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Entre el Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación y la “Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información”


Por Entrevista a Armand Mattelart

Recuperar la memoria histórica sobre la Sociedad de la Información supone redescubrir el hilo conductor de conceptos, teorías y luchas en torno a la comunicación y la cultura que durante décadas construyeron nuestro presente. Las batallas actuales por la diversidad, y por las políticas públicas de cultura y de la SI alcanzan ahí todo su sentido.

Apenas tres décadas separan el inicio de los debates sobre el NOMIC y los que surgen en el seno de la Cumbre. Es muy poco para atreverse a hablar de “Pasado y presente”. Cabría decir, incluso, que atreverse a recurrir aquí a esta expresión, que tiene una larga tradición en la historiografía del movimiento de las ideas, implica un sacrilegio semántico. Piénsese, por ejemplo, en el uso que toda una estirpe de pensadores de la cultura ha hecho de la expresión “Pasado y presente”. Así, en el siglo XIX, los teóricos ingleses del movimiento Culture and Society, lejanos precursores de los Cultural Studies críticos; en los años 20 y 30 del pasado siglo, el filósofo político Antonio Gramsci; o también, en Argentina, durante los años 60 y 70, el grupo de intelectuales, procedente de la industrial ciudad de Córdoba, que ha reconstituido en torno a la idea de “Pasado y presente” una verdadera biblioteca de la tradición crítica del marxismo heterodoxo, lo que ha permitido que toda una generación se replantee lo político.

Y sin embargo, la corta temporalidad que se extiende a lo largo de tres décadas ya parece excesiva en estos tiempos actuales en que el concepto de historia no se compadece con el régimen de verdad de una contemporaneidad devorada por la obsesión de la instantaneidad. Porque, a pesar de la brevedad del periodo que separa el Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (NOMIC) de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información (CMSI), diversos factores han contribuido a enturbiar la memoria de estos tres decenios, dificultando los balances críticos, la búsqueda de las continuidades y rupturas, y también de las transiciones y oscilaciones, que se han producido en la reflexión sobre las políticas en el ámbito de la comunicación y la cultura. En un primer momento, por tanto, evocaré algunos de esos factores que dificultan la necesaria puesta en perspectiva.

Cómo se ha evaporado la historia

De entrada, destacaría la pérdida de referencias históricas. Un problema que, desde luego, excede con mucho el ámbito de la comunicación y la cultura. Es una observación que comienza a inquietar en todas partes a los historiadores; cuando menos, a quienes buscan otras formas de enseñar su disciplina y no vacilan en hablar de “incultura histórica”. Un presente, ebrio de sí mismo, ha instalado un nuevo régimen de historicidad que es el “presentismo” ( 1): la aparición del presente como categoría de inteligencia del pasado acreditada, entre otras, por la actualidad permanente de la “conmemoración”; la aceleración del ritmo de la historia que sitúa el pasado próximo a la misma distancia que el pasado remoto. Todo lo cual explica el olvido de los contextos sociopolíticos en los que surgen las ideas y las estrategias tanto de opresión como de resistencia ( 2).

A continuación está la creación de leyendas negras. No sólo hay leyendas alimentadas por los adversarios, los llamados “ultraliberales”, de la idea misma de la necesidad de un nuevo “orden” (¡palabra nada acertada!, todo hay que decirlo, y poco cauta con la semántica) que, prácticamente desde el principio, han catalogado los debates sobre el NOMIC como un intento de encasillamiento del pensamiento, como una tentativa totalitaria. Está sobre todo la leyenda negra tejida en el propio seno de la UNESCO que, a partir de los años 80, decidió erradicar de su lenguaje administrativo las siglas mismas de NOMIC y que, todavía hoy, se sobresalta ante la idea de que pudieran regresar los viejos demonios de la década del Nuevo Orden y del Informe MacBride. Este tabú ha paralizado, dentro de la institución, la posibilidad de un retorno crítico sobre el pasado y sus contradicciones. Sigue impidiendo que se aprecie en su justa medida aquel momento pionero y original en la construcción de la extensa memoria de las luchas en pro de la democratización de los dispositivos de la comunicación y la cultura.

En tercer lugar, mencionaría la ilusión óptica que hace creer que el movimiento hacia la unificación del mundo surgió, como mucho, hace una o dos décadas. En los años 80, se instaló la referencia globalitaria como un precocinado, cual sentido común que ha barrido la lenta acumulación de reflexiones, controversias y teorías sobre la relación entre la construcción del espacio internacional, la cultura, la comunicación y las redes. Una acumulación que empieza a cobrar sentido en los años setenta, momento en que se ve emerger una alternativa al peso de la sociología funcionalista de la “comunicación internacional” de factura estadounidense, condicionada, desde sus inicios, a fines de 1952, por las dinámicas de la Guerra Fría. El achatamiento de las problemáticas de la internacionalización a partir de esos años 80 explica la pobreza del debate académico contemporáneo que con harta frecuencia se ha reducido a esperpénticas caricaturas tales como ¡el imperialismo cultural ha muerto! ¡viva la globalización! Esta simplificación resulta aún más asombrosa toda vez que, a mediados de los años 70, se instauró un debate en el seno mismo del campo crítico, y más concretamente en el de la naciente economía política de la comunicación y la cultura, sobre los vicios y virtudes de las teorías y conceptos subyacentes en el diagnóstico y la tesis del reequilibrio de los flujos mundiales. Lo que se ha perdido con esta nueva forma de conformismo social e intelectual es la idea de la cultura de la resistencia ciudadana como memoria de las luchas y cultura de las relaciones de fuerza en un espacio estructurado geoeconómicamente y geopolíticamente.

La consecuencia es que todo un paño de condiciones materiales, que han intervenido en la producción de estados de conciencia política sobre el desigual intercambio en esta década de los setenta, ha desaparecido así del horizonte de los interrogantes. ¿Por qué, por ejemplo, ciertos focos de reflexión sobre los sistemas de comunicación de Latinoamérica se han convertido en un vivero de ideas y propuestas recogidas, aunque sólo parcialmente, por la Comisión MacBride? ¿Por qué son los miembros latinoamericanos de esta Comisión, Gabriel García Márquez y Juan Somavía, quienes, en los apéndices al informe final, insisten en la «trascendencia otorgada a la cuestión de la democratización» como participación, descentralización y lucha contra un «poder concentrado en las manos de los intereses comerciales y burocráticos»? ¿Por qué al referirse a las repercusiones de las nuevas tecnologías, el informe habla del riesgo de que las tecnoestructuras cristalicen las relaciones de poder? Estos comentarios, a menudo marginales, al no haber logrado el consenso de los miembros de la Comisión, ciertamente no caen del cielo. Son el fruto de un contexto. No sólo está la madurez de los sistemas de comunicación en esta región del mundo (allí se concentra el 80 por ciento de los medios de comunicación del llamado Tercer Mundo), sino también la madurez de la configuración política de los interrogantes surgidos de las experiencias de resistencia popular. Una serie de acontecimientos históricos relevantes ha intervenido, en esta región del mundo, en la concienciación de la centralidad del orden mundial de la comunicación. Bastaría con recordar la expedición de los marines a la República Dominicana, en 1965. La desinformación practicada por las grandes agencias UPI y AP respecto de lo que ocurre en esta ocasión da lugar a la primera investigación sobre los Pueblos subinformados, título de una obra publicada entonces en Venezuela, y que citamos como un simple indicio de la precocidad del foco crítico en este país. Bastaría con recordar el decisivo papel de la experiencia de los tres años del gobierno popular (1970-73) del presidente Salvador Allende, en un Chile rodeado por un auténtico «cordón sanitario ideológico», según sus propias palabras, organizado por los medios locales en connivencia con las grandes agencias de prensa, los medios y las agencias de los servicios de inteligencia de los Estados Unidos. Experiencia que motivó, más allá de las fronteras de Chile, una verdadera toma de conciencia de la dimensión global del sistema transnacional de comunicación y de la necesidad de replantearse las relaciones asimétricas sobre las que se basa. El premonitorio discurso de Allende ante la Asamblea de Naciones Unidas, en 1972, sobre el papel de las multinacionales (tales como ITT o Kennecott Copper Co.) marca un hito en la percepción pública de este fenómeno sistémico. La creación, tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, en la capital mexicana, del Instituto Latinoamericano de Estudios Transnacionales (ILET) por parte de exiliados chilenos, Juan Somavía entre otros, en el que han trabajado numerosos exiliados llegados de otros países latinoamericanos es, de alguna manera, el fruto de esta toma de conciencia.

