaron decisivos. Aunque la asimilación fue desigual y se produjo cultural pero también racialmente en función del grado de cercanía al corazón angloprotestante inglés (primero los alemanes, luego los irlandeses, después los euroorientales y los italianos; los asiáticos, los afroamericanos y los indios quedaron fuera), vinculaba más favorablemente a las minorías conectadas con algunos de los mercados occidentales más relevantes. La mística modernista y racial-occidentalista que se fue adoptando progresivamente en el cine beneficiaba tanto al consumo interno como al externo.

El occidentalismo difuso de las masas europeas

Hollywood fue, sin duda, racista-imperialista. (Kaplan, 2000 : 39-66). El negro era un “sambo” servil, infantil y feliz; el bandido mexicano era brutal y traicionero; el villano oriental, astuto e inescrutable (Vasey, 1997). Pero el racismo que se impuso en los contenidos era el mismo racismo de masas que imperaba en Occidente, esa especie de cultura de la supremacía que se democratizó en toda Europa con la escolarización (Bessis, 2002 : 47). Sólo que EEUU, y Hollywood con él, tuvo que ir virando poco a poco del simple angloprotestantismo hacia el occidentalismo (34 nominaciones a los óscars entre 1943 y 1945 a películas procatólicas), y esa mística occidentalista era, por otra parte, el caldo de cultivo último de todos los nacionalismos de masas imperantes en Europa.

Cuando Hollywood penetró en los mercados externos, se vio en la necesidad de vender mundialmente su estética, en parte modernista, en parte genuinamente americana. El éxito de Hollywood no es entendible sin la formidable progresión comercial y política de los EEUU, especialmente del avance americano en el consumo de masas. El lugar en el que el sueño americano tenía lugar no era abstracto. Todos los países disponían de su propia épica de frontera, con autores grandes como Hugo, Loti o Kipling, pero, sobre todo, mucha serie B protagonizada por jóvenes héroes de periplo en las antípodas y por jóvenes blancas atemorizadas por los caníbales (Bessis, 2002 : 54), pero los jóvenes lectores europeos conocían a Buffalo Bill y a Toro Sentado y, desde Hollywood, los indios pasaron a ser ahora los caníbales de todo Occidente.

Era además un ámbito concreto de consumo que se iba extendiendo al mundo. Todavía no se había llegado a una estandarización mundial de las estrategias de marketing (one sigth, one sound, one sell). Antes de la era dorada de Coca-Cola, McDonald y los parques temáticos, las películas ya poseían referencias reconocibles o, en el peor de los casos, anticipaban un mundo deseable. EEUU se convirtió en parte de ese conjunto de referencias identificable, no sólo con las praderas y con los indios, sino también con las escenas de Nueva York y Los Ángeles.

Coincidía el sueño de miles de emigrantes rurales en toda Europa que aprendían en las escuelas los valores de un mundo abierto de oportunidades para el estatus y el amor, con el recuerdo de una generación anterior que se había marchado a América (antes de las restricciones de la nueva legislación americana) y, ahora, con la posibilidad de ver materializado en historias concretas esa doble fusión del sueño americano y de los valores escolares. Hollywood se convirtió en una metamarca, en un condensador de significaciones que iba mucho más allá de esta o de aquella película. Es un ejemplo perfecto de transnacionalización, no de globalización (García Canclini, 1999). El aderezo ideológico-universalista sólo añadía fuego al cóctel.

La censura planetaria

Los Estados-nación, pero también las organizaciones obreras y algunas asociaciones religiosas, intentaron fabricar sus propios espacios de entretenimiento total, que eran metamarcas nacionales y políticas, unidas a alternativas de estilos de vida y de entretenimiento de masas. Todas ellas coincidían en proponer una elevación física, moral y estética de las poblaciones, bajo la dirección de unas elites especialmente ilustradas. También se intentó producir un cine nacional elevado (Film d´Art data de 1908 y por esa fecha se rodaron en España textos de Zorrilla, Díaz-Puertas : 328-9). Con el reposicionamiento de los Estados-nación y de los movimientos políticos y religiosos, se consumó la asociación entre la cultura del consumismo y el derecho al disfrute no tutelado, con los Estados Unidos de América y Hollywood.

