¿Por dónde empezar a cooperar?


Por Alberto García Ferrer

«La estadística revela que el acceso a las obras culturales es el privilegio de la clase cultivada; pero ese privilegio tiene todas las apariencias de la legitimidad. En efecto aquí no son nunca excluidos sino los que se excluyen». Así comenzaba, en 1964, Pierre Bourdieu, en Les musées et leurs publics, su reflexión sobre los museos y sus públicos, a partir de una investigación llevada a cabo en una veintena de museos franceses.

Bourdieu comprobó «…La existencia de un lazo brutal entre la instrucción y la frecuentación de los museos». Ese vínculo estrecho entre el acceso a la educación y la fruición de la cultura –la pintura, las obras de creación plástica y los museos en general– le permitió advertir en los sectores sociales más bajos «…las resistencias y las reticencias, la mayoría de las veces inspiradas por el sentimiento de inaptitud y, el término no es demasiado fuerte, de la indignidad que experimentan tan vivamente quienes no han penetrado jamás en esos altos lugares de la cultura, por temor a sentirse allí desplazados».

Cuarenta años después, preocupada por el persistente alejamiento de los jóvenes del cine, la Secretaría de Educación de la Ciudad de Buenos Aires realizó un estudio en el que se revelaba que los adolescentes y jóvenes de la ciudad, pertenecientes a los sectores más deprimidos económicamente, reconocían una primera y definitiva barrera en las nuevas modalidades de consumo del cine, articulada internacionalmente a través de las multisalas, cobijadas, como un reclamo más en la estrategia del consumo, en el corazón de los grandes centros comerciales. Adolescentes y jóvenes encuestados experimentaban –según sus respuestas– frente a los grandes centros comerciales –a los que no ingresaban–, resistencias y reticencias inspiradas en sentimientos análogos a los recogidos por la encuesta que analizaba Bourdieu con relación a los museos como institución cultural.

Los “brutales lazos” a los que hacía referencia el texto de Bourdieu permanecen. Y afloran mecanismos de exclusión, explícitamente vinculados al poder adquisitivo y por ello al consumo. En el escenario de la cultura y en el comportamiento de las audiencias y públicos ha operado un importante giro. Los resultados del estudio de Buenos Aires llevaron a cineastas y productores argentinos a interrogarse sobre los mecanismos idóneos para conectar con ese, creciente, sector del público joven excluido del disfrute del cine.

Una encuesta realizada recientemente entre la población de Santiago de Chile, cuyas conclusiones fueron publicadas en el último número de Pausa, revista del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, revela que el cine se encuentra en el cuarto o el quinto lugar entre las preferencias de consumo cultural. El primer lugar lo ocupa la televisión. No es posible identificar con precisión la gradualidad del descenso del cine en las preferencias de la población capitalina en la última década, pero idéntica tendencia, seguramente, puede encontrarse –y por razones similares– en otras capitales y ciudades iberoamericanas.

Hace pocas semanas, durante una reunión entre productores y autoridades cinematográficas del área iberoamericana, uno de los directivos de los productores advirtió que era necesario reflexionar sobre la cantidad de películas que se rodaba. Reflexión motivada a partir de las crecientes dificultades para encontrar ventanas imprescindibles para la producción cinematográfica. Traducido a términos de mercado, otro participante lo formuló de esta manera: «¡Hacer películas no molesta a nadie! Lo que molesta es que llegue a las audiencias».

Es posible advertir que la producción cinematográfica en particular –y la creación cultural, en general– ha experimentado un significativo crecimiento en el ámbito iberoamericano. Y un afloramiento contenido. Las razones son múltiples y no las abordaremos en esta nota, aunque, seguramente, la riqueza de esa diversidad de motivos que se encuentra en las raíces de esta tendencia contribuiría a explicarnos, también, los nuevos desafíos a los que es necesario enfrentarse. Sólo anotaré dos: el fortalecimiento de la sociedad civil, a partir de la consolidación de los procesos democráticos, y el crecimiento de los vínculos y los lazos de cooperación entre los países del área.

En los últimos meses hemos escuchado hablar de iniciativas, diversas, para poner en marcha algo que parece estar presente en la voluntad, el deseo, ¿el imaginario?, la aspiración, de políticos, gestores y actores del sector cultural iberoamericano. Una, llamémosle, acción, canal, programación, ¿estructura? cultural para ser emitida por televisión.

Existe también la idea, producto de una cierta, razonable, precaución, de que la construcción del proyecto debe realizarse a partir de sucesivas fases. Dejando de lado la certidumbre de que toda arquitectura –se construya en fases secuenciales o lineales– requiere de un modelo, maqueta o fotografía de llegada para saber hacia dónde se marcha y cómo, merece la pena reflexionar brevemente sobre el concepto de televisión.