Si en el vocabulario de Naciones Unidas se produce, hacia 1975-76, el trueque de la expresión “firmas multinacionales”, acuñada por esas mismas firmas en los años sesenta, por el de “firmas transnacionales”, es porque la Comisión de Naciones Unidas encargada de regular sus excesos extrae las enseñanzas de las estrategias de estas sociedades “apátridas”, según el término del presidente chileno, contra las reformas de su gobierno. El léxico multinacional, en efecto, daba a entender que estas grandes unidades económicas compatibilizaban las nacionalidades y subordinaban sus propios intereses a los de los países en que se implantaban. A raíz de esta discusión semántica, nació por aquellos años en la sede de Naciones Unidas, en Nueva York, el Centro de estudios sobre las transnacionales, con la misión de vigilar sus excesos. Será suprimido unos diez años más tarde. Al señalar el peso de estos antecedentes, que atestiguan el papel pionero de las realidades comunicacionales y culturales del subcontinente latinoamericano en la formalización de las demandas del Tercer Mundo, no se pretende negar la aportación de los otros componentes del Movimiento de Países No Alineados. Antes bien, se trata de incitarnos a que nos interroguemos sobre los contextos de producción de los estados de conciencia y asincronías que acompasan su aparición.

La pérdida de referencias históricas, del lugar de producción de las ideas y las prácticas, corre parejas con una pérdida del poder de enunciación, el poder de nombrar las cosas en beneficio de neologismos y de nociones-logotipos. Esta comprobación del empobrecimiento de las palabras es la que me ha animado a centrar mis problemáticas de investigación en la historia de la invención de estas nociones-comodín, aparentemente desarraigadas, profundamente ambiguas y ambivalentes, se llamen como se llamen, Sociedad de la Información, globalización, comunicación o, más recientemente, diversidad cultural. No he dejado de interrogarme sobre su influencia en la producción de los utillajes mentales e institucionales que organizan la configuración de las clasificaciones, nomenclaturas, conceptos, esquemas de percepción e interpretación del estado del mundo y su porvenir, y orientan modelos de acción y estrategias.

Aun cuando no tengo intención de insistir hoy en la trayectoria de larga duración del “pasado” de la idea de Sociedad de la Información, nunca hay que abstraerse de esta dimensión. Dicha larga duración es lo que me ha inspirado en la construcción de mi Historia de la Sociedad de la Información.

Cómo los “problemas de comunicación” han empezado a interpelara la democracia en su dimensión internacional

Mi propósito, desde luego, no es el de hacer una exégesis más del Informe MacBride ( 3). No quiero caer en la trampa que denuncian los historiadores: las manías de la conmemoración. Procuraré ante todo, en esta segunda parte, esbozar la configuración comunicacional que le da sentido históricamente y a la que contribuye a dar sentido. Una configuración de campos de fuerzas que ha cambiado la visión del lugar que ocupa la información, la comunicación y la cultura en el ordenamiento de las relaciones entre los Estados, los pueblos y las naciones. Este primer documento emitido desde una institución internacional representativa proyecta la información, la cultura y la comunicación en la esfera geopolítica al reconocer que la desigualdad de los flujos no se produce sólo a escala internacional, sino que se reproduce a escala nacional, regional y local. Introduce la cuestión del poder y de las hegemonías, al demostrar que el intercambio desigual es un proceso tangible, mensurable, que la construcción del espacio-mundo, de la comunicación-mundo, de un tiempo-mundo, acerca y, a la vez, aleja a los humanos. Un proceso que historiadores como Fernand Braudel habían sacado ampliamente a la luz. La idea tan elemental de que en este juego hegemonía-contra-hegemonía, se implanta una relación de fuerzas entre actores múltiples, ya se llamen gobiernos, actores privados o actores sociales. Proporciona un principio de entendimiento de un debate, hasta entonces fragmentado, sobre la necesidad de una regulación democrática de los dispositivos de la comunicación, mediante políticas públicas acordes con los derechos a la comunicación como materialización de los derechos humanos.

El momento MacBride fuerza los cerrojos. Deja entrever la convergencia entre debates aparentemente desconectados en el seno mismo del sistema de Naciones Unidas sobre la información, la cultura y la comunicación. Pone de manifiesto el desafío global. Según puede leerse, «Hay que considerar el nuevo orden de la comunicación como un elemento del sistema que constituye el nuevo orden económico, y los mismos métodos de análisis pueden aplicarse a uno y a otro; ambos suponen en particular la adopción de un enfoque global y universal, aunque debe seguir siendo pluralista». Los primeros en reaccionar, los lobbies de la publicidad y de los grandes medios, agrupados en la International Advertising Association (IAA), no se llaman a engaño cuando titulan su primer manifiesto contra la idea de regulación pública y a favor de la autorreglamentación: «A desafío global, respuesta global». Y esta globalidad, los Estados Unidos la presienten cuando, en 1977, el Comité de Relaciones Exteriores del Congreso convoca, para hacer frente al reto lanzado por las demandas del Tercer Mundo, a responsables de medios, directivos de empresas, universitarios o especialistas de servicios de inteligencia, y sitúa por vez primera el debate bajo los auspicios de la “era de la información”.

Ante todo hay que recordar que la configuración comunicacional de los años 70 se inscribe en la crisis. El alegato en favor de un Nuevo orden mundial está llamado a encontrar su plena legitimidad en este contexto, precisamente. Esta crisis, que trae causa del conflicto Este/Oeste, está transida por la bipolaridad de las representaciones del orden mundial.

