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Una cuestión de identidad


Por Raúl Eguizábal

¿Cuál es la idiosincrasia de los publicitarios? ¿Son artistas o simples manipuladores de conciencias? Ante la pérdida parcial del estatuto artístico de la publicidad, el autor reclama una nueva episteme que impregne el quehacer de una profesión destinada a producir símbolos.

Uno de los elementos más enriquecedores del oficio publicitario ha sido, en mi opinión, la variedad de orígenes y de formaciones que se encuentran trabajando en las agencias. Ello se debe, sin duda, a la propia complejidad del proceso publicitario que puede hacer necesario el concurso de psicólogos, matemáticos, juristas, expertos en marketing o licenciados en Bellas Artes.

¿Qué es un publicitario? ¿Todo aquel que trabaja en publicidad es un publicitario? La cuestión no es baladí, porque el rumbo que ha de tomar la publicidad estará, en gran medida, determinado por lo que el profesional piense de sí mismo, por lo que crea que es su papel dentro de la organización publicitaria o de la cadena de valor añadido.

En otros tiempos se hablaba del publicitario como “el hombre del lápiz” y muchos de ellos habían recibido formación como periodistas o habían trabajado en periódicos antes de dedicarse a la publicidad. Ahora vivimos en un mundo mucho más enmarañado, pero la figura del hombre con el lápiz todavía nos hace imaginarnos a alguien que, ante todo, piensa y da forma a sus ideas con ese pequeño instrumento, bien para escribir, bien para dibujar. El que ese instrumento sea hoy un ordenador no cambia, en realidad, mucho las cosas, al menos desde un punto de vista conceptual.

Conflictos de identidad

Desde comienzos de los años 70, la industria publicitaria ha ido soportando una serie de crisis que han sido siempre interpretadas como una consecuencia de situaciones de carácter más general. No puede, sin embargo, seguir pensándose que su condición o su suerte se deben, única y exclusivamente, a la influencia de fenómenos exógenos. Hay una crisis que es específica del sector publicitario, y que no tiene necesariamente que ver con el negocio aunque pueda influir grandemente sobre él: una crisis, por decirlo así, de estilo, sobre el papel de la publicidad en la nueva sociedad, sobre la definición de un tipo de empresa publicitaria acorde con los tiempos que se avecinan, sobre la identidad de los profesionales.

Una crisis de identidad supone que existe una distancia sustancial entre lo que muchos profesionales piensan de sí mismos y lo que constituye su realidad (entre lo que son y lo que ellos mismos creen que son), pero también entre su identidad (lo que uno cree que es) y su imagen (lo que los demás creen que es).

Una buena parte de los publicitarios, notablemente aquellos que trabajan en el ámbito de la creación y la producción, se consideran a sí mismos como artistas. La publicidad es un arte, puesto que algunos museos muestran, entre otras obras, piezas publicitarias. Y si la publicidad es un arte, es obvio que quien la hace es un artista. Esto, si fuese así de sencillo, resolvería una parte de sus conflictos de personalidad y, sin duda, mejoraría la autoestima de los profesionales.

Los grandes festivales publicitarios premian cada año los anuncios más atrevidos, más originales, más impactantes; lo que no hace sino reforzar la concepción que los publicitarios tienen de sí como artistas. Aunque no hay que olvidar que los premios publicitarios no son más que los trofeos que la industria publicitaria se entrega a sí misma, para autoconvencerse de lo bien que lo hace, y que no está establecida ninguna crítica independiente (todo lo que puede ser una crítica) y profesional que evalúe de forma externa la validez del trabajo publicitario, tal y como se hace en arquitectura, música, literatura, pintura y hasta en el cine (cuyo estatuto artístico puede ser discutible, pero que se encuentra a años luz del de la publicidad, en éste y en otros sentidos). Es más, en las pocas ocasiones en que, desde una publicación del oficio, se ha realizado una labor de disección de la condición del publicitario, ésta ha sido recibida con uñas afiladas y una asombrosa falta de autocrítica.

El publicitario como artista

Los factores que concurren y que llevan a los publicitarios a creerse su condición de artistas son varias: la idea ingenua o laxa que mantienen de lo que es el arte, su propia crisis de identidad que les impulsa a buscar referentes socialmente más estables o más establecidos, la conciencia de su ascendente sobre la cultura contemporánea (de su poder) y su baja estima de la condición publicitaria.

