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La debilidad de la ciencia


Por Miguel A. Quintanilla

Estamos tan acostumbrados a los éxitos de la ciencia y la tecnología, que apenas podemos concebir cómo sería un mundo en el que ellas nos fallaran sistemáticamente. Un mundo, por ejemplo, en el que cada vez que se hiciera público un nuevo descubrimiento científico, tuviéramos razones más que suficientes para temer que nos encontráramos en realidad ante una más de las innumerables patrañas que desde hace siglos vienen difundiendo urbi et orbe las oficinas de prensa de los grandes laboratorios y prestigiosas universidades. Suena tan absurdo que sólo podemos pensarlo si nos trasladamos a un escenario de ciencia ficción catastrofista. Y sin embargo, cada vez que asistimos a un fenómeno mediático como el del reciente fraude de las células madre, cometido por un investigador coreano, reaccionamos como si efectivamente esa antiutopía de ciencia ficción fuera ya una realidad incontestable: la ciencia está en crisis, los intereses económicos pervierten la moral de la ciencia, la competencia comercial adultera la información científica, etc.

En realidad, lo que ha sucedido en Corea en esta ocasión es lo mismo que ha sucedido en múltiples ocasiones a lo largo de la historia de la ciencia moderna. Algunos científicos han pretendido engañar a sus colegas, éstos los han descubierto y aquéllos han recibido su justo castigo, que no es otro que el de haber sido definitivamente excluidos de la propia comunidad científica. La moraleja es que la ciencia es mucho más débil de lo que aparenta, puesto que no está libre de los atropellos de timadores, embaucadores y payasos de todo tipo. Aunque también hay que reconocer, para ser justos, que hasta el momento ha demostrado ser capaz de sacar de su flaqueza fuerzas suficientes para mantenerse viva y con buena salud.

Lo realmente original de la situación actual es que, como decía Dorothy Nelkin, ahora la ciencia se exhibe continuamente ante el público y se está perdiendo ese tiempo de reflexión y de respiro que solía mediar entre las zozobras del investigador y la curiosidad del público. Así, ahora es normal algo que en los albores de la ciencia moderna era inimaginable: que una buena parte de la comunidad científica reciba la información sobre el último descubrimiento, en su propia área de investigación o en otras muy próximas, a través de los medios de comunicación de masas en vez de hacerlo a través de los medios especializados propios de la comunicación interna entre científicos. De esta forma se ha logrado incrementar la repercusión social y cultural de los logros de la ciencia, pero también se ha amplificado la visibilidad de los episodios problemáticos de la actividad cotidiana de los científicos.

Existen motivos y razones que pueden avalar la racionalidad de este comportamiento en muchos casos: la necesidad de asegurarse el reconocimiento de la prioridad, la importancia que los patrocinadores de la investigación dan a la repercusión mediática de su patrocinio, etc. Pero lo que falta es que los propios medios de comunicación de masas adopten una estrategia adecuada a la nueva situación. El periodismo científico se inventó para informar al público ilustrado de los grandes descubrimientos que aportaba la ciencia. Pero ahora cada vez más se ve obligado a actuar como un intermediario en el proceso interno de la controversia científica, que se produce paralelamente en dos escenarios: el de la comunidad de los especialistas que contrastan los descubrimientos y los aceptan o rechazan siguiendo pautas estrictas del método científico, y el de la opinión pública internacional que aplaude o critica cada jugada, sin esperar a saber quién ha ganado la partida. Cuando un equipo de investigación presenta a sus colegas los resultados de su trabajo, esto sólo significa para el resto de la comunidad científica una cosa: que ahí hay algo nuevo, digno de ser sometido a un minucioso escrutinio para detectar si los resultados son fiables, si las interpretaciones son coherentes y plausibles y si los datos son reproducibles. En cambio, cuando los medios de comunicación masiva se hacen eco de uno de esos episodios, tienden a presentarlo como un acontecimiento inesperado, sensacional y definitivo. No se informa de que «el equipo tal ha presentado a la comunidad científica los resultados de su investigación para que sean sometidos a escrutinio», sino más bien algo así como «por fin el equipo del Dr. X logró resolver el problema Y».

En realidad un artículo científico debería ser noticia no por lo que en él se diga, sino por lo que es razonable esperar que se pueda decir a partir de él. Frente a todos los pronósticos, en la ciencia no hay grandes noticias científicas, sino más bien un inmenso océano de pequeñas aventuras cognitivas que sólo son fiables cuando ya no son noticia. La ciencia es socialmente más débil de lo que parece: necesita el apoyo y la difusión de la comunicación masiva, pero el periodismo especializado en comunicación científica tendrá que adaptar sus estrategias para contribuir eficazmente a fortalecer, no a debilitar, la labor de los científicos.

Artículo extraído del nº 67 de la revista en papel Telos

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Miguel A. Quintanilla