Primera vertiente de la crisis: una crisis diagnosticada, ya desde el primer choque petrolero, por los grandes países industriales como una crisis del modelo de crecimiento y de gobernabilidad de las democracias occidentales. Para paliar el agotamiento del modelo de acumulación de capital y de los mecanismos de formación de la voluntad general, las políticas de salida de crisis movilizan las Tecnologías de la Información y la Comunicación a partir de la segunda mitad de los años 70. El lenguaje de la llamada Sociedad de la Información penetra entonces en las administraciones, abandona la esfera académica de las únicas tecnoutopías elaboradas por los futurólogos o prospectivistas que han consolidado ampliamente el mito del fin de las ideologías, de la clase intelectual crítica o negativa y el advenimiento de una clase intelectual esencialmente orientada hacia la decisión, positivos. En Estados Unidos, se equiparan control de las redes tecnotrónicas, potencia y hegemonía mundial o nuevo universalismo. Al despuntar los años setenta, la doctrina geopolítica del norteamericano Zbigniew Brzezinski sobre la diplomacia reticular anticipa las doctrinas del soft power ( 4). La idea de una nueva división internacional del trabajo basada en el control de las tecnologías digitales impregna los discursos gubernamentales en los otros grandes países industriales. Pero la creencia en la solución nacional al reto lanzado desde el espacio competencial transnacional sigue siendo recurrente en los discursos de acompañamiento de las políticas de informatización. Decir que la UNESCO se constituye en tribuna central de dicha Sociedad de la Información en la segunda mitad de los años 70 sería erróneo. De hecho, a escala internacional, el tema agita sobre todo a la Comunidad Europea y a la OCDE, que agrupa a la veintena de países más ricos. En pocas palabras, al coto cerrado de las potencias tecnológicas. La Sociedad de la Información se convierte en el parámetro que permite jerarquizar a los distintos países en la escala de evolución de las sociedades hacia una nueva modernización. Pero, para entonces, ya están implicados numerosos países del mencionado Tercer Mundo. Como lo demuestra la política de autonomización tecnológica del gobierno brasileño bajo el régimen militar. Tal y como ya señalábamos, junto con Héctor Schmucler, en un estudio publicado con el título de América Latina en la encrucijada telemática (1983), fruto de una investigación llevada a cabo en varios países de la región: «También es sintomático que en América Latina se haya constituido la primera organización regional sobre políticas informáticas –la Conferencia Latinoamericana de Autoridades de Informática (CALAI)— mientras ha resultado tan dificultoso un acuerdo sobre la formación de una agencia latinoamericana de noticias».

Segunda vertiente de la crisis: se agrieta el paradigma del desarrollo/modernización, retoño de la ideología del progreso lineal e infinito. Es el desmoronamiento de una forma de ver que ha dominado las estrategias de la UNESCO a partir de los años cincuenta y ha consagrado la ideología de la comunicación salvífica. El contrapunto de esta ruptura es el reconocimiento de la singularidad de las culturas, como fuente de identidad, sentido, dignidad e innovación social. La quiebra de la visión lineal de la transmisión de valores entroniza la diversidad como condición necesaria para la búsqueda de una vía de salida del llamado subdesarrollo, distinta de la que está guiada por la ideología del cálculo (el Producto Nacional Bruto –PNB–) y el determinismo técnico. La rehabilitación de la creatividad de las culturas se combina con el impulso de la solidaridad a escala local, nacional y mundial, a la vez, la valorización del “genio del lugar”, el imperativo categórico de la participación ciudadana y la preocupación por la biodiversidad. Esta nueva filosofía del crecimiento permite redescubrir una memoria histórica oculta, alimentada por los pensadores del binomio unidad/diversidad procedentes del Tercer Mundo, desde Gandhi hasta el pedagogo brasileño Paulo Freire. También es una advertencia frente a los usos perversos de la búsqueda de la diversidad cultural: retirada respecto de la responsabilidad global compartida; fragmentación caótica sin consideración para las numerosas iniquidades basadas en los sistemas de privilegio arraigados en la casta, la raza, la clase el género y la nación. La entrada en la era poscolonial invierte, en el conjunto del sistema de Naciones Unidas, la relación de fuerzas Norte/Sur. La UNESCO se convierte en el epicentro de los debates sobre el desigual intercambio de flujos de información y comunicación que se adelanta a la sociología funcionalista de la comunicación-modernización que durante más de dos décadas ha determinado los planes elaborados por los ingenieros de lo social para erradicar dicho subdesarrollo. El alegato del Movimiento De Países No Alineados en pro de un “Nuevo Orden Mundial” en este ámbito es comparable con los esfuerzos realizados por el Grupo de los 77 para cambiar los términos del intercambio comercial mediante un Nuevo Orden Económico Mundial.

Desde comienzos de los años setenta, se implanta en el sistema de Naciones Unidas y, más concretamente, en la UNESCO, un zócalo de nociones que se convertirán en elementos claves porque servirán de orientación a los debates, propuestas, medidas y estrategias que participan en la legitimación de la idea de políticas públicas en los ámbitos de la comunicación y la cultura; derecho a comunicar o derecho a la comunicación, diversidad cultural, interdependencia, diálogo de culturas o industrias culturales. Como se puede ver, no he incluido la noción de Sociedad de la Información. Sencillamente porque si en ocasiones está presente, raras veces se le da un contenido en el que sea susceptible de provocar un debate explícito. Habrá que esperar el cambio de siglo para que la UNESCO se apodere de ella y, aprovechando la ocasión, cree una división ad hoc. Sobrevolemos, pues, estas nociones que estructuran una reflexión orientada hacia la elaboración de políticas públicas.

Una noción matriz: derecho a la comunicación, noción formulada públicamente en 1969 por Jean d’Arcy, pionero de la televisión francesa, entonces director de la división de radio y servicios visuales en el Servicio de Información de la ONU en Nueva York, en una época en que se perfila en la UNESCO el debate sobre las libertades en el ámbito de la información. En un artículo publicado en la revista de la Unión Europea de Radiodifusión (UER), declara de improviso: «La declaración universal de derechos humanos que, hace 21 años, establecía por vez primera en su artículo 19 el derecho humano a la información, tendrá que reconocer algún día un derecho más amplio: el derecho humano a la comunicación» ( 5). A lo largo de toda la década siguiente, salpicada de numerosas reuniones de expertos y, también, de numerosas controversias, la idea de la caducidad del modelo vertical del flujo de información de sentido único que se contenta con suministrar contenidos se resquebraja y se diseña una representación de la comunicación como proceso dialógico y recíproco en el que el acceso y la participación se convierten en factores esenciales. Rechazo de una comunicación desde la elite hacia las masas, desde el centro hacia la periferia, desde los ricos en materia de comunicación hacia los pobres, afirman, por ejemplo, los participantes en una de las primeras reuniones de expertos organizada en 1972 por la UNESCO sobre políticas y planificación de la comunicación. De estas reuniones de expertos jurídicos surge el principio de la diferencia: sin distingo alguno de origen nacional, étnico, de lengua o religión.

El Informe MacBride reconoce la prioridad de la problemática de un nuevo derecho a la comunicación, pero se muestra prudente. Entre sus recomendaciones, puede leerse: «Las necesidades de la comunicación en una sociedad democrática deberían satisfacerse mediante la extensión de derechos específicos, tales como el derecho a ser informado, el derecho a informar, el derecho a la intimidad, el derecho a participar en la comunicación pública, elementos todos estos de un concepto nuevo: el derecho a comunicarse». Subraya la riqueza y la complejidad del concepto, pero advierte: «Al desarrollar esta nueva era de derechos sociales, sugerimos una exploración más a fondo de todas las implicaciones del derecho a comunicarse». Derecho a saber, derecho a transmitir, derecho a discutir, derecho a la vida privada. Pero de todas formas, y desde el derecho a la comunicación, induce la necesidad de un nuevo orden mundial y el imperativo de las políticas públicas en el ámbito de la cultura y la comunicación.

La noción de diversidad. Si bien el tema de la diversidad recorre todos los conceptos restantes, hay un momento original que conviene señalar: la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Y Desarrollo que tiene lugar en Estocolmo en 1972. Ante todo es una crítica del modelo productivista. Y también es entonces cuando se establece el vínculo entre el concepto de biodiversidad y el de diversidad cultural.