Como dice Dugast, la cultura americana era poco conocida por los europeos los primeros años del siglo XX. Los rascacielos eran entonces el principal componente del mito americano, el que daba forma a la aspiración de progreso material y quizás de emigración. Y, sin embargo, ya en esa época empieza a ser un lugar común entre la intelectualidad la asociación de EEUU con la parte negativa de la modernidad, una concepción materialista y superficial de la vida (2003 : 212-3). Estamos en los orígenes de la ambivalencia que suscita América entre los europeos, que confirmaría Hollywood posteriormente con el éxito de los ambientes de sus películas y de su star-system.

Pero el porcentaje de ingresos extranjeros sobre el total de ingresos no paraba de crecer y Hollywood respondió a ese problema de imagen y comercial universalizando y remoralizando aún más los contenidos. La problemática de las llamadas “películas ofensivas” ayudó a Hollywood a ir domesticando progresivamente el anglonacionalismo de su centro simbólico. Casi todos los países, incluida España (en todas sus etapas políticas), ejercieron la censura planetaria (Díaz Puertas, 2003). México prohibió ya en 1922 la importación de películas americanas por la manera en la que los western retrataban a los villanos mejicanos. Hollywood se propuso eliminar todo el material que pudiese ofender a sus compradores extranjeros, suavizó su etnocentrismo y empezó a incorporar héroes de otros países (empezando por los alemanes, obviamente los más “próximos” étnicamente, incluso en pleno nazismo, pero terminando con los mismos mexicanos). Latinoamérica, confirmando su occidentalismo, se convirtió para siempre en uno de los mercados más sólidos de Hollywood. Mucho más difícil resultaría penetrar en otros espacios civilizatorios (especialmente en Asia).

Hollywood ya no estandarizaba sólo para nacionalizar (aunque el mercado doméstico seguía siendo su referencia), sino para eliminar todo tipo de problemas: adelgazando significaciones, desarrolló una estética accesible para todos. El código cinematográfico se volvió invisible, no porque los americanos hubiesen desarrollado el lenguaje universal del cine, sino porque se codificaron las soluciones que el público había ido incorporando y naturalizando y porque éstas se pusieron al servicio de la coherencia narrativa, de la apariencia de realismo. Con ello Hollywood puso límites a las pretensiones de experimentación lingüística, enfureció a todas las intelectualidades nacionales y se ganó al público mundial.

El dominio mundial del Hollywood clásico

Con la rigidez fordista de la producción, el control vertical del mercado y la estandarización de los contenidos y de los estilos, Hollywood se convirtió en una metamarca reconocible por los públicos. Sobre historias lineales, transparentes y cerradas (el llamado modo de representación institucional), estrellas populares (asociadas a la imagen de marca de cada estudio) y una producción detallista, costosa y realista, el clasicismo de Hollywood es inseparable de la naturaleza de su organización industrial (Bordwell, Steiger y Thompson, 1997).

Pero Hollywood sólo era realmente valioso en términos simbólicos. Hoy se sabe que la importancia económica de la industria cinematográfica era, pese a lo que afirmaba la propaganda de los propios estudios, pequeña; apenas alcanzaba a situarse entre las cuarenta primeras industrias americanas (Gomery : 153 y ss.). Quizás por ello la dinámica de las relaciones entre Hollywood y el sistema político-institucional americano es algo más compleja de la que proponen los teóricos del imperialismo cultural. Es una historia de suspicacias (debido a las críticas de muchos grupos de presión), de ayudas en el plano de las relaciones internacionales en momentos difíciles, pero que finalmente causó perjuicios internos: especialmente decepcionantes para Hollywood fueron las concesiones televisivas a las empresas radiofónicas y la sentencia Paramount, que reflejaba el clima antitrust dominante.