Libertad cultural

Iniciamos esta nota con las referencias de Bourdieu con el objetivo de remarcar los senderos de la exclusión cultural y seguimos con el cine porque, además de objetivizar esos mecanismos de exclusión, éste, como señala Jesús Martín Barbero, introduce en la cultura la «experiencia audiovisual» y con ella ese «des-orden en la cultura» que hoy la televisión expresa «más radicalmente». Lo paradójico es que, frecuentemente, cuando se piensa en la televisión como parte del “campo cultural”, se piensa en términos cinematográficos. Seguramente es un recurso que permite mitigar ese “desorden” que la televisión ha instalado en la «idea y los límites del concepto de cultura».

Así, podemos pensar que la primera fase de ese proyecto iberoamericano de “televisión” –a imagen y semejanza de Ibermedia, un programa de cooperación pensado y diseñado para operar en el campo del cine– debe ser la constitución de un fondo de coproducciones.

Poner de acuerdo a un grupo de canales de televisión para coproducir programas. Pero ¿es esto la televisión? Ponernos de acuerdo para producir un “género audiovisual” –ficción o no ficción, comedia, drama, documental, biografía, docudrama, series, unitarios, etc.– ¿es eso la televisión?

Volvamos a Jesús Martín Barbero y Germán Rey que en Los ejercicios del ver (2000), objetando esa, cierta, incapacidad de intelectuales, universitarios, gestores culturales y políticos para reflexionar, formular o diseñar un lugar para la televisión en el campo cultural se preguntan: «¿Qué políticas de televisión caben a partir de propuestas que, en forma beligerante o vergonzante, lo único que proponen es apagarla?».

O abordarla desde ángulos menos comprometidos. En los modos de operar y en la elección de operadores. Construir productos que, de forma mediatizada, serán programados en una parrilla, para ser tele-visados. Es decir, emitidos para ser visionados a distancia. Trabajar con colectivos o corporaciones que, de hecho, operan como mediadores con las audiencias.

¿El estado actual de nuestro campo cultural no nos pide otra cosa? ¿Somos incapaces de vincularnos de manera directa con los usuarios/beneficiarios de la producción cultural? Dejando a un lado el efecto multiplicador que genera el diseño y desarrollo de programas que operan sobre quienes gestionan, producen y crean las manifestaciones artístico/culturales y la formación de formadores, ¿no expresa esta limitación nuestra inseguridad frente a los medios de difusión de masas? ¿Representa, acaso, la condena tácita y/o el desprecio por un medio como la televisión? ¿O, en realidad, evidencia la falta de propuestas? ¿Por qué diseñamos programas de cooperación que suelen eludir la interacción directa con las audiencias? ¿No ha llegado el momento de abordar la cuestión cultural, también, con la mirada puesta en la construcción de audiencias y no solamente desde los colectivos que gestionan, producen y crean las manifestaciones culturales?

Miremos la producción y la creación cultural a la luz del concepto de cultura, que se ha insertado como un valor estructural de nuestras sociedades, esencial en la búsqueda para la satisfacción de nuestras necesidades. En este sentido, uno de los objetivos centrales de las políticas culturales de las sociedades modernas, el fortalecimiento de la diversidad, es concebido como una mediación, un instrumento –no podría ser de otra manera–, para que los colectivos humanos, en general, y los individuos, en particular, amplíen sus posibilidades de elección.

Ese ámbito, ese campo de acción –y por tanto de elección– que la cultura debe abrir ante los individuos contribuye a trazar el escenario en el que van a desarrollar sus vidas. Ámbito en el que el individuo podrá seleccionar los elementos que lo dotarán de mayores recursos intelectuales, emocionales, estéticos, creativos. En el Informe sobre Desarrollo Humano 2004 del PNUD puede leerse una definición: «La libertad cultural consiste en ampliar las opciones individuales». Y más adelante precisa: «El desarrollo humano es el proceso por el cual se amplían las opciones de la gente para que ésta haga y sea lo que valora en la vida». Y concreta: « …la libertad cultural es clave para que las personas puedan vivir de la manera que desean… esto requiere ir más allá de las oportunidades sociales, políticas y económicas, puesto que éstas no garantizan la libertad cultural».