Las nociones de políticas culturales y políticas de comunicación. El papel de la Conferencia de Venecia en 1970 sobre los aspectos institucionales, administrativos y financieros de las políticas culturales es determinante. A contar desde esta última, la formulación de las problemáticas y la implantación de instrumentos de planificación cultural que legitiman las políticas culturales son objeto de conferencias regionales (Helsinki en 1972, para Europa; Yakarta al año siguiente, para Asia; Accra en 1975, para África; Bogotá en 1978). Estas conferencias regionales sobre políticas culturales tienen su réplica en el ámbito de las políticas de comunicación (Kuala Lumpur, Malasia, en 1976; Yaundé, Camerún, en 1980). La de San José de Costa Rica, en 1976, marca un hito. Sin duda alguna es la que está más en línea con los debates que tienen lugar en torno al Nuevo Orden. No hay que olvidar que, paralelamente, se inicia en 1972 la controversia sobre el principio de una regulación pública internacional en torno a las tecnologías transfronterizas, primer enfrentamiento a propósito de la doctrina del free flow of information: los satélites de difusión directa y los satélites de teledetección. En 1972, los Estados Unidos se quedan solos en la UNESCO y en Naciones Unidas para defender este principio en el ámbito de los flujos comunicacionales.

La noción de industrias culturales. La introducción de esta noción en la UNESCO se debe, en gran medida, a los diagnósticos y análisis que se desarrollan en el transcurso de la segunda mitad de los años 70 en el seno del Consejo de Europa, de ciertos gobiernos de la Comunidad Europea, sobre todo en Francia y en la Bélgica francófona, y en Canadá, más concretamente en el Québec. Por cierto que la noción la estrenan, en estos tres países, sus respectivos responsables de cultura. Desde un punto de vista más crítico y teórico, la noción de industrias culturales es tributaria de los interrogantes que emanan del proyecto de construcción de una economía política de la comunicación y la cultura que surge en diversos países europeos, empezando por Inglaterra, Francia e Italia, más concretamente, como reacción ante las derivas culturalistas de los estudios inspirados, en los dos últimos, por los análisis del discurso encerrados en los corpus, y por los Cultural Studies, en el primero. Si el interés versa sobre la problemática de las industrias culturales, es en respuesta a la crisis de las políticas de democratización cultural mediante la transmisión de los productos de la alta cultura y a la desestabilización de las instituciones del servicio público audiovisual confrontado con la internacionalización y la competencia. En sus orígenes, por tanto, el concepto de industrias culturales lleva la impronta del marco institucional de países en los que la noción de servicio público está históricamente implantada.

Para apreciar mejor el hilo rojo que une el concepto de industrias culturales con los análisis desarrollados por el informe MacBride, es interesante leer el documento de trabajo acerca de Las industrias culturales redactado por el Secretariado de la UNESCO con motivo de la reunión del Comité de expertos sobre «el lugar y el papel de las industrias culturales en el desarrollo cultural de las sociedades» que tuvo lugar en Montreal en junio de 1980. Porque este documento permite juzgar a la vez y de visu el balance del decenio realizado por la UNESCO y la propuesta que hace del programa para los años venideros. He aquí algunos extractos ( 6).

Un balance: «La reflexión de la década tiene el mérito de haber intentado que el debate cultural arraigara en la materialidad de su funcionamiento y muy especialmente cuando optó por interrogarse sobre los problemas de la producción cultural (¿cómo se diseñan, se eligen, se confeccionan, se fabrican, se distribuyen, se promueven, se consumen, los productos culturales?) a pesar de que algunos responsables aún se niegan a darles a las “industrias del imaginario” toda la importancia que les corresponde». Y se menciona a continuación la aportación de las conferencias regionales sobre políticas culturales y políticas de comunicación.

«La creciente importancia que adquieren las industrias culturales en el programa de la UNESCO está vinculada a la actualización, desde hace varios años, de la reflexión sobre la cultura». Y el documento justifica este enfoque con un extracto de Ideas para la acción: la UNESCO frente a los problemas de hoy y al reto del mañana (1978): «El desarrollo cultural ya no es sólo una fase superior para el desarrollo sino que debe ser considerado e investigado como dimensión esencial de un desarrollo íntegro que pretende que el hombre se reencuentre consigo mismo ante la despersonalización del trabajo, la uniformización del hábitat y de las formas de vida, y el predominio de una cultura de masas comercial y cosmopolita».

Un programa prioritario de investigaciones: «Entre los asuntos fundamentales que requieren una reflexión socioeconómica, se encuentran los fenómenos de concentración económica y financiera y de internacionalización de las industrias culturales».

«¿Qué acción hay que emprender para que los grupos sociales puedan dominar y controlar las industrias culturales con el fin de garantizar su propio desarrollo?».

«Los análisis económicos, no obstante, deberán seguir siendo el núcleo de un programa de reflexión que pretende ser exhaustivo. En concreto, deberían profundizar en los problemas de conjunto y en los aspectos sectoriales de las industrias culturales. Es evidente que los poderes públicos y los sectores privados, con vistas a la creación o desarrollo de las industrias culturales nacionales, se apoyarán en estos análisis».

Una filosofía general de desarrollo: «Sea como fuere, el desafío consiste en la instauración o restauración de un diálogo de las culturas que ya no sería solamente el de los productores y los consumidores, sino que promovería las condiciones de una creación colectiva y verdaderamente diversificada y pondría al receptor en disposición de convertirse en emisor, a la vez que se aseguraría de que el emisor institucionalizado aprendiera nuevamente a convertirse en receptor. El reto último es el armonioso desarrollo dentro de la diversidad y el respeto recíproco».

Se conocen las razones por las que el debate sobre cuestiones de comunicación y cultura ha desembocado en un diálogo de sordos. De pasada, mencionaré algunas de ellas. La intolerancia de los Estados Unidos de Reagan, aferrados a su doctrina del libre flujo, que logran centrar los retos en el ámbito único de la libertad del periodismo y de los periodistas, en torno, concretamente, a las cuestiones de la colegiación de los periodistas y del código de ética internacional; el oportunismo de la Unión Soviética que aprovecha las demandas del Tercer Mundo para mejor justificar el cierre de su propio sistema de comunicación ante la “injerencia extranjera”; las contradicciones en el Movimiento de Países No Alineados, de cuya tribuna internacional se apoderan ciertos gobiernos para designar chivos expiatorios exógenos y silenciar sus propias violaciones de la libertad de expresión de sus periodistas y creadores (sin olvidar la extrema heterogeneidad del equipamiento tecnológico de los Países No Alineados); la incapacidad para establecer un nexo entre las inquietudes de los Países No Alineados y las de los países de la Comunidad Europea que empiezan a hacerse preguntas acerca de los riesgos que la internacionalización de las industrias culturales entraña para sus servicios públicos y políticas culturales. Por último, falta de vínculos entre estas reivindicaciones y la realidad de la gente corriente. Conforme escribíamos con Héctor Schmucler en el estudio antes mencionado: «La discusión internacional sobre comunicación estuvo dominada por la idea –asumida por muchos países del Tercer Mundo— de que el problema se centraba en el desequilibrio informativo, la responsabilidad de esta situación recaía fundamentalmente en las naciones dominantes y el análisis de las situaciones internas era postergable. Sustentado en un consenso genérico, que unificaba criterios de Estados donde la consideración del individuo era muchas veces diametralmente opuesta, no se estimó necesario indagar sobre el papel del hombre común, que se encuentra en el extremo de una cadena que muchas veces nacía en la sede de una agencia informativa transnacional. Sin embargo, ese eslabón final debería haber sido el origen de todas las preocupaciones».