La sentencia Paramount de 1948 convirtió a los viejos estudios en meras entidades de financiación y distribución de productos audiovisuales. Aunque Neale (2003) piensa que fue como una oportunidad para deshacerse de las rigideces fordistas y flexibilizar su estructura productiva, De Vany (2004 : 176-189). cree lo contrario atendiendo a lo que pasó en el mercado de acciones. A esto se sumó el descenso de la asistencia al cine desde la llegada de la televisión, mucho más drástico de lo previsto, aunque pronto –1955 Disney– supieron adaptarse al nuevo entorno trabajando como productoras de contenidos televisivos.

Con la desarticulación del modelo de producción fordista de los grandes estudios, la tesis de la integración de los factores económicos y estilísticos puede discutirse. Ciertamente la inestabilidad industrial pone a prueba el modos de representación institucional y hay una primera crisis de la producción clásica de cortejo y western, aunque una parte de la mística se traslada a la televisión (que se llena de westerns, policiacos y sit-coms de entorno familiar amable). Y, sin embargo, las exportaciones americanas apenas sufrieron. El carácter ideológico de la II Guerra Mundial y, sobre todo, de la Guerra Fría, hizo que EEUU radicalizase su imaginario universalista y esto mantuvo (e incluso mejoró) su capacidad de atracción en algunos de los mercados no socialistas.

El daño judicial a Hollywood coincidía con la elevación de la tensión mundial y probablemente éste fue el punto en el que las autoridades federales constataron la verdadera importancia política del cine americano, lo que algún productor denominó la mezcla entre el «Pato Donald y la diplomacia» o el «Plan Marshall para las ideas» (Millar y otros, 2005 : 41). Curiosamente, EEUU se reencontrará en la Guerra Fría con el providencialismo que constituyó a la nación inglesa (el “pueblo elegido”) y, aún más, al corazón angloprotestante americano (“los elegidos entre los elegidos”, Greenfeld, 1993 : 407). El cine, al servicio de una ideología universalista, servía por igual a la nación y al mundo.

La estrategia industrial fue la de elevar la barrera de entrada y ofrecer un producto primium frente a la televisión. Se mejoró la proyección (pantallas, sonido, color). La categoría Occidente cambió (se excluyó a la URSS y a la Europa eslavo-ortodoxa, y Japón quedó como un aliado extraño, el “verdadero malo” de las películas bélicas). Siguiendo la estela de Quo Vadis? (1951), novela del polaco Sienkiewicz, que fue un primer gran best seller global durante los primeros años del siglo XX (Dugast, 2003 : 87) se ponen en marcha superproducciones de épica ocidentalista (1956-1965). The Ten Commandments, Dr Zhivago, Ben-Hur, Cleopatra, Around the World in 80 Days, South Pacific, Lawrence of Arabia, Goldfinger, The Bridge on the River Kwai eran el tipo de películas que arrasaban en la taquilla de la época (Neale, 2003). Este cóctel de relatos bíblicos, romanos, antinazis y antisoviéticos (con historias de amor incluidas, todos grandes éxitos de taquilla) situó a Hollywood en el corazón de un combate civilizatorio-ideológico por un Occidente redefinido.

La gran crisis americana vendrá algo más tarde. La mística de los contenidos se agotó con el colapso del consenso familiar-modernista que imperaba en Europa hasta la revolución cultural de los años 60-70. Las historias lineales, transparentes, codificadas y de final feliz perdieron fuerza. Nada resultaba más contraproducente en los nuevos tiempos de trasgresión y ruptura cultural, que el modelo de clase media mítica de Hollywood que, bajo la presión de una sociedad civil hegemónica, había moralizado los contenidos de sexo y violencia décadas atrás. En la época del Art-cinema (La Dolce Vita, 1960; Bergman, Fellini, Truffaut, Bertolucci, Antonioni), la nueva cultura juvenil (años 70) y la segmentación de los estilos de vida (años 80), los intentos de responder a la nueva demanda, hicieron quebrar en 1966 el Code Production. En el trienio 1969-71 las pérdidas combinadas de los principales estudios ascendieron a $600 millones (Schatz, 2003). Fue también el periodo en el que los estudios sufrieron los mayores trasiegos de adquisiciones (Gulf and Western, Transamerica, Music Corporation of America, Kinney National Service,…). En la segunda mitad de la década de los años 70, el porcentaje de ingresos extranjeros sobre el total de ingresos cayó de forma notable (Vogel, 2004 : 82-6).