Aunque actualmente el oficio publicitario pasa por su nivel más alto de aprecio social y el público –sobre todo el joven– se siente atraído por la fascinación que desprenden los anuncios, no debemos olvidar que la función de los anuncios no es la de despertar vocaciones, ni entusiasmos, sino la de vender productos. Esto demuestra ya una desviación sobre los objetivos, dado que la fascinación que debía centrarse en los productos se dirige con demasiada frecuencia hacia el propio mensaje, el anuncio se convierte en el propio producto y lo que vende la publicidad es a la propia publicidad.

Esa fascinación, además, está en gran medida fabricada desde la industria de la producción cinematográfica que es la que realmente da el acabado a los anuncios; en un story no hay en verdad ningún encanto. Una modelo, un director de cine, un ingeniero de sonido, un fotógrafo son especialistas que trabajan en publicidad, lo que, en ningún caso, los convierte en publicitarios, aunque sólo gracias a ellos el anuncio obtenga el grado de aceptación necesario. Muchos directores de cine se han formado en la publicidad (de Ridley Scott a Alan Parker y de José Luis Borau a Isabel Coixet), han dado mucho a la publicidad y han obtenido también mucho de ella. El comercial del lanzamiento de Appel Macintosh basado en 1984 de Orwell no es sólo una pieza maestra de la publicidad, también lo es de la filmografía de Scott. No nos cabe la menor duda de que un anuncio puede convertirse en algo muy grande si está en las manos apropiadas. Y sin embargo, la constancia de ese hecho no convierte la publicidad en un arte, sino a Ridley Scott en un artista.

Expresiones como “director de arte”, “creativo” o “arte final” tienen atractivo. Todo lo que suena a artístico tiene un prestigio del que carece, en su origen, el oficio publicitario, un oficio de charlatanes, embaucadores y vendedores de específicos. A diferencia de los publicitarios clásicos, como Hopkins, los actuales no quieren ser vendedores, les parece demasiado bajo el oficio de vendedor. Un vendedor está demasiado cerca de un tendero, indudablemente tiene mucho más prestigio ser un artista que ser un tendero. El dinero que se ha ganado en publicidad ayuda a ese convencimiento (tanto gano, tanto valgo), olvidando que es la capacidad de vender la que justifica su sueldo. No se les paga un sueldo elevado para que sean artistas, sino para que no lo sean, para que se olviden de sí mismos, para que permanezcan en la sombra mientras todos los focos iluminan el producto.

Ahora bien, si no soy un simple vendedor, y no lo soy, si me niego a considerarme un manipulador de conciencias, un dictador de comportamientos, un incitador al consumo irracional ¿entonces qué soy?, ¿un comunicador?, ¿un artista? Desde luego, muchos publicitarios se consideran artistas y ello produce un efecto distorsionante sobre el trabajo publicitario. El prestigio del trabajo publicitario no ha hecho sino confundir más a sus protagonistas. En la época de Lasker los publicitarios tenían mucho más clara su idiosincrasia, les bastaba con saber que sus anuncios ayudaban a vender mercancías y que de alguna manera contribuían a mejorar la vida de la gente dándoles a conocer los nuevos ingenios y consolidando las empresas y sus puestos de trabajo ( 1). No dejaba de encerrar cierta ingenuidad este planteamiento, pero lo que sí es indiscutible es que tenían muchos menos conflictos como bien demuestran, entre otros libros, la biografía de Lasker o las memorias de Hopkins ( 2).

No es que considere que una formación artística esté en conflicto con la condición del publicitario. Todo lo contrario, me parece imprescindible. Y ello en un doble sentido; primero porque para un publicitario es absolutamente indispensable la adquisición de una cultura visual, y esa cultura se logra fundamentalmente en los museos y las galerías de arte. El estudio Diagnóstico para un nuevo milenio (2000) señala la necesidad de contar con conocimientos del campo artístico para las funciones de director creativo, director creativo-ejecutivo y director de arte; de literatura y música para los redactores; de imagen, cine y música para los jefes de producción audiovisual; de fotografía y diseño para los de producción gráfica. Muchos de los que trabajan en esos puestos se consideran artistas, pero en realidad su conocimiento del arte, y sobre todo del arte actual, suele ser superficial, muy pocos visitan habitualmente los museos y poseen una idea del papel del arte propia del siglo XIX. Un redactor, por ejemplo, debería ser un lector habitual de poesía, un conocedor de la literatura epigramática, de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, etc. Esto no es un adorno para un profesional, tampoco una penalidad, sino una misión.

