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El Estado: ¿anunciante social?


Por María Cruz Alvarado LópezSusana de Andrés del Campo

Es conocida la constante actividad publicitaria que llevan a cabo los Estados. Lo es más el hecho, fácil de refutar históricamente, de que la comunicación es un elemento consustancial al mantenimiento del poder. Pero ¿cuál es el origen del consolidado papel que en calidad de anunciantes hoy ejercen los Estados? ¿Es “social” la publicidad de la Administración? ¿Con qué otros fenómenos tiene que ver? Reflexionar sobre estas cuestiones desde una revisión conceptual y un enfoque crítico es el objetivo de este artículo.

El Estado anunciante

Dentro de las funciones tradicionalmente asumidas por el Estado, nos interesa, por encima de su función legisladora, destacar su función pública. Por ella asume la competencia clave de ejercer la comunicación pública, entendida como «una clase de información que se refiere a intereses compartidos por el conjunto de la colectividad y que está destinada en todo o en parte a la reproducción social» (Martín Serrano, 1992).

Desde un punto de vista histórico, siempre ha existido esa relación entre el Estado y el manejo público de información ( 1). Los poderes de los Estados van a asumir esa capacidad de «elegir, producir y difundir información referida a los intereses colectivos». Y para cumplir con la labor se crean instituciones especializadas en manejar la información: las empresas periodísticas y de opinión pública, a las que el Estado dará un papel mediador en la tarea de informar y comunicarse con los ciudadanos.

Lo característico de la situación actual es que el Estado ha pasado a utilizar la publicidad no como algo puntual, sino como un instrumento cotidiano de gestión de su labor. Esta práctica define un nuevo modo de gobernar, de tratar de solucionar posibles crisis y de difundir masivamente productos comunicativos que tienen un mercado seguro, ya que resultan imprescindibles para desenvolverse en nuestra sociedad.

Las grandes transformaciones económicas, sociales y políticas producidas en el último cuarto del siglo XX han afectado a las funciones y necesidades del Estado y, con ello, han propiciado el uso de la comunicación publicitaria por parte de éste, al menos, en una triple dimensión:

1. La relativa a la relación que se da entre Estado y administrados. En una sociedad compleja y burocratizada, el gobierno necesita de la comunicación mediada para dirigirse a los ciudadanos. Además, existen también carencias en la utilización de otras modalidades de comunicación, como podría ser la interpersonal, y fallos en la cadena de información para llegar al ciudadano. Este tipo de comunicación publicitaria, de naturaleza casi ontológica, puede decirse que trata de confirmar la existencia del Estado, porque en la sociedad postindustrial de la comunicación, éste es, cada vez más, «la comunicación que mantiene con los ciudadanos». En este sentido, la publicidad cumple una función principal como dique de audiencias, canalizadas bajo control cualitativo y cuantitativo para la recepción de los mensajes estatales. El Estado anunciante, de esta forma, se esfuerza en generar un ciudadano receptor, convirtiendo las relaciones burocratizadas con la ciudadanía en relaciones mediatizadas confiadas en buena parte a la publicidad. Pero con la apariencia de informar y reflejar transparencia, a través de la publicidad, el Estado en realidad adolece de opacidad, ya que –como apunta Eguizábal (2003)– el ejercicio de la publicidad no es el de descubrir, sino el de seducir, es decir, ocultar, levantar pasión donde reina la frialdad, la cerebralidad.

2. La preocupación por crear y mantener una imagen de Estado, adoptando así una de las peculiaridades de la empresa privada de hoy, la de gestionar su comunicación de modo global, pensando siempre en transmitir una buena imagen de empresa e incluso conseguir notoriedad. La Administración es consciente de la importancia del factor imagen y de tratar de buscar su identidad ( 2) por los mismos medios que lo hacen las entidades privadas. Tiene necesidad de mantener una imagen de preocupación por los problemas sociales, aunque sólo sea a través del escaparate que la publicidad ofrece. En general, se utiliza la publicidad, sobre todo a través del medio televisivo, como una arma estratégica que convence al ciudadano de que existe una preocupación por él, salvando así la distancia Administración-administrados. Con el objetivo de crear, mantener o mejorar su imagen, el Estado tratará igualmente de salvar las críticas recibidas desde distintos sectores. Se trata, en este caso, de una publicidad que denominaríamos de identidad, al igual que en la publicidad comercial hablamos de identidad de marca.