Hollywood lo intentó con una nueva articulación de las relaciones entre directores y productores (los Altman, Penn, Polanski, Coppola) y con la transformación de los modos de representación. Exitos de taquilla como Bonnie and Clyde (1967) cambiaron el esquema orden-desorden, el final feliz (Love Story 1970) o la mitología americana (The Godfather 1972, el mayor y el más extraño éxito de público). Pero será el cine de catástrofes (Airport, The Poseidon Adventure, The Towering Infierno, Earthquake y, sobre todo, Jaws, 1975) el que anticipe el cambio.

Es curioso que en esta misma época la industria musical se consolida como gran industria del entretenimiento (Vogel, 2004 : 217), integrando la contestación o simplemente dando salidas de consumo al cambio cultural. Sin embargo, Hollywood fracasó en la producción de una nueva mística (como consiguió la industria musical). Pero hay algo que viene de atrás y que esta época consolida: el valor más asociado a la marca americana (e indirectamente a Hollywood) es el de la informalidad. Al consumir productos americanos, los consumidores de todo el mundo se «afilian a la desafiliación» (Gitlin, 2005).

El Hollywood de la globalización

Harvey ha teorizado sobre el paso del fordismo a la acumulación flexible en la economía y en el conjunto del la cultura. Lo relevante del cambio, para Harvey, no está en el neoliberalismo de Tatcher o Reagan, sino en la crisis de 1973-5, consecuencia de las rigideces acumuladas durante el periodo keynesiano (1998, pág. 192). La fuerte competencia internacional forzó a los estados a volverse “empresariales” y a preocuparse por mantener un clima favorable a los negocios. La globalización de las finanzas y de las comunicaciones; la concentración empresarial y la flexibilización de las estructuras; la homogeneización de los escenarios y la pluralización posmoderna forman parte de un mismo paisaje de transformaciones económicas y culturales. Es, en cualquier caso, un economicismo radical el que inspira en los años 80 toda una nueva legislación pro-negocio, claramente pro-hollywood, que culmina en la formación de los grandes gigantes mediáticos (Croteau y Hoynes, 2001: 67 y ss.)

Es sabido que Hollywood se renueva a partir de las fusiones y adquisiciones multimedia, aprovechando la aparición de nuevas “ventanas” (vídeo, cable, satelite) y la desregulación de la televisión en Europa (y luego en Asia), que cambian las fórmulas clásicas de financiación y amortización de las películas. Entre 1981 y 1993, los ingresos de los estudios se multiplicaron por cinco. Desde 1980 hasta la fecha han venido creciendo a un ritmo anual del 9 por ciento. Con el cambio de siglo, los estudios de Hollywood controlan el 85 por ciento del mercado mundial: China e India son los únicos mercados significativos que escapan a su control (Álvarez Monzoncillo, 2003 : 87; Screen Digest, junio 2005 : 178). Fusiones y capacidad exportadora han ido de la mano (Balio, 2003) y la industria del entretenimiento es la segunda mayor exportadora de EEUU.

Las nuevas técnicas de efectos permiten hacer un nuevo cine de “emoción tecnológica” (Darley, 2002), con antecedentes en las películas de aventuras de serie B de los años 30 y 40, que se hace muy popular y que, por su coste, eleva las barreras de entrada para cinematografías menos poderosas. Los nuevos blockbuster incrementan enormemente los presupuestos de producción y los gastos de promoción y marketing, con lanzamientos saturantes siguiendo la táctica inventada por Universal con Jews.

Las franquicias de superblockbuster (Star Wars, Indiana Jones, Jurasic Park, Harry Potter, Lord of the Rings, Titanic generan los mayores ingresos de todos los tiempos) vienen precedidas de un diseño de marketing, aunque también se dan intentos fallidos de establecer franquicias (Disney con Dick Tracy 1990) y franquicias sorpresa, como las tortugas Ninja de la independiente New Line.