En segundo lugar, es inexcusable el contacto con el arte porque éste proporciona una episteme muy valiosa para el trabajo publicitario. Una episteme que contrarresta el cartesianismo del procedimiento “histórico” publicitario y las tendencias a encasillar a los consumidores, a simplificar extremadamente lo inequívocamente complejo (como el comportamiento humano), a pensar que es posible conocer una totalidad a través del estudio individualizado de sus partes, a creer, como hace el marketing, que sólo puede funcionar lo que tuvo éxito en el pasado.

Cuando Bernbach solicitaba originalidad, intuición, brillantez, estaba requiriendo el “método” artístico para el quehacer publicitario. El gran descubrimiento del arte moderno ha sido el azar; Jon Steel, en uno de los mejores libros sobre publicidad escritos en los últimos años, Verdades, mentiras y publicidad (2000), dice que «el azar no debe temerse, sino estimularse, y cuanto más amplia sea la perspectiva con que se aborde un problema, tanto mayores serán las oportunidades de que el azar revele una solución inesperada». Con estas palabras está reivindicando, ni más ni menos, el “método” artístico. Es evidente que esto atenta contra la tradicional obsesión por el control que ha dominado la labor publicitaria, al menos desde Hopkins hasta nuestros días.

Arte y no arte

Esta necesidad de una nueva episteme para el trabajo publicitario, esta vindicación de una forma de conocimiento artística, frente a la newtoniana de un mundo regido por leyes fijas, no convierte en absoluto a los publicitarios en artistas.

En primer lugar, para que el arte opere publicitariamente, tiene que tratarse de formas artísticas reconocibles por el gran público, es decir de arte hipercodificado. Por ello encontramos que las composiciones publicitarias en realidad responden a las formas de arte tradicional, a una forma de comprender el arte que se remonta al Renacimiento (la perspectiva, el punto de vista único, etc.) en la cual se ha formado la sensibilidad, la mirada del receptor, y de la que la fotografía (principal instrumento de la publicidad, sea fija o en movimiento) es su más directa heredera. Las composiciones publicitarias son retratos, bodegones, interiores, paisajes, desnudos, madonnas… históricamente codificados. No hay en ellas ni un ápice de innovación o riesgo. E incluso cuando se hacen citas a la historia del arte, éstas se producen sobre obras como La Gioconda, las escenas más tópicas de la Capilla Sixtina, el David de Miguel Ángel, Los Girasoles de Van Gogh, etc. Es decir, sobre obras que el receptor no va a tener ninguna dificultad en decodificar como artísticas (es decir: valiosas, únicas, sublimes, de precio incalculable).

La publicidad que se hizo en la Europa de entreguerras fue elaborada por algunos de los más grandes artistas de la época, artistas de vanguardia que produjeron los anuncios más arriesgados de la historia. Pero no tiene nada que ver el que un artista haga de un modo más o menos circunstancial publicidad con confundir la condición del publicitario. Tampoco es ese el modelo dominante en la actualidad, sino el americano, dirigido por gente de marketing, investigadores, estadísticos y psicólogos. Los anunciantes no quieren riesgos, no quieren azar. La llegada de la ilustración costumbrista característica de los dibujantes americanos y, posteriormente, de la fotografía, hizo retroceder el estatuto artístico de la publicidad. Nunca han sido menos artistas los publicitarios que en la actualidad.

En segundo lugar, cuando el arte se ha apropiado de la realidad publicitaria (como en el pop art), lo ha hecho no por lo que pueda tener la publicidad de artístico, sino precisamente por lo que tiene de no artístico. El arte actual se caracteriza por la ocultación de sus códigos: cualquier cosa que parece arte, no es arte. El arte se disfraza de paisaje, de amontonamiento casual, de objeto cotidiano o de anuncio, de ahí el que no nos pueda extrañar demasiado que, como ha ocurrido muy recientemente, unos limpiadores hayan arrojado a la basura una obra de arte. En sus criterios de clasificación no podían encajar esa pieza en la categoría arte, sino en la categoría basura.