3. La necesidad misma, en una sociedad compleja y cambiante como la nuestra, de utilizar formas de comunicación masiva para difundir informaciones de interés general (leyes, servicios públicos, etc.) y malear actitudes y comportamientos hacia la norma social aceptada. Problemas sociales como la droga, las enfermedades, etc., exigen el intento de tratar de modificar comportamientos perjudiciales para el conjunto social. De esta necesidad se derivaría un tipo de publicidad que podríamos denominar de gestión, aunque subsume un objetivo de creación de imagen.

Por otro lado, aparecen nuevos mecanismos de regulación y control social, no procedentes del Estado, sino de otros sectores, lo que supone la necesidad de redefinir la noción misma de servicio público. (Han surgido nuevas formas de socialización, de servicios a la comunidad, educación, salud, etc., desde lo privado). Los anunciantes de antes se convierten en gestores de la comunicación de interés público, mientras que el Estado se aproxima, cada vez más, a la empresa privada (Mattelart, 1989).

El Estado hace publicidad para comunicarse con el ciudadano y compite en espacio, tiempo y creatividad con los grandes inversores publicitarios (llegando hasta las finales de los grandes premios de publicidad internacional). Mientras, las entidades privadas ejercen labores de responsabilidad pública: se rodean de valores ecológicos, benéficos, humanitarios e, incluso, altruistas, y se preocupan por los aspectos más diversos y localizados que el Estado desatiende. En este sentido, entre las esferas privada y pública parece existir un canal comunicativo que se equilibra como los vasos comunicantes.

La publicidad estatal

Muchas son las expresiones con las que se trata etiquetar la comunicación publicitaria que realizan hoy las instituciones estatales de todo tipo: publicidad institucional ( 3), estatal, gubernamental, de interés público, de asuntos públicos o servicio público ( 4), etc. Pero es evidente que la complejidad del fenómeno no admite etiquetas exclusivas. Estamos ante un anunciante múltiple y poliédrico –es uno y muchos a la vez– que recurre a la publicidad con muy diversas finalidades: desde campañas que promueven causas sociales o tratan de concienciar a la población sobre temas de salud pública, hasta campañas para evitar el fraude impositivo, promover el voto o informar sobre la labor realizada por un ministerio.

De modo que, sin entrar en el análisis pormenorizado de la bondad de una de estas etiquetas frente a las otras, partiremos aquí del principio de que el Estado hace publicidad y ésta puede ser de diversos tipos en función de su finalidad prioritaria.

Un ministerio, ayuntamiento o instituto público –como una empresa o, incluso, una ONG– pueden utilizar la publicidad para tres fines básicos: comerciales, sociales o de imagen. Y será siempre publicidad. Porque una cosa es el carácter de la institución (público o privado, con o sin ánimo de lucro, etc.), un factor determinante a tener en cuenta, pero no el único, y otra cómo y para qué se utiliza la herramienta publicitaria.

Delimitar la pureza de los fines de una acción publicitaria se ha convertido en una tarea casi imposible, al menos a simple vista. Así, se presupone que la comunicación publicitaria que realiza una empresa es mayoritariamente comercial y/o de imagen. Pero en el contexto actual, caracterizado por la mezcla y confusión de fines y causas, algunas empresas se convierten en lo que podríamos llamar anunciantes sociales (Nissan, para evitar la conducción de vehículos en estado de ebriedad, Telecinco con la campaña «Doce meses doce causas», etc.). A la vez, instituciones de naturaleza social o no lucrativa, realizan campañas publicitarias puramente de imagen (Intermon Oxfam con su campaña IO, Manos Unidas conmemorando su 40 aniverario, etc.) e incluso estrictamente comerciales, en las que se ofertan productos.