Estas franquicias son contenidos, no películas. La economía política ha venido utilizando términos diversos como sinergia, promoción cruzada, intertextualidad, supertextos de entretenimiento o streaming de contenidos (Murray, 2005 : 418). Últimamente ha hecho fortuna la denominación High Concept (Wyatt). En todos los casos estamos haciendo referencia a la producción de experiencias totales que se prolongan en el tiempo. Justo cuando más habla de la volatilidad, de la obsolescencia, del imperio de lo efímero, los productos audiovisuales se alargan en la cadena audiovisual cine-televisión-vídeo-Internet-móvil y en la no audiovisual, a través de la música, los libros, las revistas, los cómics, los juegos, los juguetes, las atracciones, el vestuario. Son los referentes estabilizadores de nuestro tiempo.

Frente a la coherencia narrativa, que era la marca de identidad del Holywood clásico, se impone, debido al marketing, la narrativa fragmentaria: una mera sucesión de sensaciones en torno a unos iconos. Hook y Terminator 2 fueron lanzados simultáneamente como juegos (un “matrimonio” cada vez más frecuente), pero el último videojuego de Matrix (2005) contesta al final “insatisfactorio” de la última película de la saga y genera una dinámica nueva en la que ya no está tan claro que la película sea el motor decisivo de la hilera audiovisual. Y Disney gana más en parques temáticos que en cine y televisión (Schatz, 2003).

Hay una profunda relación entre el cambio social y cultural de las prácticas de negocio y las prácticas de consumo de masas. La concentración multimedia y la revolución tecnológica de la digitalización y de las comunicaciones son el caldo de cultivo de una nueva cultura visual digital (Darley, 2002), es decir, del desarrollo de un conjunto de géneros o formas culturales, surgido en los años 80, con fuertes componentes físico-tecnológicos y globalizadores, que van del cine de espectáculo y de la animación por ordenador, a las atracciones en salas especiales y los paseos virtuales. Especial importancia tiene la consolidación de la industria del videojuego (23.000 millones de euros anuales) como la principal industria del entretenimiento del siglo XXI.

Disney siempre se ha inspirado en mitologías de múltiples países (Mulan sigue a Pocohontas y ésta a Pinocho) y el alquiler de talento no es nuevo (John Woo y Ang Lee versus Hitchcock). Pero se detecta una mayor atención de los productores centrales a las obras de la periferia, una estética del equilibrio: la eliminación de las estridencias, los mestizajes “ecualizados” (García Canclini, 1999).

En esta cultura visual digital, las barreras lingüísticas (es decir, el inglés que otorga a Hollywood parte de su posición de privilegio) no tiene tanta importancia. En el cine de acción de Hong-Kong, los discursos son secundarios. La problemática lingüística en torno a la posible crisis del cantonés y de Hong-Kong podría no tener relevancia con el nuevo auge de China continental y del mandarín. Los videojuegos, cada vez más cinematográficos, se inspiran en el cine de Hong-Kong (Herz, citado por Gitlin, 2005 : 118-9).

La desamericanización de los contenidos del Hollywood más comercial es clara. La acción de las grandes franquicias puede tener lugar en el espacio (Stars Wars, Alien); en el futuro (Terminator, Matrix), en el pasado prenacional (Jurassic Park), en un escenario neutro (Titanic, La Tormenta Perfecta), o en un mundo mítico autocontenido (Harry Potter, Lords of the Rings).

Por una parte, la falta de apego de los americanos a ningún lugar particular (apenas un tercio de la películas de Hollywood se ruedan allí) y, por otra, la cada vez mejor y más rápida asimilación de los asiáticos (Tuan, 2005) dentro de EEUU (hecho nuevo y sorprendente que contrasta con el caso de los hispanos) permite a algunos soñar con una globalización asiático-americana, dirigida por EEUU.

Hollywood pretende ser sólo el narrador más eficaz de historias universales, pero ninguna industria puede escapar a su espacio local último de dependencia, a su reducto final de seguridad simbólica y jurídica.