En el plano de los protagonistas que han participado en el debate sobre el Nuevo Orden, digamos que si las organizaciones corporativas se concienciaron rápidamente de la necesidad de agruparse para oponerse a las demandas del Tercer Mundo, se observa, al contrario, la ausencia de una acción estructurada por parte de la sociedad civil organizada. La visión que entonces prevalecía acerca de la comunicación entre las organizaciones no gubernamentales, el movimiento sindical y los partidos, todavía conserva una fuerte dependencia de una visión instrumental de los dispositivos de la comunicación. Lo cual resulta más paradójico aún si se tiene en cuenta que en numerosos ámbitos, las ONG acuñan, a partir de los años 70, el lema «Pensar globalmente, actuar localmente», y lo aplican movilizándose a través de nuevas formas de acción reticular en torno a cuestiones tales como el medio ambiente, los derechos humanos y los excesos de las sociedades transnacionales, farmacéuticas o agroalimentarias, por ejemplo. Hasta 1983 no se estructurará una de las primeras redes: la Asociación Mundial de Artesanos de las Radios Comunitarias (AMARC), a partir de Montreal. No es casualidad que en 1988 la tercera edición de la asamblea general de esta red tenga lugar en Managua, en una Nicaragua revolucionaria en la que florecen las experiencias de comunicación y educación popular donde la radio ocupa un lugar preponderante.

La Conferencia Mundial de México sobre políticas culturales (Mondiacult) de hecho cierra un ciclo, en 1982. Cabe destacar el llamamiento del ministro de Cultura francés Jack Lang a «organizarse para oponer la internacional de los pueblos de la cultura a la internacional de los grupos financieros», con el fin de combatir «esta empresa de desalfabetización y construir concretamente medios de réplica». Y eso lo afirmaba tras haber comprobado: «Cultura y economía, un mismo combate. Es inútil taparse la cara y refugiarse en el angelismo, la realidad es incuestionable». La aportación de esta conferencia consiste sobre todo en incorporar a las referencias institucionales una amplia definición de cultura: «El conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias». Esta rehabilitación de la definición antropológica de la cultura, maltratada desde la fundación de la UNESCO, es una liberación respecto del dominio de un pensamiento puramente comunicacional que con demasiada frecuencia ha impregnado el debate sobre el NOMIC. Esta definición le conferirá un sentido a las nociones de diversidad cultural, identidad cultural y relaciones interculturales. Pero no tan pronto. Porque, a pesar de todo, transcurrirán unos veinte años antes de que una nueva configuración de actores intente convertir este principio abstracto en un instrumento jurídico capaz de sustraer las «expresiones culturales» de la regla única de la mercancía. En efecto, con esta definición de cultura es con la que arrancará, en octubre de 2004, la negociación sobre el texto de la Convención Internacional sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de Expresiones Culturales que la Conferencia general de la UNESCO someterá a los países miembros en octubre de 2005.

Veinte años, sí. Porque entretanto, se producirá la glaciación de los debates. En 1984-85, la retirada de Estados Unidos y Gran Bretaña de la UNESCO concuerda grosso modo con el comienzo del proceso de desmantelamiento de las regulaciones públicas, la penetración de marcos jurídicos favorables al avance del espacio de la racionalidad mercantil –la impropiamente llamada “desregulación”– y la marginalización de la norma de regulación pública en nombre de la defensa del interés colectivo. La globalización se convierte en una fatalidad. La resignación y la connivencia social alejan la referencia a una cultura de la resistencia ciudadana como cultura de las relaciones de fuerza y la memoria de sus luchas. En la UNESCO, el proyecto de que «el debate cultural arraigue en la materialidad de su funcionamiento», recurriendo a las contribuciones de la economía política de la comunicación y la cultura, de las ciencias políticas o de la historia cultural, queda descartado. La continuidad de las cuestiones suscitadas por la diversidad cultural será asumida, y por así decirlo exclusivamente con el tiempo, por un lado, por la visión antropológica y, por otro, por el discurso sobre la alianza entre biodiversidad y diversidad cultural. Pues bien, y aunque sólo cabe alegrarse por estos reencuentros con el enfoque antropológico, se sabe, después de las polémicas del antropólogo Marcel Mauss con algunos de sus colegas, hace casi un siglo, que el riesgo de la autonomización del campo cultural consiste en hacer que las observaciones etnográficas sobre los usos sociales de los productos y bienes culturales digan lo que no pueden expresar acerca del análisis macro-sociológico. En cuanto a la promiscuidad discursiva entre biodiversidad y diversidad cultural, por seductora que sea en el plano de la expresión de la globalidad del reto civilizacional, es sobradamente conocido en la historia del pensamiento comunicacional que la metaforización biomórfica ha sido una fuente de numerosos malentendidos y ocultaciones. El recurso a la analogía se produce de todas formas en detrimento de la observación sociopolítica de los dispositivos de producción, circulación y consumo de la comunicación y la cultura. El efecto de realidad de ambos tropismos hace que hoy por hoy el complejo fenómeno de la concentración de los dispositivos dentro del contexto de la internacionalización, que señoreaba al adoptarse la problemática de las industrias culturales, se haya convertido en tabú para los discursos sobre políticas culturales que emanan de la UNESCO. De ahí la eliminación del tema de la concentración y la exigua referencia a los medios en la Convención sobre la diversidad cultural. La visión comunicacional ha sido relegada. La memoria misma de la acumulación intelectual, ciertamente contradictoria, de las enseñanzas proporcionadas por las controversias alimentadas por el NOMIC y el Informe MacBride, se ha esfumado. Así se explica, en este año 2005, cuando las asociaciones académicas más diversas, desde Buenos Aires a Sao Paulo y Barcelona, pasando por Australia, vuelven a “revisitar” el Informe de la Comisión MacBride con ocasión del veinticinco aniversario de su aprobación por la Conferencia general de la UNESCO, el espeso silencio que envuelve el tema en esta institución internacional ( 7). Así se explica también por qué la selección de documentos oficiales por este organismo intergubernamental para ilustrar el itinerario que, desde su fundación, en 1946, ha recorrido la idea de diversidad cultural hasta la Convención, no incluye ninguno que recuerde las aportaciones de los debates sobre políticas de comunicación y derecho a la comunicación en los años 70 ( 8).

Ahora bien, no puede hablarse de una reflexión sobre políticas culturales digna de este nombre, si no se conjugan con las políticas de comunicación. Amputar las políticas culturales de su parte esencial que representan las políticas públicas de comunicación equivale a dejar el campo libre a la sola lógica de los operadores del mercado. Y en el plano de los análisis, no se puede hablar de una genuina reflexión sobre políticas culturales si no se imbrican con las políticas de comunicación en un campo pluridisciplinar que acepte tensionar los distintos enfoques de la cultura y las culturas.

Este amplio horizonte epistemológico resulta cada vez más insoslayable toda vez que, a medida que se multiplican las negociaciones internacionales sobre los instrumentos jurídicos de protección y promoción de la diversidad cultural, las definiciones de conceptos que se daban por supuestas se enturbian e incluso se diluyen en el transcurso de la batalla de palabras que libran las distintas tesis enfrentadas. Buena prueba de ello es la definición consensual de “políticas y medidas culturales” adoptada durante las negociaciones sobre la última versión del texto de la Convención, en junio de 2005: «Las políticas y medidas culturales se refieren a las políticas y medidas relativas a la cultura, ya sean locales, nacionales, regionales o internacionales, que están centradas en la cultura como tal, o cuya finalidad es ejercer un efecto directo en las expresiones culturales de las personas, grupos o sociedades, en particular la creación, producción, difusión y distribución de las actividades y los bienes y servicios culturales y el acceso a ellos».