Todo lo contrario ocurre en publicidad donde su “artisticidad” es tan evidente que impide cualquier posibilidad de confundirla con una obra de arte real. Pero es que tampoco puede jugar con los códigos publicitarios, no puede renunciar a su condición, de la manera en que juega la literatura (haciendo pasar la ficción por memorias, cartas, manuscritos encontrados) o el cine (dejando los créditos para el final, introduciendo el título con la película avanzada, es decir eliminando todo lo que en el cine tradicional separaba nítidamente el mundo real del mundo de la ficción cinematográfica). La publicidad siempre tiene que manifestarse como tal; podrá confundir al público en otras cosas pero no en esa.

Y, sin embargo, la publicidad y los medios de comunicación de masas han influido determinantemente sobre el arte de nuestra época. No podía ser de otra manera, pues si algo ha caracterizado al siglo pasado es la presencia inefable de los medios de comunicación tecnológicos. Su influencia sobre las relaciones sociales, la cultura, nuestra comprensión de la vida o nuestra percepción del tiempo, no podía quedar ajena a la esfera artística. El carácter sincopado y perecedero del discurso publicitario (que es también el de la vida de los productos, las modas, la información, la fama…) se traduce en la proliferación de arte efímero, instalaciones, vídeo montajes, intervenciones, performances, etc. Un arte que sucede en el tiempo, que es, como los mensajes de los medios, etéreo, que no puede ser encerrado en un espacio y colgado de una pared. La carencia de una línea argumental, de una secuencia lógica; la repetición ad nauseam de un movimiento, de un gesto; el carácter rítmico; la discontinuidad, parecen emular la condición caótica y enmarañada con que recibimos los mensajes de los media; el dispar, frenético, intrincado e inconexo “relato” que supone un pase publicitario (e incluso algunos anuncios).

Publicidad e ideología

Y en tercer lugar, el arte tiene en nuestra sociedad una posición ideológica muy diferente a la que tenía el arte tradicional o a la que tiene la publicidad. No solamente no hay nada revolucionario en la publicidad; podríamos asegurar incluso que la publicidad es una expresión conservadora tanto desde un punto de vista político como estético. Contribuye a la conservación de los valores establecidos, lo que incluye la “mirada” del arte tradicional de occidente.

El poder indudable que ejerce la publicidad sobre la sociedad es muy distinto al que ejerce el arte. La publicidad necesita ejercer su autoridad en el tiempo presente, queremos que la gente haga cosas, que compre, que sea prudente en la conducción de su automóvil, que vote, que evite el contacto con las drogas o que lleve a vacunar a sus hijos. Y lo queremos ahora. La autoridad del arte es espiritual, no queremos que la gente haga nada; todo lo contrario, queremos que sienta y que piense, y esa autoridad debe ser tal que se pueda ejercer en el transcurrir del tiempo, que el espectador, siglos después pueda sentir la fruición de una obra escrita o pintada o compuesta tiempo atrás. Una de las cosas más penosas de la publicidad es su obsolescencia, lo mal que resiste el paso del tiempo. La mayor parte de los spots que operaban en los años 80 parece ahora ingenua o ridícula, y cuanto más atrás nos situamos más patéticos parecen los anuncios. Tienen el encanto de lo demodé, pero ninguna eficacia como avisos publicitarios.

La publicidad está firmemente anclada a su contexto: cuando pierde sus referentes deja de ser eficaz. En el arte pasa lo contrario. Cuando una arquitectura pierde su funcionalidad, cuando una pintura pierde sus referentes ( 3), es cuando puedo contemplarlos mejor como una obra autónoma, cuando sus valores estéticos hablan más claramente.

Al arte le gusta oponerse a lo establecido, colocarse en el límite de lo socialmente admisible. Por muy provocadora que sea la publicidad, el arte siempre puede ir más allá.

El peligro, desde un punto de vista comunicativo, es que una publicidad que se piense arte puede resultar críptica para su público, absurda y descarriada. Incomprensible e inadmisible como forma de comunicación comercial. Es deber de la publicidad hacerse entender. A diferencia del arte, cuyo público puede estar situado en otro tiempo, el público de la publicidad es el de aquí y el de ahora.

La producción de significado

El capitalismo reestructuró todas las facetas de la vida social.
Introdujo nuevos métodos de producción,
reconoció nuevas relaciones entre productores y consumidores,
y unió nuevos significados a lo que producía

T. H. Qualter (1994)

Un publicitario no es un artista, sino más bien un ingeniero ( 4). No olvidemos que la palabra ingeniero viene de ingeniar. No son genios lo que necesita la industria publicitaria sino ingenios ( 5). Y el trabajo del publicitario es poner su ingenio al servicio de las marcas. Lo que hace el publicitario, que no es poco, es el diseño simbólico de los productos. Su visión de sí mismo como artista le hace estar muchas veces más preocupado por el diseño formal que por el diseño de los contenidos, por la apariencia que por el sentido. Su vocación se confunde con la del diseñador (que tampoco es un artista, sino otra clase de ingeniero, un ingeniero de las formas).