La utopía neoliberal es la de la pax americana, con los tribunales de California dirimiendo los contenciosos audiovisuales. Pero, con sólo el 20 por ciento de la capacidad de compra mundial y con la disolución de buena parte de sus significaciones occidentalistas, el destino americano podría ser menos brillante. Si se pierde la mística, el intangible Hollywood-EEUU, ¿quién garantiza que, de verdad, la eficacia y el universalismo dependan sólo de los productores y financieros americanos? La globalización es diferente del imperialismo cultural porque carece de centro (Lamo de Espinosa, 1996; Tomlison, 1997). Aquí se aplica la metáfora de Giddens del juggernaut, algo que nadie –ni Occidente, ni el gobierno americano, ni los capitalistas ni Hollywood– puede controlar completamente.

Sin embargo, a pesar de la globalización, EEUU gobierna la marcha y la estructuración de los grupos de comunicación, no sólo mediante fórmulas explícitas de regulación, sino también mediante mecanismos informales de influencia, algo que, por otra parte sucede en todos los Estados-nación: ahí están los casos de Vivendi en Francia o de Kirch en Alemania (Miguel, 2003 : 247).

La separación de las multinacionales de los Estados-nación es la clave (García Canclini, 1999). El punto de inflexión fue la compra de CBS Records y Columbia por Sony en 1989, que causó una enorme conmoción porque demostraba que la globalización iba en serio (aunque la profunda y prolongada crisis económica general japonesa que empezó a mediados de los años 90 y concluyó en 2005 dio un respiro –tiempo de asimilación– al inconfesable nacionalismo americano). El caso anterior de News Corporation no fue tan grave: se sabe que Murdock es un ex australiano que piensa en republicano. Sin embargo, Sony-Columbia está mucho más preocupada por la guerra de los formatos en el DVD de alta definición (imponer su Blu-Ray) o por el mercado del videojuego (Playstation 3), que por el mercado de salas. Pero no puede renunciar al poder de la metamarca Hollywood en el cine. El software americano se va salvando.

Y, sin embargo, las multinacionales esconden su nombre, dejando todo el protagonismo al branding de los contenidos (Murray, 2005). En parte lo hacen porque saben estos poderosos high concept están asociados (todavía) a la metamarca Hollywood. Pero hay otros brandings en los que Hollywood no está tan bien posicionado. La manera en la que Disney esconde su relación con Miramax y con el cine independiente en general es sospechosa. Después del fracaso comercial del Art Cinema, hoy un nuevo cine reflexivo comercial está ganado cuota de mercado: Hollywood lo sabe, pero éste sería el terreno perfecto para metamarcas alternativas. Y el cine europeo sigue sin saberse mover industrialmente: su mística está en lo minoritario; su realidad, en cada uno de los mercados nacionales autárquicos.

Conclusiones

Se argumenta que el cine estadounidense triunfa en el mundo porque es el más ágil, universal y entretenido; o, por el contrario, su éxito es sólo el resultado natural de la aplicación de las economías de escala.

Pero estas visiones son incompletas. El cine americano sufrió una enorme presión nacionalizadora que generó como subproducto una metamarca que, sometida después al cuádruple empuje del asimilacionismo interno, del occidentalismo difuso de las masas europeas, de la censura planetaria y de las técnicas de comercialización, fue progresivamente universalizándose sin perder su matriz occidentalista y su mística americana. Sólo en los últimos decenios ha surgido desde Hollywood un espacio digital de masas cuyos contenidos (experiencias totales) van más allá del cine y que tiene pretensiones metacivilizatorias.

Pero con ello, la capacidad de atracción de la metamarca Hollywood puede diluirse. Las estrategias de negocio de las grandes distribuidoras están disponibles para los actores económicos no americanos. ¿A quién le importa el branding nacional de los videojuegos? Pero en el cine de relatos, donde sigue importando la nacionalidad, las respuestas económicas tampoco están predeterminadas. Los éxitos del último cine reflexivo comercial estadounidense podrían tener cualquier otro paraguas. ¿El europeo?

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Artículo extraído del nº 69 de la revista en papel Telos

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