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Del Senado a la experiencia del Consejo Audiovisual de Cataluña


Por Victoria Camps

La existencia o no de un consejo audiovisual ha sido un tema de debate largo e intermitente en nuestro país, sin que se haya llegado todavía a alcanzar un acuerdo satisfactorio. En su origen, la razón que motivó la creación de dichos organismos fue la necesidad de arbitrar una distribución justa de las licencias para prestar los servicios de radio y televisión. Habida cuenta de que el espectro radioeléctrico es limitado y que la adjudicación de las concesiones ha estado, en principio, en manos de los gobiernos, era imperativo evitar los abusos y las concentraciones de poder. Al mismo tiempo, los consejos audiovisuales asumían la función de velar por el cumplimiento de la normativa y de las obligaciones adquiridas por parte de las corporaciones audiovisuales públicas o privadas. Desde que Estados Unidos, en 1934, creó la Federal Communications Commission con dicho fin, la mayoría de países de todo el mundo le siguió en la iniciativa, siendo Gran Bretaña el primer estado europeo en dotarse de un consejo audiovisual.

Es, a estas alturas, un dato de dominio público que España se resiste a crear su propio consejo audiovisual. El dato constituyó una sorpresa para la comisión que se constituyó en el Senado, en el año 1993, con el fin de estudiar los problemas relativos a los contenidos televisivos. En aquel entonces yo era senadora y me correspondió el privilegio de presidir dicha comisión, cuyo informe final llegaba a una conclusión obvia y unánimemente aceptada por los grupos políticos: era perentorio, para velar adecuadamente por los contenidos televisivos, homologarse con el resto de países europeos y dar vía libre a un consejo audiovisual español. La juventud de nuestra democracia era la única razón que podía explicar, pero no justificar, nuestra ignorancia y falta de diligencia con respecto a las medidas pertinentes para conseguir una regulación eficaz de los medios audiovisuales. A pesar de las razones aducidas y del trabajo realizado, el informe de la comisión del Senado sirvió de muy poco. Formalmente, tuvo su incidencia en los programas de todos los partidos políticos que empezaron a comprometerse con la creación de un consejo audiovisual. Pero todo quedó en buenas intenciones que fueron sistemáticamente abortadas por los grupos parlamentarios mayoritarios, los cuales nunca dieron su apoyo a las mociones presentadas a favor de tal iniciativa. El consejo audiovisual sigue siendo una promesa acogida, en general, con escaso entusiasmo.

La excepción fue Cataluña. En 1996, el gobierno de la Generalitat decretó la creación un consejo audiovisual, con funciones simplemente asesoras, pero que inició una andadura que culminó cuatro años más tarde en una ley por la que se constituía el Consell de l’Audiovisual de Catalunya. La ley se inspiraba en el modelo propuesto por la comisión del Senado, el cual, a su vez, se había inspirado en el Conseil Supérieur de l’Audiovisuel francés. Dicho consejo había seguido un proceso de reformas sucesivas hasta llegar a ser uno de los organismos europeos más reconocidos y prestigiosos. También el consejo catalán hizo suyo tal modelo, sin llegar, sin embargo, a adquirir todas las competencias que posee el consejo francés, entre las que se cuentan la de adjudicar las licencias de radio y televisión y la de nombrar al director de la televisión pública.

El Consejo Audiovisual de Cataluña nació con el empeño de cumplir dos condiciones básicas: independencia política y capacidad reguladora. Son dos condiciones imprescindibles para que un consejo audiovisual pueda desempeñar adecuadamente su función primordial, que no es otra que la de garantizar los derechos de los ciudadanos frente a la radio y la televisión.

La independencia política no sólo es fundamental, sino que la falta de la misma suele ser la objeción más habitual en contra de la existencia de las autoridades reguladoras. Obviamente, si dicho órgano administrativo no es capaz de actuar haciendo abstracción de las sensibilidades políticas de los miembros que lo componen, perderá de inmediato toda credibilidad y no se habrá cumplido el cometido de despojar a los gobiernos de turno del poder absoluto de adjudicar las licencias. Sin independencia política, los consejos difícilmente podrán velar por el pluralismo político y la neutralidad informativa de los medios públicos, aspectos ambos poco compatibles con perspectivas partidistas. Es cierto que la independencia de los miembros de un órgano público es una característica complicada de garantizar, habida cuenta de que se trata de personas nombradas por el parlamento. Ahora bien, es posible establecer un procedimiento que fije unas ciertas condiciones o límites que, si no garantizan, por lo menos propician la independencia de los elegidos. En el caso de Cataluña, tales condiciones son la de elegir a los consejeros por mayorías parlamentarias cualificadas, la extensión del mandato de los mismos a un periodo mayor que el de una legislatura e impedir la reelección, y la prescripción de un sistema fuerte de incompatibilidades laborales. Pero habrá que contar, además –y esto es importante– con la voluntad expresa de los consejeros de actuar con independencia. Una voluntad que nunca puede darse por supuesta, pero que será perfectamente verificable a partir de las actuaciones y decisiones que toma el consejo.