¿Cuál es el papel de la publicidad en la sociedad alumbrada por el capitalismo? Si yo pensase que un publicitario es simplemente un comunicador, su función sería exclusivamente la de encargarse de esas “nuevas relaciones entre productores y consumidores”. Y, en efecto, la publicidad ha constituido tradicionalmente el enlace necesario entre un productor masivo de mercancías y un consumidor situado a distancia física y social de él. Pero la publicidad es más que eso, es la encargada de crear “nuevos significados” y de unirlos a los productos. En la comunicación publicitaria, en el enlace entre productores y consumidores, intervienen muchos elementos que no son estrictamente mecanismos publicitarios, pero la creación de esos significados y su vinculación a los productos es el trabajo inexcusable del publicitario.

Yo puedo contratar a Guillermo Pérez Villalta o a Gordillo o a Barceló y seguramente el anuncio que produzcan tendrá una categoría artística, pero ello no les convierte en publicitarios. Lo que sucede es que lo que caracteriza a la publicidad es su capacidad de apropiación, la “apropiación estratégica” de todos los hábitos, de todos los lenguajes, de todas las modas, de todas las formas artísticas, incluida, por qué no, la participación circunstancial de un artista para la realización de un anuncio. La publicidad es el agujero negro de la cultura, donde van a parar todos los dispositivos culturales (costumbres, novedades, jergas, modas, tradiciones, prácticas), y desde donde conectamos el universo de la cultura con el universo de la economía, de lo social o de la política. Trabajar en publicidad es poner la cultura al servicio de unos intereses (económicos, políticos, sociales). Pero a diferencia del anunciante del siglo XIX, que empleaba a Lautrec para dibujar sus anuncios y a Cocteau para escribirlos, al actual no le interesa tanto el trabajo del artista como su firma; es decir, no tanto lo que produce sino lo que representa (esto es, lo simbólico), por lo que habrá que dejar bien claro quién ha pintado ese anuncio y lo que ese autor significa en la esfera artística.

Un publicitario es un vendedor, le guste o no, pero bien es cierto que es más que eso. Un publicitario es un comunicador, pero también es verdad que es más que eso. De ambos oficios participan todos los publicitarios, no sólo los creativos, pues todos ellos (incluidos planificadores, ejecutivos, supervisores, investigadores, etc.) contribuyen desde su plano a la elaboración y a la buena marcha de una acción comunicativa (la mayor parte de las veces con fines comerciales), asumiendo funciones y elaborando instrumentos específicamente publicitarios (el briefing, la estrategia, el plan de medios…). Aunque el protagonismo de los creativos adquirió, con gran probabilidad como un efecto colateral de la “revolución creativa”, unas dimensiones que han contribuido a la confusión de identidad, que nos estamos refiriendo.

Hasta ahora hemos mantenido diferenciadas la función de producción de mercancías de la función publicitaria. No se puede seguir sosteniendo esta dicotomía porque una mercancía no es sólo una entidad material. La falsificación llega hoy día a un extremo de clonación de los productos de marca, porque se pretende apropiar no sólo de la dimensión material de la mercancía, también (y sobre todo) de su dimensión simbólica, de lo que la publicidad ha construido, con grandes inversiones de dinero, para esa marca. Más allá de su oficio de vendedor y de comunicador, un publicitario es, por tanto y sobre todo, un productor de símbolos.

Bibliografía

ASOCIACIÓN GENERAL DE EMPRESAS DE PUBLICIDAD: Diagnóstico para un nuevo milenio, Ediciones La Montaña, Granada, 2000.

EGUIZÁBAL, R.: «Arte menos publicidad: reflexiones al margen», Publifilia, núm. 2, Segovia, 1999.

QUALTER, T. H.: Publicidad y democracia en la sociedad de masas, Paidós, Barcelona, 1994.

STEEL, J.: Verdades, mentiras y publicidad, Eresma & Celeste, Madrid, 2000.

Artículo extraído del nº 64 de la revista en papel Telos

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