La glaciación durante las dos décadas de la llamada desregulación salvaje también ha repercutido en los objetos y en los métodos de investigación de la comunidad académica. A un exceso de interrogantes sobre el Estado y el Estado-nación le ha sucedido el mito de su dilución en el espacio indiferenciado de la globalización sin cortapisas. Las nociones de poder, potencia, hegemonía y relación de fuerza, violencia simbólica, clase y dominación social han desaparecido de las referencias. Salvo que su sentido subversivo haya perdido fuerza al compás de las celebraciones de la “superación de la era crítica” y del advenimiento de la era de la letanía de los “post”. A la focalización crítica sobre la noción de ideología como proceso cotidiano de interiorización de un orden social, le ha sucedido la ideología de la transparencia. Ya no resulta necesario perseguir los procesos de fetichización de la mercancía; o sea, cómo la visión del mundo y de la vida propia de una categoría social se hace pasar por la regla de la felicidad para todos. La consecuencia ha sido la neutralización socio-política de los dispositivos de producción mediática y cultural y la proliferación de discursos sobre la centralidad del ámbito del consumo como lugar privilegiado desde el que poder resistir. ¿Resistir a qué? Con este rasero, la pregunta parece incongruente.

Una visión panculturalista de políticas culturales ha abierto la vía a la convergencia entre sectores enteros de la investigación sobre la cultura y las culturas, y la esfera de los aparatos burocráticos internacionales, instituciones y fundaciones. Al eclipsar el análisis de los vínculos estructurales entre la cultura y las nuevas formas de poder y de conflictos sociales, le ha proporcionado una coartada de buena conciencia a las perspectivas del marketing/management cultural. La noción neopopulista de mercado, asociada a la de consumidor soberano, ha permitido de reconciliar, de modo indoloro, los términos de la vieja antinomia consumidor/ciudadano. La razón neoliberal ha hecho su entrada en la naturaleza de las cosas.

Cómo la Sociedad de la Información se ha constituido en reto político

El pensamiento crítico no ha vuelto a hacerse oír políticamente hasta el comienzo del milenio con el desnudamiento de las lógicas segregadoras del proyecto globalitario y el despertar de las fuerzas sociales; y con ellas, el retorno de nociones que han constituido el núcleo de la reflexión durante los años 70, tales como la de derechos a la comunicación, entre otras.

Pero antes de llegar hasta ahí, en el transcurso de las dos últimas décadas del siglo pasado, se forma un eslabón esencial para la relegitimación de las estrategias de intervención pública construida sobre la base del principio conforme al cual los productos de la mente no son mercancías como las demás. La construcción de los espacios culturales de los grandes mercados únicos es la oportunidad. Se empieza con las negociaciones en el seno del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), del inglés General Agreement on Tariffs and Trade, entre los Estados Unidos y la Unión Europea, primera experiencia de integración macro-regional, que concluyen en 1994 con la legitimación de la cláusula de excepción cultural, que justifica las políticas públicas en materia de política audiovisual a escala nacional y regional. La experiencia de los debates sobre la excepción cultural en la Unión Europea es un test. Surgen las primeras movilizaciones de los profesionales de la cultura. Concretamente tras la creación, en 1987 en Francia, de los Estados generales de la cultura. En 1989, se producen, no sólo el fracaso de los Estados Unidos frente a la directiva europea Televisión sin Fronteras sobre política de cuotas de programas europeos, sino también las concesiones al gobierno de Ottawa durante las negociaciones del Acuerdo de Librecambio Estados Unidos-Canadá (ALE). El gobierno canadiense arranca una cláusula de exención cultural que reconducirá cinco años más tarde con motivo de la firma del Acuerdo de Librecambio Norteamericano (ALENA). Lo que le ha permitido a Canadá proseguir o implantar una política a favor de las televisiones públicas, créditos de impuesto para el desarrollo de la televisión, un fondo nacional para cable y satélite, medidas relativas a la edición y al cine. En cambio, en 1994, el gobierno mexicano se niega a incluir en el tratado de librecambio norteamericano una cláusula similar a la obtenida por Canadá.

En la construcción de esta filosofía de la excepción cultural, destacan dos países: Francia y Canadá. Volvemos a encontrarlos, a comienzos del siglo siguiente, impulsando el proyecto de Convención internacional sobre protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Lo cual demuestra que en las nuevas configuraciones de actores institucionales y ciudadanos, las políticas tanto culturales como de comunicación, pensadas a escala global, son también el fruto de procesos históricos anclados en culturas singulares. Un hilo rojo enlaza la contemporánea cláusula de excepción cultural con las primeras políticas cinematográficas de cupos aplicadas a las películas de Hollywood en el periodo de entreguerras, la filosofía del servicio público nacional.

Habrá que esperar a la última década del pasado siglo para que la noción de Sociedad de la Información se convierta en punto de convergencia de los debates sobre los proyectos de reordenación del mundo. La caída del muro de Berlín consagra nuevas doctrinas militares y diplomáticas basadas en el control de la información, la information dominance, zócalo de nuevas formas de hacer la guerra y la paz, de exportar el modelo de la democracia de mercado. El anuncio de las infraestructuras planetarias, las llamadas autopistas globales de la información, hecho en Buenos Aires en 1994, con motivo de una conferencia general sobre desarrollo y telecomunicaciones bajo los auspicios de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, por el entonces vicepresidente de los Estados Unidos, es, desde este punto de vista, un discurso estratégico, en todo el sentido del término. Ironías de la historia: el lanzamiento, al año siguiente, de la noción de sociedad global de la información por los miembros de los países más industrializados (entonces G7), en Bruselas, está acompañado por un rapto semántico toda vez que allí es donde se estrena la expresión: «Nuevo Orden Mundial de la Información» (NOMI). La sociedad global de la información como cimiento de un Nuevo Orden Mundial de la Información. La idea de un nuevo orden basado en el control de las Tecnologías de la Información y la Comunicación que los partidarios del free flow rechazaban ferozmente dos décadas antes es reivindicado por ellos y confiere un sentido a una nueva configuración geopolítica. Este proyecto de integración mundial mediante el control hegemónico sobre la arquitectura de las redes, con fondo de rivalidad entre la Unión Europea y los Estados Unidos, evoluciona por su cuenta en la esfera de las promesas tecno-deterministas. Como lo demuestra el hecho de que no hay rastro alguno de las enormes disparidades de orden socioeconómico y cultural en el acceso al ciberespacio naciente. La noción técnica para designar la discontinuidad de la red de redes es la que acuñó la UIT en 1985: el eslabón perdido. Habrá que esperar al 2001 para que la OCDE introduzca el concepto de fractura digital por la explícita razón de dar una visión más societal de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Pese a lo cual es un taparrabos de las injusticias sociales. Antes de recibir su definición administrativa, su lanzamiento tendrá lugar en el G8 de Okinawa con una «Carta sobre la sociedad global de la información». Cabe recordar también que fue la OCDE la que propuso el primer gran tratado sobre liberalización a ultranza de las inversiones, el Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI), cuya negociación se interrumpió en 1998 gracias a la primera gran movilización reticular de los movimientos altermundialistas.