En el caso de los organismos de titularidad pública, este fenómeno de fusión y o confusión de fines y causas parece ser aún mayor, como lo es también su cuestionamiento al mezclarse dos elementos ya de por sí criticados: publicidad y Estado, ambos de carácter público. El hecho de que el emisor de una campaña publicitaria pertenezca a la Administración pública no implica que la campaña tenga finalidades estrictamente sociales. Además, como hemos visto, el Estado recurre a la publicidad porque le proporciona un hábil instrumento para ser mejor entendido por el ciudadano. Le sirve también para acercarse más y ser más asequible a la masa, identificarse de forma directa con el público, aprovechando el hecho de que la publicidad sea actualmente una actividad socialmente legitimada.

Hoy en día en las sociedades posmodernas en que vivimos, altamente competitivas, el factor imagen parece prioritario para la supervivencia de cualquier entidad. Además, cada vez hay una mayor sensibilización de la opinión pública hacia temas de interés social y humanitario, así como una mayor valoración de la “cuestión social”. En este contexto parece interesante detenerse en el uso que hace el Estado de una modalidad publicitaria hoy emergente: la publicidad social.

La publicidad social

Entendemos por publicidad social a la comunicación publicitaria que sirve a causas de interés social, plantea objetivos sociales y busca contribuir al desarrollo social y/o humano, ya sea formando parte, o no, de programas de cambio y concienciación social (Alvarado, 2003).

Es un tipo de publicidad generalmente promovida por anunciantes sin ánimo de lucro que deriva de una causa o proyecto social y se dirige al receptor-consumidor típico de las sociedades occidentales desarrolladas. Su finalidad prioritaria es servir a esa causa o proyecto social, en beneficio del bienestar individual o colectivo, ya sea de los receptores y de la sociedad en que éstos viven o de individuos y sociedades lejanas.

La publicidad social así entendida, no delimita el tipo de anunciante por su naturaleza pública o privada. Además, estos emisores pueden actuar individualmente, de forma conjunta o mixta. Así, una campaña publicitaria social puede estar promovida por una o varias instituciones, sean del mismo carácter (dos o más ONG), lo que será publicidad conjunta, o no (una ONG, un organismo ministerial, una empresa, etc.), en cuyo caso podría hablarse de publicidad cooperativa. Lo que sí le exige la publicidad social al emisor es responder a una causa social concreta, tener detrás un proyecto y que la finalidad de la acción publicitaria realizada en respuesta a la causa o proyecto sea prioritariamente social.

Está claro que la emergencia de este fenómeno publicitario tiene como una de sus causas más claras la crisis del Estado del bienestar, y más concretamente la mayor valoración por parte de los ciudadanos de las cuestiones sociales. A esto se suma el hecho de que todo tipo de entidades, con muy distintos fines, son cada vez más conscientes de su dimensión social y empiezan a asumir responsabilidades directas en ese ámbito, de forma más o menos interesada. Ante la evidencia mediática de una “problemática social universal” y la constatación de la incapacidad de las instituciones para resolverla, se hace necesaria una publicidad social que dé la apariencia de que esas instituciones, al menos, son conscientes del problema y están dispuestas a hacer algo.

Frente a la falta de respuestas estructurales definitivas para la mejora social, la publicidad, al menos, propone y mantiene expectativas de solución al hacer recaer muchas veces en el ciudadano una utópica vía de salida.

Desde un punto de vista temático, podría considerarse la existencia de cuatro ámbitos con los que estaría relacionada la mayoría de las causas y proyectos sociales que se lleva a cabo en nuestras sociedades: la salud y el bienestar público y social, la marginación y/o la discriminación, la protección del entorno natural y urbano, y la solidaridad internacional.

Los ámbitos temáticos sociales son reflejo de los problemas y preocupaciones de la sociedad en un contexto determinado, y han ido evolucionando y renovándose. Como también lo han hecho las soluciones que en cada momento se han considerado oportunas para paliarlos, las creencias existentes en la sociedad sobre ellas (en relación a los valores sociales dominantes) y las instituciones que se han hecho cargo de gestionarlos, convirtiéndose en muchos casos en anunciantes sociales.