La segunda característica que debía tener el consejo audiovisual era la de hacer del mismo lo que ha venido en llamarse una “autoridad reguladora”, con capacidad para interpretar y desarrollar la normativa vigente y hacerla cumplir, imponiendo sanciones en caso de incumplimientos reiterados. Para justificar dicho requisito y evitar que sea malinterpretado, hay que tener en cuenta un aspecto inherente al funcionamiento de los medios audiovisuales. Me refiero al hecho de que la normativa concerniente a la comunicación audiovisual, que siempre constituye una limitación de la libertad de expresión, no es ni puede ser muy precisa. El ejemplo más evidente de lo que digo es la Directiva europea de la televisión transfronteriza, incorporada a las legislaciones de todos los estados de la Unión Europea. Uno de los preceptos de dicha ley es el relativo a la protección de la infancia, el cual prohíbe todos aquellos programas «que puedan perjudicar física, mental o moralmente a la infancia». Pues bien, decidir cuándo se da efectivamente tal perjuicio no es tarea fácil. Porque no lo es, conviene que exista un organismo colegiado dedicado expresamente a velar por que la aplicación de la legislación a las distintas situaciones sea correcta y justa, y que pueda sancionar cuando se transgrede la legislación. Dado que determinar que hay incumplimiento en cuestiones que no son estrictamente cuantificables y que tienen que ver con un daño moral o social es una tarea compleja, la apertura de expedientes sancionadores es una actividad excepcional en los consejos. Sólo cuestiones tan inequívocas como la emisión de pornografía en horario protegido tienen como consecuencia la apertura inmediata de un expediente sancionador.

Sea como sea, la regulación de los medios de comunicación, así como los órganos que velan por su cumplimiento, tienden a ser mal aceptados. En su contra suele aducirse que la única forma de respetar la libertad de expresión y, al mismo tiempo, el resto de derechos constitucionales que pueden colisionar con ella, como el derecho al honor o a recibir una información veraz, es a través de eso que ha venido en llamarse “autorregulación”. Los medios de comunicación reclaman la capacidad autorreguladora para sí mismos, sin interferencias de organismos extraños a la profesión o a la empresa. Mi punto de vista al propósito es que, de la misma forma que la libertad, en una democracia, debe ser una libertad organizada, con el fin de que la libertad de unos no sea obstáculo para la libertad de otros, también la autorregulación debería ser una actividad organizada. Lo cual significa que una autorregulación corporativa, realizada únicamente por los mismos que producen, escogen o realizan la programación, será inevitablemente interesada y parcial. No sólo eso, sino que las dificultades que conlleva interpretar hasta qué punto un programa televisivo está yendo más allá de lo aceptable hacen más sensato y prudente confiar la evaluación de los contenidos a agentes externos y con pluralidad de puntos de vista. Una de las funciones que la ley adjudica al consejo audiovisual catalán es la de impulsar la autorregulación y la corregulación. Los documentos europeos destinados a desarrollar la normativa sobre comunicación audiovisual no dejan, a su vez, de hacer recomendaciones en el mismo sentido. Es cierto que el ideal de un régimen democrático y liberal es que el código penal adelgace y la autorregulación engorde. Pero también lo es que la actividad autorreguladora no se genera espontáneamente. Para impulsarla hacen falta organismos como los consejos audiovisuales. La labor del Consejo Audiovisual de Cataluña ha sido prolífica en tal sentido, ayudando a los medios a tener criterio para el tratamiento informativo de ciertos temas especialmente complicados, como el de la información sobre las tragedias personales, la inmigración o la religión. Ha impulsado también la autorregulación en cuestiones como la publicidad de juguetes o la erradicación de la telebasura.

Un consejo audiovisual contribuye muy activamente, en efecto, a crear doctrina y opinión sobre materias y cuestiones acerca de las cuales no es fácil formarse un buen juicio. Puesto que el valor que parece estar en juego más directamente cuando se habla de regular las comunicaciones es la libertad de expresión, conviene ser muy cautos y actuar con la máxima prudencia. Pero al mismo tiempo hay que asumir y defender con energía que no todo vale. El aumento de las libertades ha de ir unido a una asunción paralela de responsabilidades. Y me atrevería a decir que esa es una de las asignaturas pendientes de las democracias de nuestro tiempo: la extensión de las libertades no ha ido acompañada de un sentido de la responsabilidad y de las obligaciones cívicas exigibles a todo ciudadano y, en especial, a aquellos que tienen el poder y el privilegio de expresarse públicamente.

El balance del Consejo Audiovisual de Cataluña, tras casi seis años de rodaje, es positivo. Los recelos que pudo despertar al principio, basados en los temores que son habituales frente a cualquier intervención pública en los medios de comunicación, fueron rápidamente superados al comprobar que el consejo no se arrogaba, por encima de todo, una función “policial” agresiva y hostil, sino que, por el contrario, buscaba complicidades con el único fin de que los medios de comunicación entendieran mejor en qué debía consistir su servicio a la ciudadanía. Sabemos que no todos los medios audiovisuales son estrictamente de servicio público. Ello no obsta, sin embargo, para que deba reconocerse que dichos medios están ocupando un espacio radioeléctrico que podría ser ocupado por otros, por lo que la concesión recibida les compromete con una serie de obligaciones que voluntariamente han suscrito. No es legítimo que no nos tomemos en serio la regulación de los medios, su alcance y sus límites, pues, en definitiva, lo que nos jugamos es la salvaguarda de los derechos de todos los ciudadanos, así como la salud cultural y democrática del país.

Artículo extraído del nº 68 de la revista en papel Telos

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