En ese mismo periodo, el conjunto del sistema de Naciones Unidas se implica en el debate sobre el futuro tecnológico del planeta. La Declaración del Milenio que enfatiza la erradicación de la pobreza constituye un trasfondo general. Los informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) afirman que las redes tecnológicas están «en vías de transformar el mapa del desarrollo» y de «crear las condiciones que permitirán, en el plazo de una década, realizar progresos que en el pasado habrían necesitado varias generaciones». La UNESCO sitúa la lucha en pro del acceso universal al ciberespacio en el marco de una info-ética y del respeto a la diversidad cultural y lingüística, garantía del diálogo entre culturas, sin las cuales el «proceso de globalización económica sería culturalmente empobrecedor, no equitativo e injusto». En el seno mismo de la institución, la noción de Sociedad de la Información, basada en las tecnologías de la información y el intercambio de bienes informacionales a escala mundial, lo confronta con la noción de sociedades del conocimiento que, contrariamente a la representación globalizante inducida por la primera, pone de relieve la diversidad de los modos de apropiación culturales, políticos y económicos de la información y de los conocimientos por parte de cada sociedad.

En 1998 es cuando la Asamblea de la ONU aprueba el proyecto de organización de una CMSI. La primera fase tiene lugar en Ginebra, en diciembre de 2003, bajos los auspicios de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT); la segunda se programa en Túnez para noviembre de 2005. Jamás se ha visto tan claro el proyecto hegemónico de gobernanza mundial a través de la construcción de la integración del mundo mediante las tecnologías.

La Cumbre ha cristalizado los retos estructurales de las negociaciones sobre los problemas de la comunicación, por emplear el título de la Comisión MacBride. Sin estar necesariamente habilitada para resolver el conjunto de cuestiones suscitadas, ha servido de catalizador de la toma de conciencia. Es el primer inventario de las instancias en que se ventila la gobernanza del llamado Orden Mundial de la Información: la Organización Mundial de comercio (OMC) y la AGS, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), los organismos técnicos como el Internet Corporation for Assigned Names and Numbers (ICANN), entidad privada encargada de la administración de los nombres de los dominios y direcciones, establecida en California, bajo la autoridad del Departamento de Comercio de Estados Unidos. Este cuestionamiento es concomitante con las presiones para reformar y democratizar en profundidad el conjunto de las organizaciones internacionales, Naciones Unidas entre otras, y lograr que prevalezcan los derechos humanos, económicos, sociales y culturales definidos en la Declaración de derechos humanos. Lo cual implica, por ejemplo, la incorporación del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional o el cambio de composición y de reglas del Consejo de Seguridad ( 9).

Las presiones para el cambio de normas en materia de propiedad intelectual son desde este punto de vista un caso de libro. Es uno de los puntos más litigiosos de las negociaciones internacionales emprendidas en el marco de la OMC. Debería afectar a la mayoría de los debates que se desarrollan en el sistema de Naciones Unidas. Pero se elude a menudo so pretexto de que la OMPI es la única organización habilitada para legislar en la materia. Y resulta aún más estratégica, toda vez que el conocimiento se incorpora cada vez más a los bienes, y la producción de inteligencia e innovación continua se convierte en el corazón de la formación del valor económico. Nos encontramos así inmersos en la problemática de la constitución de monopolios de conocimiento, en el sentido que el canadiense Harold Innis le atribuía a comienzos de los años 50; es decir, como factor estructurante de la hegemonía de un tipo de sistemas culturales e institucionales. En un contexto en el que la promoción de la información es un fenómeno jurídico general, asistimos a su patrimonialización: su tratamiento es, cada vez más, el de un bien material apropiable. La lucha de las empresas monopolísticas por el control de las normas técnicas con el desarrollo de los formatos propietarios, es un ejemplo entre otros. Pronto acude a la mente el ejemplo de la propietarización de los códigos informáticos por parte de la firma Microsoft a la que se oponen los partidarios del software libre. Pero también está el ejemplo de las controversias sobre los estándares industriales cerrados y monopolísticos en los ámbitos de las Tecnologías de la Información y la Comunicación aplicados al e-learning. Los investigadores en TICE, en ciencias de la información y documentación y los especialistas de las industrias de la lengua han identificado claramente el carácter de eje vital que para el desarrollo de los sistemas de enseñanza a distancia representan las normas y los protocolos en cuanto motores fundamentales del sistema técnico postindustrial. Razón por la que, sumando su diagnóstico a la acción, incitan a la vigilancia de los comités de normalización, como lugar de debates y de confrontaciones, e invitan a estar presentes en ellos.

La centralidad de la cuestión de la patentabilidad o patentización monopolística de los conocimientos es precisamente lo que hicieron valer los gobiernos de Argentina y Brasil cuando, en 2004, depositaron un proyecto de reforma de la OMPI, la agencia intergubernamental que hasta 1974 no se incorporó al sistema de Naciones Unidas y cuya función es la de definir mediante sus tratados las normas que reglamenten la producción, distribución y uso de saberes y conocimientos. Fundada para fomentar la actividad creativa mediante la protección de la propiedad intelectual, la OMPI, no obstante, ha adoptado una cultura que conduce a la implantación y a la expansión de los privilegios de los monopolios, a menudo sin considerar sus consecuencias para la sociedad. La continua expansión de estos privilegios y de sus mecanismos coercitivos ha traído consigo costes sociales y económicos, que obstaculizan o amenazan otros sistemas de creación e innovación. Los dos gobiernos latinoamericanos, por su parte, plantean un reequilibrio entre el bien público de la transmisión del conocimiento y la propiedad privada, una visión más igualada de los beneficios relativos de la armonización y la diversidad. Esta remodelación de la agenda de la OMPI se llevaría a efecto en nombre del desarrollo sostenible y fomentaría la apertura hacia la investigación de nuevas iniciativas de apoyo a la innovación y a la creatividad. Por ello es por lo que Argentina y Brasil reclaman una profunda democratización de la institución, para que escuche a sus miembros y cuide de responder a las preocupaciones de todas las partes interesadas, en particular la sociedad civil organizada. Lo cual implica remover la ambigüedad del término ONG, actualmente en vigor en la OMPI que describe a la vez a las organizaciones no gubernamentales que representan intereses públicos y a los organismos de usuarios que representan los intereses de los titulares de derechos de propiedad intelectual.

La irrupción de nuevos sujetos. Por primera vez en la historia del sistema de Naciones Unidas, las organizaciones no gubernamentales o tercer sector han sido invitadas, lo mismo que el sector empresarial, a dar su opinión en el transcurso de las conferencias preparatorias de la Cumbre. A pesar de la heterogeneidad de sus componentes (agrupados en una mesa ad hoc) y sin llegar a limar sus diferencias, han logrado expresarse con una sola voz cuando se trataba de afirmar los principios del derecho a la comunicación (o, más bien, de los derechos a la comunicación): libertad, acceso, diversidad, participación. Más allá de las ambigüedades inherentes a este tipo de reuniones en la cumbre, más allá de la opacidad del proceso de acreditación de las ONG en esta clase de conferencias, cuyos objetivos se definen de entrada como globales, este reconocimiento acredita la estructuración de un conjunto de asociaciones, de sindicatos y de nuevos movimientos sociales como interlocutores. Porque estas nuevas fuerzas de presión y de propuesta tienen sus propios foros y modos de intervención. Y en ellos, las problemáticas ligadas a la información, la comunicación y la cultura se han acondicionado un espacio de debate y de formulación estratégica. Basta con comparar el orden del día del primer Foro social mundial de Porto Alegre (2001) con el último (2005). Marginal y disperso en el primero, el tema cultura-comunicación ocupó en este último, cuatro de los once espacios temáticos que componían el Foro. A grandes rasgos, han versado sobre: Pensamiento autónomo; Reapropiación y socialización de los conocimientos y las tecnologías; Las diversidades, la pluralidad y las identidades; Artes y creación: construir las culturas de resistencia de los pueblos; Comunicación: prácticas contra-hegemónicas, derechos y alternativas. El Manifiesto de Porto Alegre emitido en enero de este año recoge todos estos temas y los convierte en garantía de la «democracia del plan del barrio al planetario». Así, poco a poco, se han forjado las bases de una filosofía sobre los bienes públicos comunes, como la cultura, la información y la comunicación, la educación, la salud, el agua. Todos ellos dominios que deberían escapar a la sola lógica del mercado para ser regido por el principio del servicio público.