Estas materias se asumen hoy desde muchos tipos de instituciones, entre ellas las públicas: ministerios, ayuntamientos, direcciones generales, institutos, etc.; y a diferentes niveles: local, nacional e incluso internacional, como es el caso de algunas de las campañas llevadas a cabo en las últimas décadas desde la Unión Europea.

De un modo más concreto, se han llegado a canalizar estas causas genéricas en planes nacionales a través de los que se trata de establecer objetivos específicos para paliar o resolver determinados problemas (por ejemplo, el Plan Nacional Sobre Drogas, el Plan Nacional para la Igualdad de Hombres y Mujeres, el Plan Nacional Contra el Maltrato a la Mujer, etc.). Estos planes permiten fijar objetivos sociales cuya satisfacción, se cree, proporcionará una solución para un determinado problema social. Es decir, son formas de concretar esos problemas (el tabaquismo, por ejemplo), en objetivos abarcables por las instituciones (conseguir que los fumadores de una comunidad determinada sean conscientes de los riesgos que supone fumar) a partir de la comunicación pública.

El Estado como anunciante social

Por lo anteriormente dicho, puede considerarse que el Estado es un verdadero anunciante social cuando realiza publicidad al servicio de una causa de interés social; es decir, que afecte directa o indirectamente a la mayoría de los miembros de una comunidad, y tenga que ver con las condiciones humanas de vida y el bienestar de la sociedad. Quedan fuera de este ámbito otras causas vinculadas con aspectos comerciales y políticos, aunque sean de interés público y general, y sus emisores pertenezcan a la Administración Pública. Como por ejemplo los anuncios de la Lotería de Estado, la publicidad turística, las campañas de incentivo del voto en periodos electorales o las campañas para informar de los plazos para el pago de impuestos, que, si bien tienen un indudable interés público, puede discutirse su mayor o menor carácter social.

El Estado asume hoy en día un papel como anunciante social de forma clara, aunque, como ya se ha dicho, por su misma naturaleza, algunos de los problemas sociales a los que se enfrenta tienen implicaciones institucionales, políticas o económicas. En este sentido, si atendemos a la temática dominante de este tipo de campañas, hay que decir que es el ámbito relacionado con la salud y la seguridad pública el que más actividad genera. En él estarían las campañas que tratan de informar, educar o persuadir al receptor de la necesidad de: protegerse de alguna enfermedad (por ejemplo, el sida), abandonar algún hábito de consecuencias negativas para la salud (como la adicción a las drogas), adquirir hábitos saludables (vacunación, alimentación sana, deporte, protección solar, etc.) o colaborar en la mejora de la calidad de vida (civismo, ahorro, conducción prudente, etc.).

Pero la publicidad social que realiza el Estado es un tipo de publicidad que podemos llamar “egoísta” ( 5), en el sentido de que está relacionada con el bienestar individual o colectivo de las comunidades en que viven los sujetos receptores de la misma. Es decir, que tiene que ver con el proyecto (político y social) de mejora de la calidad de vida de los ciudadanos de las sociedades occidentales posmodernas en las que se difunden sus mensajes. Sería, por tanto, una publicidad social que, dado el interés existente por alcanzar una mejora individual o social repercute en el bienestar del sujeto, y tiene que ver con la satisfacción de sus propias necesidades y las del sistema dominante. El sujeto receptor, el ciudadano, cuando reacciona ante estos mensajes, está muchas veces pensando en sí mismo («si colaboro en la integración de los inmigrantes marroquíes habrá menos problemas con ellos en mi ciudad»).

La publicidad social estatal no puede decirse que sea altruista desde el punto de vista del receptor, pero tampoco desde el emisor ni de los intermediarios. Así, la mayor partida presupuestaria del Estado español en publicidad social se destina a las campañas de concienciación de la Dirección General de Tráfico. El presupuesto para la campaña “Carnet por puntos 2005” cuenta con 26 millones de euros, cifra con la que el Ministerio intenta reducir los 72.000 millones de euros que suponen de coste perdido cada año los accidentes de tráfico ( 6). De ser escasamente efectiva, la campaña adquiere una rentabilidad mayor que muchas estrategias de publicidad comercial.