Pensar desde las audiencias

Miremos una “televisión cultural” desde su misión –no desde las mediaciones–, pensando en las audiencias. Y, desde las audiencias, miremos el proceso productivo de la cultura. En la producción cultural, en general, suelen plantearse graves problemas en los mecanismos de distribución; en la producción audiovisual, el problema de las ventanas suele adquirir proporciones dramáticas. Impelidos por el dinamismo de creadores y productores pensamos en apoyos, programas y soluciones a la creación. Nuestro impulso suele detenerse en la frontera de la distribución. Del otro lado de esa “frontera” están las audiencias a las que, con muchísima dificultad, llega la “emoción cultural”, como definía acertadamente Toscan du Plantier, a la obra de creación cinematográfica. Al traducir la “emoción cultural” a elementos tangibles podemos comprobar que las audiencias quedan excluidas de los esfuerzos y, por tanto, de los recursos económicos que las administraciones públicas, instituciones, fundaciones o empresas del sector privado –en mayor o menor medida– invierten, trabajosamente, para promover los procesos de creación y producción cultural.

¿Esto significa poner en cuestión las ayudas estatales y/o privadas a la creación audiovisual? En absoluto. Lo que se pone en cuestión, como una cuestión de lógica, es la necesidad de pensar seriamente en el proceso cultural desde el disfrute de las audiencias. Al adoptar esa mirada descubriremos que, construyendo audiencias, abarcamos e integramos todos los elementos del proceso de creación artística/cultural: formación, tecnologías, investigación, desarrollo, creación, producción, distribución, exhibición, promoción, información.

Pensar desde las audiencias significa comprobar –una vez más– que el cine necesita de la televisión –pero no solamente, como suele pensarse, como una fuente central para la financiación de su producción–. Como también la necesita la pintura, y la música y el teatro; y la literatura. Obliga a pensar en la televisión, como se ha hecho con la radio, como un poderoso medio difusor de la creación, la producción, la reflexión y la información cultural.

En la década de los ochenta un impulso creativo de dimensiones continentales recorrió Latinoamérica. El vídeo dio soporte tecnológico a la encendida imaginación de individuos, ONG, grupos y colectivos sociales, que se lanzaron a experimentar en el campo de la estética audiovisual, contar historias, trazar retratos sicológicos, denunciar dictaduras, procesar información, dejar testimonio de actos creativos. Desde la periferia o el corazón de grandes ciudades como Sao Paulo, Buenos Aires o Ciudad de México, el mundo andino de Bolivia y Perú o el ámbito rural de Colombia y el sur de Chile, se tejió una red de creaciones que contaba el estado general de la sociedad y de la cultura latinoamericana. Los casetes recorrieron Latinoamérica, pero no encontraron las ventanas que les permitieran conectar con las audiencias que en definitiva eran las protagonistas de ese esfuerzo tan generoso como anárquico. El impulso se debilitó y, aparentemente, desapareció.

La lógica decía que aquel impulso debió haber cuajado en la consolidación de un soporte: la televisión. No fue así, aunque las televisiones absorbieron una parte de los talentos y se enriquecieron con la experiencia creativa.

En la primera década de este nuevo siglo –y milenio– los impulsos creadores en el campo de la cultura buscan en Latinoamérica ventanas que abran los espacios cerrados a sus audiencias. Y la televisión aguarda.

En el Informe para la Reforma de los Medios de Comunicación de Titularidad del Estado, y, con relación a la televisión pública, se define la información como «El corazón de la distinción del servicio público…» y más adelante precisa que ésta debe ser «…independiente del poder político y económico y de todo grupo de presión, plural en sus fuentes y sus actores, contextualizada y profundizada…». Y más adelante, al proponer entre los objetivos básicos del servicio público la defensa y promoción de la cultura, señala que esto «…supone una labor incentivadora de la creatividad cultural de la sociedad en todos los órdenes, especialmente de la creación y la producción independientes».

A partir de estas líneas, que contienen, también, aspectos centrales de la misión de una televisión cultural iberoamericana, podemos pensar en una televisión que dé testimonio de los múltiples impulsos creadores en el campo de la música, las artes plásticas, el teatro, el cine o la literatura. Una televisión que conecte experiencias creativas en Santiago de Chile con el trabajo que realizan grupos de teatro en Monterrey o Guadalajara. Una televisión que nos ofrezca la información actualizada de las producciones cinematográficas en marcha en toda la región. Que recoja la ficción y el documental, la historia viva y el testimonio, que promueva el debate cultural… Una televisión, en fin, que consume el “fin de la geografía” –utilizando la expresión de Paul Virilo– en tanto obstáculo o barrera y consagre el nacimiento de nuevas geografías de la comunicación. Pero esto es tema de otro discurso específico, porque la parrilla de una “televisión cultural iberoamericana” debe ser el espejo integrador de la diversidad y la creatividad de la región, a las que siempre aludimos pero que no somos capaces de exponer –todavía– a nuestras audiencias.

Artículo extraído del nº 65 de la revista en papel Telos

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Alberto García Ferrer