Si las cosas están así es porque a lo largo de todo este periodo se han formado redes transnacionales federadoras de redes nacionales y locales, que han establecido múltiples relaciones entre sí. Son la resultante de una lenta acumulación. Es el caso de CRIS o Campaña para los derechos a la comunicación en la Sociedad de la Información, o del amplio frente de la comunicación que en Latinoamérica agrupa a organizaciones tales como la Agencia Latinoamericana de Información (ALAI), la Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica (ALER), AMARC, OCLACC, la agencia Interpress Service (IPS), la World Association form Christian Comunication (WACC), etc. Movilizadas en torno a la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información, estas redes han relacionado esta temática, por ejemplo, con la que se discutió en el marco de la Convención sobre Diversidad Cultural. Una negociación donde también hace escuchar su voz la red mundial, lanzada desde Canadá en 2001, de las coaliciones nacionales que agrupan a las organizaciones profesionales de la cultura.

Presentes en todos aquellos sitios en que se decide la arquitectura reticular, las redes han contribuido a conectarlas y hacerles comprender el vínculo orgánico que las une en el combate contra la privatización del mundo, aunque reconociéndoles a cada una de ellas la especificidad de sus respectivos objetivos. En la galaxia de los actores colectivos se ha formado una conciencia del vínculo sistémico que une en su conjunto a las controversias sobre diversidad cultural, propiedad intelectual, transparencia en la gestión de los conocimientos, etc. Son estas organizaciones ciudadanas las que han intentado que en el orden del día de la Cumbre figure nuevamente la problemática de la diversidad de los medios y del reconocimiento del estatuto de los medios libres e independientes. Una Cumbre nada proclive, todo hay que decirlo, a abordar estos problemas. Así es como han acercado hasta la cotidianeidad del hombre corriente los retos de la construcción de la llamada Sociedad de la Información. Depositarias de una memoria de luchas, han hecho valer, frente a la visión tecnicista, la necesidad de no separar las experiencias digitales de la memoria de la apropiación social de las tecnologías anteriores, especialmente la radio. Esta toma en consideración de los medios coexiste con demandas específicas: la creación de un cuerpo global de gobernanza democrática de Internet; el desarrollo del potencial de democratización de las tecnologías digitales; la promoción del software libre; la cuestión de la financiación, tanto pública como privada, de las nuevas tecnologías; respeto por parte de los gobiernos nacionales de los mecanismos de participación de la sociedad civil establecidos durante la Cumbre; la crítica de la obsesión por la seguridad que amenaza con recortar las libertades civiles al imponer su dinámica a los usos de las tecnologías con fines de control social, etc.

Las presiones ejercidas por todas partes con el fin de reformar leyes de radiodifusión y la creación de observatorios de los medios que agrupan en su seno a periodistas, investigadores y usuarios de los medios, son otro de los indicios de la ciudadanización de los problemas de la comunicación. Mientras que las agencias del sistema de Naciones Unidas, en su conjunto, se niegan a debatir la concentración de los medios de producción y difusión de la información, la cultura y la comunicación, los actores de la sociedad civil organizada hacen de este asunto una cuestión previa a la realización de una Sociedad de la Información. Esta es, por cierto, la razón de la campaña lanzada por el frente de organizaciones de la comunicación de Latinoamérica, en junio de 2005, en defensa de «los derechos a la comunicación y contra la concentración de la información en pocas manos».

Pese a que la ciudadanización de los problemas de la comunicación dista mucho de ser mayoritaria y se vislumbra como un proceso de larga duración, la irrupción de nuevos sujetos es un signo de madurez política. Se impone una observación: las decisiones adoptadas en las instancias internacionales sobre asuntos de cultura, información y comunicación, sólo pueden transformarse en una herramienta de construcción de políticas públicas en todos los niveles si estos nuevos sujetos las asumen efectivamente. No es casualidad que la Convención sobre diversidad cultural tome buena nota de ello en el Capítulo en que se enumeran las obligaciones de los Estados, y concretamente en su artículo 11, relativo a la Participación de la sociedad civil: «Las Partes reconocen el papel fundamental que desempeña la sociedad civil en la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Las Partes fomentarán la participación activa de la sociedad civil en sus esfuerzos por alcanzar los objetivos de la presente Convención». Incluso añadiría que la mayoría de las veces estos nuevos sujetos preceden al posicionamiento de los Estados frente a la centralidad de las industrias del imaginario en las sociedades democráticas.

Los retos estructurales se deslizan por todos los intersticios del espacio público en el que se juega el destino de la sociedad-mundo. La invasión del campo del derecho internacional al amparo de las confrontaciones sobre la arquitectura del orden tecno-global, no puede en modo alguno compararse, hoy por hoy, con la que provocó las primeras escaramuzas sobre el derecho a comunicar, hace algunas décadas. En este contexto, complejo y paradójico en el que a menudo se entrecruzan la tecnicidad de los debates y la simplificación extrema de los argumentos en defensa de los intereses particulares y en detrimento de los intereses colectivos, el control del sentido de las palabras y el trabajo de redenominación conceptual del mundo siguen siendo, más que nunca, un campo de lucha. Cuestionar la ambigua noción de Sociedad de la Información sigue siendo, hoy en día, una tarea prioritaria. Pero esta crítica no es más que un jalón en la batalla de las palabras contra todas las alteraciones de la lengua que, un día tras otro, se naturalizan. Se trata de hacer una batida de todos los conceptos, tales como sociedad civil, interés público, servicio público, participación, acceso, diversidad, etc., susceptibles siempre de ser enrolados en un proyecto de reestructuración del planeta que los desarraiga, que los priva de su pertenencia a la tradición de las luchas sociales y culturales.

Para contrarrestar realmente el auge de los monopolios cognitivos y de las lógicas de rentabilidad financiera a corto plazo que limita la capacidad colectiva para desarrollar innovaciones de interés general, queda por llevar a cabo una revolución copernicana: no puede haber construcción de sociedades del conocimiento sin que se pongan en tela de juicio no sólo los contenidos del saber, sino las relaciones del saber. En un momento en que la sociedad tiende a convertirse en empresa y el vínculo ciencia-sociedad a declinarse en función del prisma de la gestión empresarial, se siente la necesidad de nuevas alianzas en torno a la investigación con todos los productores de conocimientos abiertos, con el fin de producir conocimientos sobre nuestro mundo, bienes públicos e innovaciones en respuesta a las demandas no mercantiles de la sociedad. Sólo esta nueva utopía de la república del saber puede protegernos de los proyectos de Sociedad de la Información confabulados con los señuelos reciclados de las ideologías etnocéntricas de la modernización sin fin. Ahí es donde nos llama el deber democrático y donde nos espera a todos. Es de desear que las tomas de conciencia que pueden observarse en ciertos sectores de la ciudadanía tengan su reflejo en nuestros campos de estudio y de formación.

Traducción: Gilles Multigner

Artículo extraído del nº 67 de la revista en papel Telos

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