En cuanto a los intermediarios, se da la circunstancia de que en la publicidad social, muchas veces el altruismo se asume más que por el emisor por el resto de elementos del sistema, ya que es frecuente que se difunda y produzca gratuitamente gracias a la colaboración de medios y realizadores. Pero en el caso de la publicidad gubernamental se alcanzan cifras de inversión en creación, producción y difusión muy elevadas, enormes presupuestos ( 7) asumidos por el receptor mismo de las comunicaciones.

Pero el acceso a los datos de inversión publicitaria estatal es difícil. Probablemente, si sumásemos hasta la última partida destinada al último folleto del último ayuntamiento del último municipio de España, con seguridad descubriríamos en el Estado el mayor anunciante del país. Aislar el gasto de publicidad social en todas las Administraciones y calcular el montante total es todavía más complicado.

En España, este fenómeno arranca realmente en 1983, año del “cambio” socialista, en que la inversión publicitaria de la Administración pública alcanzó los 1.340 millones de pesetas, y no ha parado de crecer, hasta llegar, en 2003, a los 55,2 millones de euros ( 8).

Los presupuestos manejados en acciones publicitarias que han alcanzado gran notoriedad, han generado críticas respecto a la utilidad de este tipo de comunicación pública y a sus verdaderos fines. Por ejemplo, y en opinión de algunos autores, la utilización que el Estado suele hacer del sistema de comunicación publicitaria tiene mayor eficacia en la repercusión de estas acciones para su imagen y para conseguir la conformación de los ciudadanos, que para los objetivos realmente planteados en las campañas. En este sentido, Herreros Arconada (1992) afirma que existe un «creciente uso de este género de campañas institucionales promovidas por los distintos gobiernos para conseguir el asentimiento popular a sus propósitos u objetivos».

Reflexiones finales

Es evidente que la publicidad no es la mejor solución para los problemas sociales, de modo que, si el uso de la publicidad social por parte de Estado se hace cada vez más patente, ha de ser por otros motivos.

En primer lugar, para adquirir loable visibilidad pública o generar notoriedad en torno a algún problema social o institución estatal. Y no sólo para exhibirse, sino incluso para existir, ya que en toda acción publicitaria está en juego implícita o explícitamente la supervivencia de su emisor. La máxima «quien no comunica, no existe» amenaza al Estado como a cualquier otra entidad dedicada al público.

En segundo lugar, para actuar como conciencia social, enviando indicadores a la moral ciudadana y concentrando la atención en las cuestiones sociales priorizadas por la política del poder.

Se está utilizando para borrar la memoria y aportar imágenes colectivas de una renovada realidad ( 9). O con distinta estrategia, y ante la falta de soluciones a problemas sociales por parte de la Administración, sirve para descargar la responsabilidad social en otros agentes o en los propios ciudadanos. Con la publicidad social, la Administración hace ver que trabaja y se preocupa por los ciudadanos y, por lo mismo, desvía la atención de la audiencia respecto a esas cuestiones que desatiende o no forman parte de su programa de actuación. A la vez, se redime de culpas lucrativas, mercantilistas y de exceso de poder.

La publicidad social en general, y por ende, la realizada por el Estado, cobra fuerza en el actual «capitalismo de ficción» (Verdú, 2003). En él, sirve para recordar a los ciudadanos sus imperfecciones y las del sistema y, lo que es más importante, mantiene la expectativa de mejora de vida necesaria para el ciudadano en su dimensión social (del mismo modo que la publicidad comercial la mantiene en el plano material). Al respecto se podría afirmar que es una publicidad tan conformadora del statu quo como la comercial lo es de la ideología del consumo, ya que se mueve en el discurso de lo “políticamente correcto”.

Analizando la publicidad social de emisor estatal, parece llegarse a la conclusión de que tales campañas no se justifican tanto en términos de información y concienciación, como en términos de creación de imagen, notoriedad y opinión, incluso de creación de realidad, una realidad enmarcada en los medios de comunicación y pintada para el deleite del ciudadano, ensimismado en el sueño de un mundo mejor.

El Estado, al emitir publicidad social, reconoce en el sistema publicitario una estructura y un cauce eficaces en los que confiar la comunicación con sus públicos, en temas de alta implicación. Sus propias estructuras burocratizadas se entienden invalidadas como canal comunicativo por el propio Estado. Pero en la medida en que el uso del sistema publicitario se generalice, el control gubernamental sobre el mismo será más patente, lo que también podría redundar en la ineficacia del mismo.

Por otro lado, el elevado número de instituciones de todo tipo, muchas de ellas públicas, que compiten como emisores de campañas sociales genera con frecuencia duplicidad de inversiones y mensajes e, incluso, contradicciones argumentativas que pueden generar en el ciudadano cierto grado de confusión y ser contraproducentes para el problema que se trata de resolver.

Además, la publicidad es sólo una de las posibles formas de comunicación que se pueden utilizar al servicio de causas o proyectos sociales. No debemos olvidar, sobre todo por las implicaciones que esto tiene en la eficacia de los mensajes publicitarios sociales, que no todos los problemas sociales precisan de la comunicación para solucionarse, y en caso de hacerlo, pueden o no resolverse con publicidad. Por lo que, a pesar del creciente número de mensajes publicitarios de este tipo producido en las sociedades occidentales desarrolladas, habrá que calibrar la necesidad real o no de su utilización. Y más en el caso de entidades de titularidad pública, cuyo presupuesto grava al ciudadano.

El hecho de que las campañas gubernamentales se encuentren entre las de mayor presupuesto ha provocado vicios y pequeñas contiendas en la profesión. La imposición del sistema de concursos para la contratación de agencias (10), el retraso en los pagos o las jerarquías establecidas entre los soportes de difusión, son algunas de las cuñas que la Administración está haciendo penetrar en el proceso publicitario global.

Es necesario un cuestionamiento ético permanente de este tipo de publicidad por parte de todos los sujetos implicados. Los emisores, por encima del beneficio institucional o corporativo, han de primar el beneficio social al que deben contribuir. Además, deben evitar la confusión de fines y causas, y asegurar que la inversión en publicidad es realmente necesaria. El hecho manifiesto y notorio de hacer publicidad social no debe provocar un olvido en los esfuerzos logísticos, asistenciales, educacionales, etc., necesarios y que están en la base de muchos de los problemas. La publicidad social no debe usarse como distractor de la realidad. En este sentido, el Consejo de Ministros recibió, el pasado día 1 de abril de 2005, un informe de la Vicepresidenta Primera, Ministra de la Presidencia y Portavoz del Gobierno sobre Publicidad y Comunicación Institucional, en el que se marca el objetivo de realizar una comunicación útil y transparente, con un adecuado uso de los fondos públicos. La norma prohibirá, por ejemplo, las campañas dedicadas a los logros de gestión de la Administración central y sus organismos autónomos, y establecerá que la publicidad institucional deberá contar con un plan anual previo y un posterior informe que se presentará a las Cortes.

Por su parte, los profesionales, por encima de las cifras millonarias que puedan manejarse, han de tomar conciencia de la trascendencia humana y social de las temáticas que están en juego y priorizar al máximo la adecuación de las acciones a los objetivos que las campañas publicitarias han de satisfacer.

Y los receptores, como ciudadanos, hemos de adoptar una actitud más crítica y reflexiva respecto a estas acciones publicitarias. Y más participativa y comprometida con la realidad.

Al servicio de la Administración pública, la comunicación mediada y, por ende, el control del sistema de la comunicación social, en general, y el publicitario, en particular, ya no sólo son el medio, sino el fin. Y lo seguirán siendo mientras el objetivo de un Estado sea, con carácter prioritario, su autolegitimación. En este empeño, la publicidad social parece ser la nueva panacea.

Bibliografía

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WELLS, W., BURNETT, J. y MORIARTY, S.: Publicidad. Principios y prácticas, Prentice-Hall, México, 1996.

Direcciones web

http://www.adcouncil.org

http://www.infoadex.es

http://www.igae.minhac.es

Artículo extraído del nº 64 de la revista en papel Telos

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